Krabat y el molino del Diablo (22 page)

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Authors: Otfried Preussler

BOOK: Krabat y el molino del Diablo
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«¡Así que, nada: a Maukendorf! —pensó—. ¡Y a evitar pasar por Schwarzkollm!»

Pero quizás aquello también era un error. Quizá fuera más inteligente no evitar pasar por Schwarzkollm, sino cruzarlo justo por en medio, porque ése era el camino más corto para llegar a Maukendorf.

Claro está que no debería encontrarse de ninguna manera en Schwarzkollm con la cantora, eso había que evitarlo por todos los medios.

«—¡Cantora! —le rogó a la muchacha después de pronunciar la fórmula mágica—. Hoy tengo que pedirte algo..., soy yo, Krabat, el que te lo pide. Hoy no debes dar ni un paso fuera de tu casa, ocurra lo que ocurra. ¡Y no mires tampoco por la ventana, prométemelo!»

Krabat confiaba en que la cantora atendiera a sus súplicas.

Entonces, cuando ya se iba a poner en marcha, Juro dobló la esquina de la casa con una cesta para la leña vacía.

—Bueno, Krabat... parece que no tienes demasiadas prisas por marcharte de aquí. ¿Me dejas que me siente un rato contigo en la hierba?

Como aquella vez después del fracaso con la venta del caballo se rebuscó en el bolsillo y sacó un trozo de madera y pintó un círculo alrededor del sitio en donde estaban sentados, poniéndole una estrella y tres cruces.

—Ya te figurarás que esto no tiene nada que ver con los mosquitos ni con las moscas de la carne —dijo guiñándole un ojo.

Krabat reconoció que ya en aquella ocasión había tenido ciertas dudas.

—Con eso consigues que el maestro ni nos pueda ver ni nos pueda oír mientras estamos aquí sentados hablando: ni desde cerca ni desde lejos..., así es, ¿no?

—No —dijo Juro—. Podría vernos y oírnos, pero no lo hará, porque nos ha olvidado, ése es el efecto que produce el círculo. Mientras estemos dentro de él el maestro pensará en cualquier cosa... menos en ti y en mí.

—No es ninguna tontería —dijo Krabat—, no es ninguna tontería...

Y de repente, como si aquello hubiera sido una contraseña, le vino una idea. Miró atónito a Juro.

—Así que es a ti —dijo— a quien los campesinos tienen que agradecerle la nieve... ¡y Lyschko los perros carniceros! Tú no eres el tonto que todos nosotros creemos, ¿no es cierto? ¡Solamente te lo haces!

—¿Y si así fuera? —repuso Juro—. No te voy a discutir que efectivamente no soy tan estúpido como todos creen. Pero tú, y no me lo tomes a mal, Krabat, eres más tonto de lo que tú te imaginas.

—¿Yo?

—¡Sí, porque sigues sin darte cuenta de lo que se cuece aquí en este maldito molino! Si no, sabrías refrenar tu empeño; por lo menos de cara al exterior. ¿O es que no tienes conciencia del peligro que corres?

—Sí —dijo Krabat—. Me lo figuro.

—¡Tú no te figuras nada! —le contradijo Juro.

Arrancó un tallo de hierba y lo estrujó entre sus dedos.

—Te voy a decir una cosa, Krabat..., yo, que durante todos estos años me he hecho el tonto. Como sigas así, serás el próximo de este molino, créeme. Michal y Tonda y todos los demás que están enterrados fuera, en la Planicie Yerma: todos cometieron el mismo error que tú. Aprendieron demasiado en la Escuela Negra y dejaron que el maestro se lo notara. Ya sabes que cada año la víspera de año nuevo uno de nosotros tiene que morir por él.

—¿Por el maestro?

—Por él —dijo Juro—. Él tiene hecho un pacto con el..., bueno, con el señor compadre. Todos los años tiene que sacrificarle a uno de sus alumnos; si no, le tocaría a él mismo.

—¿Cómo la sabes?

—Uno tiene ojos en la cara, y también reflexiona uno sobre aquellas cosas que le llaman la atención. Además: lo he leído en el
Grimorio.

—¿Tú?

—Yo soy tonto, como sabes, o mejor dicho, como creen el maestro y todos los demás. Por eso no me toman en serio, por eso para lo único que sirvo es para las labores domésticas. Tengo que limpiar y fregar y quitar el polvo, de cuando en cuando también en la cámara negra, donde está el
Grimorio,
atado a la mesa con una cadena, no disponible para nadie que pudiera leerlo. Eso no sería bueno para el maestro porque en él hay algunas cosas que podrían perjudicarle si alguno de nosotros se enterara de ellas.

—¡Pero tú entonces sabes leer! —dijo Krabat.

—Sí —dijo Juro—. Y tú eres el primero y el único al que le confío el secreto. Hay una manera de impedir que el maestro siga haciendo lo que hace: ¡sólo una! Si conoces a una muchacha que te quiera..., eso podría salvarte. En el caso de que ella le pida al maestro que te deje libre, y en caso de que supere la prueba prescrita.

—¿La... prueba?

—Eso te lo contaré en otra ocasión cuando tengamos más tiempo —dijo Juro—. De momento basta con que sepas esto: guárdate de que el maestro se entere de quién es la muchacha, si no, te ocurrirá lo mismo que le ocurrió a Tonda.

—¿Te refieres a Worschula?

—Sí —dijo Juro—. El maestro se enteró de su nombre demasiado pronto, la atormentó con unos sueños que para qué, hasta que de pura desesperación se arrojó al agua.

Volvió a arrancar un tallo de hierba y lo estrujó.

—Tonda la encontró a la mañana siguiente. La llevó a la casa de sus padres, allí la dejó en el umbral. Desde entonces a él se le quedó el pelo blanco, perdió su energía, el final ya lo conoces.

Krabat se imaginó a sí mismo encontrándose una mañana ahogada a la cantora, con plantas acuáticas en el pelo.

—¿Qué me aconsejas? —preguntó.

—¿Que qué te aconsejo? —dijo Juro arrancando un tercer tallo de hierba—. Vete ahora a Maukendorf o a cualquier otro sitio, e intenta confundir al maestro lo mejor que puedas.

Krabat no miró ni a derecha ni a izquierda cuando atravesó Schwarzkollm. La cantora se mantuvo oculta. A saber qué le habría contado a su gente para explicarles por qué se quedaba en casa.

En la alcaldía entró a descansar un rato, se comió un trozo de pan negro con carne ahumada y se bebió detrás un aguardiente de trigo doble. Luego continuó camino hacia Maukendorf, se sentó en una mesa en la taberna y pidió cerveza.

Por la tarde bailó con las muchachas, habló de tonterías con ellas, las volvió locas y empezó una pelea con los mozos.

—¡Oye tú! ¡Desaparece de aquí!

Cuando se enfadaron y quisieron echarle él chasqueó los dedos: entonces se quedaron parados como si hubieran echado raíces y ya no pudieron moverse.

—¡Alcornoques! —exclamó Krabat—. ¡Os gustaría pegarme una paliza, ¿eh? ¡Mejor pegáosla entre vosotros!

En la pista de baile se desencadenó entonces un tumulto como jamás se había conocido antes en Maukendorf.

Volaron jarras y se estamparon sillas. Los mozos se peleaban como si hubieran perdido la razón. A ciegas se pegaban unas enormes palizas unos a otros. El tabernero se retorcía las manos, las muchachas chillaban, los músicos se iban poniendo a salvo saltando a la calle por las ventanas.

—¡Muy bien! —espoleaba Krabat a los mozos—. ¡Muy bien! ¡Zurraos la badana bien fuerte! ¡Venga, más, más fuerte, más!

Un trabajo duro

El maestro a la mañana siguiente quiso saber de Krabat dónde había pasado el domingo, y qué tal le había sentado salir.

—Bah —opinó Krabat encogiéndose de hombros—, sí, no estuvo mal.

Luego informó al maestro de la visita a Maukendorf, del baile y de la pelea con los mozos del pueblo. Le dijo que había sido todo bastante divertido, pero que lo hubiera podido ser muchísimo más si hubiera estado allí con un compañero del molino, con Staschko tal vez o con Andrusch, o con cualquier otro, a él le hubiera dado igual.

—¿También Lyschko, por ejemplo?

—Él no —dijo Krabat aún a riesgo de que el maestro se lo tomara a mal.

—¿Y por qué no?

—No le puedo soportar —dijo Krabat.

—¿Tú tampoco? —dijo el maestro riéndose—. Entonces tú y yo opinamos lo mismo de Lyschko. Te asombra, ¿verdad?

—Sí —dijo Krabat—. Me sorprende.

El maestro le observó de arriba abajo, por lo que parecía, con buena intención, aunque no sin cierta ironía.

—Eso es lo que más me gusta de ti, Krabat: que eres honrado y me dices abiertamente lo que opinas de todo.

Krabat evitó mirar al maestro. No sabía si lo había dicho en serio: sus palabras también se podían interpretar como una velada amenaza. Fuera como fuese el caso es que se alegró cuando el maestro cambió de tema.

—Pero bueno, volviendo ahora a lo que estábamos hablando antes, ten presente una cosa, Krabat: de ahora en adelante puedes salir todos los domingos cuando tú quieras, o también quedarte en casa si lo prefieres. Pero es un privilegio que te concedo sólo a ti, mi mejor alumno... ¡Y no se hable más!

Krabat ardía en deseos de verse a solas con Juro; Juro, sin embargo, le evitaba desde aquel domingo que habían estado juntos hablando detrás de la leñera. A Krabat le hubiera gustado poder comunicarse con él al menos con el pensamiento, pero aquel hechizo no surgía efecto entre los miembros de la Hermandad Secreta. Cuando por fin coincidieron en la cocina Juro le dio a entender que Krabat debía tener paciencia algunos días más... «con la navaja que me distes hace no mucho para que te la afilara. Cuando esté lista vendré y te la traeré: no me he olvidado de ti».

—Está bien —dijo Krabat, que había entendido lo que Juro quería decir.

Transcurrió media semana y el maestro tuvo que marcharse de nuevo al campo con su caballo, durante dos días, quizá tres, según él mismo hizo saber antes de su partida.

A la noche siguiente Juro despertó a Krabat.

—Vente a la cocina..., allí podremos hablar.

—¿Y éstos? —preguntó Krabat señalando a sus camaradas.

—Están tan profundamente dormidos que ni un rayo ni un trueno podría despertarlos —aseguró Juro—. Ya me he encargado yo de ello.

En la cocina Juro trazó alrededor de la mesa y de las sillas el círculo mágico con la estrella y las cruces. Encendió una vela, la colocó entre Krabat y él.

—Te he hecho esperar —empezó a decir— por precaución, ¿entiendes? Nadie debe sospechar que nos reunimos a escondidas. El domingo pasado te confié algunas cosas, supongo que entretanto habrás estado reflexionando sobre ellas.

—Sí —dijo Krabat—. Ibas a enseñarme una manera de salvarme del maestro... y al mismo tiempo, si lo he entendido bien, es una forma de vengar a Tonda y a Michal.

—Así es —confirmó Juro—. Si una muchacha te quiere puede ir al maestro la última noche del año a pedirle que te deje libre. Si supera la prueba que él le exija, será él el que muera la madrugada de año nuevo.

—¿Y es difícil la prueba?

—La muchacha debe demostrar que te conoce —dijo Juro—. Debe descubrirte entre todos los camaradas y decir: éste es.

—¿Y después?

—Eso es todo lo que prescribe el
Grimorio...
y si lo lees o lo oyes pensarás que eso es un juego de niños.

Krabat tuvo que darle la razón, «a no ser que, como él se temía, la cosa tuviera truco; una cláusula adicional secreta —pensó— en el libro de magia, por ejemplo, o un doble sentido oculto que pudieran contener las indicaciones del
Grimorio...,
había que conocer lo que decía exactamente el texto...»

—Lo que dice exactamente el texto —aseguró Juro— es claro e inequívoco. Pero el maestro sabe arreglárselas para interpretarlo de una manera particular.

Cogió las despabiladeras y cortó un trozo de la humeante mecha de la vela.

—Hace años, cuando yo era todavía bastante nuevo en Koselbruch, un compañero nuestro, un tal Janko, dejó que las cosas llegaran hasta ahí. Su muchacha apareció puntualmente la última noche del año y le pidió al molinero que le dejara libre.

»—Bien —dijo el maestro—, si distingues a Janko, será libre y tú te lo podrás llevar tal como está escrito.

»Luego la condujo a la cámara negra, donde nosotros doce estábamos en la barra, convertidos en cuervos. Nos había obligado a todos a esconder el pico debajo del ala izquierda. Y allí estábamos entonces, y la muchacha fue incapaz de descubrir quién de nosotros era Janko.

»—¿Qué? —preguntó el maestro—. ¿Es este de aquí, el que está en el extremo derecho de la fila?... ¿O es aquel de allí, el que está en medio? ¿O es acaso algún otro? Piénsatelo con calma: ya sabes lo que de ello depende.

»La muchacha dijo que sí, que lo sabía. Y luego, después de dudarlo un poco, señaló a uno de nosotros, al buen tuntún... y resultó que era Kito.

—¿Y entonces? —preguntó Krabat.

—No llegaron a la mañana de año nuevo, ni Janko, ni tampoco la muchacha.

—¿Y desde entonces?

—Sólo Tonda se volvió a atreverse a intentarlo, con la ayuda de Worschula... pero ya sabes lo que pasó.

La vela volvió a humear, y Juro cortó otra vez la mecha.

—Hay una cosa que no comprendo —dijo Krabat después de un largo silencio—. ¿Por qué nunca ha habido nadie más que lo haya intentado?

—La mayoría —repuso Juro— no conoce la forma... y los pocos que la conocen confían año tras año en salir bien librados: nosotros somos doce y, al fin y al cabo, cada noche de San Silvestre sólo le toca a uno. Además, hay otra cosa en juego que deberías saber. Suponiendo que una muchacha supere la prueba y el maestro sea vencido, en el momento mismo en que muera se nos olvidará todo lo que nos ha enseñado: de golpe no seremos más que mozos de molino vulgares y corrientes... y se habrá terminado toda la magia.

—¿No ocurriría lo mismo si el maestro muriera de alguna otra forma?

—No —dijo Juro—. Y ése es otro motivo para los pocos iniciados para conformarse con la muerte de sus camaradas cada año.

—¿Y tú? —preguntó Krabat—. ¿Tampoco tú has hecho nada contra eso?

—No, porque no me he atrevido —dijo Juro—. Y porque yo no tengo a ninguna muchacha que pudiera venir a pedir mi libertad.

Jugueteó con las dos manos con la palmatoria, girándola para un lado y para otro encima del tablero de la mesa, lentamente y examinándola, como si quisiera descubrir con ello algo en concreto que fuera importante para él.

—Entendámonos bien —dijo finalmente—. Aún no tienes por qué decidirte, Krabat, no definitivamente. Pero deberíamos empezar ya desde ahora a hacer todo lo que esté en nuestras manos para conseguir, si fuera necesario, que le hicieras más fácil la prueba a la muchacha.

—¡Pero si eso sí que puedo hacerlo! —dijo Krabat—. Le diré con el pensamiento todo lo necesario. ¡Eso se puede hacer! ¡Lo hemos aprendido!

—No se puede —le contradijo Juro.

—¿No?

—No, porque el maestro tiene poder para impedirlo. Lo hizo con Janko y lo volverá a hacer esta vez, no hay ninguna duda.

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