La idea de casamiento aterrorizaba a D. Paco, y no porque en absoluto le repugnase el estar casado, sino porque su hija, la señora doña Inés, le inspiraba un entrañable cariño, mezclado de terror, y porque ella era tan imperiosa como brava, y sin duda se pondría hecha una furia del Averno si su padre le diese madrastra, sobre todo de tan ruin posición, y si a los siete nietos que ella le había dado, y a los que calculaba que podrían venir todavía, persistiendo ella en su actividad productora, quitase él la esperanza de heredar el majuelo, el olivar y la casa, y de gozar, en vida suya, de no poco de lo que él fuese granjeando con sus variadas artes.
Temblaba D. Paco de incurrir en el enojo de su hija, y aunque temblaba principalmente por el mismo enojo, no dejaba de recelar sus malas consecuencias.
Bien conocía él que no había en el lugar una persona ni varias juntas que pudieran reemplazarle con éxito en sus diferentes empleos; pero el mundo no estaba yermo ni falto de hombres de Estado rústicos, los cuales podrían buscarse y traerse de fuera del lugar para que a él le reemplazaran. Y bien conocían también que su hija era punto menos que omnipotente, porque tenía subyugadas ambas potestades, la temporal y la espiritual.
El padre Anselmo la tenía por una santa, y por una doctora, y cuanto ella decía era para él, sin poderlo remediar, un legítimo corolario de los Evangelios y de las Epístolas. El padre Anselmo sería capaz de excomulgar a quien ella le mandase. Y en lo tocante al brazo secular, era evidentísimo que doña Inés le tenía sujeto a sus caprichos y que aplastaría con todo su peso a quien ella quisiese.
D. Paco, en esta disposición de ánimo, razonablemente motivada, aunque no hemos de negar que él era dulce, pacífico y algo débil de carácter, adelantaba en su imaginación los casos futuros, y presuponiéndose ya prendado de Juanita, declarado y aceptado, veía un tropel de males que salían del corazón enfurecido de doña Inés como de nueva caja de Pandora.
Pesaban tanto en su espíritu estas consideraciones, que, notando que su afición oculta iba creciendo, procuraba o más bien se proponía huir de la vista de Juanita, no pasar por su calle para no verla en el portal o asomada a la ventana; y no ir a la tertulia de los poyetes, bajo los álamos, para no tener que admirarla cuando charlaba con las demás zagalonas o con los mozos en la fuente del ejido, o cuando subía o bajaba gallardamente, con el cántaro apoyado en la cadera, por la cuestecilla que se extiende desde la fuente hasta el lugar.
A pesar de sus prudentes propósitos de retraimiento, una fuerza, al parecer superior a su voluntad, le llevaba a veces a pasar por delante de la casa de Juanita más de lo que era necesario; a ir a la iglesia cuando él sabía que iba ella, con su madre, a misa o a sus devociones; y a acudir a la tertulia de los poyetes casi todas las tardes.
Para Juanita, que se había pasado todo el día cosiendo y bordando en casa, era pretexto de solaz o de paseo el ir casi al anochecer a la fuente por agua. Su madre encontraba que, en la posición algo señoril, desahogada y decorosa en que ya imaginaba hallarse, y atendido el desenvolvimiento físico de Juanita, que había llegado a transformarse de muchachuela en una magnífica y real moza, no estaba bien, y era darse poquísimo tono el ir por agua a la fuente como la más plebeya y humilde pelafustana.
Pero a Juanita le divertía este ejercicio, y tenía una voluntad indómita. A las observaciones que su madre le hacía daba oídos de mercader; acariciaba a su madre para vencer su oposición y disipar su disgusto, y seguía yendo a la fuente a pesar de todas las observaciones.
Una tarde del mes de Mayo Juanita se entretuvo en la fuente en larga y alegre conversación con otras muchachas.
Ya anochecido, subía con su cántaro lleno por la cuesta, que en aquel momento estaba sola.
La tertulia de los poyetes solía, en primavera y en verano, durar hasta las ánimas, hora en que los tertulianos se retiraban para cenar y acostarse.
Aquel día D. Paco había estado haciendo esfuerzos, o como si dijéramos, gimnasia con su voluntad para no ir a la tertulia y ver a Juanita. La lucha entre su voluntad razonable y su inclinación había durado bastante. Al fin, la voluntad sometida llevó, aunque tarde, a la tertulia de los poyetes a toda la persona de D. Paco.
La pícara casualidad hizo que, al bajar don Paco, subiese Juanita, según hemos dicho.
Era ya de noche. El cielo estaba despejado, pero sin luna. Las estrellas, si resplandecían en el éter infinito, vertían muy débil luz sobre la tierra. Acrecentaba la obscuridad, en el punto en que ambos se encontraron, algunos frondosos árboles que allí había y el alto vallado de zarzamoras y de otros arbustos que se extendía a un lado y a otro por casi todo el camino.
Juanita era muy distraída e iba además pensando en sus travesuras de muchacha. D. Paco era también distraído. El mismo no sabía en qué estaba pensando. Era, además, algo corto de vista. Lo cierto es que no repararon uno en otro al venir en opuestas direcciones, ni oyeron el ruido de los pasos. Chocaron, pues, y se dieron un buen empellón.
—Caramba, hombre —dijo Juanita— mire usted por dónde va y no camine a ciegas; por poco me tira el cántaro.
D. Paco, que conoció a Juanita por la voz, contestó con mucha dulzura:
—¡Perdona, hija mía! ¿Te he hecho daño?
Ella, que también conoció a D. Paco en seguida, replicó riendo:
—¿Qué daño me ha de haber hecho usted? Pues qué, ¿soy yo acaso de alfeñique?
—No, hija. Bien sólida y firme me pareces. Si en algo eres de alfeñique no es por lo quebradiza, sino por lo dulce.
—Entonces seré turrón de Alicante, dulce pero duro.
—Y vaya si me ha parecido duro.
—Si advirtió usted su dureza hablará sólo de su dulzura por adivinanza.
—Pues qué, ¿no podría yo probarla?
—Ya está usted viejo, D. Paco, y no podría meterle el diente.
—Pues te equivocas, que yo no estoy tan viejo, y tengo los dientes tan cabales y tan fuertes que, si se tratase de mordiscos, hasta en una piedra los daría. Pero yo no quiero emplear contigo sino más blandas y amorosas demostraciones.
—¡Ea, quite usted allá, Sr. D. Paco! ¿Qué demostraciones ha de hacer usted, si puede ser mi abuelo?
Y como D. Paco seguía plantado delante, atajándole el camino, Juanita continuó:
—Vamos, déjeme usted pasar. Si parece usted un espantajo. ¿Qué dirá la gente si le ve y le oye hablar aquí y requebrar en la obscuridad a una mocita? Capaz será de decir que ha perdido usted la chaveta y que ya no sirve para secretario del Ayuntamiento y consejero de D. Andrés.
D. Paco se apartó entonces y dejó pasar a Juanita, pero en vez de dirigirse hacia la fuente, se volvió, siguiéndola, hacia el lugar.
—¿Qué hace usted, señor? ¿Por qué no va a su tertulia? Todavía están en los poyetes el señor cura, el boticario y el escribano. Váyase usted a hablar con ellos.
—Ya es tarde, pronto se volverán y desisto de ir hasta allí. Prefiero volverme charlando contigo.
—¿Y de qué hemos de charlar nosotros? Yo no sé decir sino tonterías. No he leído los libros y papeles que usted lee, y como no le hable de los guisos que mi madre hace o de mis bordados y costuras, no sé de qué hablar a su merced.
—Háblame de lo que hablas a Antoñuelo cuando estás con él de palique.
—Yo no sé lo que es palique, ni sé si estoy o no estoy a veces de palique con Antoñuelo. Lo que sé es que yo no puedo decir a su merced las cosas que a él le digo.
—¿Y qué le dices?
—Pues no quiere usted saber poco. Ni el padre Anselmo, que es mi confesor, pregunta tanto.
—Algo de muy interesante y misterioso tendrá lo que dices a Antoñuelo, cuando ni al padre Anselmo se lo confiesas.
—No se lo confieso porque no es pecado, que si fuera pecado se lo confesaría. Y no se lo cuento tampoco, porque a él no le importa nada, y a usted debe importarle menos que a él.
A todo esto, como iban a buen paso ambos interlocutores, habían ya subido la cuesta y se hallaban en el altozano, a la entrada del lugar, donde están la iglesia parroquial y las primeras casas.
—Déjeme su merced ahora —dijo Juanita—, y no venga, con perjuicio de su autoridad, acompañando a una chicuela que lleva un cántaro. ¡Pues no se enojaría poco la señora doña Inés, que tiene tantos humos, si viese a su señor padre sirviendo de escolta, no a una princesa como ella, sino a una pobrecita trabajadora!
—¿Qué había de decir? Diría que yo te estaba encomendando algún trabajo.
—No es esta hora ni ocasión para eso. Y por otra parte, no es a mí, sino a mi madre, a quien los trabajos se encargan. Acuda usted a ella si algo quiere encargar.
Y diciendo esto, apresuró el paso, hizo a don Paco un gesto imperativo, marcándole la calle por donde debía irse, y ella se fue por otra que formaba ángulo recto con la que D. Paco debía seguir.
Mucho caviló D. Paco sobre aquel diálogo, midiendo e interpretando las palabras de Juanita.
Le había llamado abuelo pero con amable risa. Todos los hombres, abuelos y nietos, solemos prometérnoslas felices y casi siempre nos inclinamos a dar la más favorable interpretación a cuanto dicen las mujeres que pretendemos.
No se podía dudar, por ser cuestión de una ciencia tan exacta como la aritmética, que él hubiera podido ser el abuelo de Juanita. D. Paco hacía este cálculo.
Yo tengo cincuenta y tres años. De diecisiete a cincuenta y tres van treinta y seis; a los diecinueve años bien pude yo haber tenido una hija, y esta hija bien pudo haberse casado y tener a Juanita a los diecisiete.
Después sumaba D. Paco:
—Diecinueve más diecisiete, más otros diecisiete que tiene Juanita ahora, son cincuenta y tres, que es mi edad: luego, muy descansadamente, pudiera yo ser el abuelo de esa pícara muchacha.
—
E pur si muove
—proseguía, pues era hombre erudito hasta cierto punto, sabía un poco de italiano, porque había oído cantar muchas óperas, y conocía las palabras que se atribuyen a Galileo, así como varias otras sentencias expresadas en la lengua del Dante, verbi gracia:
Chi va piano, va sano, e va lontano
.
La primera sentencia aplicada a su situación quería significar que él, a pesar de poder ser el abuelo de Juanita, quería y podía ser otra cosa muy diferente; y la segunda sentencia, que también recordaba D. Paco, quería significar que él debía ir con tiento, con pies de plomo y sin precipitarse, porque no se ganó Zamora en una hora, y porque la muchacha no era muy arisca en el fondo, ni probablemente tan firme y dura de entrañas como, merced al encontrón que había tenido con ella, le constaba que era firme y dura en su juvenil superficie. Además, las esperanzas, lejos de desvanecerse, crecían en su pecho, hallándose más inverosímil abuelo que inverosímil amante. Para corroborar esta lisonjera afirmación, se contemplaba D. Paco en el espejo en que solía afeitarse, el cual, aunque era pequeño, no lo era tanto que no reflejase casi toda su persona. Él exclamaba al verla, como el pastor Coridón de Virgilio o como el Marramaquiz de Lope:
¡Pues no soy yo tan feo!
Y verdaderamente, no era feo D. Paco, ni parecía viejo tampoco.
A las últimas palabras de Juanita dio D. Paco una interpretación lisonjera, pero acaso más comprometida de lo que él deseaba.
Al indicarle la muchacha que hablase con su madre y que le encargase la obra de costura que ella debía hacer, ¿no estaba claro que Juanita se mostraba propicia a entrar en cierto género de relaciones, aunque no a hurto, sino a sabiendas y con beneplácito de la autoridad materna?
Como quiera que fuese, D. Paco, sintiéndose prendado de Juanita, se allanaba a pasar por todo; pero se propuso, como hombre prudente, no aventurarse más de lo necesario y no soltar prenda por lo pronto.
A que él entrase en relaciones serias con Juanita y conducentes a la
buena fin
, se oponían dos consideraciones: era la primera la excesiva, sospechosa e íntima familiaridad que tenía Juanita con Antoñuelo, el hijo del herrador; y era la segunda la casi seguridad del furioso enojo de doña Inés cuando llegase a saber que él tenía un compromiso serio con Juanita. Doña Inés inspiraba a su padre terror pánico y siempre trataba de huir de su enojo como de una espada desnuda.
Su decidida afición a la muchacha saltaba, no obstante, por cima de los obstáculos, como un corcel generoso salta la valla que se le ha puesto para atajar su carrera.
En resolución, combatido D. Paco por harto contrarios sentimientos, aunque se propuso no desistir de la empresa que había formado de manera muy vaga, se propuso también proceder con la mayor cautela y ser lo más ladino que pudiese, aunque en estos negocios no le sucedía como en los negocios del municipio, y el ser ladino no era su fuerte.
Así discurriendo, pasó D. Paco revista a su ropa blanca. Vio que sólo tenía media docena de camisas bastante estropeadas y con muchos zurcidos. Y como esto era muy poco para él, persona de extremado aseo, que ¡cosa rara en un pequeño lugar! se ponía ropa limpia tres veces a la semana, decidió que estaba justificadísimo el mandar que le hicieran media docena de camisas nuevas, que le hacían muchísima falta. ¿Y quién había de hacerlas mejor que Juanita, que era la costurera más hábil de Villalegre? ¿Y quién había de cortarlas mejor que su madre, la cual, lo mismo que con el mango de la sartén en la izquierda y la paleta en la diestra, era una mujer inspirada con las tijeras en la mano y con cualquiera tela extendida sobre la mesa y marcada ya artísticamente con lápiz o con jaboncillo de sastre?
Al día siguiente, decidido ya don Paco, acudió muy de mañana a casa de Juana la Larga y le mandó hacer seis hermosas camisas de madapolán con puños y pecheras de hilo, ajustándolas a treinta reales cada una. Para ganarse la voluntad y excitar el celo de ambas Juanas, les llevó don Paco, envuelto en un pañuelo, y sin que los profanos viesen lo que llevaba, un cestillo lleno de fresas, fruta muy rara en el lugar; y para mayor esplendidez, sacó además del bolsillo del holgado chaquetón que solía vestir de diario, nada menos que tres bollos del exquisito chocolate, que solía hacer doña Inés en su casa, y del cual había regalado a su padre una docena de bollos de a cuatro onzas cada uno.
Juana la Larga, que era muy golosa y muy aficionada a que la obsequiasen, aceptó el presente con gratitud y complacencia, pero como no era larga solamente de cuerpo, sino que lo era también de previsión, y si vale decirlo así, de olfato mental, al punto olió y caló las intenciones que D. Paco traía y sobre las cuales había ya sospechado algo.