Read Krabat y el molino del Diablo Online
Authors: Otfried Preussler
Entre las gallinas se abrió paso un bonito gallo rojo que se puso a picotear diligente a los pies de ella el grano; en aquel momento Krabat le tuvo mucha envidia, y si hubiera sido posible, se hubiera cambiado por él.
El otoño esta vez fue muy largo, desapacible, fresco y gris, con mucha niebla y mucha lluvia. Emplearon los pocos días medianamente secos que hubo en transportar hasta allí la turba para el invierno. El resto del tiempo lo pasaron en el molino, en el granero y en el establo, en el almacén o en el cobertizo. Todos se alegraban cuando tenían que hacer algún trabajo para el que no tenía que salir fuera bajo la lluvia.
Witko había crecido considerablemente desde la primavera, pero seguía estando muy delgado.
—Deberíamos colocarle un ladrillo en la cabeza —dijo una vez Andrusch—. ¡Si no, todavía va a ser más alto que nosotros!
Y Staschko propuso engordarle como a un ganso de San Martín, «¡porque necesita tener tocino en las costillas y más carne en el trasero para que no parezca un espantajo!».
Últimamente también a Witko le había salido la primera pelusilla en la barbilla y en el bigote: pelirroja, claro está. Witko no le prestaba ninguna atención a todo aquello, Krabat en cambio sí. Podía comprobar en Witko cómo un muchacho se hacía tres años mayor en uno sólo.
Aquel año la primera nieve cayó por San Andrés, o sea, bastante tarde. Volvió entonces la gran inquietud entre los muchachos del molino de Koselbruch, de nuevo se volvieron taciturnos y pendencieros. A la mínima organizaban un altercado. Según iban avanzando las semanas era cada vez más raro el día en que no había uno por lo menos que se liara a puñetazos con otro.
Krabat se acordó de la conversación que había mantenido con Tonda el año anterior: ¿tenían también en esta ocasión los mozos el miedo metido hasta los huesos porque a uno de ellos le esperaba la muerte?
¿Cómo no se habría dado cuenta antes? ¡Si conocía la Planicie Yerma y la fila de montículos planos!... Siete eran u ocho..., o quizá más, no los había contado. Ahora entendía el miedo de los muchachos, ahora también él lo compartía. A cualquiera de ellos, con la excepción de Witko quizá, le podía tocar el turno aquel año. Pero, ¿a quién? Y además, ¿por qué?
Krabat no se atrevió a preguntárselo a ninguno de sus camaradas, a Michal tampoco.
Sacaba más a menudo que de costumbre la navaja de Tonda, la abría, comprobaba la hoja blanca. Así pues, él, Krabat, parecía estar fuera de peligro... pero eso podía cambiar al día siguiente mismo.
En la leñera había un ataúd preparado. Krabat lo descubrió por casualidad cuando fue a por madera el día de nochebuena. El ataúd estaba tapado por un trozo de lona. Krabat apenas lo hubiera mirado si no se hubiera dado un golpe en la espinilla contra él al pasar.
¿Quién había construido el ataúd? ¿Desde cuándo estaba allí preparado? Y ¿para quién?
Aquella pregunta no se le iba a Krabat de la cabeza. Le tuvo preocupado durante el resto del día, incluso en sueños.
Krabat ha encontrado un ataúd en la leñera, que está tapado con un trozo de lona. Krabat abre el ataúd con precaución y echa un vistazo dentro, está vacío.
Decide entonces hacer pedazos el ataúd. Le resulta insoportable que esté allí esperando a alguien, el ataúd.
Con la hachuela Krabat se pone manos a la obra. Separa las tablas, las raja, de arriba abajo, todas las veces que puede. Luego las despedaza en trozos pequeños y manejables, va a meterlos en un cesto para llevárselos a Juro y que atice el fuego con ellos.
Pero cuando se vuelve a ver si encuentra un cesto... ¡clap!, el ataúd se ha vuelto a recomponer, está entero y sin un solo rasguño.
Krabat entonces se lanza por segunda vez sobre él con el hacha y hace astillas de él. Pero apenas ha terminado cuando... ¡clap!, el ataúd está otra vez entero.
Krabat lo intenta una tercera vez, ahora completamente enfurecido. Corta y corta de tal manera que salen astillas volando, hasta que todo queda reducido a un montón de virutas: pero, ¿de qué le sirve?... ¡Clap!, allí está el ataúd de nuevo, sin un rasguño, sin un solo arañazo..., esperando a aquél para el que sin duda es.
Presa del pánico Krabat sale corriendo a Koselbruch. La nieve cae en gruesos copos y le impide ver. Krabat no sabe hacia dónde está corriendo. Tiene miedo de que pudiera estarle persiguiendo el ataúd. Pasado algún tiempo se detiene y escucha con atención a sus espaldas.
Ningún tableteo de pies de madera,... ningún golpeteo... En cambio, sí algunos pasos delante de él, crujidos y raspaduras, como si alguien estuviera escarbando en la arena, y la arena parece estar congelada.
Krabat sigue aquel ruido, llega hasta la Planicie Yerma. Entre los torbellinos de nieve cobra forma una figura que está abriendo una fosa, con pico y pala, en el extremo de arriba de la fila de montículos, cerca de la linde del bosque, allí donde se cayó al suelo en verano la flor silvestre que sobraba. Krabat cree reconocer a aquella figura. Sabe que tiene ante sí a uno de los mozos del molino, pero no es capaz de distinguir cuál de ellos en medio de los torbellinos de nieve.
«¡Eh! —quiere gritar—. ¿Quién eres?»
Le falla la voz, no consigue pronunciar ni un sonido. Y no le es posible dar ni un paso más. Está fijo al lugar en el que está. Los pies se le han quedado pegados al suelo congelados, no consigue soltarlos.
«¡Maldita sea! —piensa—. ¿Me he quedado paralítico?... Tengo que dar el par de pasos que me faltan... tengo que hacerlo... tengo que hacerlo...»
Empieza a sudar, reúne las últimas fuerzas que le quedan. Los pies no le obedecen. Ya puede hacer lo que sea que no consigue levantarlos del suelo. Y sigue nevando y nevando... y poco a poco empieza a cubrirle la nieve...
Krabat se despertó bañado en sudor. Retiró la manta de un tirón, se arrancó del cuerpo la camisa empapada. Luego se acercó al tragaluz y miró fuera.
Había amanecido el día de Navidad, había estado nevando la nochebuena... y vio unas huellas recientes de pasos que conducían a Koselbruch.
Cuando fue a la fuente para lavarse venía Michal por el camino: con pico y pala. Iba encorvado, arrastrando los pasos, la cara lívida. Cuando Krabat fue a hablarle le rechazó con un ademán. Se entendieron sin necesidad de cruzar entre ellos ni una sola palabra.
Desde entonces Michal parecía transformado. Se aisló de Krabat y de todos los demás, incluso de Merten. Entre los demás y él parecía haber un muro, como si estuviera ya muy lejos.
Así se fue aproximando la nochevieja.
Aquel día el maestro había desaparecido desde por la mañana. No se dejó ver. Cayó la noche, los mozos del molino se fueron a la cama.
Krabat, aunque se había propuesto permanecer despierto, se quedó dormido como todos los demás. A medianoche se despertó y empezó a escuchar atentamente.
Un golpetazo sordo en la casa... y un grito... y luego el silencio.
Merten, fuerte como un oso y con las espaldas que tenía, empezó a sollozar como un niño.
Krabat se subió la manta hasta más arriba de las orejas, aferró los dedos al jergón y deseó estar muerto.
El día de año nuevo por la mañana encontraron a Michal. Estaba tirado en el suelo de la cámara de la harina, la viga maestra se había caído del techo, le había destrozado el cuello. Le colocaron sobre una tabla y le llevaron al cuarto de los criados, allí se despidieron de él.
Juro le atendió, le quitó la ropa, le lavó y le colocó en el ataúd de pino, con un haz de paja bajo la nuca. Después de comer lo sacaron a la Planicie Yerma. Lo metieron en la fosa que había en el extremo superior de la fila de montículos, cerca de la linde del bosque.
Le enterraron apresuradamente, los muchachos no se quedaron al pie de su tumba ni un instante más de lo necesario.
Sólo Merten se quedó allí.
El maestro siguió sin aparecer durante los siguientes días; durante todo ese tiempo el molino estuvo parado. Los mozos del molino holgazaneaban en sus jergones, se acurrucaban junto a la chimenea encendida. ¿Había habido alguna vez en el molino de Koselbruch un oficial que se llamara Michal? Ni siquiera Merten hablaba de él, estaba allí todo el día sin decir nada. Una sola vez, el día de año nuevo por la tarde, cuando Juro había llevado la ropa del muerto y la había colocado a los pies de la cama huérfana, salió de su ensimismamiento. Se marchó corriendo al granero y allí se quedó acurrucado en el heno hasta la mañana siguiente. Desde entonces se comportó con una apatía absoluta, no veía nada ni oía nada, no decía ni hacía nada, simplemente estaba.
Durante aquellos días la cabeza de Krabat no hacía más que darle vueltas a la misma torturadora pregunta. Tonda y Michal, eso parecía evidente, no habían tenido que morir por casualidad, los dos la noche de fin de año. ¿A qué juego se estaba jugando allí? ¿Quién y según qué reglas?
El molinero siguió fuera de casa hasta la víspera del día de Reyes. Witko ya iba a apagar la luz de un soplido cuando se abrió la puerta de la buhardilla. El maestro apareció en el umbral, con la cara pálida, como pintada con cal. Echó un vistazo a su alrededor. Pareció no advertir que faltaba Michal.
—¡Poneos a trabajar! —ordenó, luego se dio media vuelta y desapareció para el resto de la noche.
Los mozos se vistieron a toda prisa, se precipitaron hacia la escalera. Petar y Staschko se fueron corriendo al estanque del molino a abrir la esclusa. Los demás entraron atropelladamente en el cuarto de la molienda, echaron grano y pusieron a funcionar el molino. Se puso en marcha con un ruido potente y atronador, a los oficiales se les quitó un peso de encima.
«¡Vuelve a moler de nuevo!», pensó Krabat. «La vida continúa...»
A medianoche habían terminado con el trabajo. Cuando entraron en el dormitorio vieron que en el jergón que había sido de Michal había alguien tendido: un muchacho de unos catorce años, bastante pequeño para su edad, eso les llamó la atención, y el chiquillo tenía la cara negra, pero las orejas rojas. Los mozos se pusieron a su alrededor llenos de curiosidad, y Krabat, que llevaba el farol, dirigió su luz hacia él. El pequeño entonces se despertó, y cuando vio de pie junto a su lecho a aquellos once fantasmas se llevó un susto de muerte. Krabat creyó conocer al muchacho... pero, ¿de qué?
—No tienes por qué tener miedo de nosotros —le dijo—. Somos los mozos del molino. ¿Cómo te llamas tú?
—Lobosch... ¿Y tú?
—Yo soy Krabat. Y éste de aquí...
El chiquillo de la cara negra le interrumpió.
—¿Krabat? Yo conocí una vez a uno que se llamaba Krabat...
—¿Pero?
—Tendría que ser más joven.
Krabat entonces cayó.
—¡Entonces tú eres el pequeño Lobosch de Maukendorf! —exclamó—. Y estás negro porque estabas haciendo de Baltasar.
—Sí —dijo Lobosch—, hoy ha sido la última vez, porque ahora soy aprendiz aquí, en el molino.
Lo dijo todo orgulloso, y los mozos del molino se sintieron incluidos.
A la mañana siguiente, cuando Lobosch llegó al desayuno, llevaba puesta la ropa de Michal. Había intentado quitarse completamente el hollín, pero no lo había conseguido del todo, en el rabillo del ojo y alrededor de la nariz le quedaban restos de color negro.
—¡Qué importa! —opinó Andrusch—. Cuando lleves medio día en la cámara de la harina se te habrá quitado.
El pequeño estaba hambriento, se puso a comer sémola como una fiera. Krabat, Andrusch y Staschko comían de la misma fuente que él. Estaban asombrados de lo que era capaz de comerse.
—¡Como trabajes igual que comes —opinó Staschko— los demás nos vamos a poder tumbar a la bartola!
Lobosch le miró interrogante.
—¿Tengo que comer menos?
—¡Tú come todo lo que quieras! —dijo Krabat—. ¡Vas a necesitar fuerzas, ya verás! El que pasa hambre aquí es porque quiere.
Lobosch, en lugar de seguir cogiendo cucharadas, ladeó la cabeza y examinó a Krabat engurruñando los ojos.
—Tú podrías ser su hermano mayor.
—¿Hermano de quién?
—¡Pues del otro Krabat! Ya sabes que yo conocía a uno.
—Que por aquel entonces estaba cambiando la voz, ¿verdad? Y que luego os dejo plantados en Gross-Partwitz.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó perplejo Lobosch... y luego se llevó la mano a la frente—. ¡Hay que ver —exclamó— cómo puede engañarse uno! Yo creía entonces que serías año y medio mayor que yo, dos años todo lo más...
—Son cinco —dijo Krabat.
En aquel momento se abrió la puerta. Entró el maestro, los mozos del molino bajaron la cabeza.
—¡Basta ya! —exclamó dirigiéndose hacia el nuevo aprendiz—. ¡Hablas demasiado para acabar de empezar! ¡A ver si se te quita esa costumbre!
Luego se dirigió a Krabat, a Staschko y a Andrusch.
—Debe comerse la sémola, no charlotear. ¡Ocupaos de que lo aprenda!
El maestro abandonó el cuarto de los criados dando un portazo al salir.
Lobosch de repente parecía estar harto. Dejó la cuchara, levantó los hombros y durante un rato humilló la cabeza.
Cuando levantó la vista, Krabat desde el otro lado de la mesa le hizo un gesto con la cabeza, apenas perceptible, pero suficiente para que el muchacho entendiera el gesto, ahora sabía que tenía un amigo en el molino de Koselbruch.
Tampoco Lobosch se libró de estar en la cámara de la harina hasta mediodía. Después del desayuno el maestro le ordenó que le acompañara.
—¿Por qué iba a irle a él mejor que a nosotros? —opinó Lyschko—. No se va a morir por un poquito de harina en polvo.
Krabat no replicó nada. Pensó en Tonda, pensó en Michal. Si quería ayudar a Lobosch, no debía dar motivo a que Lyschko desconfiara, y menos por cosas sin importancia.
De momento no podía hacer nada por Lobosch. El chiquillo tendría que ver cómo se las podía apañar hasta mediodía manejando la escoba en medio del torbellino de harina, las pestañas pegadas como con engrudo, la nariz taponada. Ahí no cabía ninguna ayuda, tendría que apañárselas él solo, no había otro remedio.
Krabat apenas pudo resistir su impaciencia hasta que Juro llamó a los muchachos a comer. Mientras los demás entraban atropelladamente en el cuarto, él se fue corriendo a la cámara de la harina, descorrió el cerrojo y abrió la puerta de par en par.
—¡Sal! ¡Es mediodía!
Lobosch estaba encogido en un rincón, con las rodillas dobladas, la cabeza entre las manos. Cuando Krabat le llamó se sobresaltó y pegó un respingo; luego se acercó lentamente a la puerta arrastrando detrás de él la escoba. Señaló con el pulgar hacia atrás por encima del hombro.