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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Jesús me quiere (25 page)

BOOK: Jesús me quiere
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Después de esa frase, me dio un sofoco como nunca le había dado a una mujer en plena menopausia.

Me tocó la mejilla con su mano, y notarla fue casi tan celestial como nuestro beso.

—Hay un deseo que ya abrigué una vez, con María Magdalena…

—¿Qué deseo? —pregunté con cierta frialdad: alguien tendría que enseñarle a no hablar continuamente de su ex.

—Mi deseo es que… —se interrumpió—… estuve a punto de confesárselo a María Magdalena, pero entonces pronunció aquellas palabras que me lo impidieron…

Joshua calló, el recuerdo le hacía daño.

Yo sentía enorme curiosidad; quería saber qué le había dicho María Magdalena, pero me interesaba muchísimo más otra cosa:

—¿Cuál es tu deseo?

—Algún día… —le costaba un esfuerzo increíble expresar ese deseo; el miedo a que yo se lo negara se percibía claramente.

—¿Algún día? —pregunté con voz alentadora, pero intentando no mostrar mi excitación, pues notaba que tenía que seguir algo extraordinario.

—… formar una familia.

El corazón se me paró un instante. Aquello era extraordinariamente extraordinario. Una familia… Quizás dos hijas… Como yo siempre había soñado.

Durante un microsegundo, imaginé que Joshua y yo recorríamos el mundo, desde Australia hasta el Gran Cañón, en un fantástico autobús reconvertido en una caravana de esas que sólo se ven en las
road movies
americanas. Joshua predicaba la palabra de Dios, yo daba clases a nuestras dos hijas, Mareike y Maja, y, por si salían a su padre, no dejaba de prohibirles que convirtieran el agua en Coca-Cola.

Durante ese microsegundo soñé que era tan feliz como nunca lo había sido en la realidad. Pero, claro, nunca podría vivir esa fantasía. Estuve a punto de echarme a llorar.

—¿Marie? ¿He dicho algo malo? —preguntó Joshua triste, casi desesperado.

—No…, no… No has dicho nada malo.

Al contrario.

Suspiró aliviado. Yo, en cambio, estaba a punto de deshacerme en lágrimas. Quiso abrazarme para brindarme consuelo. Pero no podía permitírselo. Porque entonces me quedaría con él. Para siempre. Sin importar lo que Dios quisiera.

* * *

Así pues, aparté a Joshua y lo mantuve a distancia con las manos.

—¿Marie?

Joshua no entendía nada. Aunque le hacía daño, no quería separarse de mí. Tendió su mano para volver a coger la mía; así pues, tenía que decirle algo que lo apartara definitivamente de mi lado, algo… Entonces se me ocurrieron las palabras que podían conseguirlo y que, además, eran verdad:

—Joshua…, yo… yo no creo del todo en Dios.

Aquello le sentó como un mazazo y retrocedió un paso. Pensé si no debería explicarle brevemente que, si bien creía en la existencia de Dios (faltaría más, si había tomado el té con ella), no estaba convencida al cien por cien de que fuera el Dios del amor. Pero lo descarté porque me pareció absurdo… Lo esencial estaba dicho: no creía del todo en Dios.

Joshua estaba en estado de shock. La mujer con la que quería formar una familia era la candidata menos apropiada posible.

Yo no podía quitarle la pena, entre otras cosas, porque la mía también era inmensa en aquel momento. Por eso le susurré quedamente:

—Pero podemos ser amigos.

Y eché a correr desesperada. Por encima del hombro vi que se me quedaba mirando, confuso y triste. Pero no salió corriendo tras de mí. No iba a seguir a una mujer que no creía del todo en Dios.

Capítulo 48

Me fui a casa a toda prisa, sin pararme; sabía que, si me detenía, me echaría a llorar. Había hecho lo correcto, eso era cierto, pero ¿por qué tenía que sentar tan terriblemente mal hacer lo correcto?

Al abrir la puerta, mi padre me saludó desde el pasillo y me sonrió por primera vez en días.

—Me alegro mucho de que intentes encontrar puntos de contacto con Swetlana…

Primero pensé: «para lo que me ha servido», pero luego comprendí que eso no era cierto, había recuperado a mi padre gracias a la ley de la caridad; al menos, eso parecía. Intentó darme un abrazo, con la torpeza que probablemente caracteriza a todos los padres que tienen hijas ya adultas, y lo dejé hacer.

—Tu hermana se ha ido deprisa y corriendo —dijo, después de deshacer el abrazo.

—¿Qué? —No me lo podía creer—. ¿Ha… ha dicho adónde?

—Ha murmurado algo de Jerusalén.

Cogí de inmediato el móvil y llamé a Kata para averiguar qué pasaba. Pero me saltó su contestador, personalizado con la musiquita de fondo de
La Pantera Rosa
.

¡No podía irse! Jesús aún tenía que curarla del tumor, lo haría aunque yo le hubiera dado puerta. Él no era un ex novio normal, puñetas, ¡él era Jesús!

—Te… ha dejado una cosa en tu habitación —me explicó mi padre.

—Un regalo de despedida… —me temí.

Asintió y yo subí corriendo a mi cuarto. Encima de la cama había una tira cómica:

Cuando acabé de leerlo, me eché a llorar.

Capítulo 49

Entretanto

Satanás, todavía con la figura de Alicia Keys, se dirigió con sus tres jinetes del Apocalipsis a la pista de aterrizaje de un aeropuerto militar. Allí embarcarían en un jet privado que los llevaría a Jerusalén y que pertenecía a un culturista austríaco que tenía muchísimo que agradecer a Satanás.

Mientras subían a bordo, ligeros de equipaje, Kata no dejaba de luchar desesperadamente por su alma, haciéndole comentarios a Satanás sobre lo inútil que era todo aquel montaje de los jinetes del Apocalipsis.

—Por descontado, perderemos la batalla final; Dios es más fuerte que tú, ¿no?

—No la perderemos —replicó Satanás.

—Pues está escrito que perderemos contra Jesús y que seremos arrojados vivos al estanque de fuego —apuntó con cara de miedo el sacerdote con deportivas, en tanto que Sven, nervioso ante esa perspectiva, empezó a morderse las uñas.

—Eso no pasará —declaró Satanás severamente, y se dispuso a subir los últimos peldaños de la escalerilla de embarque.

—Pero a lo mejor tú eres un instrumento de Dios, igual que los jinetes somos tus instrumentos —insistió Kata.

La frente oscura y femenina de Satanás se frunció. La mujer que tanto lo fascinaba le había tocado una fibra sensible; hacía mucho que abrigaba esa duda, desde su época como serpiente en el paraíso con Adán y Eva. En aquel entonces, con el asunto de la manzana, Satanás no consiguió quitarse de encima la sensación de que, en cierto modo, estaba siendo utilizado por el Señor de los cielos.

—Le estás haciendo el juego a Dios con todas tus acciones —comentó Kata.

Satanás se detuvo, la preciosa dibujante tenía razón: lo estaba preparando todo siguiendo con exactitud el programa y, si continuaba así, probablemente también perdería, siguiendo con exactitud el programa.

—Es posible —concedió, después de mucho cavilar.

Kata no se lo podía creer, había sembrado la duda en Satanás.

—No volaremos a Jerusalén —anunció.

Las esperanzas de Kata aumentaron, ¿podía ser realmente tan fácil?

—Y no iniciaremos la batalla final el martes de la semana que viene.

Kata lo celebró interiormente, ¡era tan fácil! Había apartado a Satanás de sus planes. Pero, mientras ella lo celebraba, Satanás anunció:

—¡Empezaremos la guerra contra el bien hoy mismo! ¡En Malente!

Y Kata pensó: las cosas no están saliendo como esperaba.

—¡Enseguida tendréis vuestros caballos! —informó Satanás.

—¿Caballos? —preguntó Kata, que ya los odiaba cuando sus compañeras de clase aún se empapelaban el cuarto con pósters de la revista ecuestre
Wendy.

—Por algo no sois los peatones del Apocalipsis —se burló Satanás, sin mucha gracia en opinión de Kata, y aclaró—: Tú serás el segundo jinete más poderoso.

Un hecho que puso celosos a Sven y al sacerdote con deportivas.

—Sólo la segunda más poderosa, ¿no soy tu favorita? —preguntó Kata, mordaz.

—Sí, lo eres. Pero la plaza del jinete más poderoso ya está adjudicada. Ahí no valen mis influencias. Es alguien que se pasea por el mundo desde el inicio de los tiempos —explicó Satanás con una voz que sobrecogió a Kata—. Me gustaría presentarte a esa criatura —dijo, y señaló a Marie, que, para asombro de Kata, salió del jet y se plantó en la escalerilla—. Éste es el jinete llamado Muerte —anunció Satanás.

—Ésa es mi hermana —replicó Kata perpleja.

Satanás sonrió.

—A la muerte le gusta adoptar la figura de una persona a la que pronto va a llevarse.

Capítulo 50

Estuve mucho rato sollozando sobre mi cama, entre media eternidad y tres cuartos. Cuando no lloraba por Joshua, lloraba por Kata, cuando no lloraba por Kata, lloraba por Joshua. Aquello era como dar vueltas en un tiovivo lacrimógeno del horror. Por mí, el puñetero mundo podía acabar ya mismo, y me daba igual si entraba en el reino de los cielos o me quemaba eternamente en el estanque de fuego. El caso era que aquello terminara.

—¿Marie? —dijo una voz profunda.

En la puerta estaba el pastor Gabriel, que me hacía tanta falta como un segundo iceberg al
Titanic
.

—Tu padre me ha dejado pasar —dijo, y luego preguntó—: ¿Estás llorando?

—No, estoy regando las plantas de interior —contesté.

Sin embargo, noté que la presencia de Gabriel tenía algo bueno. No quería llorar delante de él y encontré las fuerzas para detener las lágrimas.

—¿Es por Jesús? —preguntó Gabriel, y se sentó a mi lado en la cama, aunque yo no lo hubiera invitado a hacerlo—. Me ha contado que lo has rechazado.

¿Había enviado Joshua al pastor para hacerme cambiar de opinión? Quizás no aceptaba que hubiera cortado con él y quería luchar por mí. Las mujeres difíciles de conseguir son a veces todo un reto para los hombres.

—Esta tarde partirá hacia Jerusalén —dijo Gabriel, y destruyó mis esperanzas.

Para no echarme a llorar de nuevo, le pregunté qué quería.

—Disculparme —contestó Gabriel—. Si fueras hija de Satanás, no habrías echado a Jesús de tu lado. Lo siento.

—No importa —contesté; estaba demasiado hecha polvo para cabrearme con él.

—Y también he sido muy injusto con tu madre. —Gabriel se mostró entonces muy compungido—. ¿Podrías decirle unas palabras para interceder por mí?

—Diría que hará falta todo un discurso.

Gabriel asintió con la cabeza, luego titubeó un poco y finalmente dijo:

—Tienes que saber una cosa y ella también debería saberla.

—¿Y qué es?

—Soy un ángel.

—No es usted muy modesto que digamos.

—Quiero decir que soy un ángel de verdad —aclaró—. El arcángel Gabriel, hecho hombre.

Unos días atrás, seguramente habría contestado «tri-tra-trulalá». Pero en aquel momento ya nada podía dejarme boquiabierta. Y, bien pensado, eso explicaba muchas cosas: las cicatrices de Gabriel en la espalda, que Jesús se alojara en su casa y que hubiera afirmado que Gabriel había anunciado su nacimiento a María.

—¿No tendría usted que ir a Jerusalén a luchar al lado de Jesús con los ejércitos celestiales?

—Sí, aunque ahora soy un hombre, ésa sería mi obligación.

—¿Pero…?

—Me opongo. Quiero estar con Silvia y hablar en su favor cuando se presente ante Dios.

Para mi asombro, me explicó que le había pedido a Dios convertirse en hombre por mi madre y que, luego, había esperado durante décadas una señal de amor suya. Me conmovió oírlo, era tan romántico por su parte, tan encantador y también una absoluta bobada, claro, pero así suelen ser las historias románticas.

Me sorprendí envidiando a mi madre porque Gabriel le había dado a Dios la espalda, entonces alada, por amor a ella.

La llamé y la convencí para que se acercara a ver a Gabriel. A él le pedí que se guardara la historia de su origen hasta el fin del mundo, puesto que, si se la contaba antes, no le creería y pensaría que estaba de guasa.

Gabriel compartió mi parecer y se disculpó con mi madre por su actitud sin contarle el secreto. Luego, los dos se quedaron sentados en mi cama de niña sin decirse nada, como dos adolescentes inseguros. Durante mucho rato. Demasiado rato, pensé al cabo de poco, puesto que en los tiempos que corrían no se podía malgastar ni un instante.

—¡Va, daos un beso! —solté.

Los dos rieron tímidamente; luego, mi madre se armó de valor y le dio un beso a Gabriel. Al principio, se le notó algo inseguro; después de todo, yo aún estaba en la habitación, pero mi madre apretó los labios con tanta fuerza contra los suyos que no le quedó más remedio que devolverle el beso. Durante mucho rato. Demasiado rato, pensé al cabo de poco, puesto que daba la impresión de que se habían olvidado de mí y ya empezaban a pegarse el lote. Decidí que aquél era el momento ideal para desaparecer y me dirigí hacia la puerta para salir, pero allí estaba mi padre. Viendo a su ex mujer en pleno magreo.

—¿Silvia? —preguntó asombrado.

Los dos que estaban en la cama dejaron de besarse y lo miraron con cara de «nos han pillado». Hay momentos en los que me gustaría ser Speedy González, el ratón más rápido de México.

Supuse que mi padre cometería una masacre; al fin y al cabo, había lamentado la pérdida de mi madre durante más de veinte años. Pero no ocurrió nada parecido. En vez de eso, sonrió y dijo:

—Al parecer, los dos hemos encontrado la felicidad.

Mi madre le devolvió la sonrisa.

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