Juanita la Larga (17 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: Juanita la Larga
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Ni en toda aquella noche, ni durante el día inmediato se cumplió, sin embargo, el pronóstico de doña Inés.

Cuando volvió Juanita a su casa entre nueve y diez de la noche, D. Paco aún no había aparecido.

Juanita, que no era estoica ni tan buena cristiana como doña Inés, estaba angustiadísima y llena de inquietud y de zozobra, por más que hasta entonces lo había disimulado.

Cuando se vio a solas con su madre, no pudo contenerse más y le abrió el corazón buscando consuelo.

—D. Paco no ha parecido —le dijo—. Mi corazón presiente mil desventuras.

—No te atormentes —contestó la madre—. D. Paco parecerá. ¿Qué puede haberle sucedido?

—¿Qué sé yo? Nada te he dicho, mamá: hasta hoy me lo he callado todo. Ahora necesito desahogarme y voy a confesártelo. Soy una mujer miserable, indigna, necia. Pude tenerle por mío y le desdeñé. Ya que le pierdo, y quizás para siempre, conozco cuánto vale, y le amo: perdidamente le amo. Y para que veas mi indignidad y mi vileza, amándole le he faltado: he atravesado su corazón con el puñal venenoso de los celos. Yo tengo la culpa y D. Andrés está disculpado. Yo le atraje, yo le provoqué, yo le trastorné el juicio, y si me faltó al respeto, hizo lo que yo merecía.

—Niña, no comprendo bien lo que dices. O no estoy en autos o tú disparatas.

—No disparato ahora, pero he disparatado antes. Repito que he provocado a D. Andrés para vengarme de doña Inés y para dar picón a D. Paco. Yo estaba celosa. Temí que él se rindiese a doña Agustina. No comprendí cuánto me quería él. Ahora lo comprendo. Y ve tú ahí lo que son las mujeres: me halaga, me lisonjea creer que me ama tanto, y esta creencia es al mismo tiempo causa de mi pena y del remordimiento que me destroza el alma. Nada sé de fijo; pero en mi cabeza me lo imagino todo. Sin duda él me espiaba, y en la oscuridad de las calles me vio y me reconoció, o me oyó charlar y reír con D. Andrés, que me acompañó varias noches. Y él, lleno ya de sospechas y apesadumbrado de creerme liviana, siguió espiándome, y anteanoche, en la misma antesala de doña Inés, me sorprendió cuando D. Andrés me abrazaba y me cubría de besos la cara y hasta la boca. Yo le rechacé con furia; pero D. Paco pudo suponer y de seguro supuso que mi furia era fingida porque él había entrado y porque yo le había visto y trataba de aparenta inocencia. ¿Sabes tú lo que yo temo? Pues temo que D. Paco, juzgando una perdida a la mujer que era objeto de su adoración, se ha ido desesperado, sabe Dios dónde.

—De todo eso tiene la culpa —interpuso Juana—, esa perra de doña Inés: esa degollante que no pagaría sino quemada viva o frita en aceite.

—Te aseguro, mamá, que no sé cómo la aguanto aún; pero si esto no para en bien y ocurre alguna desgracia, quien la va a quemar y a freír soy yo con estas manos. No; no soy manca todavía. La desollaré, la mataré, la descuartizaré. No creas tú que va a quedarse riendo.

Juana, al ver tan exaltada a su hija, temió la posibilidad de un delito, y exclamó como persona precavida y juiciosa.

—Prudencia, niña, prudencia; no te aconsejaré yo que la perdones. Bueno es ganar el cielo, pero gánale por otro medio y no con el perdón de quien te injuria. Dios es tan misericordioso que nos abre mil caminos para llegar a él. Toma, pues, otro, y no sigas el de la mansedumbre. Conviene hacerse respetar y temer. Conviene que sepan quién eres. Lo que yo te aconsejo es que tengas mucho cuidado con lo que haces, porque si tú castigaras a doña Inés sin precaución, la justicia te empapelaría, como un ochavo de especias, y hasta te podría meter en la cárcel o enviarte a presidio.

—No pretendas asustarme. Si ocurre una desgracia, yo no me paro en pelillos: la pincho como a una rata, la araño y le retuerzo el pescuezo. Lo haría yo en un arrebato de locura y no sería responsable.

—No lo serías —replicó Juana—; pero te tendrían por loca y te encerrarían en el
manoscomio, monomomio
o como se llame, y yo me moriría de pena de verte allí.

—¿Pues qué he de hacer, mamá, para castigar bien a doña Inés sin que tú te mueras de pena?

—Lo que debes hacer, ya que tienes con ella tanta satisfacción y trato íntimo, es cogerla sin testigos y entre cuatro paredes; darle allí tus quejas, leerle la sentencia y ejecutarla en seguida.

—¿Y qué quieres que ejecute?

—Acuérdate de tu destreza de cuando niña, de cuando con la cólera hervía ya en tus venas la sangre belicosa de tu heroico padre; agarra a doña Inés, descorre el telón y ármale tal solfeo en el nobilísimo traspontín, que se le pongas como un nobilísimo tomate. Ya verás cómo lo sufre, se calla y no acude a los tribunales. Una señorona de tantos dengues y de tantos pelendengues no ha de tener la sinvergüencería de enseñar el cuerpo del delito al jurado ni a los oidores.

Al oír los sabios consejos de su mamá, Juanita mitigó su cólera, y a pesar del dolor que tenía no pudo menos de reírse, figurándose a doña Inés, con toda su majestad y entono, azotada e inulta. Luego dijo:

—Aun sin propasarme hasta el extremo de la azotaina, y aun sin cometer ningún crimen, he de castigarla, valiéndome de la lengua, que ha de lanzar contra ella palabras que le abrasen el pecho. Ha de lanzar mi lengua más rayos de fuego que la uña del boticario. Cada una de las palabras que yo le diga ha de ser como uña ponzoñosa de alacrán que le desgarre y envenene las entrañas.

La iracunda exaltación de Juanita no podía sostenerse y se trocó pronto en abatimiento y desconsuelo.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó—. ¡Ay, María Santísima de mi alma! ¿Qué va a ser de mí si hace él alguna tontería muy gorda: se tira por un tajo o se mete fraile? Entonces sí que tendré yo que meterme monja. Pero yo no quiero meterme monja. Yo no quiero cortarme el pelo y regalársele a doña Inés. Un esportón de basura será lo que yo le regale.

Y diciendo esto, rompió Juanita en el más desesperado llanto. Abundantes lágrimas brotaban de sus ojos y corrían por su hermosa cara; parecía que iban a ahogarla los sollozos, y se echó por el suelo cubriéndose el rostro con ambas manos y exhalando profundos gemidos.

La madre, que estaba acostumbrada a los furores de Juanita, no había tenido muy dolorosa inquietud al verla furiosa; pero como Juanita era muy dura para llorar, y como su madre no la había visto verter una sola lágrima desde que ella tomaba, cuando niña, alguna que otra perrera, su llanto de entonces conmovió y afligió sobremanera a Juana.

—No llores —le dijo—. Dios hará que parezca D. Paco, y ni él será fraile ni tú serás monja, como no entréis en el mismo convento y celda.

En suma, Juana, llorando ella también a pesar suyo, hizo prodigiosos esfuerzos para calmar a su hija, levantarla del suelo y llevarla a que se acostase en su cama. Al fin lo consiguió, la besó con mucho cariño en la frente, y dejándola bien arropada y acurrucada, se salió de la alcoba diciendo: Amanecerá Dios y medraremos.

XXIX

No quiero tener por más tiempo suspenso y sobresaltado al lector y en incertidumbre sobre la suerte de D. Paco.

Nuestro héroe, en efecto, había tenido el más cruel desengaño al ver primero a Juanita, acompañada por D. Andrés, atravesar a oscuras las calles, charlando y riendo, y después al presenciar la última parte del coloquio de la antesala y el animadísimo fin que tuvo en los abrazos y en los besos.

No quería conceder en su espíritu que Juanita fuese una pirujilla, y no obstante tenía que dar crédito a sus ojos.

Muy triste y muy callado y taciturno estuvo toda aquella noche en la tertulia de su hija. Jugó al tresillo, para no tener que hablar, hizo malas jugadas y hasta renuncios, por lo embargado que le traían sus melancólicas cavilaciones; apenas jugó una vez sin hacer puesta o recibir codillo y perdió quinientos tantos, equivalentes a cincuenta reales.

De mal humor, se volvió a su casa antes de que nadie se fuese.

En balde procuró dormir. No pudo en toda la noche pegar los ojos. Los más negros pensamientos caían sobre su alma como se abate sobre un cadáver una bandada de grajos y a picotazos le destrozan y le comen.

Por lo mismo que él, durante toda la vida, había sido tan formal, tan sereno y tan poco apasionado, extrañaba y deploraba ahora el verse presa de una pasión vehemente y sin ventura. Se enfurecía, y discurriéndolo bien no hallaba a nadie contra quien descargar su furor con algún fundamento. Juanita le había despedido: no era ni su mujer, ni su querida, ni su novia. Bien podía hacer de su capa un sayo sin ofenderle. Y menos le ofendía aún D. Andrés, el cual sospecharía acaso que él había tenido, hacía más de un año, relaciones con la muchacha; pero en aquel momento le creía, según los informes que le daba doña Inés, decidido pretendiente y casi futuro esposo de la fresca viuda doña Agustina Solís y Montes de Allende el Agua.

D. Paco se consideraba obligado a echar la absolución a Juanita y a D. Andrés. Y sin embargo, contra toda razón y contra toda justicia sentía el prurito de buscar a Juanita, ponerla como hoja de perejil y darle una soba, o bien de armar disputa a su valedor y protector el cacique y con un pretexto cualquiera romperle la crisma.

Todo esto, según la pasión se lo iba sugiriendo y según iba pasando y volviendo a pasar por su cerebro como tropel de diablos que giran en danza frenética, no consentía que lograse un instante de reposo. En vez de dormir se revolcaba en la cama, y sus nervios excitados le hacían dar brincos.

A pesar de todo se encontraba más cómico que trágico, y se echaba a reír, aunque con la risa que apellidan sardónica, no por una hierba, sino porque (según hemos oído contar) entre los antiguos sardos se reían así los que eran atormentados y quemados de feroz y sardesca manera en honor de los ídolos.

Juanita era el ídolo ante el cual el amor y los celos, sacerdotes y ministros del altar de ella, atormentaban y quemaban a D. Paco.

Como no podía sufrirse pensó con insistencia en matarse, y luego sus doctrinas y sus sentimientos religiosos y morales acudían a impedirlo. Y no bien lo impedían, D. Paco se burlaba de sí mismo y se despreciaba, presumiendo que lo que llamaba él religión y moral fuese cobardía acaso.

Después de aquel tempestuoso insomnio, que convirtió en siglos las horas, D. Paco sé levantó del lecho y se vistió antes de que llegase la del alba.

Abrió la ventana de su cuarto y vio amanecer.

La frescura del aire matutino entibió, a su parecer, aquella a modo de fiebre que en sus venas ardía. Y como no se hallaba bien en tan estrecho recinto, y anhelaba ancho espacio por donde correr, horizonte por donde tender la mirada, y para techumbre toda la bóveda del cielo, determinó salir, no sólo de la casa, sino también de la población, e irse sin rumbo ni propósito, a la ventura, pero lejos de los hombres y por los sitios más esquivos y solitarios.

Se fue sin que despertasen ni le viesen el alguacil y su mujer.

Tuvo, no obstante, serenidad y calma relativa. No huyó como un loco, y tomó su sombrero y su bastón, o más bien el garrote que de bastón le servía.

Además, como se preparaba para larga peregrinación, aunque sin saber adónde, y como a pesar de que pensaba a menudo en el suicidio, no pensó en que fuese por hambre, ya que en medio de sus mayores pesares y quebrantos nunca había perdido el apetito, tomó sus alforjas, colocó en ellas alguna ropa blanca y los víveres que pudo hallar, se las echó al hombro y se puso en camino, a paso redoblado, casi corriendo, como si enemigos invisibles le persiguieran.

Pronto recorrió algunas sendas de las que dividen las huertas que hay en torno de la villa. La primavera, con todas sus galas, mostraba allí entonces su hermosura y sus atractivos. En el borde de las acequias, por donde corría con grato murmullo al lado de la senda el agua fresca y clara, había violetas y mil silvestres y tempranas flores que daban olor delicioso. Los manzanos y otros frutales estaban también en flor. Y la hierba nueva en el suelo y los tiernos renuevos en los álamos y en otros árboles lo esmaltaban todo de alegre y brillante verdura. Los pajarillos cantaban; el sol naciente doraba ya con vivo resplandor los más altos picos de los montes y un ligero vientecillo doblegaba la hierba y agitaba con leve susurro el alto follaje.

D. Paco caminaba tan embebecido en sus malos y negros pensamientos, que en nada de esto reparaba.

No tardó en salir de las huertas y en encontrarse entre olivares y viñedos; pero él huía de los hombres; no quería ver a nadie ni que nadie le viese, y tomó por las menos frecuentadas veredas, dirigiéndose hacia la sierra peñascosa, donde la escasez de capa vegetal no permite el cultivo, donde no hay gente y donde está pelada la tierra o sólo cubierta a trechos de malezas y ásperas jaras, de amarga retama, de tomillo oloroso y de ruines acebuches, chaparros y quejigos.

Aunque le fatigó algo su precipitada carrera, D. Paco no se detuvo a reposar, sentándose en una peña, hasta que dio por seguro que se hallaba en completa soledad, casi en el yermo, sin que nadie le viese, le oyese y le perturbase.

Apenas se sentó, se diría que los horribles recuerdos que le habían arrojado de la villa, que venían persiguiéndole y que se habían quedado algo atrás, le dieron alcance y empezaron a picarle y a morderle otra vez. Recordaba con rabia la dependencia servil con que el interés y la gratitud le tenían ligado al cacique, el yugo antinatural que le había impuesto su hija, los desdenes que Juanita le había prodigado y los favores con que a D. Andrés regalaba. Pensó después en la burla de que sería objeto por parte de todos sus compatricios cuando se enterasen de lo que pasaba en su alma, y se levantó con precipitación para huir más lejos y a más esquivos lugares.

Casi corriendo bajó por una cuesta muy pendiente y vino a encontrarse, después de media hora de marcha, en una estrecha cañada que se extendía entre dos cerros formando declive. Iba saltando por él un arroyuelo y sonando al chocar en las piedras. El arroyuelo, al llegar a sitio llano y más hondo, se dilataba en remanso circundado de espadaña y de verdes juncos. Algunos alerces y gran abundancia de mimbrones daban sombra a aquel lugar y le hermoseaban frondosas adelfas, cubiertas de sus flores rojas, y no pocos espinos, escaramujos y rosales silvestres, llenos de blancas y encarnadas mosquetas.

Sitio tan apacible convidaba al reposo, y convidaba a beber el agua limpia del remanso, cuya haz tranquila, rizándose un poco, delataba la mansa corriente o que el agua no estaba estancada y sin renovarse.

El sol, que se había elevado ya sobre el horizonte y se acercaba al cénit, difundía mucho calor y luz sobre la tierra; y D. Paco, buscando sombra, vino a sentarse en un ribazo y se puso a contemplar el agua antes de beberla.

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