* * *
Kata se asombró cuando nos presentamos en su habitación. Le expliqué a toda prisa por qué estaba allí con el carpintero y que él la curaría. Al concluir mi propuesta, Kata replicó:
—Guau, a tu lado, Tom Cruise parece una persona mentalmente muy estable.
Jesús corroboró mi historia de que era el Hijo de Dios.
—A tu lado, hasta Amy Winehouse parece mentalmente estable —le dijo Kata.
—¿Quién es Amy Winehouse? —preguntó Jesús.
Michi se puso a explicárselo, le habló de pipas de crack y del peinado de Amy, que era como si llevara un gato atropellado encima de la cabeza. Habló y habló hasta que le di a entender con un gesto que eso no era importante.
—¿Qué tienes que perder? —le pregunté a Kata.
—La primera vez que estuve enferma, no recurrí a curanderos, sanadores ni brujas, ¡y tampoco lo haré ahora! —protestó.
—¡Ja, la has pifiado! —Michi sonrió irónicamente—. Acabas de hablar de la primera vez que estuviste enferma. ¡O sea que hay una segunda vez!
Kata lo miró irritada y Michi se dio cuenta de que, tratándose de un tumor, su sonrisa estaba un poco fuera de lugar.
—¿Por qué tendría que empezar ahora con esa farsa? —me preguntó entonces Kata.
—Porque yo te lo pido —le dije con voz temblorosa.
Kata dudó un momento y luego se dirigió a Jesús:
—Eres el segundo loco que me quiere curar hoy.
—¿El segundo? —pregunté.
Kata hizo un gesto con la mano.
—Olvídalo.
Luego se lo pensó y, finalmente, le dijo a Jesús:
—De acuerdo. Así, al menos, Marie se dará cuenta de una vez de que estás chiflado. Pero espero que tengas clara una cosa: si realmente eres Jesús, tendremos que hablar de por qué la obra de Dios tiene tan malos resultados.
Por un momento, en la sólida fachada de Kata distinguí una grieta, una pequeña parte de ella deseaba que el tipo que tenía delante no se hubiera escapado de un centro psiquiátrico. Si incluso una persona tan dura de pelar como Kata tenía la esperanza de una curación milagrosa, podía comprender por qué tantos enfermos entregaban su dinero a los curanderos.
Jesús se acercó a Kata. Enseguida le pondría la mano encima, la curaría, yo estallaría en lágrimas de felicidad, me echaría en sus brazos y lo besuquearía hasta que él no pudiera hacer otra cosa que devolverme el besuqueo.
* * *
Jesús puso la mano sobre Kata y la retiró enseguida.
¿Ya la había curado? Qué rápido.
Pero, entonces, ¿por qué me miraba así?
—Esta mujer no está enferma —declaró.
Lo miramos todos sorprendidos.
—Me has apartado de mi misión para nada —me recriminó.
Los ojos le brillaban de ira y, por un instante, temí que me enseñaría cómo funcionaba lo de «haré que te seques».
Aunque temblaba de rabia, no dijo nada; se limitó a salir en silencio de la habitación.
La cosa no estaba para besuqueos.
Unas horas antes
El día en Malente le había recordado una vez más a Satanás lo mucho que la gente maldecía a Dios. Un hombre, por ejemplo, lo hacía porque su novia había respondido «no» en el altar. Una joven, porque todavía era virgen, ¡y eso que ya tenía catorce años! Y una empleada de banco porque sus compañeros de trabajo la llamaban Barba Hari a sus espaldas por el vello que tenía en la cara.
De hecho, en Malente todo el mundo maldecía en pensamientos a Dios tres veces al día. Eso era más de lo que hacía el propio Satanás. Pero no más que en los demás lugares del mundo. De hecho, Malente incluso se situaba por debajo del promedio.
Pero eso no importaba, casi todo el mundo tenía potencial para convertirse en un jinete apocalíptico, Satanás lo tenía definitivamente claro. Visto así, sus guerreros también podían salir de aquel pueblucho. Y, puesto que la dibujante lo fascinaba tanto, ella sería el jinete llamado Enfermedad.
* * *
Mientras Kata luchaba contra el dolor sentada a la mesa de dibujo y procuraba trasladar algo al papel, Satanás llamó a la puerta. Había aguardado el momento en que estaría sola en casa. La gente siempre estaba más predispuesta cuando estaba sola. O en masa.
Kata bajó las escaleras. Esperaba no encontrar de nuevo a su hermana en la puerta. En algún momento tendría que hablarle a Marie de su enfermedad, claro, pero aún no estaba preparada. Kata sólo sabía una cosa: esta vez, se rendiría con dignidad. No soportaría otra lucha contra el tumor. Ni la quimio ni las caras de impotencia de los médicos, la mayoría imberbes que se preguntaban por qué no se habían especializado en algo más lucrativo como, por ejemplo, en banca de inversión.
Kata abrió la puerta y, para su sorpresa, allí estaba aquella mala imitación de George Clooney.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó con los nervios de punta.
—Vengo a hacerte una oferta.
—¿No se habían extinguido los representantes de Avon? —replicó ella.
—Puedo curarte el tumor —dijo Satanás-Clooney sonriendo con encanto.
Kata se quedó un segundo sin habla. ¿Cómo sabía aquel tío que estaba enferma?
—Sólo tendrás que darme una insignificancia a cambio —explicó Satanás.
Esas conversaciones de «¿Hacemos un trato?» le deparaban cierta alegría. Las personas enseguida estaban dispuestas a vender su alma para obtener lo que querían: ya fuera éxito o el ascenso de categoría de su equipo de fútbol, o un café para llevar cuando se sentían cansadas al ir de tiendas por la ciudad. Y eso sin olvidar el producto estrella de siempre en su oferta: sexo.
—Yo… no tengo un tumor —replicó Kata.
—Claro que no —dijo Satanás sonriendo burlón—. Pero si te lo curo, ¿me darás una insignificancia a cambio?
Por un breve instante, Kata albergó una esperanza, por muy absurda que fuera. Y nada inquieta más a un condenado a muerte que el miedo a las esperanzas truncadas. Por eso quiso quitarse de encima inmediatamente a aquel tipo desagradable y contestó:
—Sí, sí…, claro… El caso es que te largues.
—¿No quieres saber qué insignificancia quiero a cambio? —preguntó Satanás.
—No —dijo Kata, y cerró de un portazo. Vaya, pensó Satanás sonriendo; las personas tendrán libre albedrío, pero son muy imprudentes con sus almas.
Yo no entendía nada de nada: ¿Qué había pasado? ¿Me había equivocado? ¿Kata no estaba enferma? Ella también parecía muy desconcertada por la escena de Jesús y, en un tono tranquilo algo forzado, dijo:
—Los psiquiátricos tendrían que cambiar urgentemente de cerrajero.
A mi confusión se añadía el agravante de que había ofendido a Jesús. Me había perdonado el beso en la mejilla, pero ahora creía que lo había engañado. Seguro que pensaba que todo había sido un ardid para que se quedara conmigo.
Deprimida, eché una ojeada al cuaderno de dibujo de Kata y, lo que vi, desvió mi atención tanto de su tumor como de la mirada resecadora de Jesús:
—El tiempo que pierdes con tus miedos, no lo recuperas nunca —me dijo Kata lacónicamente.
No soportaba a Kata cuando me decía algo referente a «vive la vida». Pero, en aquella ocasión, hizo bien, puesto que alentó en mí una idea que hasta entonces había reprimido con éxito gracias a su supuesta enfermedad. La cuestión era la siguiente: ¿Cuánta vida me quedaba? O, mejor dicho: ¿cuándo tendría lugar el Juicio Final?
* * *
Después de que Kata nos hubiera echado de su habitación, planteé por primera vez esa pregunta en voz alta cuando ya estábamos en el videoclub de Michi:
—Es que no es lo mismo que te queden un par de meses o un par de años.
—Sobre todo si aún eres virgen —se le escapó a Michi.
Me lo quedé mirando.
—Ejem, no hablo de mí…, un amigo… que… que es virgen —farfulló.
—¿Qué amigo? —quise saber.
Michi estaba a punto de sufrir un ataque de hiperventilación de puro nerviosismo. Su mirada se posó en la tapa del DVD de
El caso Bourne
y se apresuró a decir:
—Franko Potente.
—¿Franko Potente? —repetí incrédula.
Michi se ruborizó.
Estaba muy sorprendida. Sabía que, por aquel entonces, la vida sexual de Michi era inactiva, pero pensaba que al menos habría practicado el sexo alguna vez en la vida. Había tenido novias. Bueno, para ser exactos, una. Se llamaba Lena. Católica como él, claro.
Uf, la religión podía ser un palo.
—Y, ese Franko, ¿es un homosexual reprimido? —pregunté.
—No, no, no, ¿cómo se te ocurre? —farfulló Michi—. Franko es «hetero».
—¿Pero?
—Está enamorado de la mujer equivocada desde hace décadas —reconoció con tristeza.
La cosa se ponía más fea de lo que me apetecía. La ilusión de que mi amistad con Michi era puramente platónica no se sostenía por más tiempo. Michi había confesado su amor. Mi mirada se posó en la tapa de un DVD y le pregunté encarecidamente a Michi:
—Dime, ¿se llama Tilly Schweiger?
Michi se sorprendió.
—Así no perderé a un amigo —dije.
Michi se lo pensó y luego, con una sonrisa triste y un poco forzada, dijo:
—Se llama Tilly Schweiger.
—Gracias.
* * *
Estuvimos callados un rato. Luego, Michi planteó una pregunta que me quemaba el alma desde hacía tiempo.
—¿Amas a Jesús? Quiero decir, ¿le amas como no hacemos los cristianos normales y, seguramente, tampoco deberíamos hacer?
—Eso parece —admití compungida.
La confesión le afectó. Michi había honrado a Jesús durante toda la vida. Y ahora era el único hombre en el mundo que estaba celoso del Hijo de Dios.
Intentó desprenderse valerosamente de ese sentimiento y dijo algo que me conmovió:
—El mundo se ha ganado a pulso su fin.
Lo miré perpleja y entonces me explicó por qué pensaba así.
—Hay tantas cosas horribles en este planeta: guerras civiles, destrucción del medio ambiente, tráfico de personas…
A mí también se me ocurrieron, así a bote pronto, unas cuantas cosas por las que la humanidad podía sentarse en el banquillo de los acusados:
Las fiestas de música popular en primavera, los tatuajes justo donde la espalda pierde su noble nombre, el humorista Oliver Pocher, los anuncios publicitarios con niños pequeños, el McFish de McDonald's, los raperos
gangsta
con sus máscaras idiotas, los padres que ponen el nombre de Chantalle a sus hijas.
Así pues, ¿tenía razón Michi? ¿Era incluso bueno que llegara el reino de los cielos? Aún más, ¿podía cuestionarlo? ¿O ésa era la mejor vía de acceso a un curso gratuito de natación en el estanque de fuego? ¿Quizás ya estaba inscrita? ¿O aún estaba a tiempo de influir en mi destino?
¿Y si no lo estaba?
Entonces ya podía quitarme de la cabeza todos mis sueños, formar una familia, tener hijos…, unas niñitas preciosas que no darían guerra y que, ya de bebés, dormirían toda la noche seguida… y que más adelante siempre me dirían: «Mamá, eres la mejor del mundo y tampoco estás taaaaan gorda…»
Y, puestos a quitarse cosas de la cabeza, también podía despedirme de la esperanza de hacer algo especial en esta vida. Me iría de este mundo como un M.o.n.s.t.e.r.
Así pues, tenía que enterarme de la fecha fijada para el fin del mundo preguntándoselo a Jesús, aunque estuviera enfadadísimo conmigo.
Entretanto
El pastor Gabriel estaba en la bañera, llena de espuma. Lo acompañaba Silvia, que disfrutaba de cómo le enjabonaba la espalda. Aquel día estaba mucho más relajada y más por las caricias que por darle al serrucho. Incluso había dicho que sentía algo por él, con lo cual había conseguido que el corazón le latiera tan deprisa como sólo le ocurría en presencia de Dios. Psicóloga como era, también supo explicarle con exactitud por qué de repente podía sincerarse tanto con él: después de más de veinte años, por fin había hecho las paces con su hija, y eso había disuelto una serie de bloqueos emocionales; hasta entonces, nunca había podido comprometerse con un hombre porque siempre se había sentido muy culpable frente a Marie. Mientras Silvia le contaba las preocupaciones que había tenido durante todos esos años con su hija, Gabriel pensaba que las familias eran otro invento extravagante de Dios. Nada provocaba a la gente más alegría y a la vez más preocupación, más entusiasmo y a la vez más espuma de rabia en la boca que la familia. La vida de los humanos, pensó Gabriel, sería mucho más sencilla si, en temas de reproducción y crianza, Dios los hubiera concebido como a las lombrices de tierra.
Al menos, Gabriel ya no tenía que escuchar los problemas familiares de sus parroquianos, puesto que había cogido la baja para el resto del tiempo que duraría el mundo. Por tal motivo, su sucesor, llamado Dennis, se había incorporado a su puesto un poco antes, o sea, esa misma mañana. Dennis era uno de esos sacerdotes cachas que llevaban zapatillas deportivas y a los que les encantaba organizar fiestas en la parroquia y las canciones de góspel, pero que habían perdido la fe mientras cursaban los estudios de Teología y se preguntaban por qué no se habrían especializado en algo más lucrativo como, por ejemplo, en banca de inversión. A Gabriel, las fiestas y tomar café con los parroquianos le gustaba tan poco como tener próstata por el hecho de ser hombre. En su opinión, nadie había hallado a Dios comiendo pasteles.
Cuando llamaron a la puerta, Gabriel pensó que sería el sacerdote con zapatillas deportivas y decidió no salir de la bañera por un ateo. Entonces oyó que la puerta se abría y una voz gritaba «¡Gabriel!». Era la voz de Jesús.