Dejé la tira de Kata. ¿Era verdad? ¿Me enamoraba siempre del hombre equivocado?
Tumbada ya en la cama, mirando la mancha del techo para variar, pensé en los hombres de mi vida: en Kevin, el amasador de pechos; en Marc, que me ponía los cuernos; y, sobre todo, en Sven. Nunca habría imaginado que pudiera ser tan violento. Aunque tenía cargos de conciencia porque su agresividad había estallado por mi culpa, de repente me sentí contentísima de haber puesto pies en polvorosa en el altar.
Joshua, en cambio, era muy distinto a los demás hombres; tan tierno, tan desinteresado y altruista. Y cantaba bastante bien. Lástima que estuviera pirado.
Sentí curiosidad por saber qué clase de pirado era exactamente. Googleé en el portátil de mi padre y encontré dos artículos en la red sobre personas que se creían Jesús. Uno era un simple chalado. Su ilusión se quebró el día que saltó de un garaje para demostrar sus habilidades divinas. El otro era un pastor protestante de Los Ángeles que afirmaba ser Jesús para sacarles los cuartos a sus seguidores, y de ese modo se había hecho con cientos de millones de dólares. Cuando veías al líder sin escrúpulos de aquella secta, enseguida pensabas: «Eh, vamos a crucificarlo y averiguamos si de verdad es Jesucristo». Joshua no era de los que se aprovechaban de los demás con sus delirios. Más bien pertenecía al grupo de los garajes. ¿Qué lo habría trastornado tanto como para volverlo loco? ¿Quizás la muerte de su ex?
Realmente pensaba más de la cuenta en un carpintero al que le faltaba más de un tornillo.
* * *
Volví a la cama, apagué la luz y decidí pensar en otras cosas que no fueran Joshua… y su voz maravillosa… y su risa alucinante… y su carisma… y aquellos ojos… aquellos ojos… aquellos… ¡Oh, mierda!
Intenté pensar en otra persona. En un hombre increíble. George Clooney, por ejemplo, buena idea, el mejor actor del universo conocido… Pero no tenía una risa tan alucinante como la de Joshua… ni unos ojos tan alucinantes… y aquellos ojos…
¡Oh, Dios mío, ni siquiera George Clooney podía distraerme de pensar en Joshua!
Sólo me quedaba una posibilidad, pensar en Marc. Después de todo, lo que aún sentía por él me había impulsado a dejar plantado a Sven en el altar. Pensé en Marc… en su físico… en su carisma… que no se podía comparar con el de Joshua… porque Joshua tenía un aura alucinante… y era más buena persona… y tenía una voz más alucinante… y aquellos ojos… aquellos ojos… ojos… ojos…
¡Oh, no! Joshua estaría loco, pero ni siquiera Marc podía quitármelo de la cabeza. Mi hermana tenía razón: si alguien podía enamorarse del hombre equivocado, ésa era yo.
—¿¡¿Jesús?!? —A Kata le dio un ataque de risa durante el desayuno y yo me enfadé por haberle contado la cita del día antes. Al cabo de un minuto largo, por fin paró de reír y, de repente, me miró más seria que un palo—. ¿Ya te has hecho el test del embarazo?
—¡No me acosté con él! —contesté indignada.
—Pero bien que existe la inmaculada concepción —dijo Kata, y volvió a troncharse de risa.
Le tiré un panecillo. Y una cuchara. Y un huevero. No paró de reír hasta que cogí el tarro de la mermelada.
—No tiene gracia —refunfuñé.
—No, claro que no —resopló Kata, y se echó a reír de nuevo.
Cuando por fin se calmó, cogió un panecillo para untarlo y torció el gesto. Volvía a sentir punzadas en la cabeza.
—Hoy no es por el vino —afirmé preocupada.
—Que sí.
—¿Cuándo te toca ir a revisión? —pregunté.
—Dentro de tres semanas.
—¿No puedes adelantarlo?
—No pasa nada.
—¿Y si pasa? —Tenía mucho miedo por ella.
—Entonces —Kata sonrió burlona— tu Jesús me curará.
Le tiré otro panecillo a la cabeza.
En aquel momento llamaron. Lo vimos por la ventana de la cocina: Joshua estaba en la puerta con su caja de herramientas.
—Hablando del Mesías… —se burló Kata, y tomó un sorbo de café.
—¿Tendré que oír chistes de Jesús todo el día? —quise saber.
—También podrás leerlos en las próximas historietas —contestó Kata.
Volvieron a llamar.
—¿No vas a abrirle la puerta al Hijo de Dios? —me preguntó.
—No, voy a sacudirle a la hija del urólogo —dije sonriendo, con más acritud que dulzura.
—Tanta furia no le gustaría a Jesús —criticó Kata.
Cogió el
Malenter Kurier
, el periódico de donde yo aún tenía cinco días de fiesta, y dejó que yo me encargara de ir a la puerta. Mi padre no podía abrir al carpintero. Había ido con Swetlana a buscar a su mocosa al aeropuerto de Hamburgo. Me levanté suspirando, fui hacia la puerta de casa, abrí y me quedé asombrada con lo que vi: ni ojo a la funerala ni rasguños ni labio hinchado.
—Buenos días, Marie —me saludó.
Saltaba a la vista que se alegraba de volver a verme. Y su sonrisa afable hizo que me temblaran las piernas.
—Estoy listo para echar unos clavos —dijo contento.
Oí el ataque de risa que acababa de darle a Kata.
Cerré la puerta de la cocina y le dije a Joshua:
—No sé si será una buena idea.
—No crees que yo soy Jesús —afirmó.
¿Por qué no podía decirme simplemente «El numerito de Jesús fue un chiste malo. Lo hice porque soy un fumeta»?
Yo podría vivir muy bien con eso. Y podríamos haber construido un futuro juntos.
—Te falta fe —observó Joshua, siendo realista.
Y a ti una camisa de fuerza, pensé.
—Pues si eres Jesús —dije irritada—, salta de un garaje.
—¿Qué? —Joshua estaba levemente sorprendido.
—O convierte el agua en vino o camina sobre las aguas de un lago o transforma un lago en vino y haz feliz a la gente. O procura que haya dulces que sepan a algo —le reclamé.
—Creo que no acabas de entender por qué suceden los milagros —respondió severamente.
Luego pasó por delante de mí conteniendo la ira y subió por las escaleras hasta el primer piso.
¿Qué se había creído, sermonearme a mí de aquella manera? Me habría encantado tirarle un tarro de mermelada a la cabeza. Y luego lamerle la mermelada del cuerpo.
Uf, mis hormonas salían de excursión con sólo verlo.
¿Tenía que seguirlo? ¿O sería mejor mantenerme alejada de él? ¿Y hacer cosas tan tontas como poner mi vida a flote de nuevo? ¿Meditar quizás en la posibilidad de cambiar de trabajo y descubrir, examinando la realidad, que con mi
currículum
no podía conseguir un empleo mejor?
Me decidí por la mejor opción: descolgarme por casa de un amigo.
Michi tenía un videoclub, su vida amorosa era igual de desastrosa que la mía y, antes de conocer a Sven, yo pasaba casi todas las tardes con él. Cuando cerraba el videoclub, a las nueve de la noche (bastante tarde para lo que era la vida nocturna de Malente), nos cebábamos siguiendo una dieta de pizzas a domicilio, patatas chips y Coca-Cola light, mirábamos DVDs y no parábamos de soltar comentarios como:
—Ahora Leonardo se congela.
—Que no hubiera ganado el billete para el
Titanic
.
—Mira… Kate acaba de soltarlo…
—… y él se ahoga en el mar helado.
—Me parece que el mensaje del
Titanic
es: a veces hay que saber soltar.
* * *
Mientras sorbía un café en el mostrador del videoclub, se lo conté todo sobre Joshua a Michi, gran conocedor de la Biblia. Sólo me callé minucias irrelevantes como que albergaba sentimientos por el carpintero.
Por Michi me enteré de que las hermosas palabras que Joshua había dicho junto al lago sobre el tema de «No te preocupes y vive», también aparecían en la Biblia como pronunciadas por Jesús. Asimismo, me enteré de que Yejoshua era la versión hebrea de la palabra latina Jesús y que Joshua era la versión anglosajona moderna del nombre.
—Para ser un loco, tu carpintero está muy bien informado —opinó Michi elogiosamente.
—O sea que es un loco profesional —constaté.
—Exacto. Y los profesionales siempre son dignos de admiración.
Suspiré y, al oír el suspiro, Michi me preguntó desconcertado:
—¿No me digas que sientes algo por él?
—No, no —contesté, y me puse a mirar convulsivamente la tapa de un vídeo.
—¿Desde cuándo te gusta el porno? —preguntó Michi.
Aparté la tapa de inmediato. Y luego intenté no pensar en cuántos hombres la habrían tenido en sus manos después de ciertos actos.
—El carpintero te gusta —afirmó Michi.
—¿Tan fácil es calarme?
—¿Qué quieres que te diga?
—Miénteme.
—No es nada fácil calarte —empezó Michi—. Al contrario, eres una mujer misteriosa y cuesta tanto leerte el pensamiento a ti como a Mata Hari. Bah, qué digo, ¡Mata Hari a tu lado era una Sissi!
—Mentiroso —contesté y me lamenté—: Me gustaría no ser tan transparente.
—Hay cosas peores —intentó consolarme Michi—, por ejemplo, estar solo en el mundo.
—¡También estoy sola! —aullé.
—No, no lo estás —aclaró Michi, y me dio un abrazo.
Con él siempre me sentía como con un hermano y yo era como una hermana para Michi (aunque Kata siempre afirmaba: como una hermana con la que quieres mantener una relación incestuosa).
—Si sientes algo por ese tal Joshua —opinó Michi—, tienes que descubrir si es un enfermo mental o lo hace por otros motivos.
—¿Y cómo quieres que lo averigüe? —pregunté—. ¿Asaltando los archivos de la seguridad social y robando su historial médico?
—Eso —Michi sonrió burlón— o preguntándoselo al pastor Gabriel. Él lo conoce.
—Tienes razón. Pero preferiría asaltar la seguridad social —repliqué suspirando.
* * *
Delante de la casa parroquial me encontré con mi madre, que salía por la puerta silbando alegremente. Parecía muy contenta y tuve que admitirlo: últimamente, la vida sexual de mis padres era más activa que la mía. Un hecho que también podía hundir en la depresión a treintañeras con los nervios más templados que yo. Mi madre me sonrió.
—¿Qué tal, Marie?
—Me he reído más otras veces —contesté, y me pregunté si tenía que preguntarle por su relación con Gabriel. Pero eso acabaría en una pelea. Como siempre que le había preguntado por sus amantes. Dios mío, ¿por qué mis padres no podían hacer lo que hacían todos los matrimonios de su edad: aburrirse juntos en el sofá?
—Te estarás preguntando qué hacía en casa de Gabriel. Y tienes derecho a saberlo.
No sabía si quería hacer uso de ese derecho. Pero la idea de tener a Swetlana de madrastra y a lo mejor también a Gabriel de padrastro me impulsó a preguntar.
—Vale, ¿qué hacías en casa de Gabriel?
Mi madre contestó cantando:
—Girls Just Wanna Have Fun.
—Hace un milenio que no eres una
girl
—repliqué irritada.
—Tú tampoco —contraatacó.
—Ahora no estoy para tonterías —refunfuñé y quise pasar de largo. Pero mi madre me bloqueó el camino.
—Si necesitas ayuda… —empezó.
—Seguro que no me tumbo en tu diván —la interrumpí.
—Ya, claro, yo tengo la culpa de todos tus problemas porque me divorcié —contestó lacónica, y yo asentí con la cabeza, totalmente de acuerdo—. Sabes, Marie, llega una edad en la que tienes que dejar de echar la culpa de todo a tus padres. Y tienes que coger las riendas de tu vida.
—¿Y cuándo se llega exactamente a esa edad? —pregunté mordaz.
—A los veinte —dijo sonriendo burlona. Y, mientras se iba, añadió—: Pero si algún día necesitas ayuda psicológica, puedo procurarte un buen terapeuta.
La miré mientras se iba, sus maneras arrogantes siempre me ponían tan furiosa que preferiría procurarme un buen asesino profesional.
* * *
Cuando entré en el despacho de Gabriel, volví a ver la Santa Cena y me di cuenta de que Jesús tenía realmente cierto parecido con Joshua, incluso más que con uno de los Bee Gees. Aquello era un poco inquietante. Por algún motivo, Gabriel se estaba dedicando a tachar todas las citas de la semana siguiente. Sin levantar la mirada de su agenda, me preguntó:
—¿Qué, quieres volver a casarte?
Después de treinta años sin una sola risa en sus sermones, Gabriel aún no se había enterado de que su sentido del humor era nulo.
—Yo… quería preguntarle una cosa. De Joshua.
Gabriel levantó entonces la vista y me miró severamente, pero yo quería saber y, armándome de valor, balbuceé:
—Me… dijo que era Jesús. ¿Está… loco?
Gabriel contestó con otra pregunta.
—¿Qué quieres de él?
Gracias a Dios, estaba sobria y no contesté «echar un clavo».
—¿Está loco? —repetí la pregunta.
—No, no lo está.
—Entonces, ¿por qué dice mentiras? —inquirí.
Gabriel no hizo ni caso de la pregunta.
—Marie, Joshua nunca corresponderá a tus sentimientos —se limitó a decir.
—¿Por qué? —pregunté, sin darme cuenta de que con ello admitía que sentía algo por Joshua.
—Créeme, ese hombre no se enamorará de una mujer —aclaró Gabriel con determinación.
Y yo pensé: «Dios mío, ¡Joshua es homosexual!».
* * *
Al llegar a casa, me bullía la cabeza: Joshua me había hablado de otra mujer; entonces ¿podía ser homosexual? Pero, por otro lado, seguro que los palestinos lo tienen difícil para salir del armario, puede que tan difícil como para ser futbolistas profesionales. A lo mejor allí, cuando quieren quitarse de encima a una mujer, prefieren decirle «Soy Jesús» a «Me gusta ponerme ropa interior de color rosa».
Kata había salido, o sea que no podía explicarle mis sospechas. Así pues, subí directamente al desván para ver a Joshua. Estaba serrando un puntal de madera nuevo y cantaba uno de sus salmos. Dejó de cantar al verme y me miró con más dulzura que antes. Su ira se había esfumado. Empecé sin más rodeos la operación «interrogatorio discreto».
—Dime, Joshua… En tu país, ¿también cantabas tus salmos solo?
Joshua me miró sorprendido y luego contestó:
—No.
—¿Y con quién los cantabas?
—Tenía amigos.
—¿Hombres?
—Sí, hombres.
¿Homosexual, pues?, me pregunté.
—¿Querías a alguno de ellos? —dije, poniendo toda la carne en el asador.
—Los quería a todos.
¿A todos?, pensé horrorizada.
—¿Y cuántos eran?
—Doce —respondió Joshua.
¡Hala!
—Pero… no con todos a la vez —dije, cortada y con una risita.