¡Ay de aquel que se atreviese entonces a decir nada ofensivo contra Juanita, aunque ella estrenase cada día otro vestido de seda!
Pensó bien en todo, interrogó su corazón, y su corazón le respondió que estaba perdidamente enamorado de la muchacha.
Entonces no se paró D. Paco en más reflexiones; fue a su bufete y escribió a la señora doña Juana Gutiérrez (suprimiendo el alias de
la Larga
) una grave epístola pidiéndole en forma la mano de su hija.
Llamó en seguida al alguacil y pregonero, que le servía al mismo tiempo de criado y ayuda de cámara, y le encargó que, al día siguiente, y muy de mañana, llevase aquel pliego cerrado a Juana la Larga y se le entregase en mano propia.
Hecho esto, se acostó y durmió con alguna tranquilidad, como quien ha cumplido un deber, y con alguna satisfacción, como quien ha puesto una pica en Flandes.
Juana la Larga se llenó de júbilo cuando, a las siete de la mañana, recibió la carta y la deletreó con no poca fatiga, porque, si bien sabía leer, no leía de corrido y le estorbaba lo negro.
No era Juana muy reflexiva ni previsora y no pensó en las dificultades: sólo pensó en el triunfo que ella y su hija, en su sentir, habían alcanzado. Acudió, pues, a la sala baja, donde Juanita estaba cosiendo, y con el mayor alborozo le dio parte de lo que ocurría.
Como comentario, la madre no sabía sino exclamar:
—¡Qué victoria! Todas esas perras, cochinas, van a reventar cuando lo sepan.
—Pues oye, mamá —contestó Juanita con el mayor reposo—: yo no quiero que nadie reviente: lo mejor es que no lo sepa nadie.
—¿Qué quieres decir con eso, muchacha?
—Lo que quiero decir es que nosotros, tú, él y yo, seríamos los reventados si hiciésemos tal desatino. No lo sufriría doña Inés; y el cura y el cacique, la Iglesia y el Estado, lo temporal y lo eterno, caerían sobre nosotros y nos aplastarían. Nos echarían del lugar a patadas. Y ¿quién sabe si en otro lugar lograríamos y cuánto tiempo tardaríamos en lograr, tú la reputación y clientela que aquí tienes, yo tanta costura, y D. Paco el poder que aquí alcanza y su mangoneo provechoso, debido en mucha parte a su capacidad, pero no menos aún a la sombra y al apoyo de don Andrés, con quien priva?
—¿Y de dónde sacas tú esos agüeros tan angustiosos?
—No es menester ser profeta ni adivino para sacarlos. Y además, ni yo estoy enamorada de D. Paco, ni él quizás está enamorado de mí. ¿Para qué el casorio? ¿Qué vamos ganando en ello? ¿No comprendes que si me pide es por un extremo de delicadeza? Yo se lo agradezco; me lisonjea mucho la prueba de aprecio que me da; pero no paso de agradecida y de lisonjeada. Porque ha venido a casa de tertulia, y porque me ha regalado el traje y porque las malas lenguas murmuran, piensa él remediar el mal casándose conmigo. Pues entonces la misma razón hay para que contigo se case, porque también de él y de ti dijeron, o para que me case yo con el hijo del herrador, ya que más y peor han hablado de mis relaciones con él que de mis relaciones con D. Paco. Nada, mamá, todo eso es una tontería, o una prueba, si quieres, de que el bueno de don Paco es un caballero muy cabal, aunque no tenga los leones, los pajarracos y los otros chirimbolos que tiene su yerno en el escudo.
—Y si tú, hija mía, reconoces y confiesas que D. Paco es todo un caballero, ¿por qué no le tomas por marido?
—Porque no quiero casarme por cálculo; porque, aunque quisiese casarme por cálculo, este cálculo de ahora estaría muy mal hecho, y sobre todo, porque yo por nada del mundo he de aprovecharme de la caballerosidad generosa de ese hombre para cogerle la palabra y satisfacer mi vanidad y mi ambición, ya que amor no le tengo. Su trato me deleita; celebro su discreción; le oigo hablar con gusto; pero desde esto a desear ser suya y a casarme con él hay todavía mucha distancia. No quiero salvarla de un brinco. Aquí, para entre nosotras, algunas veces he sentido inclinación a ir por esa senda, a andar ese camino, y sabe Dios si le hubiera andado sin estos tropezones que ha habido; pero, en fin, aún no le he andado.
—¡Ay, niña, con qué tiquis miquis y sutilezas te me descuelgas! ¡Cómo se conoce el saber de que D. Pascual te ha atiborrado la mollera! Si parece cuanto dices tomado de esos libros que D. Pascual te da a leer. Pero, en fin, ¿qué contestamos a la carta de D. Paco? Yo haré lo que tú desees porque el asunto más importa a ti que a mí y porque tú sabes más que Lepe.
—Pues qué hemos de contestar sino darle las gracias y decirle que nones.
—¿Y a quién le toca escribir eso? Creo que debo escribirlo yo… y dorar la píldora. Yo no lograré poner el oro con mi pluma. Tú le pondrás. Tú irás diciendo y yo iré escribiendo, aunque hago letras que parecen garrapatos. ¡Ay!, y más en el día, porque mi escribir ha caído en desuso. Desde que murió tu padre en la guerra contra los carlistas, yo no escribo sino las cuentas.
—Con buena o con mala letra, es menester que usted escriba la carta: yo se la iré dictando.
—Hoy todavía no. ¿Es acaso puñalada de pícaro? ¿Quién nos corre? Antes de dar un paso tan importante conviene que lo medites y consultes con la almohada. No es mucho veinticuatro horas de término. Hoy no escribo. Mañana, si te aferras en la opinión que ahora tienes, escribiré, aunque me pese, lo que tú me digas.
Juanita estaba segura de que no había de variar su resolución por mucho que lo meditase. Tuvo, no obstante, que ceder a los ruegos de Juana y aguardó hasta el día siguiente, en el cual, dividiéndose el trabajo, según queda dicho, fabricaron entre ambas la carta que, por su trascendencia e influjo en los ulteriores sucesos de esta sencilla y verdadera historia, hemos de consignar aquí.
La carta decía como sigue:
«Sr. D. Paco: Muy ufanas estamos mi hija y yo de la honra que usted nos hace en la carta que acabo de recibir. Se lo agradecemos con toda el alma. La niña le quiere a usted mucho y le estima más; pero declara que no puede ni debe aceptar lo que usted propone. Cree ella que fue una imprudencia de su parte el ir al sermón vestida como una princesa, para azuzar más en contra suya a la gente que ya deseaba morderla. Todo el lugar está ahora sublevado. Mal remedio sería la boda. Aumentaría la sublevación y el motín. Su hija de usted se pondría a la cabeza. Nosotros no podríamos resistir. Los tres tendríamos que irnos con la música a otra parte. En fin, D. Paco, Juanita sostiene que sería la boda una locura. Dice, por último, que ella no manda en su corazón; que la diferencia de edad es grande entre ustedes y que no quiere a usted de amor, aunque le profesa la amistad más fina. Sería, pues, muy feo, de parte de ella, abusar de la generosidad de usted para satisfacer su ambición o su vanidad casándose por cálculo, y también sería muy tonto porque el cálculo estaría mal hecho. Lo mejor y lo más discreto es que ustedes no se casen y que nadie sepa que ha dado usted este paso. Doña Inés nos odiaría si aceptásemos la proposición de usted; pero también nos odiará y nos declarará más la guerra si averigua que no aceptamos, apareciendo como que desdeñamos a su padre con infundada soberbia. Importa, pues, ocultar todo esto. Ahí devuelvo a usted su carta. Rásguela y rasgue la mía, a fin de que no quede prueba escrita de lo ocurrido; y conserve usted en su memoria grato recuerdo de nosotras. Crea en nuestra profunda gratitud y mande a su afectísima amiga y constante servidora, q. b. s. m.,
JUANA GUTIÉRREZ.»
Don Paco se sintió lastimado y encantado a la vez con la lectura de la carta, que calificó de muy discreta y que miró como dictada por Juanita.
Si ella le hubiera aceptado por marido, el contento de D. Paco hubiera sido grande, pero menor su estimación del valer de Juanita que él que era entonces al recibir las calabazas. Acaso una vaga sospecha de que Juanita aprovechaba la ocasión, hubiera aguado el contento de ver que ella le aceptaba. Si en extremo le dolía que ella declarase que no le amaba, no podía menos de aplaudir la lealtad de la declaración. D. Paco estaba conforme en lo tocante al aprecio de las circunstancias que se oponían a la boda, y que la hacían aparecer a toda juiciosa previsión como fuente de disgustos y de males.
De aquí que sus sentimientos al leer la carta fuesen de dolor y de mortificación de amor propio por el desamor de Juanita; de admiración y aplauso por la prudente conducta de la muchacha, y de mayor cariño hacia ella, así por la noble franqueza con que exponía las causas que justificaban su desdén, como por las amistosas dulzuras con que procuraba suavizarle.
Conoció también D. Paco que importaba mucho que su petición y la subsiguiente repulsa no llegaran a saberse, y, aunque no tuvo valor para rasgar o quemar lo que él escribió y la contestación de Juana, guardó ambos documentos en el más secreto escondite de su escritorio.
Trató, además, de hacerse superior a su pena y de ver si olvidaba a Juanita, o al menos si seguía queriéndola con calma y con cierta tibieza, a fin de esperar sin impacientarse que Dios mejorase las horas, ya que la esperanza es lo último que se pierde en esta vida.
Y por lo pronto, o bien para, conseguir el olvido o bien para enfriar o entibiar su fervorosa pasión, resolvió no volver a poner los pies en casa de Juanita y evitar su encuentro en la iglesia, en las calles y en la plaza.
Juanita, entretanto, como era poco amiga de la soledad y gustaba mucho de la conversación de D. Paco, se afligía del aislamiento y deploraba el sacrificio que había tenido que hacer. Allá, en el fondo de su alma, cuando estaba a solas con su conciencia, y con el notabilísimo despejo y la serenidad imparcial con que ella lo miraba todo, hacía, repetidas veces, las sutiles reflexiones que trataremos de expresar aquí en el siguiente soliloquio: «Me lo tengo bien merecido. He vivido hasta el día desgobernada y muy a tontas y a locas. Mi madre, Dios me perdone si la ofendo, tiene poco juicio, aunque bien puede ser que le pierda por el entrañable amor que me tiene. Lo cierto es que entre las dos hemos hecho una infinidad de tonterías. Justo es que las paguemos. No debo quejarme. En primer lugar, siendo yo una mocita casadera, y, si no ocupando cierta posición, aspirando a ocuparla, debí dejar de ir por agua a la fuente y a lavar al albercón. Debí darme más tono. Y ya que no me le di, aún fue mayor disparate el querer de repente transformarme en dama y eclipsar y aturdir y excitar la envidia y la rabia del señorío mujeril de este lugar. Todavía mi súbita transformación hubiera podido tener buen éxito si atino a ganarme antes la buena voluntad de la muy poderosa e ilustre señora doña Inés López de Roldán. Pero, lejos de eso, lo que hice fue provocar su enojo. Si el trato de D. Paco me agradaba y me divertía, jamás he pensado yo en casarme con él, y aquí viene bien que yo lamente otra locura mía, otra completísima falta de cautela en mi madre y en mí. ¿A qué fin recibir de tertulia todas las noches a D. Paco, solo a veces y a veces en compañía de Antoñuelo, lo que es casi peor? Lo hacíamos porque nos daba la real gana, sin atender a que somos pobres y a que la gana de los pobres no es real, sino súbdita que necesita someterse y hasta morir sin hallar satisfacción, a fin de no exponerse a muy crueles castigos. Nuestra tertulia era muy inocente; bien puedo sostener que más inocente que la de doña Inés. ¿Cómo evitar, no obstante, que doña Inés supusiese y hasta creyese de buena fe mil abominaciones, excitada por esa chismosa de Crispina que todo lo huele y cuando no lo huele lo inventa? Ella sin duda le diría primero que Antoñuelo era mi amigo y D. Paco el de mamá, y después que yo me había apoderado de los dos, del uno para el gusto y del otro para el gasto, y que yo me estaba comiendo las mil chucherías que él me traía de regalo y hasta el exquisito y sin par chocolate que se fabrica en casa de ella. Comprendo lo furiosa que doña Inés se pondría y más aún al sospechar que D. Paco pudiera casarse conmigo: porque doña Inés quiere heredar o que hereden sus hijos los ahorros y las finquillas que D. Paco va reuniendo, para lo cual importa que D. Paco no se case, o bien que se case con una hidalga viuda que yo me sé y que le daría cierto lustre aristocrático, y de seguro no le daría hijos porque está ya pasada y huera y el caso de Abraham y de Sara no se repite».
Así, y si no en los términos de que me valgo, en términos muy parecidos, discurría Juanita a sus solas. Luego continuaba:
—Es indispensable que yo me enmiende y que ajuste mi conducta a la razón y a la conveniencia. Debo tener doble juicio: por mi madre y por mí. Y ya que (esto no puede negarse) soy cándida como la paloma, no está bien que me olvide de la otra mitad de la sentencia evangélica que he oído decir tantas veces al padre Anselmo en sus sermones. Por lo tanto, en lo sucesivo me propongo ser astuta y prudente como la serpiente. La vida de zagalona rústica no hay que pensar en hacerla de nuevo. Dios me libre también de recaer en la mala tentación de presumir de princesa. Nada de volver con la cabeza al aire y con el cántaro por esos andurriales; y nada tampoco de ponerme el magnífico vestido de seda mientras no gane posición, autoridad y título duradero, suficiente y legítimo, para tamaña audacia. Ahora me conviene seguir por un justo término medio: salir poco de casa, coser y bordar mucho, e ir con frecuencia a la iglesia, a misa y a mis devociones, muy humilde, con vestidito de percal y cobijada con un mantón modesto y oscuro. Ya veremos si logro así borrar la mala impresión que necia o inocentemente he causado, y hasta llegar a adquirir reputación de santa.
Aquí no podía menos de sonreírse Juanita, a pesar de lo fastidiada que estaba, y luego proseguía:
—Cierto que yo no soy mala y que amo a Dios sobre todas las cosas y que me complazco en darle adoración y culto; pero también, ¡qué diantres!, ¿por qué no confesarlo?, también me amo y me doy culto a mí misma. Quizás será pecado, pero es un pecadillo tan natural, que casi no es pecado. Lo que debo hacer es que este segundo culto, para no escandalizar a nadie, no sea público, sino misterioso. En lo exterior he de parecer como una beata pobre; ¿mas por qué he de privarme del placer de cuidar, de asear y de pulir con el mayor esmero este cuerpecito que Dios me ha dado? Sin que nadie lo sospeche he de cuidarle y he de lavarle como si fuera el de una infanta de España. ¡Qué horror, cielos santos! Si llegase a saberlo, por ejemplo, Julián el arriero. Yo le oí contar en la fuente mientras daba agua a sus mulos, y haciéndose cruces, la indignación que le causó, cuando servía en Córdoba a una marquesa, el averiguar, estando él en la cocina, que llevaban a dicha señora un enorme lebrillo y dos grandes jarros de agua a su cuarto. «¿Qué harías tú —le preguntó una chica— si tu mujer emplease también un lebrillo por el estilo?». «Pues yo —contestó él— agarraría una vara y la pondría negra a varazos, por indecente y por mantesona». Necesario es que yo haga un misterio de mi limpieza, si no quiero que me excomulgue Julián y la mayoría de mis compatricios que discurren como él. Mas no por eso he de dejar de ser limpia. Además, quiero ser cuidadosa y muy regalada en mi ropa blanca interior. En los ratos de ocio, con mis ahorrillos y cuando no cosa para la calle, he de hacerme camisas finas y enaguas bordadas como no las use mejores una archiduquesa de Austria. Tapado todo ello con el mezquino traje exterior, me pareceré a la violeta, que escondida entre sus propias hojas y tal vez entre feos yerbajos, no deja conocer que existe como no sea al que tenga la nariz muy fina y por su delicado olor la descubra. Seré como aquel personaje de cierto romance, que recita D. Pascual, el cual personaje vestía de peregrino y llevaba una esclavina