Juanita la Larga (6 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: Juanita la Larga
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Esta creencia mitigaba no poco el disgusto de doña Inés, porque no podía entrar en su cabeza que su padre intentase jamás, contraer segundas nupcias con Juana la Larga. Así es que lo que censuraba en éste muy ásperamente era la inmoralidad y el escándalo de unas relaciones amorosas contraídas por hombre que tenía más de medio siglo y que iba a ser pronto por octava vez abuelo. La enojaba también la condición harto plebeya del objeto de los amores de su padre, los cuales, si no dignos de aplauso, le hubieran parecido dignos de disculpa a haber sido con alguna hidalga recatada y de su posición
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, como había dos o tres en el lugar, que, según pensaba doña Inés, hubieran visto el cielo abierto, y aun se le hubieran abierto a D. Paco, si él hubiera llamado a la puerta de ellas pidiendo entrada. No se cansaba, pues, doña Inés de censurar las ruines inclinaciones de su padre. Le dolía asimismo que su padre gastase tanto en obsequiar a Juana la Larga, suponiendo, según las noticias que le trajo Crispina, que gastaba mucho más de lo que gastaba.

—¿Conque juega al tute con ella?

—Sí, señora —contestaba Crispina—. Y ya por echarla de fino, ya porque está embobado y embelesado mirando a Juana con ojos de carnero a medio morir y sin atender al juego, lo cierto es que Juana le pela, ganándole diez o doce reales cada noche. Además los regalos de D. Paco llueven sin descampar sobre aquella casa; ya envía un pavo, ya una docena de morcillas, ya fruta, ya parte del chocolate que le regala su merced, hecho por el hombre que viene expresamente desde Córdoba a hacerle en esta casa.

Lo de que D. Paco hubiese regalado también parte de su chocolate irritó ferozmente a doña Inés: lo consideró una verdadera profanación y casi le hizo perder los estribos; pero al fin pensó en la situación en que se encontraba, ya fuera de cuenta, y logró reportarse. Su moderación y sus cuidados no fueron inútiles.

El 29 de junio, día de San Pedro apóstol, sintió doña Inés desde muy de mañana los primeros dolores, y con gran facilidad y felicidad dio a luz en aquel mismo día, a un hermoso niño. La madre y el Sr. Roldán decidieron que había de llamarse Pedro, en honor del príncipe de los apóstoles en cuyo día había nacido y del que eran muy devotos. El Sr. D. Andrés Rubio prometió tener al infante en sus brazos en la pila bautismal. Y como el infante fuese robustísimo, y el médico asegurase que no corría peligro su vida, retardaron su bautismo hasta mediados del mes de Julio, así porque ya estaría levantada la señora doña Inés y podría asistir a las fiestas que se hiciesen, como porque para entonces se realizaría la anunciada visita del señor obispo, el cual, a más de confirmar a todos los muchachos que no lo estuviesen, les haría la honra de bautizar al futuro Periquito.

El obispo sería hospedado en casa de los señores de Roldán los tres o cuatro días que estuviese en Villalegre. Doña Inés, por lo tanto, pensando en los preparativos y en todos los medios que había de emplear para hacer con lucimiento recepción tan honrosa, perseveró en refrenar su ira contra Juana la Larga, a quien imaginaba seductora de su padre. Y disimulando el odio que le había tomado, no quiso dejar de valerse de ella en ocasión de tanto empeño.

Ya la había llamado el día del alumbramiento, porque bien sabía por experiencia que no había, en el mundo conocido, más hábil comadre que Juana.

Y como tampoco había por allí mujer más dispuesta para preparar y dirigir los festines, con tiempo comprometió a Juana a fin de que, desde dos días antes de la llegada del obispo, se viniese a su casa, sin volver a la casa propia sino para dormir, y lo preparase y dirigiese todo. Juana prometió hacerlo así y lo cumplió muy gustosa.

XII

La víspera de la llegada del obispo, que fue el 15 de Julio, víspera también de la Virgen del Carmen, Juana había trabajado ya mucho, sudando el quilo para condimentar los manjares y las golosinas, y hasta para disponer el aparato y la magnificencia que habían de desplegarse en la recepción y en el hospedaje de su señoría ilustrísima, y en el refresco y ambigú que había de darse en aquella casa a todo lo más granado e ilustre de la villa, después de terminadas las cristianas ceremonias de la confirmación y del bautismo. En ellas, doña Inés iba a dar al señor obispo más trabajo que nadie, pues tenía siete chiquillos no confirmados aún, y uno todavía
moro
, como apellidan en Andalucía a todo ser humano antes de recibir el agua sacramental que le trae al gremio de la Iglesia.

La noche del 15 de julio hacía muchísimo calor. A eso de las nueve, D. Paco, según costumbre, se fue de tertulia a casa de Juana la Larga; pero Juana seguía trabajando aún en la de los señores de Roldán, y Juanita estaba sola con la criada, tomando el fresco en la reja de su sala baja.

La vio D. Paco, y llegó a hablarle antes de dirigirse a la puerta. Juanita, después de los saludos de costumbre, dijo a D. Paco, que pretendía que le abriese:

—Mi madre no ha vuelto aún. No sé cuándo volverá. Estando yo sola no me atrevo a abrir a usted la puerta y a dejarle entrar. La gente murmura ya contra nosotros, y murmuraría mil veces más si yo tal cosa hiciera. Váyase usted, pues, y perdóneme que no le reciba.

Ninguna objeción acertó a poner D. Paco, convencido de lo puesta en razón que estaba Juanita. Solamente le dijo:

—Ya que no me recibes, no te vayas de la reja y habla conmigo un rato. Aunque la gente nos vea, ¿qué podrán decir?

—Podrán decir que usted no viene a rezar el rosario conmigo: podrán creer que yo interesadamente alboroto a usted y le levanto de cascos; y podrán censurar que pudiendo ser yo nietecita de usted tire a ser su novia y tal vez su amiga. Con esta suposición me sacarán todos el pellejo a túrdigas; y si llega a oídos de su hija de usted, mi señora doña Inés López de Roldán y otras hierbas, que usted y yo estamos aquí pelando la pava, será capaz de venir, aunque se halla delicada y convaleciente, y nos pelará o nos desollará a ambos, ya que no envíe por aquí al señor cura acompañado del monaguillo, con el caldero y el hisopo del agua bendita, no para que nos case, sino para que nos rocíe y refresque con ella, sacándonos los demonios del cuerpo.

—Vamos, Juanita, no seas mala ni digas disparates. No es tan fiero el león como le pintan. Y si tú gustases un poquito de mí, y mi conversación te divirtiese en vez de fastidiarte, no tendrías tanto miedo de la maledicencia, ni de los furores de mi hija, ni de los exorcismos del cura.

—¿Y de dónde saca usted que no guste de tener con usted un rato de palique? Pocas cosas encuentro yo más divertidas que la conversación de usted, y además siempre aprendo algo y gano oyéndole hablar. Yo soy ignorante, casi cerril; pero, si el amor propio no me engaña, me parece que no soy tonta. Comprendo, pues, y aprecio el agrado y el valor que tienen sus palabras.

—Entonces ¿cómo es que no me quieres?

—Entendámonos. ¿De qué suerte de quereres se trata?

—De amor.

—Ya esa es harina de otro costal. Si el amor es como el que tiene el padre Anselmo a su breviario, como el que tiene doña Inés a sus libros devotos, o como el que tiene usted a las leyes o a los reglamentos que estudia, mi amor es evidente, y yo le quiero a usted como ustedes quieren a esos libros. No menos que ustedes se deleitan en leerlos me deleito yo en oír a usted cuando habla.

—Pero, traidora Juanita, tú me lisonjeas y me matas a la vez. Yo no quiero instruirte, sino enamorarte. No aspiro a ser tu libro, sino tu novio.

—Jesús, María y José. ¿Está usted loco, don Paco? ¿En qué vendría a parar, qué fin que no fuera desastroso podría tener ese noviazgo? ¿No le tiemblan a usted las carnes al figurarse la estrepitosa cencerrada que nos darían si nos casáramos? Y si el noviazgo no terminase en casamiento, ¿dónde iría yo a ocultar mi vergüenza, arrojada de este pueblo por seductora de señores ancianos?

Lo de la ancianidad, tantas veces repetido, ofendió mucho a D. Paco en aquella ocasión, y muy picado, y con tono desabrido, exclamó haciendo demostración de retirarse:

—Veo que presientes graves peligros. No quiero que te expongas a ellos por mi culpa. Adiós Juanita.

—Deténgase usted, D. Paco: no se vaya usted enojado contra mí. ¿No conoce usted muy a las claras que yo le quiero de corazón y que mi mayor placer es verle y hablarle? Como soy franca y leal, procuro no retener a usted con esperanzas vanas. Mucho me pesaría de que usted me acusase un día de que yo le engañaba. Por esto digo a usted que de amor no le quiero y me parece que no le querré nunca. Pero lo que es por la amistad, debe usted contar conmigo hasta la pared de enfrente. ¿Por qué no se contenta usted con esta amistad? ¿Por qué me pide usted lo que no puedo ni debo darle? No sería flojo el alboroto que se armaría en el pueblo si usted y yo fuésemos novios y si el noviazgo se supiese.

D. Paco se atrevió a decir entonces en mala hora y con poco acierto:

—¿Pues qué necesidad hay de que nuestro noviazgo se sepa?

—Y usted ¿por quién me toma para insinuar ese sigilo, dado que sea posible? Sólo se oculta lo poco decente, y por lo tanto, yo no he de ocultar nada aunque pueda. Si me decidiese yo a ser novia de usted sería por considerarlo bueno y honrado, y en vez de ocultarlo como fea mancha, lo pregonaría y lo dejaría ver a todos con más orgullo que si enseñase una joya, jactándome de ello, en vez de andar con tapujos. Ya sabe usted mi modo de pensar. Nada más tenemos que decirnos. Ahora, lo repito, váyase usted y déjeme tranquila. Malo es siempre dar que hablar, pero dar que hablar sin motivo es malo y tonto.

D. Paco depuso el enojo, no acertó a responder a Juanita con ninguna frase concertada y se fue, despidiéndose de ella, resignado y triste.

XIII

Pasaron días y vino el obispo, como se esperaba.

Su señoría ilustrísima bautizó a los niños
moros
que aguardaban su venida como los padres del Limbo el santo advenimiento, y confirmó a los no confirmados, que se contaban a centenares, entre ellos no pocos harto talludos.

Doña Inés se lució dando hospedaje al señor obispo, y éste se fue del lugar muy maravillado y gozoso de la magnificencia y primor con que allí se vivía.

Libre ya doña Inés de tanta extraordinaria faena, se consagró con mayor atención al estudio de la historia contemporánea, y al cabo, auxiliada por los datos que le suministraba Crispina y valiéndose de su rara sagacidad, vino a comprender que no era a la madre, sino a la hija, a quien cortejaba D. Paco. Su furor fue entonces muy grande, pero por lo mismo se calló aún y no atormentó a su padre con insinuaciones ni con bromas. El asunto no se prestaba a bromas ni a medios términos. La ira de doña Inés había de estallar y de manifestarse de una manera más seria, cuando estuviese completamente convencida de la locura de su padre, pues de tal la calificaba.

D. Paco, entre tanto, si bien daba ya menos pretexto a la murmuración, se sentía más enamorado que nunca de Juanita. Pensaba en sus dulces desdenes, recapacitaba sobre ellos, hacía doloroso examen de conciencia y miraba y cataba la herida de su corazón, como un enfermo contempla con amargo deleite la llaga o el cáncer que le lastima y en el que prevé la causa de su muerte.

Toda la vida había sido D. Paco el hombre más positivo y menos romántico que puede imaginarse. Aquel imprevisto sentimentalismo que se le había metido en las entrañas y se las abrasaba, le parecía tan ridículo, que, a par que le afectaba dolorosamente, le hacía reír, cuando estaba a solas, con risa descompuesta y que solía terminar en algo a modo de ataque de nervios.

D. Paco dejó, pues, de ir todas las noches en casa de ambas Juanas; ya no veía a Juanita en la fuente y sola, porque él mismo había predicado para que no fuese, y sin embargo, no acertaba a sustraerse a la obsesión que Juanita le causaba de continuo, presente siempre a los perspicaces ojos de su espíritu, así en la vigilia como en el sueño.

Por dicha, no le atormentaban los celos. Juanita zapeaba, donosa o duramente, a cuantos mozos la pretendían, y lo que es Antoñuelo iba ya con menos frecuencia a casa de Juanita. Según en el lugar se sonaba, andaba él muy extraviado frecuentando las tabernas en harto malas compañías, y pasando muchas noches en francachelas y jaranas. Villalegre no era el único teatro de sus proezas sino que, a pesar de las amonestaciones y reprensiones de su padre, a menudo muy duras, se solía ir de parranda al campo o a algunos lugares cercanos, y en dos o tres días no parecía por su casa.

Don Paco no tenía, pues, rivales. Parecía completamente dueño del campo; pero el campo estaba tan bien atrincherado, que don Paco no lograba entrar en él y se quedaba fuera como los otros.

No desistió por eso de ir por la noche en casa de ambas Juanas, aunque no de diario.

Como de costumbre, jugaba al tute con la madre; como de costumbre, hablaba con Juanita en conversación general y Juanita hablaba igualmente y le oía muy atenta, manifestándose finísima amiga suya y hasta su admiradora; pero como de costumbre, también, las miradas ardientes y los mal reprimidos suspiros de D. Paco o pasaban sin ser notados y eran machacar en hierro frío, o hacían un efecto muy contrario al que D. Paco deseaba, poniendo a Juanita seria y de mal humor, turbando su franca alegría y refrenando sus expansiones amistosas.

De esta suerte, poco venturosa y triunfante para D. Paco, se pasaron algunos días y llegaron los últimos del mes de Julio.

Hacía un calor insufrible. Durante el día los pajaritos se asaban en el aire cuando no hallaban sombra en qué guarecerse. Durante la noche, refrescaba bastante. En el claro y sereno cielo resplandecían la luna y multitud de estrellas que, en vez de envolverle en un manto negro, le teñían de azul con luminosos rasgos de plata y refulgentes bordados de oro.

Ambas Juanas no recibían a D. Paco en la sala, sino en el patio, donde se gozaba de mucha frescura y olía a los dompedros, que dan su más rico olor por la noche; a la albahaca y a la hierbaluisa, que había en no pocos arriates y macetas, y a los jazmines y a las rosas de enredadera, que en Andalucía llaman de
pitimini
, y que trepaban por las paredes y formaban verde cortina, enredándose a las rejas de las ventanas, en los cuartos del primer piso, donde dormían Juanita y su madre.

En aquel sitio, tan encantador como modesto, era recibido D. Paco. Todavía allí, a la luz de un bruñido velón de Lucena, de refulgente azófar, se jugaba al tute en una mesilla portátil, pero no con la persistencia que bajo techado. Otras distracciones, casi siempre gastronómicas, suplían la falta del juego. Juana, que era tan industriosa, solía hacer helado en una pequeña cantimplora que tenía; pero con más frecuencia se entretenían comiendo ora piñones, ora almendras y garbanzos tostados, ora flores de maíz, que Juanita tenía la habilidad de hacer saltar muy bien en la sartén, y ora altramuces y a veces hasta palmitos, cuando los arrieros los traían de la provincia de Málaga, porque en la de Córdoba no se crían.

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