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Authors: Otfried Preussler

Krabat y el molino del Diablo (19 page)

BOOK: Krabat y el molino del Diablo
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Entonces allí está de pronto el maestro junto a la fuente. Furioso, extiende su mano izquierda hacia Krabat.

—¡Vámonos! —le ordena.

—¿Por qué? —pregunta la cantora.

—¡Porque él me pertenece!

—No —dice ella, nada más que eso..., pero lo dice de tal forma que no hay peros que valgan.

Le pasa a Krabat el brazo por el hombro, luego le arropa con su capa de lana. Es suave y cálida, como una envoltura protectora.

—Ven —dice ella—. Ahora ven.

Y sin mirar atrás se marchan los dos juntos.

Intentos de fuga

A la mañana siguiente resultó que Merten había desaparecido. Su cama estaba arreglada, la manta bien doblada a los pies, el blusón de trabajo y el mandil estaban colgados en el armario, debajo del taburete estaban los zuecos. Nadie había visto marcharse a Merten. Sólo se dieron cuenta de que faltaba cuando no fue a la mesa. Entonces se extrañaron y le buscaron por todo el molino, pero no le encontraron por ninguna parte.

—¡Se ha largado! —dijo Lyschko—. ¡Tenemos que decírselo al maestro!

Hanzo le cerró el paso.

—Eso es asunto del oficial mayor... por si no lo sabías.

Todos esperaban que el molinero reaccionara a la noticia de la desaparición de Merten con un ataque de furia, con improperios, gritos y maldiciones. Pero no ocurrió nada parecido.

Antes bien, según les contó Hanzo a los muchachos durante la comida, no se había tomado la cosa muy en serio. «Ese Merten está chiflado»: eso había sido todo lo que había dicho; y cuando el oficial mayor le había preguntado qué tenían que hacer, él había respondido con las siguientes palabras: «Déjalo. ¡Ya volverá él solo!». Y eso, según les siguió contando Hanzo, lo había dicho el maestro con un pestañeo que había sido peor que mil maldiciones.

—Entonces me entró un frío por dentro que pensé que me iba a quedar hecho un bloque de hielo allí mismo. ¡Si no acaba mal lo de Merten!...

—¡Bah! —opinó Lyschko—. El que se va del molino debe saber en dónde se está metiendo. Además, Merten con las espaldas que tiene aguanta bastante.

—¿Tú crees? —preguntó Juro.

—¡Ya lo creo que sí! —dijo Lyschko.

Dio un puñetazo en la mesa para reforzar sus palabras: entonces le saltó la sopa del plato y... ¡plas!, le salpicó en la cara de tal forma que empezó a pegar gritos, pues la sopa era espesa y estaba hirviendo.

—¿Quién ha sido? —gritó Lyschko limpiándose los ojos y las mejillas—. ¿Quién de vosotros ha sido?

Alguno de los muchachos tenía que haber sido el que le había hecho aquello a Lyschko, eso estaba claro. Solamente Juro en su simpleza parecía no pensar mal, a él le daba pena por aquella sopa tan rica.

—La próxima vez —dijo— no deberías dar golpes en la mesa, Lyschko... ¡Por lo menos no tan fuertes!

Con Merten ocurrió lo que Krabat se temía: por la tarde, cuando empezó a oscurecer, estaba otra vez allí. Mudo, apareció en el umbral, con la cabeza gacha.

El maestro le recibió en presencia de los oficiales. No le regañó, se burló de él. Qué tal le había sentado la excursioncita. Que si no le habían gustado los pueblos para haberse vuelto tan pronto... o qué era entonces lo que le había impulsado a volverse.

—¿No me lo vas a decir, Merten? He observado que desde hace unas semanas no abres el pico. Pero no te voy a obligar a que hables..., también me trae sin cuidado que te vuelvas a marchar. ¡Puedes intentarlo tranquilamente! ¡Inténtalo todas las veces que quieras! Pero no te hagas ilusiones, Merten: lo que no ha conseguido nadie hasta ahora no lo vas a conseguir tú.

Merten no se inmutó.

—Sí, anda, disimula —le dijo el maestro—. ¡Haz como si no te importara haber fracasado en tu intento de fuga! Todos nosotros, yo y esos once —dijo señalando a los mozos del molino y a Lobosch— lo sabemos muy bien. ¡Y ahora lárgate!

Merten se metió en su catre.

Aquella noche los mozos, con la excepción de Lyschko, se sentían miserablemente mal.

—Deberíamos intentar convencerle de que no se escape por segunda vez —propuso Hanzo.

—¡Inténtalo entonces! —opinó Staschko—. Pero no creo que sirva de mucho.

—No —dijo Krabat—. Me temo que no se va a dejar convencer.

A lo largo de la noche cambió el tiempo. Cuando por la mañana salieron de la casa fuera no hacía viento y hacía muchísimo frío. Hielo en los cristales de las ventanas, hielo en los bordes del pilón de la fuente. Los charcos estaban helados por todas partes, los montículos hechos por los topos se habían convertido en masas compactas, el suelo estaba duro como una piedra.

—Malo para la siembra —opinó Petar—. No ha nevado... y ahora cae una helada: se va a helar casi todo en los campos.

Krabat se alegró cuando vio que Merten se encontraba con los demás a la hora del desayuno y se comía ávidamente la sémola: debía de tener hambre atrasada del día anterior. Luego se pusieron a trabajar, y nadie advirtió que Merten se volvía a marchar a escondidas del molino, en esta ocasión a plena luz del día. No se dieron cuenta de que había vuelto a desaparecer hasta el mediodía, cuando se sentaron a la mesa.

Dos días y dos noches llevaba Merten fuera; eso era más de lo que ningún otro fugado había conseguido jamás, y confiaban ya en que su fuga hubiera tenido éxito cuando en la mañana del tercer día vino hacia el molino dando tumbos por los prados: morado de frío y cansado, con una cara que daba miedo.

Krabat y Staschko le recibieron en la puerta, se lo llevaron al cuarto. Petar le quitó un zapato, Kito el otro. Hanzo le mandó a Juro que le trajera una palangana con agua caliente, luego metió en ella los entumecidos pies de Merten y empezó a frotárselos.

—Tenemos que llevarle a la cama enseguida —dijo—. ¡Espero que no esté perdido!

Mientras los mozos se estaban ocupando de Merten se abrió la puerta. El maestro entró en el cuarto, se les quedó mirando un rato. Esta vez se ahorró la burla. Esperó a que fueran a subirse a Merten y entonces dijo:

—Una palabra antes de que os lo llevéis...

Y acercándose más a Merten dijo:

—Me parece a mí, Merten, que con dos veces ya es suficiente. Para ti no hay ningún camino que te lleve fuera de aquí. ¡No te vas a escapar!

Merten eligió aquella misma mañana el tercer y, según creía él, último y definitivo camino.

Los muchachos ni siquiera lo sospechaban. Le habían llevado al dormitorio, le habían hecho beberse algo caliente, le habían acostado en la cama y le habían envuelto en mantas. Hanzo se había quedado arriba y había estado sentado en el catre de al lado observándole hasta que estuvo convencido de que Merten se había quedado dormido y ya no le necesitaba; entonces también él se había bajado a trabajar con los otros en el molino.

Krabat y Staschko llevaban unos días ocupados en afilar las muelas del molino. Ya habían repasado cuatro, aquel día les tocaba la quinta. Justo en ese momento iban a soltar los bastidores para llegar a las piedras cuando se abrió de golpe la puerta del cuarto de la molienda y entró precipitadamente Lobosch: la cara blanca como la nieve, los ojos desorbitados de pánico.

Braceaba, gritaba... y por lo que se veía parecía que gritaba siempre lo mismo. Los mozos del molino no pudieron entenderle hasta que Hanzo no paró el mecanismo: entonces se hizo el silencio en el molino y sólo se le oyó a Lobosch.

—¡Se ha ahorcado! —exclamó—. ¡Merten se ha ahorcado! ¡En el granero! ¡Deprisa, venid, rápido!

Les llevó hasta el sitio en el que había encontrado a Merten. Estaba colgado de una viga en el último rincón del granero, con una soga al cuello.

—¡Tenemos que cortarla! —gritó Staschko, que fue el primero que se dio cuenta de que Merten aún estaba vivo—. ¡Tenemos que cortarla!

Andrusch, Hanzo, Petar y Krabat... todos los que tenían navaja la abrieron. Pero ninguno de ellos consiguió llegar hasta Merten. Era como si estuviera rodeado por un círculo mágico. Tres pasos era todo lo más que conseguían dar: a partir de ahí no eran capaces de avanzar ni una pulgada, como si tuvieran las suelas pegadas a un atrapamoscas.

Krabat agarró la punta de la navaja entre el pulgar y el índice, apuntó, la lanzó y acertó en la soga.

Acertó en ella, pero la navaja se cayó al suelo sin fuerzas.

Entonces se rió alguien.

El maestro había entrado en el granero. Miró a los muchachos como si no fueran más que un montón de basura. Se agachó a recoger la navaja.

Un corte... y un sordo estruendo.

Desmadejado, como un saco lleno de harapos, el ahorcado cayó al suelo. Allí se quedó tirado, a los pies del maestro, agonizando.

—¡Mamarracho!

El maestro lo dijo lleno de repugnancia, luego dejó caer la navaja y escupió delante de Merten.

Todos se sintieron escupidos, todos... y lo que el maestro dijo sintieron que iba con todos ellos, sin excepción.

—¡Soy yo el que decide quién muere en este molino! —exclamó—. ¡Sólo yo!

Entonces se fue, y ahora eran ellos los que tenían que encargarse de Merten. Hanzo le soltó el lazo del cuello, Petar y Staschko le llevaron al dormitorio.

Krabat recogió del suelo la navaja de Tonda, y antes de guardársela en el bolsillo restregó las cachas con un estropajo.

Nieve sobre los sembrados

Merten estuvo enfermo, lo estuvo durante mucho tiempo. Al principio tuvo mucha fiebre, tenía la garganta inflamada, respiraba con dificultad. Durante los primeros días no pudo tragar nada, más tarde fue consiguiendo alguna que otra vez tragarse una cucharada de sopa. Hanzo había distribuido a los muchachos de tal forma que a lo largo del día siempre había alguien cerca de Merten que no le quitaba la vista de encima. También montaron durante algún tiempo un turno de guardia por la noche porque temían que en medio de la fiebre pudiera intentar volver a hacerse algo malo. Estando en su sano juicio, de eso estaban convencidos todos, ni el propio Merten hubiera vuelto a echar mano de la soga ni a intentar quitarse la vida de alguna otra manera: el molinero no había dejado ningún lugar a dudas de que aquélla no era forma de escaparse de Koselbruch.

«¡Soy yo el que decide quién muere en este molino!» Las palabras del maestro se le habían quedado profundamente grabadas a Krabat. ¿No eran justo la respuesta a aquella pregunta que él se había estado haciendo desde la última nochevieja?: ¿quién era el culpable de las muertes de Tonda y Michal?

Mirándolo bien, lo que se le presentaba aún no era más que un primer indicio, nada más..., pero tampoco nada menos.

En cualquier caso, un día, cuando todo estuviera aclarado, le pediría cuentas al maestro, eso lo daba por seguro. Hasta entonces no debía permitir que se le notara nada. Tenía que hacerse el inocente, el niño bueno, el obediente, el que no sospecha nada de nada... y sin embargo tenía ya que pensar desde ese mismo momento en prepararse para la hora del ajuste de cuentas dedicándose con redoblado celo a las Ciencias Ocultas.

En aquellos días de febrero no nevó nada, pero persistieron las heladas con la misma crudeza. Los mozos del molino tuvieron que volver a subirse al saetín todas las mañanas, para picar y quitar el hielo que se formaba en el fondo. Cada vez que les tocaba hacerlo maldecían aquel frío de mil demonios que había seguido a aquel tiempo de Semana Santa que había entrado a destiempo. Uno de los días siguientes sucedió que a eso del mediodía tres hombres se acercaron al molino desde el bosque. Uno de ellos era fuerte y espigado, una persona en la flor de la vida, como se suele decir; los otros eran dos ancianos, con barba blanca y encorvados.

Lobosch fue el primero que los avistó. Y es que tenía ojos por todas partes, nada se le escapaba así como así.

—¡Tenemos visita! —les gritó a los oficiales, que en ese momento se iban a sentar a la mesa.

Entonces también ellos vieron al hombre con los dos ancianos. Venían por el camino de Schwarzkollm, con ropa de aldeanos, envueltos en capas de pastor, las gorras de invierno muy caladas en la frente.

Desde que Krabat vivía en Koselbruch ningún campesino de los pueblos vecinos se había perdido jamás por allí. Ellos, sin embargo, aquellos tres, se dirigieron directamente al molino y pidieron permiso para entrar.

Hanzo les abrió la puerta de la casa, los muchachos se fueron atropelladamente al zaguán llenos de curiosidad.

—¿Qué queréis?

—Hablar con el molinero.

—El molinero soy yo.

Sin que los mozos del molino se hubieran dado cuenta el maestro había salido de su cuarto, avanzó hacia aquellos hombres.

—¿Qué hay?

El hombre espigado se quitó la gorra de la cabeza.

—Somos de Schwarzkollm —empezó a decir—. Yo soy el alcalde de allí y éstos son nuestros ancianos. Te ofrecemos nuestros saludos... y quisiéramos pedirte, molinero de Koselbruch, que nos escuches. Es que..., como... Pero me parece que no te sorprenderá que...

El maestro le quitó la palabra con un gesto autoritario.

—¡Al grano! ¿Qué es lo que os trae hasta mí? ¡Sin rodeos!

—Quisiéramos pedirte —dijo el alcalde— que nos ayudes.

—¿Cómo es eso?

—La helada... y sin nieve en los campos... —dijo el alcalde dándole vueltas a la gorra—. La siembra se va a echar a perder si no nieva en los próximos días...

—¿Y eso a mí qué me importa?

—Queríamos pedirte, molinero, que hagas que nieve.

—¿Qué yo haga que nieve? ¿Cómo se os ha podido ocurrir eso?

—Sabemos que tú lo puedes hacer —dijo el alcalde—, puedes hacer que caiga la nieve.

—No pretendemos que sea de balde —aseveró uno de los dos ancianos—. Te pagaremos por ello cinco docenas de huevos... y cinco gansos y siete gallinas.

—Pero —dijo el otro— tienes que hacer que caiga la nieve. Si no, nos quedaremos sin cosecha el año que viene, y entonces tendremos que padecer hambre...

—Nosotros... y nuestros hijos —añadió el alcalde—. ¡Apiádate, molinero de Aguas Negras, y haz que caiga una nevada!

El maestro se rascó la barbilla con la uña del dedo pulgar.

—No os he visto el pelo en muchos años. Y ahora que me necesitáis aparecéis de repente por aquí.

—Tú eres nuestra última esperanza —dijo el alcalde—. Si no nos envías nieve, estamos perdidos. ¡No puedes negarnos tu ayuda, molinero! ¡Te lo pediremos de rodillas, igual que si se lo pidiéramos a Dios!

Los tres se arrodillaron ante el maestro, agacharon la cabeza y se dieron golpes de pecho.

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