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Authors: Otfried Preussler

Krabat y el molino del Diablo (11 page)

BOOK: Krabat y el molino del Diablo
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Andrusch se mostraba poco comprensivo con aquel afán. Él sólo hacía lo imprescindible para mantenerse en calor.

—El que trabajando pasa frío es un asno —declaraba—, y el que suda un estúpido.

Al mediodía, aquellos días de febrero fueron tan cálidos que los muchachos se calaban los pies de nieve derretida en el bosque. Cuando por la tarde regresaban a casa tenían que untarse las botas con sebo abundante, luego lo abatanaban para mantener flexible el cuero, pues si no, a lo largo de la noche, mientras las botas colgaban sobre la chimenea para secarse, se habría quedado duro como una piedra.

Todos hacían aquel duro trabajo por sí mismos, todos excepto Lyschko, que acudía a Witko y le obligaba a hacerlo por él. Cuando Michal se dio cuenta llamó la atención a Lyschko en presencia de todos los muchachos.

A Lyschko aquello no le causó ninguna impresión.

—¿Qué hay de malo en ello? —declaró tranquilamente—. Las botas están mojadas... y los aprendices están para trabajar.

—¡Pero no para ti! —dijo Michal.

—¡Bah! —repuso Lyschko—. Estás metiendo las narices en cosas que no son de tu incumbencia. ¿Acaso eres tú aquí el oficial mayor?

—No —tuvo que reconocer Michal—, pero yo creo que Hanzo no me lo tomará a mal si a pesar de ello te digo que en el futuro, Lyschko, te debes abatanar tú mismo tus botas... y nadie me podrá decir que no te lo he advertido.

El que poco después tuvo un disgusto no fue precisamente Lyschko.

El viernes siguiente por la noche, cuando los muchachos estaban en la cámara negra convertidos en cuervos, el maestro les reveló que había llegado a sus oídos que uno de ellos le estaba echando una mano a escondidas al nuevo aprendiz y, algo que estaba prohibido, le estaba haciendo más fácil el trabajo. Aquello merecía un castigo. Entonces se dirigió a Michal.

—¿Cómo se te ocurre ayudar al muchacho? ¡Contesta!

—Porque me da pena, maestro. El trabajo que le exiges es demasiado duro para él.

—¿Eso crees?

—Sí —dijo Michal.

—¡Entonces escúchame bien lo que te voy a decir!

El maestro se había puesto de pie de un salto, estaba con las manos apoyadas en el
Grimorio,
la parte superior del cuerpo muy inclinada hacia delante.

—¡Lo que yo le exija o no le exija a alguien a ti te importa un comino! ¿Te has olvidado de que el maestro soy yo? ¡Lo que yo ordeno, lo ordeno, y no hay más que hablar! ¡Te voy a dar una lección que no la vas a olvidar por el resto de tus días! ¡Fuera los demás!

Los muchachos se retiraron a sus camas muy preocupados. Estuvieron media noche oyendo unos chillidos y unos graznidos terribles en la casa, luego Michal subió al desván tambaleándose, pálido y descompuesto.

—¿Qué es lo que te ha hecho? —quiso saber Merten.

Agotado, Michal le hizo un gesto de rechazo.

—¡Dejadme, os lo ruego!

Los muchachos podían figurarse quién había delatado a Michal ante el maestro. Al día siguiente estuvieron deliberando en la cámara de la harina y decidieron hacérselo pagar a Lyschko.

—¡Esta noche —dijo Andrusch— le sacaremos del catre y le zurraremos la badana!

—¡Cada uno con un garrote! —exclamó Merten.

—Y después —gruñó Hanzo— le raparemos el pelo y le untaremos la cara con el sebo de las botas ¡y luego le echaremos hollín encima!

Michal estaba sentado en un rincón sin decir nada.

—¡Di algo tú también! —exclamó Staschko—. ¡Al fin y al cabo es de ti de quien se ha chivado al maestro!

—Bien —dijo Michal—, yo también diré algo.

Esperó a que todos se callaran, luego empezó a hablar. Habló con voz tranquila, como lo hubiera hecho Tonda en su lugar.

—Lo que ha hecho Lyschko —dijo— ha sido una canallada. Pero lo que vosotros pensáis hacer no es mucho mejor. Cuando se está furioso no mide uno bien sus palabras... Bien, ahora os habéis desahogado, y se acabó. ¡No me obliguéis a tener que avergonzarme de vosotros!

¡Vivat Augustus!

Los ayudantes del molinero no le dieron una paliza a Lyschko; simplemente le eludieron durante una temporada. Nadie hablaba con él, nadie respondía cuando Lyschko le preguntaba algo a alguien. Juro le ponía la sémola y la sopa en una escudilla aparte «porque no puedes pretender de nadie que coma de la misma fuente que un miserable como tú». A Krabat aquello le parecía bien. Quien acusaba a un camarada ante el maestro se merecía que los demás le hicieran sentir su desprecio.

En las noches de luna nueva, cuando el compadre se presentaba con el material para moler, el maestro tenía ahora que volver a ser de la partida en el trabajo. Lo hacía con gran afán, como si quisiera demostrarles a los oficiales lo que era trabajar... ¿o acaso lo hacía más bien por el señor compadre?

Por lo demás, a finales del invierno el maestro se fue muchas veces de viaje, ora a caballo, ora en el trineo de caballos. A los muchachos les preocupaba bastante poco qué tipo de negocios serían los que le obligaban a hacerlo. Lo que no les importaba no tenían por qué saberlo; y lo que no sabían tampoco les hacía ningún mal.

Una tarde, por San José, la nieve se había derretido, llovía mucho, y los ayudantes del molinero agradecieron no tener que trabajar con aquel tiempo de perros: ¡esa tarde el maestro exigió de buenas a primeras que le prepararan el coche de viaje, que tenía que marcharse a un asunto importante, que se dieran prisa!

Krabat ayudó a Petar a enganchar los dos bayos. Cuando estuvieron listos cogió el caballo de reserva por las riendas y le dijo:

—¡Arre!

Mientras Petar corría hasta la casa para anunciarle al maestro que el coche estaba listo para partir, Krabat sacó el coche de caballos a la explanada. Se había echado una de las mantas de los caballos por encima de la cabeza, para protegerse de la lluvia, y, por si acaso, había preparado también un par de mantas para el maestro, pues era un coche ligero con una portezuela que se abría en el sentido de la marcha.

Seguido por Petar con una antorcha, el maestro llegó allí con paso rápido. Llevaba un abrigo amplio y su sombrero de tres picos negros. En sus botas rechinaban las espuelas, una espada se balanceaba bajo el paño del abrigo.

«¡Qué locura!», pensó Krabat mientras el molinero tomaba asiento en el pescante. «¿No le queda más remedio que salir de viaje con este tiempo de perros?»

El maestro se había envuelto en las mantas, y entonces preguntó como de pasada:

—¿Te quieres venir?

—¿Yo?

—Sí, ya que te gustaría saber por qué salgo de viaje.

La curiosidad de Krabat era mayor que todo su temor a la lluvia y en un instante estuvo arriba sentado al lado del molinero.

—¡Ahora demuéstrame que sabes conducir! —dijo el maestro tendiéndole el látigo y las riendas—. ¡Dentro de una hora tenemos que estar en Dresde!

—¿En Dresde? ¿Dentro de una hora?

Krabat debía de haber oído mal.

—¡Venga, ponte en marcha!

Salieron traqueteando por el accidentado camino forestal. Estaba muy oscuro, como si fueran por el tubo de una estufa.

—¡Más rápido! —le instó el maestro—. ¿No puedes conducir más deprisa?

—Si lo hago volcaremos, maestro...

—¡Tonterías! ¡Trae aquí!

A partir de entonces condujo el coche el propio maestro. ¡Y cómo condujo!: salió del bosque como un relámpago, entró en la carretera de Kamenz. Krabat se agarró con fuerza al asiento, tuvo que pegar las suelas a la tabla para apoyar los pies. La lluvia le azotaba en la cara, el aire que se producía con la marcha a punto estaba de tirarle del coche.

Se había levantado niebla, se metieron en ella como una exhalación y ésta les rodeó con sus vapores. No por mucho tiempo, pues entonces sus cabezas asomaron por encima de ella y luego fue asomando más y más hasta que finalmente apenas les llegaba a los bayos hasta los corvejones.

Había dejado de llover, brillaba la luna, hilachas de niebla cubrían el suelo, de un blanco plateado, una extensa llanura, como si estuviera totalmente tapado por la nieve. ¿Iban sobre una pradera? No se oían los cascos de los caballos, ni el ruido de las ruedas del coche. El traqueteo y las sacudidas del coche habían cesado hacía un buen rato. Krabat tenía la misma impresión que si estuvieran rodando sobre una alfombra, sobre la nieve, sobre plumas... La marcha de los caballos era magnífica, suave y elástica. Era un placer ir a toda velocidad bajo la luna por la extensa campiña.

¡De repente, un golpe hizo que el coche crujiera por los cuatro costados! ¿El tronco de algún árbol? ¿Algún guardacantón? ¿Qué hacer si se había roto la lanza del coche, o quizá una de las ruedas?

—¡Voy a mirar!

Krabat ya está con un pie en el estribo..., entonces el maestro le agarra y tira de él hacia atrás.

—¡Quédate sentado!

Señala hacia abajo, la niebla se ha levantado.

Krabat no da crédito a sus ojos. Muy abajo el remate de un tejado, un cementerio: cruces y túmulos arrojan su sombra a la luz de la luna.

—Nos hemos quedado enganchados en la torre de la iglesia de Kamenz —dice el maestro—. ¡Ten cuidado no te vayas a caer del coche!

Tira de las riendas, azota con el látigo.

—¡Adelante!

Un segundo tirón... y el coche está suelto otra vez. Sin mayores contratiempos continúan su viaje, sin ruido y rápidamente por los aires, sobre las nubes que brillan bajo la luz de la luna.

«Y yo que había creído, insensato de mí, que era niebla», pensó Krabat.

En la iglesia de la corte daban las nueve y media cuando el maestro y Krabat llegaron a Dresde. Con un crujido el coche se posó sobre la empedrada explanada del palacio. Un mozo de cuadra llegó corriendo hasta allí y cogió las riendas.

—¿Como siempre, señor?

—¡Qué pregunta tan tonta!

El maestro le tiró una moneda. Luego saltó del coche e invitó a Krabat a que le siguiera al palacio. Subieron de prisa hasta el portal por la escalinata.

Arriba se interpuso en su camino un oficial, alto como un chopo, con una ancha banda de seda, en su coraza se reflejaba la luna.

—¿Santo y seña?

El maestro en lugar de responderle le apartó de un empujón. El oficial echó mano de su espada, fue a desenvainarla, pero no lo consiguió. Con un chasquido de dedos el maestro le había hechizado: se había quedado rígido y tieso, todo lo alto que era, con los ojos muy abiertos, con la mano derecha en la empuñadura de la espada.

—¡Ven! —exclamó el maestro—. ¡Este tipo debe de ser nuevo aquí!

Subieron rápidamente por una escalera interior de mármol, pasaron por pasillos y salas, dejando a su paso paredes de espejo y ventanales con pesadas cortinas con dibujos de oro. Los ujieres y lacayos que se encontraban por el camino parecían conocer al maestro. Nadie le negó el paso, nadie le detuvo para preguntarle. Todos se apartaban sin decir una palabra, hacían una reverencia, les dejaban pasar.

Desde que entraron en el palacio Krabat creyó que estaba soñando. Estaba subyugado por todo aquel lujo, aquella pompa y suntuosidad... y con su blusón de molinero se sentía indescriptiblemente miserable.

«¿Se estarán riendo de mí los lacayos?», pensó. «¿Me mirarán con desprecio los ujieres por detrás?»

Sintió cómo estaba cada vez más inseguro, dio un traspié. ¡Pero..., pero si era una espada lo que se le había caído entre los pies! ¿La espada de quién?, maldita sea. Una mirada al espejo más próximo le dejó atónito, aquello superaba su razón: llevaba una chaquetilla negra con botones de plata, botas altas de cuero y, efectivamente, ¡un ceñidor con un estoque! ¿Era un sombrero de tres picos lo que llevaba en la cabeza? ¿Desde cuándo llevaba él una peluca, empolvada de blanco, con una redecilla en la parte de atrás?

«¡Maestro! —quiso exclamar—. ¿Esto qué es?»

No llegó a hacerlo, pues de repente llegaron a una antesala iluminada con velas en la que había varios señores, capitanes y coroneles, también algunos oficiales de la corte entre ellos, con estrellas y bandas de condecoraciones.

Un chambelán se acercó al maestro.

—¡Por fin estáis aquí! ¿El Príncipe Elector ya os está esperando! —Y señalando a Krabat—: ¿No habéis venido solo?

—Es mi doncel —dijo el maestro—. Puede esperar aquí.

El chambelán le hizo una seña a uno de los capitanes.

—¡Encargaos del doncel, señor!

El capitán llevó del brazo a Krabat hasta una mesita que había junto a una de las ventanas.

—¿Vino o chocolate, caro mío?

Krabat se decidió por un vaso de vino tinto. Mientras él brindaba con el capitán, el maestro pasó a los aposentos del Príncipe Elector.

—¡Ojalá lo consiga! —opinó el capitán.

—¿El qué? —preguntó Krabat.

—¡Vos deberíais saberlo, doncel! ¿No se esfuerza vuestro señor desde hace muchas semanas para convencer a Su Alteza Serenísima de que sus consejeros, que le aconsejan que firme la paz con los suecos, son unos estúpidos y hay que mandarlos al diablo?

—Sí, sí, claro —dijo rápidamente Krabat aunque no tenía ni idea de todo aquello.

Los señores coroneles y capitanes que estaban a su alrededor se rieron y bebieron a su salud.

—¡Por la guerra contra los suecos! —exclamaron—. ¡Por que el Príncipe Elector decida continuarla! ¡Hasta la victoria o la derrota, pero debe continuar la guerra contra Suecia!

A eso de la medianoche regresó el maestro. El Príncipe Elector le acompañó hasta el umbral de la antesala.

—Os lo agradezco —dijo—. Vuestro consejo Nos es muy valioso y caro, ya lo sabéis... y aun cuando se haya requerido tiempo para que Nos no pudiéramos negarnos a aceptar vuestras razones y vuestros argumentos, la decisión está tomada: ¡la guerra continúa!

Los señores que estaban en la antesala hicieron resonar sus sables, lanzaron sus sombreros al aire.

—¡Vivat Augustus! —
exclamaron—. ¡Honor y gloria al Príncipe Elector!... ¡Muerte a los suecos!

El Príncipe Elector de Sajorna, un hombre pesado, entrado en carnes, de figura hercúlea, con las espaldas de un herrero y unos puños que harían honor a cualquier marinero, dio las gracias a los señores con un ademán. Luego se dirigió al maestro, le dijo unas cuantas palabras que nadie pudo entender debido al ruido que reinaba en la antesala, y que difícilmente debían de estar destinadas a los oídos de otra persona, y con ello le despidió.

Mientras los señores de la corte y del ejército permanecían en la antesala, Krabat salió siguiendo al maestro. Abandonaron el palacio por el mismo camino por el que habían entrado: dejando a un lado ventanales y paredes de espejo, atravesando salas y pasillos, bajando por la escalera interior de mármol hasta el portal... y saliendo a la escalinata, donde seguía estando el alto oficial, con los ojos muy abiertos, la mano derecha en la empuñadura de la espada, tieso y rígido como un soldadito de plomo.

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