Read Krabat y el molino del Diablo Online

Authors: Otfried Preussler

Krabat y el molino del Diablo (24 page)

BOOK: Krabat y el molino del Diablo
7.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Krabat! ¡Kraaaaabaaaaat!

Krabat se queda aterrado, deja caer su arma; luego se lleva las manos al rostro y se echa a llorar.

«¡Krabat!», le retumba en los oídos. «¡Kraaaabaaaat!»

Krabat se levanta sobresaltado. ¿Cómo es que de repente está allí sentado a la mesa... con Andrusch y con Petar y con Merten y con todos los demás? ¿Cómo es que le miran fijamente, pálidos y espantados y cada uno de ellos baja inmediatamente la vista cuando se da cuenta de que Krabat le mira!

El maestro estaba sentado como un muerto en su asiento, muy recostado hacia atrás, en silencio, como si estuviera escuchando atentamente en la lejanía.

Juro tampoco se movía. La parte superior de su cuerpo yacía sobre la mesa, con la cabeza hacia abajo, los brazos muy extendidos: hasta hace pocos instantes aún alas de águila, fragorosas alas. Junto a Juro un vaso volcado. Una mancha en el tablero de la mesa, roja oscura: ¿vino o sangre?

Lobosch se arrojó a Juro sollozando.

—¡Está muerto, está muerto! —exclamó—. ¡Krabat, le has matado!

Krabat sintió ahogos en la garganta, se abrió la camisa con ambas manos.

Entonces vio que Juro movía uno de sus brazos y luego el otro. Lentamente, por lo que parecía, su cuerpo iba recobrando vida. Se apoyó en las manos, levantó la cara: ¡una mancha roja redonda en la frente, dos dedos por encima de los caballetes de la nariz!

—¡Juro! —exclamó el pequeño Lobosch agarrándole de los hombros—. ¡Aún estás vivo, Juro! ¡Estás vivo!

—¿Qué es lo que te habías creído? —dijo Juro—. Si sólo estábamos actuando. Aunque la cabeza me zumba del disparo de Krabat; la próxima vez, que haga otro de Jirko, que yo ya he tenido bastante, me voy a dormir.

Los mozos del molino se rieron aliviados, y Andrusch dijo en voz alta lo que todos estaban pensando:

—¡Vete a dormir, hermano, vete! ¡Lo principal es que hayas salido bien librado!

Krabat estaba sentado a la mesa como si hubiera quedado de piedra. El disparo y el grito... y aquel alegre barullo de repente: ¿Cómo casaba todo eso?

—¡Se acabó! —gritó entretanto el maestro—. ¡Se acabó, no lo aguanto más, sentaos y guardad silencio!

Se había puesto en pie de un brinco, se apoyaba en la mesa con una mano y con la otra mantenía agarrado el vaso de una forma que parecía que iba a hacerlo añicos.

—Lo que acabáis de ver —exclamó— no ha sido más que una pesadilla de la que uno se despierta... y se ha acabado. Yo, sin embargo, no soñé la historia de Jirko, aquella vez en Hungría: ¡yo le maté de un disparo! Yo maté a mi amigo, le tuve que matar... ¡Igual que ha hecho Krabat, igual que hubiera hecho cualquiera de vosotros en mi lugar, cualquiera!

Dio tal puñetazo en la mesa que los vasos bailaron, agarró la jarra del vino y bebió de ella, desenfrenadamente y ávidamente. Luego arrojó la jarra contra la pared y gritó:

—¡Ahora marchaos! ¡Fuera de aquí, todos fuera de aquí! ¡Quiero estar solo!... ¡Solo!... ¡Solo!

También Krabat quería estar solo, salió del molino a hurtadillas. Era una noche sin luna pero muy estrellada. Caminó a través de los prados húmedos hacia el molino... y como vio el agua negra, en la que se reflejaba la luz de las estrellas, sintió la necesidad imperiosa de darse un baño. Se quitó la ropa, se deslizó en el estanque y se alejó nadando un par de brazas de la orilla.

El agua estaba fría, con ello se le aclararon las ideas: lo necesitaba después de todo lo que había ocurrido aquella noche. Se sumergió y volvió a salir a la superficie una docena de veces, luego regresó a la orilla estornudando muy fuerte y castañeteándoles los dientes.

—¡Te vas a enfriar, Krabat! ¡Sal de ahí! ¡Cómo se te ocurre!

Ayudó a Krabat a salir a tierra firme, le envolvió en la manta, iba a frotarle con ella para secarle.

Krabat se soltó de él.

—No lo entiendo, Juro —dijo—. No lo entiendo, ¿cómo he podido disparar contra ti?

—Tú no has disparado contra mí, Krabat, no con el botón de oro.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo había visto venir, que te conozco.

Juro le dio un pequeño codazo.

—Un grito mortal como ése puede que suene terrible, pero no cuesta nada.

—¿Y la mancha en la frente? —preguntó Krabat.

—¡Bah, eso! —dijo Juro riéndose—. No olvides que tengo algo de experiencia en las Ciencias Ocultas. Hasta ahí todavía llega el tonto de Juro.

Un anillo de pelo

A lo largo del verano, Krabat había hecho uso un par de veces de sus privilegios y se había marchado el domingo, menos por placer que por el maestro, para no darle ningún motivo de enfado. Sin embargo, no conseguía librarse de la sospecha de que el molinero seguía pretendiendo que cayera en la trampa.

Desde que disparó contra Juro habían pasado tres semanas en las que el maestro apenas había intercambiado un par de palabras con Krabat; entonces, una tarde, le dijo, y se lo dijo de pasada, como se suele hablar de cosas sin importancia:

—El domingo que viene te irás a Schwarzkollm, ¿no?

—¿Y eso por qué? —preguntó Krabat.

—El domingo hay allí verbena. Me imagino que ése puede ser un buen motivo para ir.

—Ya veremos —opinó Krabat—. Ya sabes que a mí no me gusta mucho estar con la gente si no va conmigo ninguno de nosotros.

Después le pidió consejo a Juro y le preguntó qué debía hacer.

—Ir —dijo Juro—. ¿Qué otra cosa vas a hacer si no?

—Eso es mucho pedir —opinó Krabat.

—También es mucho lo que está en juego —dijo Juro—. Además, sería una buena ocasión para hablar con la muchacha.

—¿Sabes que es de Schwarzkollm?

—Desde que estuvimos sentados junto al fuego en Pascua. No era muy difícil adivinarlo.

—Entonces la conoces...

—No —dijo Juro—. Ni tampoco quiero conocerla. Aquello que no sé nadie puede sonsacármelo.

—Pero, ¿cómo lo voy a hacer —preguntó Krabat— para que el maestro no se entere de ello si nos vemos?

—Tú ya sabes —replicó Juro— cómo se traza el círculo.

Echó mano al bolsillo, le dejó en la mano el trozo de madera.

—Cógelo... ¡y reúnete con tu muchacha y habla con ella!

El sábado, Krabat se fue temprano a la cama. Quería estar solo. Quería sopesar otra vez en calma si debía reunirse o no con la cantora. ¿Podía atreverse a ponerla ya al corriente de todo?

En sus ejercicios nocturnos Krabat conseguía últimamente cada vez con mayor frecuencia oponerse a las órdenes de Juro. Algunas veces era Juro incluso el primero que empezaba a sudar. Bien es cierto que él pensaba que eso no quería decir mucho, y que Krabat no debía cometer el error de infravalorar al maestro, pero en general las perspectivas para ellos no eran del todo malas.

La confianza de Krabat había ido creciendo de una vez para otra. También Pumphutt había vencido al molinero: ¿por qué no lo iba a conseguir él también? Contaba con la ayuda de Juro... y con la cantora.

Pero eso era precisamente lo que aún le seguía haciendo dudar a Krabat: si debía meter o no a la cantora en aquel asunto. ¿Quién le daba el derecho a hacerlo? ¿Era su vida tan importante como para poner en peligro la de ella?

Krabat estaba indeciso. Por una parte tenía que darle la razón a Juro: la ocasión para reunirse era propicia... ¿Quién sabía cuándo se volvería a presentar? Si no fuera por lo otro, por la duda sobre si debía contarle ya todo a la cantora al día siguiente cuando ni siquiera él mismo lo tenía aún totalmente claro...

«¿Y si sólo le cuento», se le pasó por la cabeza, «lo suficiente como para que tenga una idea general del asunto, pero sin decirle ni el día ni la hora de la prueba?...»

Krabat tuvo una sensación de alivio.

«Eso para ella significaría no tener que tomar una decisión precipitadamente... y para mí ganar tiempo para esperar a ver cómo se van desarrollando las cosas, si fuera necesario, hasta el último momento.»

Sus camaradas envidiaron a Krabat cuando el domingo, después de comer, les contó que el molinero le había dado el resto del día libre porque aquel día había verbena en Schwarzkollm.

—¡Verbena! —exclamó Lobosch—. ¡Sólo con oír la palabra ya estoy viendo enormes bandejas de pasteles y montañas de dulces de levadura! ¿Me traerás al menos algo para que lo pruebe?

«Pues claro que sí», le iba a decir Krabat, pero se le adelantó Lyschko con la observación de que qué era lo que Lobosch se había creído, que si creía que Krabat no tenía nada mejor que hacer en Schwarzkollm que pensar en pasteles.

—¡No! —le contradijo Lobosch—. ¡En ninguna verbena hay nada mejor!

Lo dijo con tal firmeza que todos no pudieron por menos que reírse.

Krabat dejó que Juro le diera uno de los paños para el pan en los que se llevaban la merienda cuando iban a trabajar al bosque o a la turbera; lo dobló y se lo metió debajo de la gorra, luego dijo:

—Bueno, Lobosch, ya veremos lo que queda para ti...

Krabat salió de la casa caminando lentamente, atravesó la parte delantera de Koselbruch y tomó al otro lado del bosque el camino vecinal que circundaba Schwarzkollm. En el lugar donde se había encontrado con la cantora la mañana de Pascua trazó el círculo mágico, luego se sentó dentro de él. Lucía el sol, hacía un calor agradable para aquella época del año. En una palabra: hacía un tiempo de verbena.

Krabat miró hacia el pueblo. Ya habían recogido la fruta de los árboles frutales de los huertos, una docena de manzanas olvidadas relucían amarillas y rojas entre el ramaje marchito.

A media voz pronunció la fórmula mágica, luego dirigió todos sus pensamientos hacia la muchacha.

—Hay alguien aquí sentado en la hierba —le hizo saber a la cantora— que quiere hablar contigo. Consigue quedarte un rato libre para él, él te promete también que no durará mucho tiempo. Nadie debe darse cuenta de adónde vas ni de con quién te encuentras: te lo ruega... y espera que puedas venir.

Sabía que tendría que esperar un buen rato. Se tumbó boca arriba, los brazos cruzados tras la nuca, para reflexionar una vez más con calma sobre qué le iba a decir a la cantora. El cielo estaba sublime y de un color azul claro, como sólo lo está en otoño... y mientras miraba así hacia arriba a Krabat le empezaron a pesar los párpados.

Cuando se despertó, la cantora estaba sentada a su lado sobre el césped. Él no podía explicarse cómo era que estaba ella allí de repente. Allí estaba sentada, esperando pacientemente, con su falda de domingo plisada, un pañuelo de seda con flores bordadas de vivos colores sobre los hombros, el pelo bajo una cofia de lino blanco con adornos de encaje.

—Cantora —preguntó él—, ¿llevas mucho tiempo aquí? ¿Por qué no me has despertado?

—Porque tengo tiempo —dijo ella—. Y pensaba que era mejor que te despertaras tú solo.

Él se incorporó sobre su codo derecho.

—Hace mucho tiempo —empezó a decir él— que no nos vemos.

—Sí, hace mucho tiempo —dijo la cantora tirando de su pañuelo—. Sólo en sueños has estado alguna vez conmigo. Estuvimos caminando bajo los árboles, ¿te acuerdas?

Krabat se rió un poco.

—Sí, bajo los árboles —dijo—. Era verano y hacía calor y tú llevabas una blusa clara. Me acuerdo de ello como si hubiera sido ayer mismo.

—Y yo también me acuerdo.

La cantora asintió, volvió la cara hacia él.

—¿Por qué querías hablar conmigo?

—Ay —dijo Krabat— casi se me olvida. Tú podrías salvarme la vida si quisieras...

—¿La vida? —preguntó ella.

—Sí —dijo Krabat.

—¿Y cómo?

—Enseguida te lo cuento.

Le informó del peligro en el que se encontraba y sobre cómo podía ella ayudarle: suponiendo que le distinguiera entre los demás cuervos.

—Eso no sería muy difícil... con tu ayuda —opinó ella.

—Difícil o no —replicó Krabat—, debes ser muy consciente de que también tú perderás la vida en caso de que no superes la prueba.

La cantora no lo dudó ni un instante.

—Tu vida —dijo ella— merece que yo arriesgue la mía por ella. ¿Cuándo tengo que ir al molinero a pedir que te deje libre?

—Eso —contestó Krabat— todavía no puedo decírtelo hoy. Te mandaré un mensaje cuando haya llegado el momento, si fuera necesario a través de un amigo.

Luego le rogó que le describiera la casa donde vivía. Ella lo hizo y le preguntó si tenía una navaja a mano.

—Toma —dijo Krabat.

Le tendió la navaja de Tonda. La hoja estaba negra, como siempre lo estaba últimamente... pero entonces, cuando la cantora la tuvo en sus manos, la navaja se volvió blanca.

Se quitó la cofia, se cortó un rizo de su cabello: hizo con él un estrecho anillo y se lo dio a Krabat.

—Será nuestra señal —dijo ella—. Cuando tu amigo me lo traiga estaré segura de que todo lo que me diga vendrá de ti.

—Te lo agradezco.

Krabat se guardó el anillo de pelo en el bolsillo de la pechera de su blusa.

—Ahora debes regresar a Schwarzkollm, y yo iré después —dijo él—, Y no debemos conocernos en la verbena... ¡No lo olvides!

—¿«No conocernos» significa no bailar juntos? —preguntó la cantora.

—Realmente no —opinó Krabat—. Pero no debe ser muy a menudo, lo comprendes, ¿no?

—Sí, lo comprendo.

Dicho aquello la cantora se levantó, se alisó las arrugas de la falda y regresó a Schwarzkollm, donde, entretanto, los músicos ya habían empezado con la música de la verbena. Delante de la alcaldía habían colocado mesas y bancos, formando un cuadrado alrededor de la pista de baile, donde la gente joven ya daba vueltas con empeño cuando Krabat llegó. Los viejos estaban cómodamente sentados en sus asientos y miraban a los mozos y mozas, fumando en pipa los hombres tras sus jarras de cerveza, casi esbeltos con su ropa de domingo marrón y azul en comparación con las mujeres, que con sus trajes de fiesta de vivos colores parecían gallinas cluecas y entre pasteles verbeneros y leche con miel conversaban sobre los jóvenes que estaban en la pista de baile: que si aquél hacía buena pareja con aquélla, y que si aquélla no la hacía tan buena, o nada en absoluto, con aquél, y que si ya habían oído que éste y aquélla se iban a casar pronto, y que si en cambio la hija menor del herrero y Franto el de Bartosch estaban a punto de dejarse...

Los músicos en su estrado, que estaba pegado a la pared de la casa (cuatro toneles vacíos puestos de pie servían de base a la plataforma, que estaba hecha con dos hojas del portón del granero, colocadas horizontalmente la una sobre la otra, que el alcalde había hecho llevar hasta allí para tal fin)..., los músicos animaban al baile tocando sus violines y sus clarinetes, sin olvidarse del contrabajo con su tum-tum-tum. Y si dejaban en algún momento los instrumentos para refrescarse con cerveza, que estaban en su derecho... gritaban inmediatamente por todas partes:

BOOK: Krabat y el molino del Diablo
7.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Embracing Change by Roome, Debbie
Dead Eye by Mark Greaney
The Care and Management of Lies by Jacqueline Winspear
Twisted by Lisa Harrington
Farewell to Manzanar by Jeanne Wakatsuki Houston, James D. Houston
Cargo Cult by Graham Storrs
Some Die Eloquent by Catherine Aird
Beneath the Tor by Nina Milton
Yours Always by Rhonda Dennis