Reza el refrán que honra y provecho no caben en un saco; pero Juana la Larga, sobre ser honrada, rayando su honradez en austeridad para que se borrase la mala impresión de sus deslices juveniles, era además una matrona llena de discreción y de juicio, y sabía que el mencionado refrán se equivoca muy a menudo. Para ella, en el caso que se le acababa de presentar, en vez de no caber en un saco, el provecho no podía ser sin la honra y la honra tenía que producir naturalmente el provecho.
Si Juanita se dejaba camelar a tontas y a locas, se exponía a dar al traste con su reputación y a ser el blanco de las más feroces murmuraciones y a perder para siempre la esperanza de hallar un buen marido. Y todo ello por unas cuantas chucherías y regalillos de mala muerte. Mientras que si Juanita acertaba a ser rígida sin disgustar y ahuyentar al pretendiente, pero sin otorgarle tampoco el menor favor de importancia antes de que el cura diese en la iglesia el pasaporte para los favores, convirtiéndolos en actos de deber y cargas de justicia, harto posible era que D. Paco se emberrenchinase hasta tal punto, que entrase por el aro rompiendo todo el tejido de dificultades que al aro pusiesen doña Inés y otras personas, y elevando a Juanita a ser legítimamente la señora del personaje más importante del lugar después de D. Andrés Rubio, el cacique.
Con tales pensamientos en la mente, a par que con notable destreza y desarrollando la cinta que estaba enrollada en una carretilla, tomó Juana a D. Paco las medidas convenientes. Estuvo con él más dulce que una arropía, y, aunque le dijo que no tenía que venir a su casa para probarse la primera camisa, porque cuando estuviese medio hecha o hilvanada se la enviaría para la prueba, le convidó a que algunas noches, de nueve a once, cuando no tuviese nada mejor que hacer, viniese, si quería, un rato de tertulia a su casa, porque ni ella ni Juanita gustaban de acostarse temprano, y aunque estaban casi siempre solas, velaban hasta las doce. Juanita cosía o bordaba; pero como esto se hace con las manos, su lengua quedaba expedita y charlaba más que una cotorra.
—Yo —añadía Juana la Larga— no coso ni bordo de noche porque tengo perdida la vista, y así es que estoy mano sobre mano o paso las cuentas de mi rosario y rezo. Si alguna vez está usted de humor, podemos echar juntos cuatro o cinco manos de tute, que yo sé que a usted le agrada. A mí me agrada también, pero mi mala suerte y mis cortos medios no me permiten jugarle más que a real cada juego. Y aun así si le da a una muy mal, bien puede perder veinte o treinta reales en una noche, como quien no quiere la cosa.
Ya se comprende que D. Paco aceptó el convite y fue de tertulia a casa de Juana: al principio de vez en cuando; al cabo de poco tiempo, todas las noches. Casi siempre jugaba al tute y perdía. Sus pérdidas podían evaluarse, una noche con otra, en una peseta diaria. Todo, no obstante, lo daba D. Paco por bien empleado.
Las camisas estuvieron pronto concluidas y D. Paco quedó muy satisfecho. En la vida se había puesto otras que mejor le sentasen.
No las hubiera hecho más lindas el camisero más acreditado de París. Las lustrosas pecheras no hacían una arruga; los cuellos eran derechos, a la diplomática, y los puños muy bonitos y para los botones que en el día se estilan. Juana le regaló, en compensación de los muchos regalos que de él recibía, un par de botones preciosos de plata sobredorada que mercó en la tienda del Murciano, tienda bien abastecida, y donde, según dicen por allí, había de cuanto Dios crió y de cuanto puede imaginar, forjar, tejer y confeccionar la industria humana: naipes, fósforos, telas de seda, lana y algodón, especiería, quesos, garbanzos y habichuelas, ajonjolí, matalaúva y otras semillas. Casi eran los únicos artículos que allí faltaban las carnes de vaca y de carnero y toda la pasmosa variedad de sabrosos productos que resultan de la matanza y sacrificio de los cerdos.
Ya estuviesen hablando D. Paco y Juana, ya estuviesen jugando al tute, Juanita rara vez suspendía su costura o su bordado; pero, sin suspenderlos, solía tomar parte en la conversación del modo más agradable. Nadie venía a interrumpir esta tertulia de los tres, salvo Antoñuelo, que escamaba mucho a D. Paco y le llenaba de sobresalto y mal humor.
Crecía éste de punto, porque, mientras que D. Paco estaba jugando al tute y Juana le acusaba las cuarenta, Antoñuelo se sentaba muy cerca de Juanita, en el otro extremo de la sala donde ella cosía, y ambos cuchicheaban con mucha animación y en voz tan baja, que D. Paco no podía pescar ni palabra de lo que decían. Con esto se ponía como sobre ascuas y muy alborotado y triste, sin que para ocultarlo le valiese el disimulo. Entonces D. Paco jugaba peor: solía tener rey y caballo del mismo palo y se le olvidaba acusar veinte, o bien, si Juana le jugaba un oro y él tenía el as o el tres, se le guardaba y no le echaba. Así es que las noches en que venía Antoñuelo a la tertulia, sobre la desazón que daba a D. Paco, le hacía perder un par de pesetas y hasta tres a veces.
Viniese a no viniese Antoñuelo a la tertulia, Juana la Larga estaba siempre presente. Don Paco no hallaba modo de hablar a solas con Juanita, ni de abandonar a la madre e imitar a Antoñuelo, enredándose en cuchicheos con la hija.
Alguna vez que lo intentó, hablando bajo a Juanita, ésta le contestó alto, haciendo la conversación general y despojándola de todo misterio.
Bien hubiera querido D. Paco, cuando Antoñuelo venía, rodear las cosas de suerte que le obligase a entretener a la madre, hablando o jugando al tute con ella; pero Antoñuelo aseguraba que no sabía jugar al tute y daba a entender que nada tenía que decir a Juana.
Con frecuencia salía D. Paco tan cargado de esta tertulia que se proponía y casi resolvía no volver a ella o al menos ir poco a poco retirándose. Pero ya había tomado la maldita costumbre de ir, y todas las noches, si lo retardaba algo, empezaban al toque de ánimas a hormiguearle y bullirle los pies, y ellos mismos, pronunciándose y rebelándose contra su voluntad, le llevaban a escape y como por encanto en casa de ambas Juanas.
Pronto notaron todos los vecinos, cundiendo la noticia por el resto de la población, las constantes visitas nocturnas de D. Paco; pero como Antoñuelo solía ir también, y entre D. Paco y Juanita había tan grande desproporción de edad, la gente murmuradora lo explicó todo suponiendo que Antoñuelo era novio de Juanita y que don Paco tenía o trataba de tener relaciones amorosas con la madre, la cual, a pesar de sus cuarenta y cinco años y de los muchos trabajos y disgustos que había pasado en esta vida, apenas tenía canas, y estaba ágil, esbelta, y aunque de pocas, de bien puestas, frescas, apretadas y al parecer jugosas carnes.
La austeridad esquiva de Juana la Larga, durante muchos años, desde que tuvo su juvenil tropiezo, no pudo en esta ocasión eximirla de la maledicencia. La gente decía que al fin se había dejado tentar y lo daba todo por hecho. Cuando veía la gente que Antoñuelo y D. Paco iban a las nueve a la casa y permanecían allí hasta cerca de las doce, no juzgaba aquella tertulia tan inocente como era en realidad y la calificaba de amor por partida doble.
Las bromas que sobre ello dieron a D. Paco algunos de sus amigos le soliviantaron bastante. Así es que, excitado, si bien no tenía derecho para pedir explicaciones, con más o menos disimulados rodeos, y cuando Antoñuelo no estaba presente, se atrevió a pedirlas y a indagar por qué venía Antoñuelo con tanta frecuencia y de qué trataba con Juanita en sus largos apartes y cuchicheos.
Ambas Juanas, sin alterarse en lo más mínimo y como la cosa más natural y sencilla, lo explicaban todo, afirmando que Juanita y Antoñuelo eran exactamente de la misma edad, se habían criado juntos desde que estaban en pañales y podían considerarse como hermanos.
Añadían ambas que Antoñuelo era travieso, y muy tronera, que daba a su padre grandes desazones, que de él podían temerse mayores males aún, y que a Juanita ni remotamente le convenía para novio, pero que ella no acertaba a prescindir del cariño fraternal que le tenía, ni a prohibirle que viniese a verla, ni a dejar de darle buenos consejos y amonestaciones, los cuales eran el asunto de los cuchicheos.
Don Paco aparentaba aquietarse al oír tal explicación, pero en realidad no se aquietaba; y mostrando el verdadero interés que el buen nombre de Juanita le inspiraba, insinuaba que, aunque todo fuese moral e inocentísimo, convenía, a fin de evitar el qué dirán, no recibir a Antoñuelo con tanta frecuencia.
Los sermones que predicaba D. Paco, más que morales, conducentes a conservar el decoro de Juanita, no se puede decir que fueron predicados en desierto. Poco a poco dejaron de menudear las visitas de Antoñuelo; sus cuchicheos con Juanita se acortaron, y al fin cuchicheos y visitas vinieron a ser raros.
Esto dio ánimo a D. Paco. Creyó notar que se prestaba dócil oído a sus cariñosas reprimendas, y se atrevió a predicar también sobre otro punto.
En extremo gustaba él de ver a Juanita charlar en la fuente o subir la cuesta com el cantarillo en la cadera o con la ropa ya lavada sobra la gentil cabeza, más airosa y gallarda que una ninfa del verde bosque, y más majestuosa que la propia princesa Nausicaá, que también lavaba la ropa cuando; sin desconcharse ni echar las ínfulas por el suelo, solían hacerlo las princesas, allá en los siglos de oro.
D. Paco, que tenía, según hemos apuntado ya, entendimiento, de amor y de hermosura, se quedaba extasiado contemplando el andar de la moza, que no tenía el liviano, provocativo y sucio movimiento de caderas, y los pasitos menudos que suelen tener las chulas, sino que era un andar sereno, a grandes pasos, noble y lleno de gracia, como sin duda debía de andar Diana Cazadora, o la misma Venus, al revelarse al hijo de Anquises en las selvas que rodeaban a Cartago.
En Villalegre se gastaban corsés y hasta era Juana la Larga quien mejor los hacía; pero la indómita Juanita nunca quiso meterse en semejante apretura ni llevar aquel cilicio que para nada necesitaba ella y que entendía que hubiera desfigurado su cuerpo. Sólo llevaba, entre el ligero vestido de percal y sobre la camisa y enaguas blancas, un justillo o corpiño, sin hierros ni ballenas; zona que bastaba a ceñir la estrecha y virginal cintura, dejando libre lo demás, que derecho y firme no había menester de sostén ni apoyo.
En el espíritu de D. Paco pudo, sin embargo, más que el deleite de ver a Juanita en la fuente o volviendo del albercón, la idea de que, estando ya muy remotos los siglos de oro, no era posible imitar a la princesa Nausicaá sin rebajarse o avillanarse demasiado; y así, aconsejó y amonestó tantas veces y con tan discretas razones a Juanita para que no fuese a la fuente, apoyándole siempre la madre de ella, que Juanita cedió al cabo y dejó de ir a la fuente y al albercón, retrayéndose además de otros varios ejercicios y faenas que no son propios de una señorita.
Doña Inés López de Roldán distaba mucho de ser una lugareña vulgar y adocenada. Era, por el contrario, distinguidísima; y, en su tanto los méritos mirados, o sea guardando la debida proporción, pudiéramos calificarla de una princesa de Lieven o de una madame Récamier aldeana. Su vida no pasaba ociosa sino empleada en obras casi siempre buenas y en fructuosos afanes. Su caridad para con los pobres era muy elogiada, ayudándola en este ejercicio el señor cura y el Sr. D. Andrés Rubio. No descuidaba ella por eso el gobierno de su casa, que estaba saltando de limpia, y todo muy en orden, a pesar de los siete chiquillos que tenía, el mayor de ocho años; pero como la casa era muy grande, a los cinco mayores, entregados a una mujer ya anciana y de toda confianza, los tenía en el extremo opuesto de aquel en que estaba ella, a fin de que no turbasen con sus chillidos y gritería, ya sus solitarias meditaciones, ya sus lecturas, ya sus interesantes coloquios con el padre Anselmo, con el cacique o con alguna otra persona de fuste que viniese a visitarla.
A las nueve de la noche en verano y a las ocho o antes en invierno, mandaba acostar a los niños, y desde entonces hasta las once y a veces hasta más tarde, tenía tertulia, en la cual se discreteaba, y a la cual rara vez asistía el señor Roldán, que no presumía ni podía presumir de discreto, y a quien las discreciones de su mujer pasmaban y enorgullecían, pero al mismo tiempo le excitaban al sueño.
En las horas que le dejaban libres los afanes y cuidados de la casa y aun de la administración de la hacienda, de la que suavemente había despojado a su marido, por no considerarle capaz, doña Inés solía ocuparse en lecturas que adornaban y levantaban su espíritu. Rara vez perdía su tiempo en leer novelas, condenándolas por insípidas o inmorales y libidinosas. De la poesía no era muy partidaria tampoco, y sin plagiar a Platón, porque no sabía que Platón lo hubiese preceptuado, desterraba de su casa y familia a casi todos los poetas, como corruptores de las buenas costumbres y enemigos de la verdadera religión y de la paz que debe reinar en las bien concertadas repúblicas; pero en cambio doña Inés leía historia de España y de otros países, y sobre todo muchos libros de devoción. El cura la admiraba tanto, al oírla hablar de teología, que mentalmente adornaba sus espaldas con la muceta y su cabeza con el bonete y la borla.
Era tan grande la actividad de doña Inés, que a pesar de tan varias ocupaciones, aún le quedaba tiempo para satisfacer su anhelo de enterarse a fondo de la historia contemporánea y local, que tenía para ella más atractivos que la historia universal o de épocas y países remotos.
Para conocer bien esta historia contemporánea y local y ejercer sobre los hechos la más severa crítica, se valía doña Inés de diferentes medios, siendo el más importante una criada antigua, que hacía recados, que entraba y salía por todas partes y que se llamaba Crispina, émula en su favor y privanza de Serafina, la doncella.
Gracias a Crispina, estaba al corriente doña Inés de los noviazgos que había en el pueblo, de las pendencias y de los amores, de las amistades y enemistades, de lo que se gastaba en vestir en cada casa, de lo que éste debía y de lo que aquél había dado a premio, y hasta de lo que comía o gastaba en comer cada familia. A los que comían bien, doña Inés los censuraba por su glotonería y despilfarro, y a los que comían poco y mal, los calificaba de miserables, de hambrones y de pereciendos.
No tardó, por consiguiente, doña Inés en tener noticia de las aficiones de su padre y de sus visitas o tertulia en casa de ambas Juanas. Muchísimo la molestó esta grosera bellaquería, que tan duramente la apellidaba; pero disimuló y se reportó durante muchos días, sin decir nada a su padre. Doña Inés estaba muy adelantada en sus concebidas esperanzas de octavo vástago, y en tan delicada situación se cuidaba mucho y procuraba no alterarse por ningún motivo, para que las dichas esperanzas no se frustraran o se torcieran ruinmente, realizándose de un modo prematuro, con deterioro y quebranto de su salud. Pero aunque doña Inés no dijo por lo pronto, nada a D. Paco, se la tenía guardada, y seguía observando y averiguando por medio de Crispina, en la creencia de que era a Juana y no a Juanita a quien su padre pretendía o cortejaba.