Read Krabat y el molino del Diablo Online
Authors: Otfried Preussler
—También yo tengo que irme a casa —dijo la cantora—. Volveremos a vernos, ¿no?
Entonces metió un pico de su capa en el cántaro con el agua de Pascua... y sin decir una sola palabra le borró a Krabat el pentagrama de la frente: muy despacio, sin prisa, con toda naturalidad.
El mozo entonces se sintió como si le hubieran quitado una tara. Y Krabat le estaba infinitamente agradecido: de que existiera y de que estuviera frente a él mirándole.
Lobosch se había quedado dormido entre los matorrales en la linde del bosque. Cuando Krabat le despertó abrió mucho los ojos y preguntó:
—¿La tienes?
—¿El qué?
—¡La navaja!
—Ah, sí —dijo Krabat.
Le enseñó la navaja de Tonda y sacó la hoja. Estaba negra.
—Deberías limpiarla con esmeril —opinó Lobosch—. Y engrasarla a fondo..., a ser posible con grasa de perro.
—Sí —dijo Krabat—. Seguramente debería hacerlo.
Luego se apresuraron en regresar a casa y a mitad de camino se encontraron con Witko y con Juro, que habían estado en la Cruz de la Muerte y también se habían retrasado.
—Bueno —dijo Juro—, a ver si llegamos antes de que empiece a llover.
Al decir aquellas palabras miró a Krabat como si echara algo en falta en él.
¡La estrella!
Krabat se asustó. Si regresaba al molino sin la marca, el maestro sospecharía, inevitablemente. Entonces las cosas para ellos dos podían ponerse feas, también para la cantora.
Krabat rebuscó en los bolsillos a ver si encontraba un trozo de carbón..., pero no tenía ninguno, eso ya lo sabía él.
—¡Vamos! —les urgió Juro—. ¡Antes de que nos echen la bronca! ¡Corramos, corramos!
En el momento en que los mozos salieron del bosque y corrían hacia el molino se desató la tormenta. Una ráfaga de viento les arrancó las gorras de la cabeza a Witko y a Krabat. Cayó tal tromba de agua que Lobosch se puso a gritar. Los cuatro llegaron al molino hechos una sopa.
El maestro ya les estaba esperando impaciente. Se inclinaron luego bajo el yugo, recibieron las bofetadas.
—Por todos los diablos, ¿dónde tenéis la marca?
—¿La marca? Aquí está —dijo Juro señalándose la frente.
—¡Ahí no hay nada!
—Pues entonces debe de haberse borrado con la maldita lluvia.
El molinero vaciló un momento, parecía reflexionar.
—¡Lyschko! —ordenó entonces—. Vete al horno y tráeme un trozo de carbón, ¡pero date prisa!
Con gruesos trazos les dibujó a los cuatro la estrella por encima del caballete de la nariz; les quemaba la piel como si fuera de fuego.
—¡A trabajar!
Aquella mañana tuvieron que trabajar más duro de lo normal y también durante más tiempo; pasó una eternidad hasta que a los cuatro se les fue con el sudor la marca de la frente. Luego, sin embargo, sucedió, también aquella vez, lo que tenía que ocurrir... y Lobosch, el pequeño Lobosch, fue capaz de repente de balancear por encima de la cabeza un costal de doce fanegas lleno.
—¡Yuju! —exclamó—. ¡Mirad qué fácil me resulta ahora el trabajo! ¡Mirad qué fuerzas me han entrado!
Los mozos del molinero pasaron el resto del día con pastelillos de Pascua y vino, con bailes y canciones. Se contaron historias, también de Pumphutt, y Andrusch, cuando ya estaba bastante borracho, pronunció un discurso, cuyo contenido era que todos los mozos del molino eran buenos chicos, y que a todos los maestros había que mandarlos al diablo, al más profundo de los infiernos.
—¡Brindemos por eso! —exclamó—. ¿O hay alguien aquí que piense de otra manera?
—¡No! —exclamaron todos levantando los vasos; sólo Staschko aseguró a voz en grito que él estaba en contra.
—¿Mandarles al diablo? —gritó—. El propio Satanás debería venir y llevarse a los maestros! Debería retorcerles el cuello a todos... ¡craaac!... ¡ésa es mi opinión!
—¡Tienes razón, hermano del alma! —dijo Andrusch abrazándole—. ¡Tienes razón! Que el diablo se lleve a todos los molineros... ¡y al maestro el primero!
Krabat se había buscado un sitio en un rincón, lo suficientemente cerca de los demás como para que nadie le pudiera echar en cara que había querido apartarse de ellos; y, sin embargo, más bien estaba allí concentrado en sí mismo, al margen del bullicio, y mientras los mozos cantaban y se reían y pronunciaban grandes discursos, él pensaba en la cantora, en cómo se había encontrado con ella aquella mañana, mientras ella volvía a casa, y en cómo habían estado allí juntos hablando el uno con el otro.
Krabat se acordaba de todas y cada una de sus palabras, de cada movimiento, de cada mirada de ella, y se hubiera podido tirar horas en su rincón pensando en ella sin darse cuenta de que pasaba el tiempo si no hubiera sido porque Lobosch se sentó a su lado en el banco y le dio un codazo.
—Tengo que preguntarte algo...
—¿Sí? —dijo Krabat esforzándose por no parecer importunado.
Lobosch estaba muy preocupado.
—Lo que acaba de decir Andrusch ¡y Staschko! Si llega eso a oídos del maestro...
—Bah —opinó Krabat—. No es más que pura palabrería, ¿no te das cuenta?
—¿Y el molinero? —replicó Lobosch—. Como Lyschko se lo cuente... ¡Imagínate lo que les puede hacer a esos dos!
—A esos dos no les va a hacer nada, absolutamente nada.
—¡Eso no te lo crees ni tú! —exclamó Lobosch—. ¡Eso él no lo va a tolerar jamás!
—Hoy sí —dijo Krabat—. Hoy podemos insultar al maestro y echar pestes contra él... o incluso mandarle al diablo, como has oído: él hoy no nos lo toma a mal, todo lo contrario.
—¿No? —preguntó Lobosch.
—El que puede desahogarse una vez al año de su indignación —dijo Krabat— es luego capaz, durante el resto del tiempo, de conformarse con lo que se exige de él, y, como ya te darás cuenta, lo que se exige en el molino de Koselbruch es bastante.
Krabat ya no era el Krabat de antes. Los días y las semanas siguientes estuvo en el limbo. Hacía lo que había que hacer, hablaba con los mozos, contestaba a sus preguntas, pero en realidad estaba muy alejado de todo lo que ocurría en el molino: él estaba con la cantora, y la cantora estaba con él, y el mundo, con cada día que pasaba, era más luminoso y más verde a su alrededor.
Krabat nunca se había dado cuenta antes de la variedad de verdes que había, cien tipos diferentes de verde-hierba, de verde-abedul, de verde-prado, también de verde-musgo, a veces un verde joven y flamante con un cierto toque azulado en las orillas del estanque del molino, en cada seto, en cada arbusto de bayas, y el oscuro y contenido verde viejo de los pinos silvestres de Koselbruch, sombrío a ciertas horas del día, amenazador después y casi negro, pero también a veces, especialmente al caer la tarde, resplandeciente, como barnizado de oro.
Unas cuantas veces en aquellas semanas, no muy a menudo, bien es verdad, Krabat soñó también por la noche con la cantora. A grandes rasgos era siempre el mismo sueño:
Caminaban juntos por un bosque o por un jardín con viejos árboles, hacía un calor estival, y la cantora llevaba una blusa clara. Mientras caminaban bajo los árboles Krabat le pasó el brazo por el hombro. Ella recostó en él la cabeza y él sintió el pelo de ella en su mejilla. El pañuelo de la cabeza se le había escurrido hacia atrás, y él estaba deseoso de que ella se detuviera y se volviera hacia él, porque así él podría mirarle la cara. Al mismo tiempo, sin embargo, sabía que era mejor que ella no lo hiciera, así tampoco podría reconocerla nadie que, por ejemplo, tuviera el poder de soñar los mismos sueños que él.
A sus camaradas no se les ocultó que a Krabat le había ocurrido algo que le había cambiado radicalmente y una vez más fue Lyschko el que intentó sonsacarle. Fue la semana de después de Pentecostés. Hanzo les había encargado a Krabat y a Staschko que afilaran una de las muelas del molino. La habían levantado sobre calzos junto a la puerta del cuarto de la molienda y ahondaron con sus punterolas las muescas que iban del centro de la rueda hacia fuera. Con mucho cuidado iban dando golpe tras golpe para conseguir unos golpes afilados. Staschko entre medias tuvo que marcharse a afilar su punterola, que se había quedado roma, eso le llevó su tiempo. Entonces apareció por allí Lyschko, con un hato de costales de harina vacíos bajo el brazo. Krabat no se dio cuenta de su presencia hasta que estuvo delante de él y le habló. Lyschko siempre andaba por todas partes sin hacer ruido, incluso cuando no hacía ninguna falta.
—Bueno, ¿qué? —preguntó guiñando un ojo—. ¿Cómo se llama? ¿Es rubia, castaña o morena?
—¿Quién? —preguntó a su vez Krabat.
—Pues... ésa —dijo Lyschko— en la que últimamente siempre estás pensando. ¿O crees acaso que estamos ciegos y no nos damos cuenta de que estás loco perdido por una... en sueños tal vez o algo así? Yo conozco un buen medio para ayudarte a que puedas verte con ella: es que uno tiene su experiencia, ¿sabes?
Acechó primero hacia todos los lados y luego se inclinó hacia Krabat y le susurró al oído:
—No tienes más que decirme su nombre..., de todo lo demás ya puedo encargarme yo fácilmente...
—¡Basta ya! —dijo Krabat—. No sé de qué estás hablando. Lo único que estás consiguiendo con tus estupideces es distraerme de mi trabajo.
La noche siguiente Krabat volvió a tener de nuevo el sueño de la cantora que ya conocía:
Una vez más caminaban bajo los árboles, y de nuevo era un cálido día de verano; sólo que en esta ocasión llegaron a un prado que había en medio del bosque, y, cuando salieron a la luz para cruzar el calvero, una sombra les rozó después de haber dado apenas un par de pasos. Krabat le echó a la cantora su chaqueta por encima de la cabeza.
«—¡Vámonos rápidamente de aquí! ¡No debe verte la cara!»
Empujó hacia atrás a la muchacha buscando la protección de los árboles. El grito de un azor le penetró, estridente y agudo, como si le hubieran atravesado el corazón con un puñal.
Eso le despertó...
A la tarde siguiente el maestro ordenó que fuera a verle. No se sintió nada bien al estar ante él y ver la mirada de su único ojo dirigida hacia él.
—Tengo que hablar contigo.
El molinero estaba sentado como un juez en su sillón, con los brazos cruzados, con gesto pétreo.
—Tú ya sabes —prosiguió— que yo te aprecio mucho, Krabat, y que puedes llegar lejos en las Ciencias Ocultas, lo que no está al alcance de todos tus camaradas. Sin embargo, últimamente tengo dudas sobre si puedo confiar en ti. Tú me escondes algún secreto, tú me ocultas algo. ¿No sería mejor que me rindieras cuenta de ello, voluntariamente, sin que tenga que verme obligado a indagar? Dime francamente de qué se trata, así podremos pensar qué es lo mejor que podemos hacer: aún estamos a tiempo.
Krabat no vaciló ni un momento en responder:
—No tengo nada que decirte, maestro.
—¿De verdad que no?
—No —dijo Krabat con voz firme.
—¡Vete entonces!... ¡Y no te quejes cuando tengas que sufrir las consecuencias!
Fuera en el zaguán estaba Juro, parecía estar esperando a Krabat. Le llevó hasta la cocina y una vez allí cerró la puerta.
—Tengo aquí algo, Krabat...
Le puso una cosa en la mano: una pequeña raíz seca atada con un lazo hecho con un hilo de bramante torcido tres veces.
—Cógelo... y cuélgatelo al cuello, si no, tus sueños te van a costar el pellejo.
Los días siguientes el maestro estuvo sorprendentemente amable con Krabat. Aprovechaba cualquier ocasión para darle preferencia sobre sus compañeros y le alababa por las cosas más naturales del mundo, como si quisiera demostrarle que estaba decidido a no guardarle ningún rencor, hasta que una tarde, a eso de finales de la segunda semana después del pentecostés, se encontró con él en el zaguán mientras los demás ya estaban sentados a la mesa para cenar.
—No me viene mal encontrarme contigo —dijo—. A veces, ya sabes, hay temporadas en las que está uno de mal humor y entonces se ve uno arrastrado a decir cosas que no son más que puros disparates. En resumidas cuentas, la conversación que mantuvimos no hace mucho en mi cuarto, te acuerdas, ¿no?, fue una conversación tonta. Y además innecesaria, ¿no piensas tú también lo mismo?
El maestro no esperó la respuesta de Krabat.
—¡Lamentaría —siguió sin pararse a respirar siquiera— que te tomaras en serio lo que te dije aquella tarde! Pues sé que tú eres un buen chico, el mejor alumno que he tenido desde hace mucho tiempo, y también se puede fiar uno de ti como de pocos. Bueno, tú ya me entiendes.
Krabat se sentía incómodo: ¿qué quería el molinero de él?
—Para no darle más vueltas —dijo el maestro—, no quisiera que tuvieras ninguna duda sobre qué es lo que pienso realmente de ti. Lo que hasta ahora no he hecho nunca con ningún alumno mío lo voy a hacer contigo, el domingo que viene te eximo del trabajo, te doy el día libre. Puedes marcharte si tú quieres y adonde te apetezca..., a Maukendorf o a Schwarzkollm o a Seidewinkel, me es indiferente. Con que estés de regreso el lunes por la mañana me es suficiente.
—¿Marcharme? —preguntó Krabat—. ¿Y qué se me ha perdido a mí en Maukendorf o en cualquier otro sitio?
—Bueno, en los pueblos hay tabernas y fondas donde podrías pasar un buen día y hay muchachas con las que se puede bailar...
—No —dijo Krabat—. Eso no me interesa. ¿Por qué voy a tener que tenerlo mejor que mis camaradas?
—Pues sí —declaró el maestro—. No veo yo por qué no voy a poder recompensarte por la dedicación y por el tesón que pones cada día, muchísimo más que los otros, en el estudio de las Ciencias Ocultas.
El domingo siguiente por la mañana, cuando los mozos se prepararon para irse a trabajar, Krabat también se dispuso a hacer lo mismo.
Entonces llegó Hanzo y se lo llevó aparte.
—Yo no sé qué pasa —dijo—, pero el maestro te ha dado hoy el día libre. Me ha dicho que te recuerde que ya desde primera hora de la mañana no quiere verte por el molino..., que lo demás ya lo sabes tú.
—Sí —gruñó Krabat—, ya sé.
Se puso su chaqueta buena, y mientras los demás mozos tenían que trabajar como todos los domingos él abandonó la casa. Detrás de la leñera se sentó en la hierba a reflexionar.
El maestro le había tendido una trampa, eso estaba claro, y ahora de lo que se trataba era de procurar no caer en ella. En cualquier caso una cosa parecía segura: que podía ir a cualquier sitio menos a Schwarzkollm. Más que cualquier otra cosa hubiera preferido quedarse allí sentado, simplemente, tomando el sol detrás de la leñera, y holgazaneando todo el día. Pero eso hubiera dado a entender con demasiada claridad que se había dado cuenta de cuál era la intención del maestro.