En medio de su contemplación sintió cierta angustia y escarabajeo en su estómago, porque hacía cerca de veinte horas que no había comido, había andado mucho y no había dormido nada. En suma, fuerza es confesarlo, D. Paco tuvo hambre.
Miró a todos lados, como si fuese a cometer un crimen, muy receloso de que alguien pudiera verle, y convencido ya de que su soledad no podía ser mayor, metió la mano en las alforjas, y sacó de allí una blanca rosquilla y un bulto envuelto, bien envuelto en un antiguo número de
El Imparcial
. ¿Qué había en este envoltorio? El historiador no debe ocultar nada. En el envoltorio, que desplegó D. Paco, había media docena de hermosos pedazos de lomo de cerdo, gruesos como el puño, de los que Juana la Larga había adobado y frito; de los que con el aliño de orégano, pimiento molido, comino y qué sé yo qué otras especias, ya recalentados en la propia manteca entre la que se conservan en orzas, ya extraídos de la manteca y fiambres, seducen a las criaturas más desesperadas y afligidas y les dicen ¡comedme!
D. Paco se preparó a obedecer el irresistible mandato; pero, pensando en aquel mismo instante en que Juana la Larga, la madre de quien causaba su tormento, era quien había guisado aquel lomo, las más tristes memorias se le recrudecieron, y con una magra entre los dedos, al ir ya a tirar un bocado, se le atragantaron en la garganta los dos tan sabidos versos de Garcilaso, que dicen:
¡Oh dulces prendas por mí mal halladas,
dulces y alegres cuando Dios quería!
No quiso Dios, a pesar de todo, que D. Paco las hallase por su mal. Aunque se le saltaron las lágrimas, pudo más el apetito. Ganas tuvo también, en su desesperación, de que las magras se le volviesen veneno; pero en fin, él se comió dos y también la rosquilla.
Hubo un momento en que echó de menos el vino y deploró no haber traído la bota. Luego se resignó y bebió agua, bajando la boca hasta la superficie del remanso.
Por último, como estaba molido de tanto andar, velar y rabiar, y sentía en lo exterior el calor del sol en lo interior el calor del lomo y de la rosquilla, a pesar de su enorme pesadumbre, fue vencido por el sueño y se confortó durmiendo profundamente la siesta, durante la cual sus desventuras y sus penas se diría que se habían sumergido en aquel arroyo como si fuese el Leteo.
Cuando despertó D. Paco de su prolongado sueño, el sol se inclinaba ya hacia el Occidente: el día estaba expirando.
Las vacilaciones que habían atormentado a D. Paco volvieron a atormentarle, con mayor fuerza mientras que más tiempo pasaba.
Su fuga del lugar le parecía, y no sin razón, que debía haber sido notada por todos y mirada con extrañeza. A él, que ejercía tantos oficios, le habrían echado de menos en muchos puntos.
Se le figuraba que, como no había pedido licencia a nadie, y como su inusitada desaparición carecía de causa confesada por él, todos sus compatricios se esforzarían por hallar esta causa y acabarían por suponerla un acto de desesperación o de despecho. Nadie dejaría de lamentar su fuga si él no volvía al lugar; pero si volvía, la compasión se transformaría inevitablemente en burla y rechifla.
No quedaría un solo sujeto que no le preguntase con sorna qué había ido a hacer al yermo y por qué le dejaba tan pronto, arrepentido de ser anacoreta. Y los que sospechasen, y no dudaba él de que algunos sospecharían que había querido suicidarse, tomarían a risa lo del suicidio y atribuirían a miedo el que no se hubiese realizado.
Imaginaba él que, vuelto al lugar, no podría sufrir su nueva situación, porque se le figuraría que se mofaban de él cuantos le mirasen a la cara.
Si se fue, dirían, porque había aquí algo que no podía aguantar, ¿por qué vuelve ahora, se resigna y lo aguanta?
D. Andrés, sobre todo, le despreciaría y le escarnecería, allá en sus adentros, calculando que la fuga había sido por lo de los besos a Juanita y que ahora volvía muy resignado a llevarlos con paciencia y hasta a verlos dar de nuevo.
A Juanita misma se la representaba muy afligida por lo pronto, llena de remordimientos porque era o iba a ser motivo u ocasión de su muerte y muy inclinada a derramar lágrimas a la memoria de él o sobre su ignorada tumba, si es que le enterraban y ella sabía dónde y no estaba lejos; pero si Juanita le veía otra vez tan campante, ya en las calles de Villalegre acudiendo a sus ordinarios quehaceres, ya en la tertulia de doña Inés haciendo la corte a doña Agustina, Juanita le tendría por la persona más ruin y cuitada del orbe; Juanita se mofaría de él, y D. Paco se estremecía al pensar sólo en la posibilidad de semejante vilipendio.
Era, sin embargo, muy duro matarse sin gana, y sólo para que la gente tome a uno en serio, le compadezca y no le embrome.
Hubo momentos en que si D. Paco hubiera tenido un revólver, acaso en contravención de todos sus preceptos religiosos y de todas sus sanas filosofías, se hubiera pegado un tiro, pero afortunadamente D. Paco no gastaba armas de fuego y no llevaba ni pistola ni escopeta en aquella disparatada excursión que estaba haciendo, perseguido por los celos como por las Furias Orestes. Una vez se le ocurrió encaramarse en la cima de un escarpado peñasco, precipitarse desde allí de cabeza y hacerse una tortilla. Pero, si no quedaba muerto al punto y sólo se rompía un brazo, una pierna o las dos ¿no le dolería mucho, y quedándose vivo añadiría los dolores físicos a los dolores morales de que había querido libertarse?
Rumiando con amargura todo lo dicho, anduvo D. Paco sin reparar el camino que llevaba, hasta que le sorprendió la noche, oscura como boca de lobo. Ni luna ni estrellas se veían en el cielo, cubierto de densas nubes. Llovía recio y relampagueaba y tronaba.
Nuestro peregrino advirtió con pena que estaba hecho una sopa, y temió que la muerte, que anhelaba y repugnaba al mismo tiempo, pudiera sobrevenirle por la humedad, esgrimiendo en lugar de guadaña reúmas y pulmonías.
A la luz de los relámpagos descubrió que había llegado a una extensa nava, entre las cumbres de dos cercanos cerros. Había en la nava mucho heno, grama abundante y a trechos intrincados matorrales en que tropezaba o alta hierba que subía hasta sus muslos, porque no había senda o porque la había perdido.
De pronto oyó mujidos, y al resplandor fugaz de los relámpagos creyó entrever un gran tinglado o cobertizo, debajo del cual se movían bultos mujidores que eran sin duda toros bravos, cabestros, becerros y vacas.
—Hombre del demonio —dijo una bronca voz—. ¿Qué viene usted a hacer por aquí a estas horas y con esta tormenta tan fuerte?
D. Paco, ocultando el lugar de donde era y sin declarar su nombre, dijo que, yendo de camino, se había extraviado, no sabía dónde estaba y buscaba albergue en que pasar la noche.
El boyero, que era piadoso, movido a compasión por la lamentable voz de D. Paco, salió de debajo del cobertizo, vino a él, le tomó de la mano y le sirvió de guía.
Así dieron ambos buen rodeo y llegaron a una choza bastante capaz, donde, al amor de la lumbre y en torno de una gran chimenea que tenía poco que envidiar a la de doña Inés, aunque carecía de escudo de armas, había otros dos pastores, viejos ya, y un chiquillo de diez a doce años que debía de ser hijo del guía de D. Paco.
En el hogar ardía un monte de leña, con cuyo calor pudo D. Paco secarse los vestidos, porque le ofrecieron y él aceptó un banquillo para que se sentase cerca del fuego.
Apartada de él, sobre un poco de rescoldo y en unas trébedes se parecía una olla, exhalando a través de la rota y agujereada tapadera espesos y olorosos vapores, con no sé qué de restaurante, lo cual produjo en las narices de D. Paco sensación muy grata, porque con tanto andar se le había bajado a los pies el almuerzo. Era lo que había en la olla un guiso de habas gordas y tiernas, con lonjas de tocino y cornetillas picantes que habían de hacerle suculento y sabroso.
Los pastores, así como le habían dado techo amigo donde abrigarse de la lluvia y pasar la noche, le ofrecieron también su rústica cena.
El rubor tiñó las mejillas de D. Paco al ir a aceptarla, pero no fue tan descortés ni tan abstinente que no la aceptase, la agradeciese y aun se aprovechase de ella, compitiendo en apetito con los boyeros.
Sin querer le avergonzaron también por otro estilo: con su leal franqueza. A él, que se ocultaba y mentía, le contaron cuanto había que contar de la vida de ellos y de sus lances de fortuna, y de los sucesos de la pequeña cortijada, no muy lejos de allí, de que eran naturales. Ponderaron también la ferocidad de los toros que ellos cuidaban, se quejaron de la poca reputación que tenían aún y pronosticaron que al fin habían de abrirse camino hasta la magnífica plaza de Madrid, donde competirían con los de Veragua y los de Miura matando caballos a porrillo y metiendo en un puño los animosos corazones de Lagartijo y de Frascuelo.
Terminadas la cena y la conversación, todos se acostaron sobre sendos montones de hierba seca y durmieron como unos patriarcas.
D. Paco se despertó y levantó al rayar el día, imitando a los que le albergaban. Supuso para salir del paso que iba a Córdoba, y en este supuesto, los boyeros le indicaron el camino que debía seguir.
Se despidió D. Paco mostrándose agradecidísimo, y pronto se alejó de la nava, marchando de prisa por la senda que le habían indicado.
A solas otra vez consigo mismo, los negros pensamientos resurgieron de las profundidades de su alma y volvieron a atormentarle.
Como él reflexionaba mucho, se estudiaba y se sumía en el abismo de su propia conciencia, procuró explicarse el singular fenómeno que en ella se estaba presentando. Entonces creyó percibir que él hasta muy tarde, hasta ya viejo, había empleado y gastado la vida en ganarse la vida, y había carecido, acaso por dicha, de desahogo y de vagar para fingirse primores ideales y ponérselos ante los ojos del alma como atractivo de su deseo. Toda aspiración suya había sido hasta entonces modesta, prosaica y pacíficamente asequible; pero Juanita había venido en mal hora a turbar su calma y a aguijonear su fantasía para que remontase el vuelo a muy altas regiones, donde, si bien había más luz, había también tempestades que su alma pacífica y sólo acostumbrada al sosiego apenas podía sufrir.
En resolución, D. Paco vino a creer que la aparición tardía de lo ideal, casi muerta ya su juventud, y el nacimiento póstumo de aspiraciones que sólo por ella deben ser fomentadas, era lo que le traía tan desatinado, tan infeliz y tan loco. Volver al lugar en aquel estado de ánimo, con menos pretexto para volverse que el que había tenido para irse, le haría sin duda objeto del escarnio de todos sus amigos y conocidos, como no hiciese la atrocidad de matar a dos o tres, y él, que era blando de condición, se consideraba incapaz de ello. Por otra parte, y mientras en Villalegre permaneciese, juzgaba él que sería ya inútil para todo y que no valdría ni para secretario del Ayuntamiento, ni para consejero de D. Andrés, ni para colaborador del escribano, ni para pasante de los abogados Peperris.
En consecuencia de estos no articulados discursos decidió algo al cabo: decidió desterrarse para siempre de su patria e ir a otras villas o ciudades en busca de reposo y de mejor fortuna.
Sólo así lograría curarse de su amor por la pícara e indigna Juanita, hacer pie y caminar por lo firme, en vez de ir por las nubes o de nadar por el éter, y sin matarse y sin matar a nadie, sino siendo útil al prójimo, ser de nuevo respetado y querido de las gentes.
Ya que los boyeros le habían indicado el camino para ir hacia Córdoba, D. Paco, menos alborotado que el día antes, siguió en aquella dirección, pues camino no había. Las estrechas sendas eran muchas, y él a la ventura las tomaba, sólo procurando huir de la vista de todo ser humano porque aún tenía vergüenza de que le viesen.
Ora andando, ora parándose a reposar, se le pasó todo el día y llegó su segunda noche de vagabundo.
No sabía dónde se hallaba, pero creyó que se despertaba en él una vaga reminiscencia de aquellos sitios. Era una dilatada dehesa o coto, donde había de haber abundancia de conejos y liebres. El terreno era quebrado y cubierto de matas o monte bajo. Sólo a trechos descollaban algunos pinos, hayas y encinas.
Pronto la oscuridad lo envolvió todo. Aunque no llovía, estaba muy nublado, y él distinguía confusamente los objetos. El silencio era profundo. Le rompía sólo, de vez en cuando, tal cual ráfaga de viento suave que agitaba las hojas, o alguna liebre que brincaba o atravesaba corriendo por entre las matas.
No sé cómo reconoció o creyó reconocer don Paco que se hallaba en aquel momento más cerca de Villalegre; que se hallaba a menos de dos leguas de distancia, en un coto, propiedad de don Andrés y donde D. Andrés solía venir a cazar.
Se confirmó más en esta idea al ver de pronto una lucecita que a cierta distancia brillaba en las tinieblas, según sucede a menudo a los niños cuando en los cuentos de hadas se extravían en un bosque.
D. Paco era valeroso y no propendía, sin ser incrédulo, a recelar frecuentes y medrosas apariciones de vestiglos, de almas del otro mundo o de otros seres sobrenaturales. En aquella ocasión, sin embargo, tuvo su poquito de miedo, pero le venció y caminó resuelto y derecho hacia la luz para ver lo que era.
Se había fundado su miedo en que reconoció que la luz salía de la casilla del viejo guarda del coto, el cual había muerto la víspera de la salida de D. Paco de Villalegre, y era muy poco probable que D. Andrés hubiese nombrado en seguida a otro guarda para donde apenas había cosa que guardar. La casilla, en opinión de D. Paco, tenía que estar desierta. ¿Quién había encendido luz y estaba en la casilla? ¿Sería el alma en pena del viejo guarda, que tenía fama de haber sido más que travieso en sus mocedades y hasta bandolero acogido a indulto?
D. Paco se armó de valor y se dirigió a averiguarlo, contento de tropezar con una aventura que de sus desventuras le distrajese.
Sin hacer ruido, llegó D. Paco a la casilla y vio que la puerta estaba cerrada con cerrojo que había por dentro. La luz salía por un ventanucho pequeño, donde, en vez de vidrios, había estirado un trapo sucio para resguardo contra la lluvia y el frío. Con el estorbo del trapo no se podían ver los objetos de dentro; pero D. Paco se aproximó y reparó en el trapo tres o cuatro agujeros. Aplicó el ojo al más cercano, que era bastante capaz, y lo que vio por allí, antes de reflexionar y de explicárselo, le llenó de susto. Imaginó que veía a Lucifer en persona, aunque vestido de campesino andaluz, con sombrero calañés, chaquetón, zahones y polainas. La cara del así vestido era casi negra, inmóvil, con espantosa y ancha boca y con colosales narices llenas de verrugas y en forma de pico de loro. D. Paco se tranquilizó, no obstante, al reconocer que aquello era una carátula de las que se ponen los judíos en las procesiones de Villalegre.