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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Jesús me quiere (22 page)

BOOK: Jesús me quiere
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Y quizás, sí, quizás algún día incluso podría soñar de nuevo con Joshua y conmigo.

Capítulo 42

Entretanto

El pastor Gabriel estaba sentado en el banco del jardín de la casa parroquial, a la luz de la luna. El Mesías descansaba en el cuarto de invitados y a lo lejos se oía al sacerdote con deportivas tocando su espantosa guitarra eléctrica. Gabriel no se dio cuenta de que, curiosamente, la canción era
It's The End Of The World As We Know It
. Había tenido un día horrible. Había echado de casa a su querida Silvia y, aunque ella le había asegurado repetidamente que no era Satanás y había gritado furibunda que conocía un psiquiátrico excelente cerca de allí y que se lo recomendaba, Gabriel no la creyó. Tampoco la creyó cuando se echó a llorar y quiso ablandarle el corazón. Ni tampoco cuando, con la voz ahogada por las lágrimas, había confesado que lo amaba.

Desvió la mirada de la luna y la paseó por el jardín a oscuras. Se sentía más solo que nunca, había perdido a Silvia.

En aquel instante, una zarza que tenía delante empezó a arder espontáneamente.

Lo que le faltaba.

* * *


¿POR QUÉ MI HIJO NO ESTÁ CAMINO A JERUSALÉN?
—preguntó la zarza ardiente. Aquella voz imponente no hablaba muy alto, pero daba la impresión de que llenaba el mundo entero.

A Gabriel le habría encantado huir. Pero, puesto que Dios era omnipresente, se le habría aparecido en todas partes: como palmera ardiente en las Maldivas, como abeto ardiente en Noruega o como bonsái ardiente en Japón. No había escapatoria. Así pues, Gabriel se controló y pensó en cuál sería la mejor manera de contarle a su Señor que Su Hijo se había dejado engatusar por Satanás.

—Ejem, Señor, cómo lo diría, ha surgido una complicación…


¿COMPLICACIÓN?
—Por el tono de voz, no parecía que la zarza ardiente estuviera dispuesta a tolerar demasiado las complicaciones en aquel momento. Y menos aún la complicación que Gabriel iba a relatarle.

—Éste, sí, bueno, no es fácil explicarlo —balbuceó Gabriel.


PUES EXPLÍCALO EMBROLLADO
—le propuso la zarza.

Gabriel habría preferido guardárselo todo para él, puesto que sabía que la zarza ardiente era en ocasiones propensa a las reacciones exageradas, sólo había que preguntárselo a los faraones de Egipto. Pero Gabriel también sabía que no podía ocultarle nada al Todopoderoso. Así pues, con voz temblorosa, le explicó lo que había ocurrido hasta la fecha entre Jesús y Marie, sin ahorrarse detalles:

—… y la salsa es un baile donde todos mueven las caderas muy pegados…

La zarza ardiente guardaba silencio y, cuanto más duraba el discurso, más furiosa parecía. Cuando Gabriel finalizó su relato, estaba tan airada como sólo puede estarlo una zarza ardiente. A Gabriel le costaba aguantar la frialdad furibunda que irradiaba la zarza en llamas. Pero además se sentía ligeramente desconcertado: Si Dios era también omnisciente, ¿por qué de repente había cosas que se le escapaban?

Estaba a punto de plantear valerosamente la pregunta cuando la zarza ardiente avivó sus llamas a metros de altura y su voz declaró con severidad:


SI MAÑANA POR LA TARDE MI HIJO NO SE ENCUENTRA DE CAMINO HACIA JERUSALÉN, ME APARECERÉ PERSONALMENTE A ESA TAL MARIE
.

Capítulo 43

Al menos durmiendo pude volver a soñar con Joshua: los dos paseábamos de la mano por una montaña preciosa y, cuando alcanzamos la cima soleada, nos miramos profundamente a los ojos, nuestros labios se acercaron y nos hubiéramos besado de no ser porque apareció Swetlana. Estaba sentada sobre un semental, me miró y me dijo: «Yo soy tu padre».

Me desperté horrorizada. Cuando volví a tranquilizarme, mi mirada se posó en el móvil, que había puesto en modo silencio, y descubrí que tenía catorce llamadas perdidas. Todas eran de mi madre, que en los últimos diez años no me había llamado tantas veces como esa noche. Espantada y muy preocupada, la llamé enseguida y, al otro lado de la línea, oí un «¿Diga?» ahogado en lágrimas.

—¿Ha ocurrido algo? —pregunté torpemente.

Sólo oí un silencio; luego un sollozo y, finalmente, «Gbrrrlsssstabbbiado».

—¿El grill está bien equipado?

—¡Gabriel! —sollozó.

—¿Gabriel está bien equipado?

¿Y a mí qué me importaba?

—¡Gabriel está desquiciado!

Bueno, eso ya tenía más sentido. Le pedí a mi madre que se tranquilizara; por desgracia, no lo hizo y continuó aullando. Intenté hablar con ella de la manera más comprensiva posible.

—Es bueno que dejes fluir libremente tus sentimientos.

—¡No me vengas tú ahora con rollos de psicólogo! —berreó.

—¡Pues deja de lloriquear! —ladré.

Tenía que ejercitar más lo de las «maneras comprensivas». Pero mi berrido surtió efecto: mi madre dejó de aullar. Se disculpó y me habló lo más tranquila que pudo de Gabriel, de que sentía algo por él, lo cual se debía sobre todo a que ella y yo nos habíamos reconciliado y con ello habían desaparecido ciertos bloqueos y que Gabriel la había echado de su lado porque creía que era Satanás.

—Eso es una excusa porque le da miedo comprometerse —bramó furiosa—. Satanás. Por favor. Existe tan poco como Dios.

—O tanto como Él —dije tragando saliva.

—¿Qué? —preguntó mi madre atónita.

—Ejem… Olvídalo.

Volvió a suspirar profundamente. Caray, Gabriel podía estar contento de que yo no fuera capaz, como Jesús, de hacer que se secara. Me espanté antes de haber concluido ese pensamiento destructor. No porque tuviera mala conciencia por haberlo pensado, sino porque, según el sermón de la montaña, era tan malo desearle la muerte a alguien como matarlo. Uf, lo de aplicar el sermón empezaba de primera.

—Hablaré con Gabriel —me ofrecí.

—¿Harías eso por mí?

—Pues claro —contesté. Puestos a salvar el mundo, también podía salvar el nuevo amor de mi madre.

* * *

Después de colgar, me vestí, bajé las escaleras y me encontré a Swetlana en el pasillo. Había llegado el momento, ¿conseguiría quererla? La miré a los ojos, enmarcados en un maquillaje de purpurina que, además de ella, sólo se ponían los travestis o las bailarinas del espectáculo
Holiday On Ice
(seguro que existía un conjunto de intersección entre esos dos grupos). Me pregunté qué podría hacerle a aquella mujer que yo querría que me hicieran.

—Swetlana, en este pueblo hay una cafetería buenísima donde hacen unos desayunos espectaculares, ¿vamos? —pregunté finalmente.

—¿Cómo dices? —Swetlana mostró perplejidad, además de desconfianza.

—Seguro que pasamos una agradable mañana hija-madrastra —intenté bromear.

Swetlana esbozó una sonrisa; saltaba a la vista que el absurdo de un futuro entendimiento familiar le parecía más cómico que a mí.

—De acuerdo —contestó.

Poco después estábamos sentadas en la cafetería más selecta de Malente, y el cocinero nos preparaba una magnífica tortilla con jamón, tomate y puerro. Aún no sentía nada positivo por ella y ni hablar de amor, aunque la trataba como yo quería que me trataran a mí. Seguramente, comer y beber no bastaban. ¿Qué querría yo? ¡Que se interesaran por mí! Así pues, intenté interesarme por Swetlana.

—Tiene que… ser difícil criar sola a una hija en Bielorrusia.

—Es difícil en todas partes —replicó.

Asentí con la cabeza y pensé en las madres alemanas con ojeras de zombi.

—Pero para mí era especialmente difícil porque también tenía que ocuparme de mi padre enfermo —explicó Swetlana—. Por eso trabajaba a destajo.

—¿En la fábrica? —pregunté, y le di un mordisco a un fantástico cruasán de chocolate.

—En el burdel —contestó, y se me atragantó el fantástico cruasán de chocolate.

Cuando acabé de toser, Swetlana dijo en voz baja:

—Tu padre ya lo sabe. Y tú también tienes que saberlo.

Habría puesto punto final a la conversación de inmediato, pero seguro que eso sería un punto negativo en el tema del sermón de la montaña. ¿Qué tenía que hacer? ¿Mostrar compasión? Yo, en su lugar, no la querría. ¿Comprensión? Eso estaba mejor.

—Vale, no suena fácil… —balbuceé. En aquel momento, no podía prodigarle mucha más comprensión por su pasado.

—No te he mentido. Para mí, tu padre es un hombre maravilloso. Nadie había sido nunca tan bueno conmigo.

Su mirada era nítida, parecía sincera. Y había confesado su desagradable pasado, eso no lo haría una mujer deshonesta. Decidí darle lo que a mí más me habría gustado recibir en una situación semejante: confianza.

—Estaría bien que lo hicieras feliz —comenté.

—Lo intentaré —dijo, y parecía sincera.

Luego nos comimos las tortillas. Después del desayuno, más o menos nos entendíamos. Y nos respetábamos. Pero no había conseguido quererla. Con todo, pensé que mis esfuerzos merecían al menos un «progresa adecuadamente».

* * *

Quería ir a ver a Joshua para preguntarle si compartía mi opinión (y porque lo echaba de menos y esa pregunta era un buen pretexto para encontrarme con él). Pero, a medio camino, al pasar por la casa parroquial me interceptó Gabriel muy alterado.

—¡Aléjate de él! —me gritó ya desde lejos, gesticulando como los exorcistas en las películas de terror de los años setenta.

—Yo también le deseo unos buenos días —contesté irritada.

—¡Aléjate de él! —repitió amenazador.

—No soy hija de Satanás —dije con toda la tranquilidad de que fui capaz.

—Eso es exactamente lo que diría alguien que ha hecho un pacto con Satán —dijo rencoroso, con una lógica difícil de rebatir.

—¿Cómo puedo demostrarle que no tengo nada que ver con Satanás?

—Manteniéndote alejada de Jesús.

—Eso ni puedo ni quiero hacerlo —contesté.

Me miró enfadadísimo y por un momento temí que me saltaría encima con la cruz y una pistola de agua bendita.

—Le ha hecho usted mucho daño a mi madre —comenté en un tono sereno.

Eso le hizo enmudecer y pensé en cómo podía tratarlo según la ley de la caridad. Volví a intentarlo con la comprensión, puesto que me había ayudado con Swetlana:

—Comprendo que tenga miedo con los tiempos que corren, pero mi madre…

—¡Cierra la boca!

—Pero…

—¡Cierra la boca!

¿Cómo podía tranquilizar a Gabriel? ¿Qué habría querido yo si estuviera en su lugar?

—¿Quiere un aguardiente?

Me miró más furioso todavía.

—Pues, ¿qué quiere de mí?

—Que te conviertas en una estatua de sal.

—¡Usted no vive conforme al sermón de la montaña! —refunfuñé.

—No me digas cómo hay que vivir la verdadera fe.

—Si usted no hace…

—¡Esfúmate!

—¡No me da la gana!

—Esfúmate, es por tu propio bien —insistió.

—Lo que es por mi propio bien o no, lo sabré mejor yo, ¿no?

—Tú no sabes nada, ¡eres una niña ilusa y boba!

—¡Y usted, un anciano agobiante y cabezota! —le solté.

—¿¿¿Qué has dicho???

—Que es un anciano agobiante y cabezota, ¡vejestorio testarudo!

Gabriel y yo nos miramos desafiantes.

En ese momento oí decir a una voz detrás de mí:

—¿Marie?

* * *

Me di la vuelta espantada y vi a Jesús. Lo había oído todo, pero no estaba enfadado conmigo, sólo decepcionado. Profundamente decepcionado. Tragué saliva, no sabía qué decirle y Gabriel fue el primero en tomar la palabra.

—Señor…

—Déjanos solos, por favor —le pidió Jesús.

—Pero…

—Por favor —dijo Jesús con serenidad, pero con tanta determinación que Gabriel no pudo replicar nada. El pastor me lanzó una mirada refulgente de rabia y luego se largó a la casa parroquial.

—¿Vamos a dar un paseo? —preguntó Jesús, y yo asentí sin decir nada.

Nos alejamos en silencio de la casa parroquial. El camino nos llevó casi automáticamente a nuestro sitio junto al lago. Cuando nos sentamos en la pasarela, Jesús rompió por fin el abrumador silencio.

—Me da la impresión de que no has entendido el espíritu de mis palabras.

—Tengo tiempo hasta esta tarde —repliqué en voz baja.

—¿Podrás vivir hasta entonces según el sermón de la montaña? —preguntó Jesús; en sus ojos brillaba algo así como un pequeño resto de esperanza.

—Pues claro —contesté.

—¿De verdad?

—No.

Jesús me miró sorprendido. Pensé si no debería explicarle que no se podía interiorizar de la noche a la mañana todo lo que decía el sermón, que necesitaba tiempo para poder aplicarlo, aproximadamente entre cinco y cuarenta años.

—No… no se consigue tan deprisa… —balbuceé finalmente.

—Mis discípulos, incluso Judas, consiguieron actuar enseguida siguiendo mi sermón.

—Quizás… quizás hay que oírlo en vivo y en directo —argumenté más bien débilmente.

—María Magdalena también vivió conforme al sermón después de que Pedro se lo relatara.

Vaya, hombre. ¡Ahora me salía con su ex! Estar a la sombra de una ex novia nunca es agradable, pero yo seguramente estaba bajo la sombra más grande de todas las ex novias de la historia universal. ¿Qué tenía que hacer? Para salvar el mundo. Y nuestra amistad. ¿O podía hablar de «amor»? Por mi parte, sí. Pero ¿y por la suya? Bueno, a veces me miraba de un modo… Cuando era Joshua…, no Jesús. Pero probablemente no volvería a hacerlo nunca más.

¿O sí? ¿Qué aconsejaba la ley de la caridad? ¡Tenía que hacer lo que quería que me hicieran!

Viendo su maravilloso rostro, sólo quería una cosa antes de que Joshua partiera hacia Jerusalén: ¡que me besara! Yo no tenía nada que perder. Así pues, me incliné lentamente hacia él sobre la pasarela. Cogí entre mis manos su maravilloso rostro, ligeramente áspero al tacto, y acerqué mis labios a los suyos.

Joshua, sorprendido, sólo balbuceó:

—Marie…

—Chist… Esto no contraviene el sermón de la montaña —susurré únicamente.

Antes de que Joshua, atónito, pudiera preguntar nada, lo besé.

Muy levemente.

Como un soplo.

El contacto de nuestros labios sólo duró un abrir y cerrar de ojos apenas perceptible.

Pero durante ese abrir y cerrar de ojos me sentí en el cielo.

Capítulo 44

Entretanto

Satanás estaba a la puerta de la consulta donde Kata había pedido hora urgentemente porque casi hacía veinticuatro horas que no le dolía nada. El príncipe de las tinieblas ya no se paseaba como George Clooney, sino como la esbelta diva negra del soul Alicia Keys. Sabía que así se aproximaba más al ideal de belleza de Kata. Aunque ya poseía el alma de la dibujante, quería causarle una impresión muy seductora, puesto que seguía teniéndolo fascinadísimo. Si vencía en la batalla final, a lo mejor podría sentarse junto a él en el trono que pensaba construir con los huesos del Mesías.

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