Read Krabat y el molino del Diablo Online
Authors: Otfried Preussler
Cuando volvió al molino nadie parecía haberse dado cuenta de dónde había estado Krabat; y, sin embargo, alguien le había estado observando a escondidas: Michal. Por la tarde le reprendió cuando se encontraron a solas.
—Los muertos, muertos están —dijo Michal—. Ya te lo dije una vez, y te lo vuelvo a decir ahora. Al que muere en el molino de Koselbruch se le olvida como si nunca hubiera existido: sólo así pueden seguir viviendo los demás... y hay que seguir viviendo. ¡Prométeme que te atendrás a ello!
—Lo prometo.
Krabat asintió con la cabeza..., pero mientras asentía sabía que había prometido algo que ni quería ni podía cumplir.
El trabajo de la rueda hidráulica duró, en total, sus buenas tres semanas. No utilizaron ni un solo clavo. Las piezas se ajustaron y se ensamblaron perfectamente unas con otras; más tarde, cuando hubieran puesto la rueda en el agua las espigas se hincharían: eso resistía mejor que cualquier cola.
Staschko se aseguró por última vez de que las medidas estaban bien y de que ya no faltaba nada; luego fue a ver al maestro para anunciarle que la rueda estaba lista.
El maestro fijó para el miércoles siguiente la fecha en la que montarían la rueda. Entonces hubiera debido enviar un mensaje a todos los molineros de los alrededores invitándoles para ese día con sus mozos, según era costumbre. Pero el molinero de Koselbruch hacía caso omiso de ese tipo de costumbres, a él le importaban un comino los molineros vecinos, y dijo:
—¿Para qué queremos a esa gente extraña aquí en el molino? La rueda podemos montarla nosotros solos.
Hasta el miércoles, Staschko, Krabat y Kito aún tuvieron suficientes cosas que hacer. Había que colocar un fuerte andamiaje sobre la rueda vieja y el saetín; tenían que encargarse de proveerse de cuerdas, torno y polea; también había que preparar soportes, garruchas y palancas de uña y el resto de la madera de construcción.
El martes por la tarde los ayudantes del molinero colocaron un festón entrelazado a los radios de la nueva rueda, y Staschko puso unas cuantas flores como remate. Estaba orgulloso de su obra. ¡Que se dieran cuenta de ello los demás!
El miércoles lo empezaron con las tortas con tocino que Juro les sirvió para desayunar.
—Porque he pensado que si tenéis algo bueno en el estómago trabajaréis mejor. Así que comed hasta hartaros... ¡pero no os atiborréis!
Después de desayunar se fueron al taller de carpintería, donde el maestro ya les estaba esperando. Siguiendo las indicaciones de Staschko, pasaron los soportes por debajo de la rueda, tres a un lado del cubo y tres al otro.
—¿Listos? —exclamó Staschko.
—¡Listos! —exclamaron el molinero y sus oficiales.
—¡Pues entonces que todo salga bien! ¡Levantad! ¡Aaaa...rriba!
Colocaron la rueda sobre los soportes que había junto al caz y allí la depositaron en el prado al lado del andamiaje.
—¡Despacio! —exclamó Staschko—. ¡Muy poquito a poco, no se vaya a desvencijar!
Michal y Merten treparon por el andamiaje y con ayuda de la polea y de algunas cuerdas que había por detrás de la rueda vieja dejaron el eje suspendido de la riostra. Ahora los muchachos pudieron, con sus barras y sus palancas de uña, pasar la rueda de molino sobre el extremo anterior del eje, y levantarla y sacarla del saetín.
Elevaron la rueda hidráulica, la llevaron junto al saetín y la fueron dejando caer verticalmente hasta que el cubo quedó a la misma altura que el eje. Ahora se trataba de empujar la rueda para que el eje entrara por la estornija. Staschko sudaba de excitación. Se había subido al saetín, con Andrusch; desde allí impartía sus órdenes.
—Soltad un poco por la izquierda... y luego hacia aquí, despacio... Ahora a la derecha un palmo más abajo... ¡Y tened cuidado no se os vaya a ladear!
Hasta ese momento todo había ido bien... Andrusch entonces se llevó las manos a la cabeza y soltó una maldición.
—¡Mira eso! —le gritó a Staschko—. ¡Qué chapuza habéis hecho! —dijo señalando el agujero del cubo—. ¡Ahí todo lo más que puedes meter es el palo de una escoba, pero no un eje!
Staschko se quedó aterrado, se le pusieron las orejas coloradas. ¡Pero si lo había medido todo con sumo cuidado y suma precisión!... Y a pesar de todo resultaba que ahora el agujero del cubo era demasiado pequeño, tan pequeño que hasta Juro se hubiera dado cuenta calculando simplemente a ojo.
—No..., no me lo..., no me lo explico —balbució Staschko.
—¿No? —preguntó Andrusch.
—No —contestó Staschko.
—¡Yo sí! —dijo Andrusch con una risita burlona.
Los demás ya se habían dado cuenta hacía rato de que sólo le estaba gastando una broma a Staschko. Entonces chasqueó los dedos... y en un instante todo volvió a estar en orden: el agujero del cubo tenía el tamaño adecuado, y cuando fueron a meter la rueda en el eje encajó perfectamente.
Staschko no se tomó a mal la broma de Andrusch; estaba muy contento de haber superado con éxito la parte más difícil del montaje de la rueda. Comparado con eso lo que aún quedaba por hacer era un juego de niños. Volvieron a colocar el eje en su emplazamiento habitual y retiraron las cuerdas. Luego aseguraron la rueda al eje con cuñas y espigas. Unas cuantas maniobras más, unos cuantos golpes aquí y allá... y listo.
El molinero había ayudado a levantar la rueda igual que los demás. Ahora se subió al andamiaje, y Juro le tuvo que llevar vino. De pie sobre el saetín, el maestro agitó la jarra. Luego bebió a la salud de los mozos, el resto lo vertió sobre la festoneada rueda.
—¡Primero vino... y después agua! —exclamó—. ¡Pongámosla en marcha!
Hanzo entonces abrió la esclusa, y entre el júbilo de los discípulos del molinero la nueva rueda del molino se puso en movimiento.
Una vez hecho el trabajo los mozos sacaron a la explanada del molino la mesa larga y los bancos del cuarto de los criados, y Lyschko, con la ayuda de Witko, llevó el sillón del maestro y lo colocaron presidiendo la mesa. Luego se lavaron en el estanque del molino, y mientras los mozos se acicalaban, se ponían camisas y blusones limpios, Juro se encargó en la cocina de los últimos preparativos para el banquete.
Para celebrar el montaje de la rueda hubo carne asada y vino. Estuvieron sentados a la mesa al aire libre hasta bien avanzada la tarde. El maestro estuvo locuaz y de un humor excelente. Alabó a Staschko y a sus ayudantes por el trabajo que habían hecho e incluso tuvo palabras de elogio para el tonto de Juro diciéndole que el asado estaba exquisito y el vino era de lo más reconfortante. Cantó con los muchachos, bromeó con ellos, les animó a beber y él mismo fue el que más bebió.
—¡Divertios! —exclamó—. ¡Divertios, muchachos! ¡Da envidia veros! ¡No sabéis lo afortunados que sois!
—¿Nosotros? —preguntó sorprendido Andrusch—. ¿Lo habéis oído, hermanos y camaradas? ¡El maestro nos envidia!
—Porque sois jóvenes.
El maestro se había puesto serio, pero no lo estuvo mucho tiempo; empezó a contarles cosas de la época en la que él era aún un mozo de molino, más o menos de la edad de Krabat.
—Tenía entonces un buen amigo, ¿sabéis? Se llamaba Jirko. Aprendimos el oficio juntos, en el molino de Commerau. Más adelante nos fuimos de allí juntos, a correr mundo, nos recorrimos Lusacia de arriba abajo, fuimos también a Silesia, y pasamos a Bohemia. Cada vez que llegábamos a un molino preguntábamos al molinero si tenía trabajo para dos, pues Jirko y yo, cada uno por nuestro lado, ni siquiera hubiéramos empezado a trabajar. Juntos era mejor y más divertido. Jirko siempre se encargaba de que tuviéramos de qué reírnos. ¡Y cómo trabajaba! Trabajaba por tres si hacía falta. ¡Y las muchachas estaban detrás de nosotros que no os podéis ni hacer una idea! —El maestro se había sumido en el relato. De vez en cuando se interrumpía para beber, luego retomaba el hilo y seguía contando: cómo Jirko y él habían ido a parar un día a una Escuela Negra, cómo en siete años habían aprendido a hacer magia y una vez concluido el aprendizaje habían empezado de nuevo a recorrer el país de un lado para otro—. Una vez —contó el maestro— estábamos sirviendo en un molino, no lejos de Coswig, y un día pasó por allí el Príncipe Elector con una partida de caza. Hicieron allí un descanso, en la pradera que había detrás del estanque del molino, a la sombra de los árboles.
»Nosotros, los ayudantes del molinero, también Jirko y yo, estuvimos detrás de los arbustos observándoles mientras comían. Dos criados habían extendido un mantel sobre la hierba y alrededor de él estaban ahora sentados allí fuera el Príncipe Elector y sus invitados a la cacería comiendo en platos de plata lo que los criados les servían: pastelillos de codorniz con trufas, y venado, y, con ello, tres tipos distintos de vino... y de postre dulces, todo llevado hasta allí en caballos de carga, en grandes cuévanos.
»Cuando el Príncipe Elector —también él era un hombre joven por aquel entonces— ha terminado de comer con sus damas y sus caballeros suelta un sonoro eructo como señal de que está satisfecho y contento. Luego dice que después de aquella comida al aire libre se encuentra tan bien que se siente más fuerte que doce bueyes. Y al ver que los mozos estamos detrás de los arbustos mirando embobados nos grita que alguno de nosotros le lleve una herradura, ¡pero rápido, que, si no, todavía se va a hacer pedazos con tanta fuerza acumulada como tiene!
»Nosotros ya sabíamos que, por lo que contaban, el Príncipe Elector era capaz de partir una herradura en dos con las manos, cric-crac, por la mitad. Así que podíamos imaginarnos para qué quería la herradura, y Jirko se fue corriendo al molino a buscar una en la caballeriza.
»—¡Aquí tenéis, Vuestra Serenísima Excelencia!
»El Príncipe Elector agarró la herradura por ambos extremos. Los mozos de los cazadores, que estaban acampados algo aparte con los caballos y los perros, ya se habían puesto en pie de un salto, y tenían los labios en posición adelantada, como las trompas de caza ante ellos... y en cuanto el Príncipe Elector parte la herradura en dos empiezan a tocar, a pleno pulmón, con los carrillos inflados como fuelles de órgano. Bajo el son de las trompas de caza el Príncipe Elector sostiene en alto las dos mitades de la herradura y las enseña a su alrededor. Luego les pregunta a los caballeros de la partida de caza si alguno de ellos es capaz de hacer lo mismo que él ha hecho.
»Todos dicen que no, sólo nuestro Jirko vuelve a ser un insolente. Da un paso y se acerca al Príncipe Elector y afirma:
»—Yo, con Vuestro permiso, sé hacer algo mejor: volver a dejar entera la herradura.
»—Eso —opina el Príncipe Elector— lo sabe hacer cualquier herrero.
»—Con fuelle y fuego de fragua —objeta Jirko—, ¡Pero no simplemente con las manos!
»No espera a la respuesta del Príncipe Elector. Le quita las dos partes de la herradura sin más ni más. Luego las encaja por el sitio de la fractura y aprieta al tiempo que pronuncia una fórmula mágica.
»—¡Con el permiso de Vuestra Excelencia! —dice.
»El Príncipe Elector le arranca la herradura de las manos, la mira bien por todas partes: la herradura está entera, como de una sola pieza.
»—¡Bah! —gruñe el Príncipe Elector—. ¡No pretenderá hacernos creer que eso resiste!
»Por segunda vez quiere partir en dos la herradura, piensa que no puede ser nada difícil. ¡Pero ahí no ha contado con Jirko! Tira y tira de la herradura de tal forma que casi se le saltan las venas del cuello, de un dedo de gruesas. El sudor le corre sin cesar por la frente, los ojos amenazan con salírsele de las órbitas. Primero se le pone la cara colorada como un pavo, luego violeta y finalmente morada. Tiene los labios blancos por el esfuerzo, blancos y delgados como dos trazos de tiza.
»Luego, de repente, Su Señoría el Príncipe Elector deja caer la herradura. Ahora está rojo de ira.
»—¡Los caballos! —ordena—. ¡Nos vamos!
»Pero apenas es capaz de montarse en su silla de tan débiles como tiene las piernas, Su Excelencia. Y desde entonces ha evitado aquel molino de las cercanías de Coswig. —El maestro bebió, el maestro contó cosas de cuando era un mozo, de Jirko, y sobre todo de sí mismo. Hasta que Michal le preguntó qué había sido del tal Jirko; cuando lo hizo ya era tarde, y las estrellas brillaban en el cielo, y tras la fachada de la caballeriza salía la luna—. ¿De Jirko? —preguntó el maestro agarrando la jarra de vino con las dos manos—. Le asesiné.
Los muchachos de un salto se levantaron de los bancos.
—Sí —repitió el maestro— le asesiné... y un día os contaré cómo ocurrió. Ahora, sin embargo, tengo sed... ¡Así que traed vino, traed vino!
El maestro se emborrachó sin decir ni una sola palabra más, hasta que se quedó tirado en su sillón, más tieso que un muerto.
A los muchachos les daba miedo verlo así. No se atrevieron a llevarle a la casa, y le dejaron sentado allí fuera, hasta que a la mañana siguiente se despertó por sí mismo y se fue a la cama sin hacer ruido.
De cuando en cuando ocurría que llegaban al molino de Koselbruch mozos de molino ambulantes y, como era costumbre y estaban en su derecho de hacerlo, le pedían al molinero provisiones para el viaje y alojamiento. Pero en eso con el maestro de Aguas Negras no tenían ninguna suerte, pues aunque hubiera estado obligado a conceder por un día comida y alojamiento por la noche a los mozos viajeros, él no se atenía a las costumbres del gremio, sino que los echaba con palabras de burla. Les aducía que no quería saber nada de vagabundos ni de chusma errante, que para gentuza de esa calaña no tenía él ni pan en el cajón ni puré en el puchero; que se fueran al diablo inmediatamente, que, si no, les iba a soltar los perros hasta que llegaran a Schwarzkollm.
Eso generalmente era suficiente para deshacerse de los oficiales ambulantes. Si, por el contrario, alguno se hacía el remolón, el molinero sabía apañárselas para que el pobre diablo se creyera inmediatamente perseguido por perros, diera bastonazos como loco a su alrededor y se escapara gritando.
—Aquí no necesitamos fisgones —solía decir el maestro— y glotones que no sirven para nada tampoco.
Era pleno verano, un día bochornoso y plomizo. Sobre Koselbruch había niebla, el aire era tan espeso que costaba trabajo respirar. Del caz salía un olor agrio, a algas y a cieno putrefacto: pronto habría tormenta.
Krabat se había puesto cómodo después de comer a la sombra de los sauces que había a la orilla del estanque del molino. Con las manos cruzadas por detrás de la nuca, estaba tumbado boca arriba en la hierba mordisqueando una pajita. Estaba lánguido y adormilado, se le cerraban los ojos.