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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Jesús me quiere (26 page)

BOOK: Jesús me quiere
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—Sí, eso parece.

Curioso: dos días antes, en mi fuero interno aún deseaba que mis padres volvieran a juntarse, pero ahora me sentía felicísima de que ya no discutieran y de que los dos disfrutaran de una nueva pareja. Sí, era como si hubiera madurado justo a tiempo para el fin del mundo.

Mi padre nos invitó a cenar col y patata con salchichas en la cocina de casa y anunció que luego nos convidaba a un delicioso helado de postres en la zona peatonal. Mi madre y Gabriel se miraban enamorados mientras comían col; Swetlana y mi padre también se miraban enamorados y yo miraba mis patatas no tan enamorada.

Estaba sola entre dos parejas felices —eso tenía algo de pesadilla de soltera— y echaba mucho de menos a Joshua. Aún faltaban unos días para el martes de la semana siguiente y tendría que pasarlos sufriendo penas de amor. Genial.

La hija de Swetlana entró en la cocina corriendo porque mi padre había hecho patatas fritas expresamente para ella. Llevaba a remolque a una nueva amiga, Lulu, que pertenecía al grupo de niñas de siete años que usaban brillo de labios. Las dos se sentaron a la mesa y resistieron con éxito todas las tentativas de Swetlana de ponerles un poquito de verdura en el plato. Miré a las dos pequeñas y no pude evitar pensar en Maja y Mareike, las dos hijas que siempre había deseado, y de pronto comprendí hasta qué punto Joshua era un hombre impresionante y extraordinario. No porque sanara a la gente ni tampoco por su curiosa manera de hacer
aquajogging
, no; sino porque era el primer hombre que quería formar una familia conmigo y con el que yo también lo quería. En mi relación con Marc, era yo la que deseaba una familia, en tanto que él le daba tanta importancia a los hijos como a la monogamia; y, en mis años con Sven, él albergaba en secreto el deseo de formar una familia, en tanto que yo no dejaba de controlar atentamente la cantidad de píldoras que quedaban en la caja. Ahora, sin embargo, el hombre más equivocado de los que me había enamorado resultaba ser, precisamente, el acertado.

Y yo había echado de mi lado a aquel hombre impresionante y extraordinario porque Dios lo había ordenado. Sí, bueno, no lo había ordenado, más bien lo había insinuado. Había dejado mi decisión en manos de mi libre albedrío, que había decidido en contra de mi propia voluntad.

Lilliana y su amiga con brillo de labios se echaron a reír a carcajadas cuando mi padre intentó ponerles kétchup y se pringó con la salsa roja. Sus risas no eran demasiado dulces; para ser sinceros, se reían como dos pequeñas hienas cuando encuentran un antílope con la pata rota. Pensé en las risas de Maja y Mareike, fijo que habrían sido mucho, muchísimo más encantadoras.

¿Por qué no había luchado por nuestro amor?

¿Sólo porque no era realista?

¿Y porque Dios tenía algo en contra?

¿No eran esos argumentos de lo más estúpidos si realmente amabas a una persona?

A Gabriel también le traía sin cuidado el orden divino. Observé cuánto disfrutaba porque mi madre le había puesto una mano en la entrepierna, algo que no se hacía en público. Si Gabriel podía ser feliz aunque no siguiera su destino, a lo mejor Joshua también podría serlo. Si realmente sentía algo por mí —y no me cabía ninguna duda: Joshua era incapaz de mentir—, podría soportar su conflicto con Dios. ¡Y tendría que hacerlo! No podías ser un hijo de papá eternamente (hijo de mamá, hijo de lo que fuera), ¿no?

Miré la hora, Joshua se iría en cualquier momento hacia el puerto de Hamburgo para embarcar rumbo a Jerusalén. A lo mejor ya estaba allí, cantando salmos en el Moulin Rouge con los clientes y las prostitutas.

Si continuaba contemplando las patatas, nunca lo averiguaría.

Y nunca formaría una familia.

Naturalmente, sabía que la probabilidad era de uno contra 234
fantastillones
. Pero tenía que intentar aprovechar esa probabilidad. Si Dios tenía algo en contra, ¡que no me hubiera dado libre albedrío! O que no hubiera inventado el puñetero amor.

Capítulo 51

Me levanté de golpe de la mesa, le expliqué a mi padre que aquel arrebato no tenía nada que ver con sus dotes culinarias —aunque tenían potencial para desatar el pánico entre las masas—, salí disparada y corrí hacia la casa parroquial por el paseo del lago. Corrí como Harry en
Cuando Harry encontró a Sally
. Pero, por desgracia, mi condición física no daba para más de cuatrocientos metros, y enseguida empecé a jadear; a los setecientos metros aproximadamente, resollaba y, poco después, me dio flato… ¿Cómo diantre conseguía la gente cruzar medio Nueva York a la carrera en las comedias románticas? Bueno, ellos tenían un director que los llevaba por la ciudad mediante cortes rápidos; quizás no corrían más de cuarenta segundos netos. Además, normalmente no iban con zapatos de tacón. Si una mujer los llevaba, se los quitaba en plena carrera sin romperse una pierna y corría descalza por la gran ciudad sin pisar ni un solo pedazo de cristal o una caca de perro.

Pero yo no estaba en una película y el paseo estaba lleno de cacas de perro, de cristales y de condones usados (los estudiantes de Malente llamaban al paseo el «way of life») y, por lo tanto, no podía quitarme los zapatos. A veces, la realidad puede ser una auténtica putada.

Agobiada por el flato, me arrastré por la escalera que subía a la casa parroquial desde la orilla. Al llegar al camino de grava, vi que Joshua salía de la casa con su equipaje. A pesar del dolor, corrí hacia él jadeando, resollando, sudando y esperando que no reparara en las manchas de sudor que tenía en las axilas.

—Marie, parece que hayas cruzado el desierto del Sinaí —dijo asombrado.

No contesté, estaba demasiado contenta de que Joshua no se hubiera ido todavía. Pero él no parecía alegrarse de tenerme allí. Al contrario.

—Apártate de mi camino —exigió.

—Yo…

—Tú no crees en Dios —me cortó.

—Yo nunca he dicho eso —repliqué, e intenté relativizar mis palabras—: Yo dije que no creo del todo en Dios.

—No del todo es no del todo —contestó secamente, y pasó por mi lado. Me dejó plantada. Sin más.

¡Nadie podía dejarme plantada así sin más! ¡Y él, todavía menos!

* * *

—¡Deja de subirte a la parra y hablemos como dos adultos! —le grité cabreada.

Joshua se dio la vuelta y contestó:

—¿Parra? ¿Dónde ves tú una parra?

—Era una metáfora —expliqué irritada.

—Y lo mío, una ironía —replicó Joshua.

Vaya, hombre, ¡precisamente ahora captaba lo que era la ironía!

Nos miramos furiosos a los ojos. Como sólo hacen dos personas que sienten algo por el otro. En mí se afianzó la impresión de que estábamos muy lejos de reconciliarnos, por no hablar de formar una familia. Así pues, era el momento de aplicar la ley de la caridad: ¿qué habría querido yo si estuviera en su lugar? ¡Una explicación objetiva!

—Yo creo en ti —empecé a decir en un tono más suave— y me parece bien la mayor parte de lo que dijiste en el sermón de la montaña… —Eso lo suavizó, y dejó de fruncir el ceño—… Aunque no acabo de entender lo de las perlas y los cerdos…

—Se refiere a que… —empezó a aclarar Joshua.

—¡Me importa un carajo! —lo interrumpí descortés.

Calló, y me dio la impresión de que los cerdos tampoco le importaban demasiado.

—Gracias a ti —continué explicando un poco más tranquila—, he hecho las paces con mi madre y con mi padre, incluso con una mujer a la que una vez llamé lagarta de vodka…

—¿Lagarta de vodka?

—Da igual —dije—. Y casi estoy convencida de que he madurado un poco, que soy más adulta. Hace tres días, probablemente nadie habría apostado un céntimo por ello, ni siquiera yo… Pero hay una cosa que no entiendo: ese numerito de Dios castigando con el infierno… Es que, ¿sabes?, yo soy más partidaria de la educación antiautoritaria.

—¿Educación antiautoritaria? —preguntó Jesús desconcertado—. Marie, te expresas de manera tan embrollada como el endemoniado de Gadara.

No sabía quién era ese endemoniado, pero supuse que era mejor no haberlo conocido. No obstante, Joshua estaba en lo cierto: tenía que ser más clara y, sobre todo, hablar de manera que me entendiera.

—¿Cómo dice la Biblia? —pregunté entonces—. Ah, sí: «No alberguéis ningún temor en vuestros corazones. Vivid sin miedo al castigo o al fuego del infierno. Haced el bien a vuestros semejantes porque ése es vuestro libre deseo y aunque sólo sea por vosotros mismos, porque vuestra vida será así más rica y hermosa».

Joshua calló un momento. Luego dijo:

—Eso… eso… no está en la Biblia.

—¡Pues debería! —dije, y con ello dejé bien claro mi punto de vista.

* * *

Eso le dio que pensar. Así pues, concluí:

—Conociéndote, no creo que tú puedas castigar a los demás.

Asintió casi imperceptiblemente con la cabeza.

—Más bien eres —me apresuré a explicar— un hombre que puede enseñar… Un hombre capaz de curar… Un hombre capaz de inspirar… Un hombre…

«… que besa de maravilla», me habría gustado decir, pero el recuerdo del beso ahogó mi voz.

—Tienes razón —contestó—. No debería regir el miedo sobre los hombres, sino el amor.

Al pronunciar «amor», el significado que le daba a la palabra sufrió un cambio fluido: en la «a», seguramente aún hablaba del prójimo, pero al llegar a «mor» ya estaba pensando en el sentimiento que había surgido entre nosotros.

Me miró como antes del beso. Aquel maravilloso beso. No pude evitarlo… Mis labios se acercaron de nuevo a los suyos… Y, esta vez, los suyos se acercaron también… Cada vez más cerca… Y más cerca… Siempre más cerca…

Hasta que oímos unos relinchos.

* * *

Unos relinchos muy estridentes, terribles, que no parecían de este mundo. Venían de lo alto, del cielo. Echamos atrás la cabeza, levantamos la cara y vimos cuatro caballos irrumpiendo sobre Malente desde las nubes y ardiendo como antorchas. A lomos de los corceles llameantes que se abalanzaban hacia el suelo iban unos personajes que no conseguí distinguir a distancia, pero el instinto me dijo que los jinetes eran aún más temibles que sus monturas.

—Los jinetes del Apocalipsis —afirmó Joshua, ocultando su sorpresa con una voz clara y firme.

De puro miedo, se me heló el corazón.

—Tengo que ir —declaró Joshua.

Y yo, de puro miedo, tengo que hacer pis, completé en pensamientos.

Capítulo 52

Entretanto

El primer jinete que aterrizó en la zona peatonal de Malente con su corcel llameante fue el llamado Guerra. Satanás había otorgado a Sven dos fuerzas sobrenaturales: por un lado —igual que a los demás jinetes—, no quemarse el trasero yendo a lomos del caballo de fuego y, por otro, desatar con su sola presencia todo el odio que reprimía la gente. El propio Sven albergaba bastante odio reprimido, sobre todo contra las mujeres. Él siempre había sido amable con ellas, con su madre, con las médicos del hospital donde trabajaba de enfermero, con su prometida Marie… ¿Y qué había obtenido a cambio? Su madre pensaba que los dolores del parto no habían valido la pena, las médicos le llamaban despectivamente «enfermera Sven» y Marie había alcanzado las cotas máximas en la escala de la humillación el día de su boda. Pero, ahora, gracias a Satanás, Sven podía dar por fin rienda suelta a su odio. En pocos segundos, convirtió la zona peatonal de Malente en una zona catastrófica. Las personas que estaban de compras se transformaron en seres que, sacando espuma por la boca, querían partirse mutuamente el cráneo. Una madre le arreó a su marido una patada donde más duele porque él —aunque ya tenían cuatro hijos— no quería hacerse la vasectomía. Una mujer gorda le arañaba la cara a su mejor amiga porque no soportaba que ella pudiera comer todo tipo de dulces sin que su figura sufriera las consecuencias; dos testigos de Jehová obligaban a la gente a dejarlos entrar en sus casas empuñando un cuchillo, y un chaval musulmán decidió dejar las prácticas de hostelería para empezar una carrera profesional en la que sería recompensado con vírgenes. Además, el propietario turco del mejor
kebab
de Malente le gritó a un
skinhead
«¡Lárgate de este país!», y se abalanzó con una sierra mecánica sobre el neonazi, que sólo era capaz de balbucir aterrado: «Esto… esto es intolerable».

En medio de esa zona de guerra aterrizó el segundo jinete del Apocalipsis. De pequeño, el sacerdote con deportivas estaba muy gordo, y los demás niños siempre le ponían motes como «Jabba el Hutt», «Barricada» o «No Me Saltes Encima». Luego, de adolescente, Dennis practicó deporte como un loco, sólo comía zanahorias y consumía bebidas energéticas que tenían un sabor más sintético que las camisas de poliéster, a las que siempre mordisqueaba los puños de pura inseguridad. Dennis acabó siendo un hombre esbelto, pero siempre tenía hambre y nunca acababa de aplacarla por miedo a recuperar el aspecto de antes. Pero ahora, como jinete llamado Hambre, se dio cuenta súbitamente de que todo el mundo tenía un ansia que jamás en la vida podría saciar. Unos ansiaban amor; otros, dinero, sexo o volver a tener todo el pelo. Con su mera presencia, Dennis podía sacar a la superficie ese anhelo personal insaciable que los oprimía. Un cincuentón le dijo «vieja pelleja» a su mujer, con la que llevaba 35 años casado, y se puso a perseguir a unas veinteañeras que llevaban tops y enseñaban el ombligo. Algunas
singles
robaban niños de los cochecitos de bebé y una madre, agotada de criar sola a su hijo, las dejó hacer; el grupo local de los
Weight Watchers
saqueaba los comercios de dulces, los alumnos del instituto desvalijaban las tiendas de móviles y, curiosamente, muchos hombres asaltaban las boutiques para vestirse de mujer. Asimismo, un ciudadano de pro que, hasta la fecha, nunca había practicado su afición por la piromanía, descubrió contentísimo lo bien que prendían las casas de madera declaradas monumento histórico.

* * *

Sobre aquel infierno daba vueltas el tercer jinete del Apocalipsis, llamado Enfermedad, a lomos de un corcel llameante.

Mientras Sven y Dennis disfrutaban extasiados de sus nuevos poderes, Kata continuaba luchando consigo misma, pero el impulso de seguir su propio lado oscuro era cada vez más intenso. Cuando su caballo pasó por encima del hospital, ya no pudo más. Descendió en picado y fue a parar justo a la planta más alta, cuyos muros reventaron a causa de las llamas del corcel. Los pacientes la miraron despavoridos y aterrados, pero Kata, que ya estaba con su caballo en el pasillo del hospital, sólo tenía ojos para los médicos, el gremio que tanto odiaba. A la mayoría les había importado un rábano su sufrimiento y se vengó de ellos con su nuevo poder: podía hacer brotar todas las enfermedades que anidaban en el cuerpo de una persona y que, realmente, no deberían declararse hasta mucho después. A la médico jefe le otorgó una combinación de diabetes y párkinson para que no tuviera el gusto de inyectarse la insulina ella misma. Al médico de urgencias le proporcionó un amplio espectro de alergias alimentarias y hambre voraz. Y al médico residente, Kata le concedió incontinencia y demencia a la vez, de manera que tuviera que orinar constantemente pero no recordara dónde estaba el lavabo.

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