Menester es confesar que todo este florecimiento tenía una terrible contra: la dependencia de D. Andrés Rubio, dependencia de que era imposible o por lo menos dificilísimo zafarse.
Por útiles y habilidosos que los hombres sean, y por muy aptos para todo, no se me negará que rara vez llegan a ser de todo punto necesarios, singularmente cuando hay por cima de ellos un hombre de voluntad enérgica y de incontrastable poderío a quien sirven y de cuyo capricho y merced están como colgados. D. Andrés Rubio había, digámoslo así, hecho a D. Paco; y así como le había hecho, podía deshacerle. No le faltarían para ello persona o personas que reemplazasen a D. Paco, repartiéndose sus empleos, si una sola no era bastante a desempeñarlos todos con igual eficacia y tino.
D. Paco tenía plena conciencia de lo que debía y de lo que podía esperar y temer aún de don Andrés; de suerte que, tanto por gratitud, cuanto por prudencia previsora, le servía con la mayor lealtad y celo y procuraba complacerle siempre.
D. Paco, sin embargo, no recelaba mucho perder su elevada posición y su envidiable privanza. Además de contar con su rarísimo mérito, estaba agarrado a muy buenas aldabas.
Viudo hacía ya más de veinte años, tenía una hija de veintiocho
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, que había sido la más real moza de todo el lugar, y que era entonces la señora más elegante, empingorotada y guapa que en él había, culminando y resplandeciendo por su edad, por su belleza y por su aristocrática posición, como el sol en el meridiano.
Hacía ya diez años que ella había logrado cautivar la voluntad del más ilustre caballero del pueblo, del mayorazgo D. Álvaro Roldán, con quien se había casado y de quien había tenido la friolera de siete robustos y florecientes vástagos, entre hijos e hijas.
El tal D. Álvaro vivía aún con todo el aparato y la pompa que suelen desplegar los nobles lugareños. Su casa era la mejor que había en Villalegre, con una puerta principal adornada, a un lado y a otro, de magníficas columnas de piedra berroqueña, estriadas y con capiteles corintios. Sobre la puerta estaba el escudo de armas, de piedra también, donde figuraban leones y perros, calderas, barcos y castillos y multitud de monstruos y de otros objetos simbólicos que para los versados en la utilísima ciencia del blasón daban claro testimonio de la antigüedad y sublimidad de su prosapia.
Decían las malas lenguas, y en los lugares nunca faltan, que don Álvaro estaba atrasado, que tenía hipotecadas algunas de sus mejores fincas y que debía bastante dinero; pero yo las supongo hablillas calumniosas, porque él vivía como si nada debiese. Le servían muchos criados, constantes unos y entrantes y salientes otros; y como era aficionadísimo a la caza, no le faltaban una jauría de galgos, podencos y pachones, y dos hábiles cazadores o escopetas negras que solían acompañarle.
En la casa había jardín, y además un desmesurado corralón, donde, para mayor recreo y gala, no se encerraban sólo gallinas y pavos, sino, en apartados recintos, venados y corzos traídos vivos de Sierra Morena, y por último, amarrado a fuerte cadena de hierro, por temor a sus travesuras y ferocidades, un enorme mono que había, enviado de Marruecos un capitán de infantería, primo del señor.
Doña Inés, que así se llamaba la hija de don Paco, venerada esposa de D. Álvaro Roldán, tenía también muchos costosos caprichos de varios géneros. Se vestía con lujo y elegancia no comunes en los lugares; sustentaba canarios, loros y cotorras; era golosísima y delicada de paladar y los mejores platos de carne y los almíbares más apetitosos se comían en su mesa. El chocolate, que se elaboraba en su casa, dos veces al año, gozaba de nombradía en toda la comarca.
Como D. Álvaro Roldán estaba ausente más de la mitad del tiempo, ya cazando conejos, perdices y liebres, ya en distantes monterías, ya en las ferias más concurridas de los cuatro reinos andaluces, doña Inés se quedaba sola, pero tenía para distraerse varios recursos, además del de la lectura de libros serios.
Su criada favorita, llamada Serafina, era una verdadera joya: lo que se llama un estuche. Sabía tocar la guitarra rasgueando y de punteo; cantaba como una calandria, así las melancólicas playeras, como el regocijado fandango. Su memoria era rico arsenal o archivo de coplas, tiernas o picantes, en que la casta musa popular no siempre merecía el mencionado calificativo con que algunos la designan.
No se entienda por esto que doña Inés gustase de conversaciones libres y escabrosas. Cuanto no era lícito y puro, en el pensamiento y en la palabra, ofendía sus oídos de austera matrona pero en un lugar hay que sufrir tales libertades o hay que aparentar que no se oyen. El propio don Álvaro no era nada mirado en el hablar, ni menos aún lo eran las personas que le rodeaban. Valga para ejemplo cierto mozo, de unos quince años de edad, hijo del aperador y favorito de D. Álvaro, que éste tenía siempre en casa para que entretuviese a los niños. Como el aperador era Calvo de apellido, al mozo le apellidaban Calvete. Y para que se vea lo mucho que hubo de sufrir en ocasiones la pulcritud de doña Inés, he de citar aquí un caso que de Calvete me han referido.
Antes de que cumpliese dos años el primogénito de los Roldanes, logró Calvete enseñarle a pronunciar con la mayor perfección cierto vocablo de tres sílabas, en que hay una aspiración muy fuerte. Encantado con su triunfo pedagógico, corrió por toda la casa gritando como un loco:
—¡Señor D. Álvaro! ¡Ya lo dice claro! ¡El señorito lo dice claro!
Doña Inés se disgustó y rabió, pero D. Álvaro quedó más encantado que Calvete y le dio en albricias un doblón de a cuatro duros, después que el niño dijo delante de él la palabreja y él admiró el aprovechamiento y la precocidad del discípulo y la virtud didáctica del maestro.
Amigas tenía pocas doña Inés porque casi todas las hidalguillas y labradoras de la población estaban muy por bajo de ella en entendimiento, ilustración, finura y riqueza.
Quien más acompañaba, por consiguiente, en su soledad a la señora doña Inés, era el cacique don Andrés Rubio, embobado con el afable trato de ella y cautivo de su discreción y de su hermosura.
Daba esto ocasión a que los maldicientes supusiesen y dijesen mil picardías. Pero ¿quién en este mundo está libre de una mala lengua y de un testigo falso? ¿Cómo la gente grosera de un lugar ha de comprender la amistad refinada y platónica de dos espíritus selectos? El señor cura párroco era de los pocos que verdaderamente la comprendían, y así encontraba muy bien aquella amistad y acaso daba gracias a Dios de que existiese, porque redundaba en bien de los pobres y de la iglesia, a quienes doña Inés y D. Andrés, puestos de acuerdo, hacían muchos presentes y limosnas.
Era el cura párroco un fraile exclaustrado de Santo Domingo, muy severo en su moral, muy religioso y muy amigo del orden, de la disciplina y del respeto a la jerarquía social. Casi siempre en sus pláticas, en sus conversaciones particulares y en los sermones que predicaba con frecuencia, porque era excelente predicador, clamaba mucho contra la falta de religión y contra la impiedad que va cundiendo por todas partes, con lo cual los ricos pierden la caridad y los pobres la resignación y la paciencia, y en unos y en otros germinan y fermentan los vicios, las malas pasiones y las peores costumbres.
El padre Anselmo, que así se llamaba el cura párroco, admiraba de buena fe a la señora doña Inés como a un modelo de profunda fe religiosa y de distinción aristocrática. Era el tipo ideal realizado de la gran señora, tal como él se la imaginaba. Ni siquiera le faltaban a doña Inés ocasiones en que ejercitar las raras virtudes del prudente disimulo para no dar escándalos, de la santa conformidad con la voluntad de Dios y de la longanimidad benigna para perdonar las ofensas. Bien sabía toda la gente del lugar los malos pasos en que D. Álvaro Roldán solía andar metido. A menudo, sobre todo en las ferias, jugaba al monte y hasta al cané; y, lo que es peor, era tan desgraciado o tan torpe que casi siempre perdía. Para consolarse apelaba a un lastimoso recurso: gustaba de empinar el codo, y aunque tenía un vino regocijado y manso, siempre era grandísimo tormento para una dama tan en sus puntos tener a su lado y como compañero a un borracho. Por último, aquel empecatado de don Álvaro, aunque tenía tan egregia y bella esposa, se dejaba llevar a menudo de las más villanas inclinaciones, y en una o en otra de sus dos magníficas caserías alojaba con mal disimulado recato a alguna daifa, por lo común forastera, que había conocido y con quien había simpatizado, ya en esta feria, ya en la otra.
Como se ve, D. Álvaro distaba mucho de ser un modelo de perfección. El padre Anselmo no ignoraba sus extravíos, contribuyendo esto a hacer más respetable a sus ojos a la prudente y sufrida señora.
Era tal la distinción aristocrática de doña Inés que, sin poder remediarlo, hasta en su padre encontraba cierta vulgar ordinariez que la afligía no poco; pero como doña Inés tenía muy presentes los mandamientos de la Ley de Dios y los observaba con exactitud rigurosa, nunca dejaba de honrar a su padre como debía, si bien procuraba honrarle desde lejos y no verle con frecuencia, a fin de no perder las ilusiones.
En suma, D. Andrés el cacique era la única persona que por
naturaleza
estaba a la altura de doña Inés y era capaz de comprenderla y admirarla. Y digo por
naturaleza
porque el padre Anselmo, aunque por naturaleza era entendido, estaba además tan ayudado y tan ilustrado por la gracia de Dios, que comprendía como nadie el valor y las excelencias de doña Inés, y era muy digno de su trato familiar, teniendo con ella piadosísimos coloquios, en los cuales se desataba contra la abominable corrupción de nuestro siglo y contra la blasfema incredulidad que prevalece en el día y que se va apoderando de todos los espíritus.
Sin el menor artificio he presentado ya a mis lectores a varios de los personajes principales que han de figurar en la presente historia; pero me quedan dos todavía, de los cuales conviene dar previamente alguna noticia.
D. Paco, según hemos dicho, era un hombre enciclopédico, de variadas aptitudes y habilidades; la mano derecha del cacique y la subordinada inteligencia que hacía que en el lugar la soberana voluntad del cacique se respetase y cumpliese.
Había, sin embargo, en Villalegre otra persona, que en más pequeña esfera y en más reducidos términos, si no competía, se acercaba mucho al mérito de D. Paco por la multitud de sus conocimientos y habilidades y por lo hacendosa y lista que era.
Hablo aquí de la famosísima Juana la Larga. Imposible parece que esta mujer atinase a hacer bien tantas cosas diversas. Ella trabajaba mucho, pero no se ha de negar que con fruto. Tenía casa propia, sin lagar y sin bodega, pero en lo restante casi tan buena como la de D. Paco. Carecía de olivares y de viñas, pero había hecho algunos ahorrillos que, según la voz pública, pasaban de 12.000 reales, y que iban creciendo como la espuma, porque los tenía dados a rédito a personas muy de fiar, y al 10 por 100 al año, porque como era mujer muy temerosa de Dios, de muy estrecha conciencia y muy caritativa, no quería pasar por usurera.
En sus diferentes oficios, Juana la Larga ganaba, por término medio y según los cálculos más juiciosos, sobre ocho reales al día o dígase cerca de 3.000 cada año. Y esto sin contar las adehalas, propinas, regalos y obsequios que recibía a menudo. Bien es verdad que todo y más se lo merecía ella.
Nadie era más a propósito para dirigir una matanza de cerdos. Salaba los jamones con singular habilidad. El adobo con que preparaba los lomos antes de freírlos en manteca, era sabroso y delicadísimo, y teñía la manteca de un rojo dorado que hechizaba la vista, daba delicado perfume y despertaba el apetito de la persona más desganada cuando entraba por sus narices y por sus ojos. Sus longanizas, morcillas, morcones y embuchados dejaban muy atrás a lo mejor que en este género se condimenta en Extremadura. Y tenía tan hábil mano para todo, que hasta cuando derretía las mantecas sacaba los más saladitos y crujientes chicharrones que se han comido nunca. Así es que los labradores ricos y otras personas desahogadas y de buen gusto se disputaban a Juana la Larga para que fuese a la casa de ellos a hacer la matanza.
En lo tocante a repostería no era nada inferior; y casi todo el año, y particularmente en tres solemnes épocas, no sabía ella cómo acudir a las mil partes a donde la llamaban: antes de Pascua de Navidad, a fin de confeccionar las chucherías y delicadezas que las personas pudientes y sibaríticas suelen entonces mandar hacer para su regalo: por ejemplo, los hojaldres y las célebres empanadas con boquerones y picadillo de tomate y cebolla que se toman por allí con el chocolate. Hacía, también como nadie, tortillas de azúcar y polvorones que se dejaban muy atrás a los tan encomiados de Morón; roscos de huevo y de vino y mucha variedad de bizcochos y de almíbares.
Si Juana no hubiera sabido tanto de otras cosas, se hubiera podido asegurar que era una especialidad maravillosa para las frutas de sartén; de modo que en los días que preceden a la Semana Santa no daba paz a la mano ni a la mente, acudiendo a las casas de los Hermanos Mayores de las cofradías, para hacer las esponjosas hojuelas, los gajorros y los exquisitos pestiños, que se deshacían en la boca, y con los cuales se regalaban los apóstoles, los nazarenos, el santo rey David y todos los demás profetas y personajes gloriosos del Antiguo y del Nuevo Testamento que figuraban en las deliciosas procesiones que por allí se estilan.
No estaba ociosa Juana ni carecía de conveniente habilidad para emplearla en la estación de la vendimia. Sus arropes no tenían rival en toda aquella provincia, y lo mismo puede decirse de sus excelentes gachas de mosto. En otoño, por ser cuando se dan los mejores frutos, se castran las colmenas y está fresca la miel, se empleaba Juana en hacer carne de membrillo y de manzana, gran variedad de turrones y ligerísimo y esponjado piñonate, cuyos gruesos y dorados granos quedaban ligados con la olorosa miel bien batida.
Fuera de esto, Juana se pintaba sola para disponer cualquier pipiripao o banquete que debía o quería dar algún señor del pueblo, ya con ocasión de boda o bautizo, ya para obsequiar al diputado, al señor gobernador o al propio obispo si venía a visitar la villa.
Y no se crea que Juana sabía sólo hacer los guisos locales, sino que también había importado y añadido a la cocina indígena no pocos platos forasteros de más o menos remotos países, entre los cuales platos o manjares descollaban los celebérrimos bizcochos de yema, que sólo hacían unas monjas de Écija, de cuyo secreto tradicional no se comprende por qué arte o maña prodigiosa ella había sabido apoderarse. Confeccionaba, por último, varios platos de origen francés, cuyos nombres enrevesados habían venido a modificarse poniéndose de acuerdo con la pronunciación española. Así, por ejemplo, chuletas a la
balsamela
, lenguados
ingratines
y anguilas fritas con salmorejo tártaro.