Pero mi cerebro no pasaba de «me lleva por encima del lago». Se quedó colgado en ese hecho, como un ordenador que no consigue iniciar un programa. No estaba en condiciones de procesar el pensamiento «¡Hostia santa, es realmente Jesús!».
Cuando mi cerebro pudo dar por fin un minipaso, prefirió pensar por seguridad en cosas más intrascendentes como «ningún hombre había conseguido nunca llevarme en brazos». Una vez que Sven, en un alarde de romanticismo, intentó cruzar el umbral conmigo en brazos, estuvo a punto de acabar con una hernia discal.
La lluvia y el viento siguieron azotándome la cara hasta que Joshua amenazó al cielo y gritó al lago:
—¡Calla, enmudece!
El viento se aquietó y se hizo completa calma. Sí, aquel hombre no necesitaba ni chubasquero ni paraguas.
Cuando Joshua pisó la orilla al cabo de cinco minutos, los nubarrones habían retrocedido ante el crepúsculo. Me dejó en un banco. Yo estaba empapada, al contrario que Joshua, y temblaba de frío como nunca en la vida. Los pulmones aún me ardían.
—Puedo quitarte el dolor —dijo Joshua con toda tranquilidad.
Iba a tocarme, igual que había tocado a la hija de Swetlana, pero yo grité:
—¡¡¡Noooooooo!!!
No quería ni que me rozara. Todo aquello era demasiado para mí. ¡Excesivo!
Joshua se detuvo. Si mi grito histérico lo había desconcertado, no dejó que se le notara.
—Pero —dijo Joshua— estás helada.
Intentó tocarme de nuevo.
—¡No me toques! —bramé. Le tenía tanto miedo que seguramente fue una reacción natural a lo sobrenatural.
—¿Me tienes miedo?
Muy perspicaz.
—No temas —dijo con voz suave, pero no logró abrirse paso a través de mi pánico.
—¡NO ME TOQUES!
—Como quieras —asintió.
—¡Esfúmate! —le grité con mis últimas fuerzas, y tuve un ataque de tos.
Joshua seguía mirándome, preocupado. ¿Significaba algo para él o se preocupaba tanto por todas las personas a las que salvaba de ahogarse?
—Con «esfúmate» quiero decir «vete al cuerno» —jadeé despavorida, y continué tosiendo.
—Como quieras —dijo otra vez en tono tranquilo y respetuoso, y se fue.
Me dejó empapada y tosiendo en el banco porque yo quise.
Joshua desapareció de mi vista por una esquina. La lluvia había cesado gracias a su conjuro, pero yo temblaba todavía más que antes y la tos era insoportable. Tenía que irme a casa como fuera o me moriría de una pulmonía en aquel banco. Me enderecé, valerosa. Seguro que conseguía llegar a casa. Eso estaba chupado. Me levanté del banco, di medio paso y me desplomé inconsciente.
«Piii, piii, piii» fue lo que oí al despertar. Estaba en una cama de hospital. A mi lado había una máquina «piii, piii, piii», a la que estaba enchufada. ¿Por qué hacía tanto ruido? ¿No podían dejar en paz a los enfermos en vez de incordiarlos con tanto «piii»? Bajé la vista para mirarme: llevaba puesta una bata de hospital; alguien me había desvestido y me había vuelto a vestir. Afuera ya era oscuro y pensé si no debería llamar a una enfermera.
«Piii, piii, piii…» Le di un golpe a la máquina y dejó de pitar por fin. Entonces me vino a la cabeza todo lo que tendría que haberme venido en el lago: «Joshua me ha sacado del fondo del lago. Y me ha salvado la vida». Y, sobre todo: «¡Hostia santa, es realmente Jesús!».
A eso se le sumó otro pensamiento importante: «¡Oh, madre mía, y yo había deseado el trasero de Jesús!».
Respiré hondo y procuré tranquilizarme. ¿No habría sido todo producto de mi imaginación? A lo mejor me había hecho daño en el agua y había tenido alucinaciones. Entonces no me habría salvado Joshua, sino yo misma. Ni idea de cómo. De alguna manera. Pero ¿cómo podría haberme salvado yo misma? No estaba en forma para nadar hasta la orilla. Pero ¿cuál era la alternativa? Si no había sido una alucinación, Joshua era realmente Jesús. Y, si eso era cierto, ya podía estar contenta de no haberme ahogado, porque seguro que habría ido a parar al infierno por haber estado a punto de pedirle a Jesús que subiera a mi habitación para acostarme con él.
Bueno, lo más probable era que me hubiera dado calabazas.
Pero estoy segura de que en las puertas del cielo te daban puntos negativos sólo con que hubieras intentado entrarle al Redentor.
Y, para colmo de males, le había gritado «Vete al cuerno».
Caray, en lo de la vida después de la muerte, ¡iba apañada!
* * *
Entonces se abrió la puerta. Por un breve instante, temí que Joshua pondría los pies en la habitación. O entraría flotando. Pero era Sven. Me habían llevado al hospital donde trabajaba de enfermero, y tenía turno de noche. ¿Me había cambiado él de ropa? Eso no me gustó nada.
Sven me miró compasivo.
—¿Estás bien?
«¡No! ¡No estoy nada bien! O estoy loca o he visto a Jesús y eso me volverá loca», me habría gustado gritar, pero me limité a asentir ligeramente.
Sven se acercó a la cama y dijo:
—Un viandante te ha encontrado a orillas del lago, completamente empapada. ¿Qué ha pasado?
Le expliqué lo del bote, y nada más. Me sonrió cariñosamente y se puso a cantar la vieja canción de Fräulein Menke:
—«En un patín de agua a punto de zozobrar, navegando en el crepúsculo sin SOS ni radar. Un bote de pedales que amenaza con naufragar».
—Esa canción ha caído en el olvido, y con razón —contesté cabezota.
Sven me cogió la mano.
—Estoy aquí contigo. Incluso me he encargado de que te dieran la única habitación individual que quedaba libre.
Me pareció mal que me cogiera la mano. El único que podía cogérmela era Joshua, dijeron mis sentimientos.
Aparté la mano y le pedí a Sven que no volviera a cogérmela. Eso le dolió. Por lo visto, tenía la esperanza de que mi debilidad me haría volver con él. La esperanza se truncó, puso cara de ofendido y anunció en tono profesional:
—Bueno, pues vamos a por la inyección.
—¿Inyección? —pregunté espantada.
—Tengo que ponerte una inyección en el trasero, son indicaciones del médico.
Agarró una inyección que estaba en la mesilla de noche.
Tragué saliva; las inyecciones nunca son motivo de una alegría desbordante, pero que te las ponga tu ex…
Me tumbé boca abajo a regañadientes y me preparé. Si ya me había parecido mal que Sven me cogiera la mano, aquello era más que desagradable. Cerré muy fuerte los ojos y aún fue mucho más desagradable, porque Sven me dio en un músculo contraído.
—¡AU! —grité.
—Ohhhh, lo siento, no he acertado —dijo con aire de inocencia—. Tendremos que repetirlo.
Volvió a clavarme la aguja en el culo.
—¡AHHH! —grité.
—Oh, otra vez me he equivocado, pero qué tonto soy, qué tonto —comentó Sven.
Lo miré a la cara y comprendí.
—El… el médico no ha dicho nada de inyecciones, ¿verdad?
Esta vez, no intentó poner cara de inocente.
—Si te pincho dos veces más, ya casi tendremos un
smiley
en el culo. —Soltó una risa sarcástica y la volvió a clavar.
—¡AUUU!
Me levanté de un salto, me puse bien la ropa y le grité:
—¡Estás enfermo!
Luego eché a correr hacia la puerta, pero Sven me cortó el paso.
—Aún no hemos acabado, el médico también quería que te diera un laxante.
La situación era peliaguda; haberlo plantado en el altar había sacado a la luz una parte de su ser que había estado mucho tiempo oculta. Pero aún recordaba el consejo que una vez me dio mi hermana para ese tipo de situaciones: «No hay problema que no se pueda resolver con una buena patada en los huevos».
Sven aulló y yo salí pitando del hospital, a las calles todavía mojadas, y no paré hasta que no pude correr más. Sven no me persiguió, seguiría aullando como un coyote sonámbulo.
Corrí en bata de hospital por un Malente nocturno. Mis pies descalzos estaban casi entumecidos por el frío y me temblaba todo el cuerpo. Cuando por fin llegué a casa de mi padre, no tuve más remedio que llamar. Por suerte, no me abrió mi padre, sino Kata. Me miró sorprendida y yo sólo le dije en voz baja:
—No preguntes.
—Bueno —contestó y, acto seguido, preguntó preocupada—: ¿Qué ha pasado?
Le conté lo del bote y lo de Sven, pero no que Joshua había caminado sobre las aguas, evidentemente. Quería evitar que mi propia hermana me encerrara en el manicomio.
Kata me acompañó al baño para que pudiera quitarme de encima la peste a lago. Me dijo que papá, Swetlana y su hijita ya dormían. Pero yo no quería dormir, me encontraba en un estado anímico situado entre el cielo (Joshua) y el infierno (Sven). Me duché, me vestí y fui a la habitación de Kata. Acababa de dibujar una tira nueva:
La tira era sorprendente; por lo general, la pequeña Kata nunca se compadecía tanto en los cómics. Y Dios sólo aparecía cuando se sentía muy frustrada por la trayectoria del mundo. Comprendí que algo la oprimía.
—Has ido al médico —afirmé inquieta.
—Sí.
—¿Y?
—Tengo que esperar los resultados —contestó, manteniendo el tipo.
—¿Hay algo que temer?
—Pura rutina, nada por lo que preocuparse —explicó impasible.
No sabía si podía creerla. Mi hermana era capaz de mentir de manera impresionante, sobre todo cuando se trataba de sus propios miedos. Pero también sabía que no había que atosigarla. Así pues, busqué indicios de si realmente no existía ningún motivo de preocupación. Sobre la mesa había otra tira que había dibujado aquel mismo día:
Esa tira era mucho más alegre que la otra. Por lo tanto, Kata no respiraba un ambiente de fin del mundo. Eso significaba que no había ningún motivo para preocuparse.
Si la historia de «Joshua sobre las aguas del lago» no hubiera sido tan desconcertante y confusa, quizás me habría dado cuenta de que era muy extraño que Kata estuviera dibujando historietas navideñas a finales de verano. Y me habría dado cuenta de que Kata había dibujado una tira en la que se negaba la existencia de ancianos bondadosos con barba blanca. Al menos, ésa era una posible interpretación de la historieta de Papá Noel. La otra era que, en su fuero interno, Kata deseaba que un anciano bondadoso con barba blanca la absolviera de sus pecados.
Entretanto
Gabriel aguardaba despierto a Jesús en la cocina de la casa parroquial. Su amada tenía un compromiso en Hamburgo y no podía pasar la noche con él. Dios, cuánto echaba de menos a Silvia aunque sólo hiciera unas horas que no la veía. En momentos melancólicos como ése, Gabriel estaba convencido de que el amor tenía más desventajas que ventajas. Y de que Dios quizás pasaba por una mala racha cuando inventó el amor, tan imperfecto como era.
Sí, claro, el Todopoderoso nunca tenía una mala racha, eso lo sabía él, un antiguo ángel, pero no había otro modo de explicar la nostalgia que le provocaba el amor. ¿Qué sentido tenía?
Era como un ardor de estómago. No alcanzaba a comprender el misterio divino que se ocultaba detrás.
* * *
Jesús regresó por fin a la casa parroquial. Se le veía muy absorto en sus pensamientos.
—¿Qué te preocupa, Señor? —preguntó Gabriel.
—¿Qué sabes de Marie? —preguntó Jesús.
«Oh, no», pensó Gabriel, «esa mujer, ¿sigue inquietando al Mesías?».
—Perdona, Señor —contestó—, pero Marie es lo que, en este mundo y de manera algo profana, calificamos de «mediocre».