Ambos altares resplandecían con muchísimas velas y hachones ardiendo; y ramilletes de flores y festones y guirnaldas de arrayán, laurel y limonero los engalanaban.
Las paredes del templo, si bien blanqueaban sin mácula por el reciente enjalbiego, se veían en parte cubiertas de rojo damasco, aunque el damasco era poco, y era más el filipichín que le remeda.
A ambos lados del altar de Santo Domingo admiraban los fieles multitud de ex votos, claro testimonio de la potencia milagrosa de su celestial abogado. Allí piernas, ojos, brazos y hasta niños completos, y bastantes tablitas pintadas al óleo, donde el milagro se representaba, y por medio de un largo letrero escrito al pie quedaba explicado.
La multitud llenaba el templo. En el centro las mujeres, de rodillas o sentadas en el suelo, se abanicaban casi todas. El movimiento de los abanicos de diversos colores alegraba la vista. Alrededor estaban los hombres de pie. Sólo ocupaban algunos escaños de nogal los señores del Ayuntamiento y el cacique D. Andrés, que vino a la iglesia, aunque no a la procesión.
Las miradas de los asistentes se fijaban con pasmo en el pecho del cacique, donde aquel día brillaba por vez primera la placa de oro, diamantes y rubíes, y la lustrosa banda de una gran cruz que el gobierno acababa de concederle en premio de sus eminentes servicios.
Ambas Juanas, que tampoco habían estado en la procesión, porque la habían visto pasar por delante de su casa, sita en la carrera, aparecieron en la iglesia cuando ya empezaba la misa. Involuntario y general murmullo de admiración se escapó entonces del pecho de los hombres. Las mujeres refunfuñaron de cólera y envidia. La madre iba delante abriéndose paso con los codos. Detrás venía la hija; hecha un sol, con su lindo vestido de seda chinesca, su mantilla de madroños, su alta peineta. Como el vestido era alto, Juanita no llevaba pañuelo y mostraba toda la gallardía y esbeltez de su talle. Parecía la señora principal, la reina de aquella función, y apenas podían comprender sus compatricios que fuese ella la misma moza que hacía poco iba con un cántaro por agua a la fuente. Era marcial y decidido su paso, pero al mismo tiempo, majestuoso y modesto.
En la mano, que en vez de emplearse en humildes y rudos trabajos domésticos, se diría que había estado conservada entre algodones, como delicada joya, tenía un pericón que manejaba con mucha gracia.
El asombro que causó su entrada en la iglesia bien se puede decir que durante tres o cuatro minutos turbó el orden y la tranquilidad que allí reinaban. El maestro de escuela, hombre leído y que sabía de memoria el romancero, recordó a este propósito, hablando a la oreja a un concejal, el efecto que hizo entrada semejante, en la ermita de San Simón, de cierta niña sevillana, alborotando hasta a los monagos y a los sacristanes, quienes,
en vez de decir amén,
decían, amor, amor.
Tan disparatado triunfo no cogió de susto a doña Inés. Ya tenía ella averiguada la trasformación de Juanita de zagalona rústica en algo que presumía de dama, y ya sabía, merced a las investigaciones de Crispina, que Juanita iba a lucir aquel día un maravilloso traje de lo más a la moda y señoril que se había visto nunca en aquel lugar y en muchas leguas a la redonda. El éxito sobrepujó, no obstante, todos los presentimientos y temores de doña Inés. Aunque todavía estaba guapa, a pesar de los ocho vástagos que había tenido, se sintió en el fondo del alma muy inferior a Juanita en hermosura; no dejó de notar, con profunda mortificación, que Juanita estaba vestida con mejor gusto que ella; y hasta en la distinción, aunque doña Inés se preciaba de muy distinguida, tuvo recelos de que Juanita le llevase ventaja. Apenas se daba cuenta la señora de Roldán del arte o de la adivinación con que una chicuela que se había criado entre pillería andrajosa y casi en medio de la calle, como vaca sin cencerro, se había hecho sujeto capaz de tan repentina elegancia.
Como Juana la Larga iba tan engreída y tan ufana con el asombroso esplendor y con la rara belleza de su niña, no buscó para ponerse con ella de rodillas un sitio muy apartado, sino el mejor y más visible. Ambas mujeres fueron a plantificarse en un pequeño claro, inmediato a los escaños en que estaban el Ayuntamiento y D. Paco y D. Andrés; claro que el respeto y la humildad de otras mujeres habían contribuido a formar, y en cuyo límite, no distante, se hallaba doña Inés López de Roldán, la cual tomó aquella intrusión por desaforado atrevimiento, y ardió en sed de imponerle pronto y severo castigo.
Al efecto, había ya prevenido al padre Anselmo, y le tenía muy sobrexcitado contra Juanita y contra su madre.
El padre Anselmo distaba mucho de ser malo y de ser ignorante. Sabía no poco de teología dogmática y de moral, y poseía notable despejo y prodigiosa facundia; pero era terco, persistente en las opiniones que una vez aceptaba, y desconocedor de los asuntos mundanos. Doña Inés además le tenía sorbidos los sesos. Doña Inés le infundía una veneración y un cariño alambicadamente espirituales, que la convertían para él en oráculo. Era el devoto afecto que se filtra y se cuela a menudo en el virtuoso corazón de los ancianos: amor sin deseo y sin vicio; lo que hasta llamándose platonismo escandalizaría al mismo que lo siente; lo que es tan sutil, tan etéreo y tan limpio como aquel semi-divino sentir que describe y pinta con rasgos luminosos el conde Baltasar Castiglione en las últimas aúreas páginas de su
Cortesano
.
El padre Anselmo jamás había leído este libro y no había caído ni podía caer en que sentía inclinación tan dulce; pero, sin tener conciencia de ello, reverenciaba a doña Inés como si fuera ángel o santa. Estaba ciego para todos los defectos y pecados de ella, y no veía o no creía ver en ella sino virtudes: la prudencia, la caridad, el recogimiento y la piedad religiosa. Para el padre Anselmo era doña Inés modelo de casadas y de madres de familia y dechado ejemplar de señoras distinguidas y doctas.
En todo cuanto le dijo acerca de Juanita no advirtió otro intento que el de evitar o reprimir el escándalo y el mal ejemplo que en el lugar se estaban ya dando.
Influido por estas ideas, había preparado el sermón que predicó aquel día y que versaba, con aplicación a las circunstancias, sobre el mismo tema que él gustaba de tratar siempre: sobre la corrupción de nuestro siglo y sobre sus síntomas ominosos, que son alternativamente efectos y causas. Porque la falta de religión hace que se hunda la moralidad, como edificio cuyos cimientos se socavan, mientras que el excesivo regalo y el esmerado atildamiento del cuerpo apartan a las almas de toda seria meditación y las distraen de los bienes eternos, moviéndolas diabólicamente hacia lo temporal y caduco y abrasándolas en el infernal apetito de poseerlo y de gozarlo. De aquí la ambición, la codicia y la lascivia, red que Satanás nos tiende, cebo con que nos atrae y anzuelo con que nos pesca y nos lleva consigo para devorarnos. La incredulidad y la herejía nacen de la molicie y del lujo, y por la ambición y la codicia cunden, se propagan y lo inficionan todo.
El padre ilustró su doctrina con citas históricas. Los albigenses, a quienes convirtió Santo Domingo con ayuda de Simón de Monfort, habían caído en abominable herejía, porque se entregaban a los festines, elegancias y malas pasiones. Una pícara mujer que sedujo a Martín Lutero tuvo la culpa de que se hiciese protestante media Europa. Y la perversa Ana Bolena fue el medio de que se valió el diablo para apoderarse de los ingleses, que eran antes fervorosos católicos. La codicia había sido, sin embargo, peor que la lascivia, ya que, si bien toda revolución herética o impía empezaba con deportes, amoríos y relajación de costumbres, siempre era la codicia la que lograba que triunfase, convirtiendo la revolución en cucaña en cuyo extremo superior se ponían los bienes de la Iglesia.
—Tal vez —añadía el padre— las personas honradas y pacíficas andarán ahora muy confiadas, imaginando que ya acabó la era de las revoluciones, porque la Iglesia es pobre y no tiene bienes que le quiten; pero ¡ay, cuán lastimosamente se equivocan! A falta de bienes de la Iglesia se pondrán o se ponen ya en lo alto de la cucaña los bienes de los particulares ricos. Y aun habrá menos escrúpulos para incautarse de ellos, como ahora dicen, porque la incautación (socorrida palabra para no emplear otra muy dura que cuadraría mejor), no será sacrílega.
Entonces habló el padre del socialismo, refutándole y procurando demostrar que cada una de sus utopías es sueño y delirio insano. Según él, siempre habrá pobres y ricos, y figurándose ya la revolución social triunfante, dio por ineludible resultado que los que ahora son ricos queden pobres; que algunos de los pobres más listos y audaces se hagan ricos y que la muchedumbre de los pobres se aumente en número y padezca mayor miseria, porque gran porción de la riqueza se habrá consumido o destruido con las huelgas, alborotos y guerras civiles. En cambio, si el orden establecido se conserva y si se cuida de que nadie se haga rico burlando el Código penal, todos trabajarán y se ingeniarán decentemente, por donde crecerán la riqueza y el bienestar; y los ricos serán más ricos y serán más; y los pobres serán menos pobres y menesterosos; y llegará día, allá en lo porvenir, en que los pobres estén mejor tratados que los ricos de ahora. Pero ahora y entonces habrá clases y jerarquías sociales, y será justo que se respeten porque las hay hasta en el cielo.
Aquí declamó mucho el padre contra el feroz empeño que muestran hoy tantas personas por salir de su clase y elevarse sin mérito suficiente: el tendero, sólo porque se enriquece, pretende ser marqués; el usurero, duque; el sargento, general, sin ir a la guerra; y las mozuelas desvergonzadas, damas y grandes señoras. Contra todos estos abusos disertó con vehemencia o más bien lanzó centellas y rayos, discurriendo más por extenso sobre el lujo femenino y encareciendo los males que de él proceden.
Al cuerpecito de una niña presumida y muy ataviada le llamó colmena de Lucifer, cuya miel endulza el veneno y de donde salen las abejas y los zánganos de punzantes aguijones, o sea un maldito enjambre de vicios, pecados y sandeces.
Además de escandalizar con aquel lujo y de provocar a los hombres hasta en los lugares sagrados, turbando el sosiego de los espíritus e impidiendo su elevación, se gasta para sustentar dicho lujo más de lo que honradamente se gana; se aceptan regalos de los pretendientes y se les sonsaca el dinero. Dejándose ir, pues, por pendiente tan resbaladiza, las muchachas pobres, que se ponen muy majas, dan con facilidad en busconas. Bien lo comprendió así, dijo el padre, la sabia y gloriosa reina doña Isabel la Católica, cuando se indignó al ver, en unas fiestas que hubo en Segovia, a ciertas aventureras vestidas de seda, y prohibió el uso de la seda a las que no fuesen hidalgas y ricas-hembras, lo cual fue providencia discretísima y moralizadora.
En suma, el padre Anselmo estuvo muy bien aquel día: censuró el vicio sin censurar al vicioso, y no designó ni aludió a nadie.
De esto se encargó la maliciosa envidia de las mujeres, excitada con disimulo por doña Inés. Todas hicieron a la emperejilada Juanita blanco de sus insolentes miradas. La consideración del origen ilegítimo de la muchacha vino a corroborar la creencia de que era pecadora. Cada cual recordó, allá en sus adentros, alguna de las varias sentencias vulgares que sostienen como verdad la trasmisión de la culpa por medio de la sangre: de tal palo, tal astilla; la cabra tira al monte; quien lo hereda, no lo hurta; de casta le viene al galgo el ser rabilargo, y así la madre, así la hija y así la manta que las cobija.
No pecaban las dos Juanas por encogidas ni por medrosas, pero apenas pudieron resistir la muda y formidable tempestad que descargó sobre ellas. Aparentemente estaba más conmovida la madre. Juanita no mostró perder la serenidad y el reposo. Su orgullo y el convencimiento de que no había incurrido en grave falta la sostuvieron. El dolor, no obstante, y la cólera por la inmerecida afrenta bañaron sus mejillas en más encendido carmín. Y bajando ella la vista, veló con los párpados y las rizadas y largas pestañas la luz de sus ojos, que dos mal reprimidas lágrimas humedecieron.
Al terminar la función acertaron madre e hija a escabullirse sin ser muy notadas y a volver precipitadamente a su casa.
Juanita se dejó caer desmadejada en un sillón de brazos. Juana paseaba, yendo y volviendo a largos pasos en su salita, como leona en su jaula.
—¡Habráse visto —exclamaba— mayor descoco! ¡Vaya… las mantesonas, las pu… ercas! Pues si durase aún la prohibición de la seda, ¿cuál de ellas la llevaría sin contrabando? Mejores hidalgas y ricas-hembras nos dé Dios. De seda y muy de seda iban las dos hijas del escribano, pero aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Son más feas que noche de truenos. ¿Y de dónde han sacado su hidalguía? Quizás no sabremos que son hijas de la Frasquita, a quien Dios haya perdonado. Era viuda del cagarrache del molino de D. Andrés cuando la pretendió y la tomó por mujer el escribano. Y ¿por qué la tomó por mujer? Para remediarse, porque ella había allegado bastante dinero, con un gran corral de gallinas y más aún con su habilidad para aviar pollos. Aunque iba a la chita callando y no gastaba pito, la llamaban la
gabacha
. ¡Qué tacto en aquellos dedos verdugos! A escape entrecogía ella como con alicates lo que andaba buscando a tientas en los pobres animalitos, y los dejaba aviados por docenas, sin que se le desgraciase ninguno en la operación. Luego los cebaba y ponía gordísimos y los vendía muy caros. Yo preguntaría al padre Anselmo si oficio tan cruel es propio de las ricas-hembras.
Juanita se recobró pronto de su momentáneo abatimiento y dijo:
—Mira, mamá, no me hables de las hijas del escribano. No las quiero mal. Si me miraban con descaro y con susto fue de puro tontas.
—Pues, hija mía, no sé de qué habían de asustarse. En la menor no se reparaba, porque es tan chiquituela y consumida que parece un guzarapo: pero la mayor bien llamativa estaba. Vestida de colorado y tan gorda, parecía un tomate enorme con patas. Y luego, ¡qué desvergüenza! Durante toda la misa estuvo su novio a la vera de ella, todavía de judío, como había figurado en la procesión. ¡Buena hidalguía está la de Pepito, el hijo del albardonero! En vez de mercarle traje tan costoso, su padre debió hacerle una albarda, que no le vendría mal. Aunque ha vuelto de Granada licenciado en leyes, sigue tan burro como se fue, salvo que rebuzna en latín y larga las coces ajustadas a derecho. Pero, en fin, tú tienes razón. No debemos quejarnos de ellos. Debemos despreciarlos. El arrastrado del padre Anselmo tiene la culpa de todo.