A pesar de las vehementes y sabias exhortaciones de doña Inés, Juanita distaba más cada día de hallar peligroso el mundo (maldito el miedo que le tenía ella), y no lograba persuadirse de que la sociedad fuese tan viciosa y tan mala ni de que el enamorarse y el casarse pudiera acarrear tamañas desventuras. De aquí que no tuviese la menor inclinación ni vocación a la vida monástica. Pero como a doña Inés se le había puesto en la cabeza que ella fuese monja, y cuando formaba un plan era punto menos que imposible hacerla desistir, la pobre Juanita se veía muy apurada.
A cada momento sentía el conato de echarlo todo a rodar y de declarar a doña Inés que Dios no la llamaba por el camino por donde ella quería que fuese. Se contenía, no obstante a fin de no armar la de Dios es Cristo, de no perder en un minuto cuanto había conseguido trabajando más de un año y de no verse de nuevo en guerra con los poderes constituidos y con toda la población que respetaba y obedecía a dichos poderes.
Juanita no dijo que sí: no aceptó lo del monjío, pero no dijo que no; pronunció frases vagas o se calló y bajó la cabeza.
Tomando doña Inés para regla de interpretación el refrán de
quien calla otorga
, dio por sentado que Juanita estaba decidida a entrar en un convento, y ya, en su fantasía entusiasta, se la representaba santa, cuya vida se intercalaría en las ediciones futuras del
Año Cristiano
. Doña Inés dio parte de este triunfo al padre Anselmo, quien se llenó de piadoso júbilo y aun se sintió lisonjeado al prever que él figuraría en la vida de la nueva santa como el instrumento de que se valía el cielo para convertirla y glorificarla.
Por dicha no se apresuraba doña Inés para que el plan del monjío de Juanita se realizase, y así le daba tiempo de apercibirse a la rebelión con fuerza bastante para sacudir el yugo sin menoscabo de sus intereses y proyectos. Si bien doña Inés sentía y confesaba que iba a hacer un inmenso sacrificio al desprenderse de Juanita, única mujer que la comprendía en el mundo y que podía ser su compañera, en manera alguna quería prescindir de este sacrificio que le daría honra entre los mortales, y que Dios le tendría en cuenta para pagársele en el cielo. Persistía, pues, con firmeza en su plan, pero le retardaba, y mientras le retardaba le iba completando en sus pormenores, consultándolo todo con el padre Anselmo.
Decidió doña Inés pagar ella el dote de Juanita. Sobre lo que vacilaba aún era sobre el convento en que debía ponerla. Después de haber desechado muchos, pensó en uno que hay en Écija, con cuya abadesa se carteaba, porque era allí donde se hacían los célebres bizcochos de yema imitados por Juana la Larga. Afirmaba doña Inés que toda persona que tenía buen paladar reconocía al punto la imitación de Juana, porque carecía del
quid divinum
que hay en los legítimos, prestándoles tan soberano sabor, que, si con grosero y material supuesto pudiésemos imaginar que los querubines, cuando bajan a la tierra con algún mensaje de arriba, tienen el capricho o se allanan a comer algo, sin duda que no comerían otra cosa que los tales bizcochos de yema hechos por las mencionadas monjas.
A despecho de tan importantes motivos, no sabemos por qué doña Inés desistió de que Juanita fuera al convento de Écija y hubo de fijarse al fin en las comendadoras de Santiago, en Granada, donde, si no se hacen aquellos peregrinos e inimitables bizcochos, se hacen los mejores almíbares de toda Andalucía.
Mientras trazaba y preparaba doña Inés todo esto en favor de Juanita, de quien se había declarado protectora y directora, su cariño hacia la protegida y la discípula iba creciendo más y más, dando de sí raras muestras y combinándose en él lo sagrado y lo profano.
Un día estuvo doña Inés tan sentimental, que deshizo el peinado de Juanita, admiró su abundante, undosa y suave mata de pelo, la besó varias veces, calificó de horrible desacato el que las manos rudas e impuras de un campesino lograsen tocarla y enredar los dedos en ella, y se la figuró ya como cortada al pie del altar el día en que Juanita profesase, rogándole que para entonces se la legase a ella porque ella la conservaría como reliquia del más subido precio.
Juanita agradeció mucho esta lisonjera petición de doña Inés, y, casi con lágrimas de gratitud en los ojos, prometió a doña Inés que la mata de pelo sería suya cuando ella se la cortase.
Merced a tantas entrevistas y confidencias de las dos amigas, Juanita estaba casi todas las tardes en casa de doña Inés, no yéndose de su lado o de su casa hasta pasada la hora en que solían venir los señores de la tertulia.
Algunos de éstos veían a Juanita en la antesala, y como allí estaba ella sin cubrirse la cabeza y sin ocultar y dar sombra a la cara con el mantón muy echado hacia adelante según el recato y el beaterio lo exigen, Juanita, sin poderlo evitar, no les parecía saco de paja y a menudo la miraban por estilo pecaminoso.
Quien más se adelantó en esto fue el propio amo de la casa, el Sr. D. Álvaro Roldán, que era muy tentado de la risa. En varias ocasiones, hallando a Juanita sola, la requebró con más fervor que chiste y finura, y Juanita, que veía en aquel caballero sujeto a propósito para descargar su mal humor, le respondía siempre con feroz desabrimiento o con sangrienta burla. Y como D. Álvaro ni por ésas se desengañase y se atreviese un día a dar a la muchacha una palmadita en la cara, ella le dijo mirándole de arriba abajo con desprecio y enojo:
—Las manos quietas, Sr. D. Álvaro. Conténtese usted con tocar el violón, y a mí no me toque. ¡Pues no faltaba más! ¿Será menester que me queje yo a doña Inés de la insolencia de usted? ¿Para que una mocita decente esté tranquila en esta casa necesitará la señora atar a usted con una cadena al lado del mono?
D. Álvaro, que era tímido, blandengue y avezado a la servidumbre, receló que Juanita armase un alboroto, le cobró miedo y desistió de su amorosa empresa.
Había al mismo tiempo, ya se entiende que en otras ocasiones y apartes, otro personaje más emprendedor y menos asustadizo. Fue éste el propio y respetado cacique de Villalegre: el excelentísimo Sr. D. Andrés Rubio.
También D. Andrés, que no faltaba nunca a la tertulia, encontró no pocas veces a Juanita, ya en la antesala, ya en los corredores, ya en la escalera, ya en el zaguán cuando ella se iba.
D. Andrés había admirado mucho a Juanita el día en que ella se mostró imprudentemente tan engalanada en la iglesia, y había conservado de ella muy buena impresión. No la defendió en la tertulia por no contradecir a doña Inés y por no censurar indirectamente la excesiva severidad del padre Anselmo contra el lujo de las mujeres; pero, allá en su interior, no vio nunca malicia en lo que Juanita había hecho, y se limitó a calificarlo de inoportuna ligereza, de que la madre era más culpada que la hija. De poco o de nada tenía Juanita que arrepentirse, de suerte que D. Andrés no creyó en su arrepentimiento. Menos creyó aún en su milagrosa conversión y en su deseo de ser monja.
D. Andrés conocía el carácter de doña Inés y daba por evidente que doña Inés, así como en un principio había hecho víctima a Juanita de su enojo, imaginándosela, aunque en ciernes, una desaforada pecadora, después, trocado el enojo en estimación, admiración y cariño, se proponía, con el mejor intento y por su manía de gobernarlo y de arreglarlo todo, hacer víctima a Juanita, empujándola a la santidad por un camino que ella no tenía gana de seguir.
Así predispuesto, D. Andrés empezó por mirar a Juanita con cierta benigna curiosidad cuando casualmente pasaba cerca de ella y la hallaba sola. Después, sin reflexionar en lo que hacía, D. Andrés, y quién sabe si la muchacha misma, ya que hasta la más inocente suele dejarse guiar por endiablados instintos, prestaron auxilio a la casualidad y la convirtieron en providencia, hallándose casi todos los días y pasando tan cerca él de ella, que casi tropezaban o se tocaban.
Era natural que Juanita no se escondiese ni huyese, porque ni ella era medrosa, ni D. Andrés era el bú ni una fiera.
D. Andrés era un caballero muy bien educado, pulcro y finísimo, soltero, que no había cumplido aún cuarenta años y verdadero amo y señor de Villalegre, donde hacía ya ocho que reinaba con lo que podemos calificar de despotismo ilustrado.
No me incumbe aprobar ni reprobar aquí el despotismo, aunque sea con ilustración, ni mostrarme partidario o adversario del cacicazgo. Yo tomo y empleo el vocablo en cierta acepción como generalmente se emplea, aunque siento que contenga implícita una injuria para las poblaciones en que hay cacique, porque es suponerlas salvajes y no quiero calificar de tales a los de Villalegre. Desecho, pues, la suposición implícita y acepto y empleo los vocablos de
cacique
y
cacicazgo
como los más usados y adecuados para expresar la condición de D. Andrés y el poder que en Villalegre ejercía. Él había heredado este poder de su padre y luego le había mejorado y engrandecido mucho, ayudado por la actividad y variadas aptitudes de D. Paco y aun por los consejos e inspiraciones de doña Inés, quien, según se decía, ya con malicia, ya con sencillo aplauso, era la ninfa Egeria de aquel Numa.
Él, antes de retirarse al lugar después de la muerte de su padre para cuidar de la hacienda y hacer vida de labriego, desengañado y harto del estruendo de las grandes ciudades y de sus pompas vanas, había pasado mucho tiempo en Madrid, en cuya Universidad había hecho sus estudios, y hasta había viajado algo por Francia, Italia e Inglaterra.
Era, por lo tanto, D. Andrés un cacique archiculto y como hay pocos. Y conviniendo yo en esto, con mi entusiasta amigo el diputado novel, afirmo que, si todos los caciques fueran como D. Andrés, sería gran ventura que cada pueblo tuviese su cacique: todo en cada pueblo estaría bien aseado y mejor cuidado; daría gusto andar por sus paseos y por sus caminos, el maestro de escuela no se moriría de hambre, y se gozaría de tan ordenada libertad que el boticario podría ser impunemente, como D. Policarpo, brujo y ateo, sin que por eso se suprimiesen ni dejasen de ser celebradas con devoción, entusiasmo y regocijo, hasta las más candorosas procesiones, aunque hubiese en ellas judíos, soldados romanos, Longinos con lanza y lazarillo, después de quedarse ciego, paso de Abraham y apóstoles y profetas.
Todas estas tradicionales, artísticas y pintorescas manifestaciones de la piedad religiosa encantaban más a D. Andrés que al más sencillo y devoto de todos los habitantes de Villalegre, y por su gusto no se suprimía nada, sino que se aumentaba y se mejoraba bastante.
Tal era el cacique D. Andrés Rubio, inclinado a admirar todo lo bello y candoroso. ¿Cómo, pues, no había de admirar también a Juanita, dejándose llevar de su irreflexiva admiración a modo de quien se desliza y cae sin sentir por un suave declive?
Era ya a mediados del mes de Enero, y hacía todo el frío que puede hacer en aquel clima tan benigno.
La tertulia de doña Inés estaba más animada y concurrida que nunca, sobre todo los jueves, días de gran recepción. En la sala había una hermosa chimenea de campana, sobre la cual, así como en la puerta de la casa, relucía el escudo de armas de la familia. En el hogar saliente, y no empotrado en la pared, alegraban la vista con sus llamas y, daban grato calor la pasta de orujo, los secos sarmientos y la leña de encina y de olivo.
Abundaban allí los muebles cómodos, y nunca faltaba, por lo menos, una mesa de tresillo.
De diario eran tertulianos constantes el padre Anselmo y D. Andrés. Y lo era asimismo el médico, ya bastante viejo y chapado a la antigua, hombre de pocas palabras, pero sapientísimo tresillista, que solía hacer el cuarto en la mesa cuando doña Inés jugaba. A fin de tener esta satisfacción honrosa, y tal vez para ganar algunos reales, porque se jugaba a diez por cada cien tantos, y él ganaba casi siempre, se violentaba el médico hasta el extremo de afeitarse un día sí y otro no, y de dejar en la antesala la capa y el sombrero, sin entrar con la capa sobre los hombros, cuando no embozado y con el sombrero encasquetado hasta las cejas, según solía entrar en las demás casas donde iba de visita. ¡Tan profundo era el respeto que la de doña Inés le inspiraba!
Los jueves la concurrencia era mucho mayor y solía haber dos y aun tres mesas de tresillo. Venían el alcalde, cuatro o cinco de los mayores contribuyentes, y el tendero murciano D. Ramón, que era la persona más acaudalada del lugar después de D. Andrés. Venían, por último, D. Pascual el maestro de escuela y D. Policarpo el boticario.
Doña Inés había mostrado cierta repugnancia a que el boticario viniese, pero D. Andrés había conseguido vencerla, no sin prometer antes leer al boticario la cartilla para que no se desmandase ni dejase escapar alguna barbaridad impía o librepensadora. D. Andrés le dijo que él respetaba como nadie la libertad de conciencia y de enseñanza, pero que, si quería gozar de la tertulia de los señores de Roldán, debía ser como los catedráticos pagados por el gobierno, que, si son prudentes y juiciosos, se guardan sus impiedades para mejor ocasión, y en la cátedra, que es su tertulia de doña Inés, son muy comedidos y procuran no decir nada que ofenda las creencias de quien los paga o de quien los recibe.
El boticario, que tenía mucha gana de ir a la tertulia, aceptó las condiciones, y siempre que fue, se dejó el librepensamiento en su casa, aunque no pudo dejarse ni quiso cortarse su endiablada y taumatúrgica uña.
Durante mucho tiempo fue doña Inés la única señora que en la tertulia había. Parecía aquello un club de caballeros con una señora presidenta.
Hacía poco tiempo, no obstante, que se había introducido una sorprendente novedad.
A la tertulia de los jueves primero, y más tarde a las de diario, asistía otra señora. Era ésta la noble viuda doña Agustina Solís y Montes de Allende el Agua, matrona de treinta y pico de años, aunque lozana, fresca, graciosa, de buenas carnes y mejor parecer y con veintiocho o treinta mil reales de renta, sobre poco más o menos.
No era menester ser un lince para comprender que doña Inés cuando consentía que hubiese otra dama en su tertulia, y aun gustaba de ello era porque había decidido y decretado casarla con su padre don Paco.
Doña Agustina estaba tan satisfecha de aquella inusitada distinción y tan agradecida y sumisa a doña Inés, que sin dificultad recibiría en su corazón, como la blanda cera recibe el sello, el nombre, la imagen y el afecto de la persona que doña Inés quisiese grabar en él. Y era tanto más fácil este grabado cuanto que D. Paco, no sólo estaba muy de recibo, sino que tenía hermosa presencia y la merecida reputación de ser el hombre más entendido y discreto de Villalegre. Además, doña Agustina (y doña Inés lo sabía de buena tinta) estaba harta de viudez y de tener el corazón vacío o como tabla rasa y lisa, y deseaba hallar algo digno de que en él se grabase.