—¡No…! —Gritó QW-d-224 protegiéndose sus ojos con el brazo.
Ningún ruido se produjo. El sonido no se transmitía en el vacío cósmico por donde volaba el patrullero CS-99. El lívido resplandor decreció en intensidad rápidamente. El comandante apartó los brazos y miró a la Luna con pupilas desorbitadas de horror. Oleadas de fuego envolvían al satélite, achicándose con rapidez. De pronto, todo quedó inmóvil. Un halo luminoso rodeaba a la Luna. Y la Luna perdió el hermoso brillo azul que le daba su atmósfera artificial, volvía a su fulgor frío y pálido de la época anterior a su colonización por el hombre. El halo luminoso se disolvió en el espacio como aventado por un invisible soplo de aire. La Luna había retornado a su triste condición de astro aterido, desierto, mudó… y muerto.
E
n el cielo de Madrid, el disco llameante de la Luna atrajo sobre sí la mirada sorprendida de diez millones de ciudadanos que habían subido de la populosa urbe subterránea para gozar del suave fresco de aquella plácida noche estival. Inesperadamente, el circuito peri —fónico que tenía instalados sus potentes altavoces en los lugares más estratégicos de la ciudad había interrumpido su programa de música sinfónica para lanzar un inesperado aviso:
—¡Atención! La Estación Interestelar Selenita anuncia que han sido identificadas numerosas formaciones thorbod por los alrededores de la Luna. A la espera de poder ampliar estas noticias, continuamos con nuestra emisión.
Todos los ojos se alzaron hacia el negro tul de la noche, donde brillaba espléndida y azul la risueña cara de la Luna. Podría contarse con los dedos de las manos las familias madrileñas que no tenían algún pariente en la Luna. La empresa de hacer del satélite un mundo habitable había recaído casi exclusivamente sobre las robustas espaldas de la Federación Ibérica, unión de todas las naciones del mundo de habla y cultura hispana, y españoles eran los dos tercios de la población actual de la Luna.
Con la mirada, varios millones de idénticos pensamientos volaron hacia la Luna. ¿Correrían algún peligro el hermano, el hijo o los nietos establecidos en el satélite?
Y de pronto, lo inesperado. La Luna envolvíase en un halo de fuego, convirtiendo la noche en día. Un deslumbrante resplandor lácteo envolvía a las personas, a los parques, a los bosques, a los caparazones de acero que cubrían las entradas a la ciudad subterránea, a las torres metálicas y hasta la inmediata sierra del Guadarrama. Un ronco rugido de terror brotó de millones de gargantas, haciendo estremecer el aire.
Para todos era sobradamente conocido el significado de aquella cegadora luz blanca. ¡La atmósfera de la Luna acababa de ser desintegrada!
La inmensa bola de fuego sólo lució unos breves segundos, extinguiéndose con rapidez, mientras un anillo luminoso rodeaba al satélite y se hacía más grande y más débil hasta apagarse por completo. La Luna volvió a su dulce y melancólico brillo de siglos.
—¡La bestia gris ha aniquilado a la Luna!
El grito corrió a lo largo y lo ancho de la capital como un soplo de viento gélido que hacía estremecer a los hombres. Y tras el grito llegó una ola de terror. La gente se arremolinó en las amplias avenidas, arrollando los jardines centrales y convergiendo tumultuosamente hacia los caparazones grises, semejantes a una inmensa formación de tortugas gigantes, cada uno de ellos sirviendo de entrada a un «rascasuelos».
Después de las primeras guerras de la Era Atómica, durante las cuales volaron por los aires ciudades tan populosas como Nueva York, San Francisco, Londres, París y Moscú, el hombre había decidido invertir sus ciudades proyectando los «rascacielos» hacia el dentro de la Tierra en vez de levantarlos sobre la superficie del planeta en busca de las nubes. Los «rascasuelos» del siglo XXV se clavaban en la Tierra alcanzando hasta 300 metros de profundidad. Todas sus entradas superiores afloraban a una extensa llanura donde se levantaban enormes parques, bosques y lagos, campos de deportes y velódromos para recreo y expansión de los soterrados habitantes de la ciudad.
Todos los edificios se comunicaban por su parte inferior, formando amplias calles y plazas subterráneas, por las que estaba prohibido el tránsito de vehículos, y todavía por debajo de esta extensa red de túneles se extendían centenares de kilómetros de «tubo» por los que iban y venían a velocidades desenfrenadas los trenes metropolitanos.
En caso de bombardeo atómico, se hacían sonar las sirenas y los ciudadanos que se encontraban fuera de la ciudad penetraban en ésta por las puertas de los caparazones de acero. Colosales ascensores, capaz cada uno de ellos para subir o bajar un ejército, transportaban a las masas hasta el hondo de la urbe, mientras todas las puertas y rendijas eran cerradas herméticamente. La capital quedaba totalmente aislada incluso de la atmósfera exterior, respirando de sus reservas de oxígeno hasta pasado el peligro y tener la seguridad de que el aire exterior no estaba envenenado por los gases o la radioactividad.
Al producirse el pánico entre los habitantes de Madrid, éstos corrieron atropelladamente hacia las entradas de la ciudad, gritando, empujándose, cayendo y pereciendo varios centenares de ellos arrollados por la masa, ciega a todo lo que no fuera asegurarse con la máxima rapidez un refugio contra el inminente ataque de la bestia gris.
Los altavoces se desgañitaron recomendando vanalmente calma y serenidad. Como si la Tierra fuera a correr en los próximos segundos la misma suerte que la desgraciada Luna, la gente se apelotonó en los ascensores, arrollando al cordón de policías que pugnaban por evitar la confusión y las subsiguientes víctimas por asfixia y aplastamiento. Uno de los montacargas, al recibir sobre su plataforma un peso cinco veces mayor al que era capaz de resistir, se hundió, precipitando en el abismo de 300 metros de profundidad, a varios miles de frenéticos locos.
Este era el resultado de una larga y sensacionalista especulación periodística sobre los horrores de una guerra total entre la bestia gris y la humanidad. Durante años y más años, las películas televisadas habían explotado el tema de una conflagración universal donde se ponían en juego los más pavorosos instrumentos de destrucción en masa. No existía ninguna más terrible ni de más desoladores efectos que la bomba «W». Esta actuaba sobre la atmósfera a modo de detonador, originando una reacción en cadena de los átomos contenidos en el aire, lo que equivalía a decir que después de una explosión de esta índole, la vida se haría imposible en el planeta elegido como víctima, ya que la delgada capa de aire que envolvía a la Tierra actuaba a modo de coraza contra los ardores del Sol, las radiaciones cósmicas y el frío aniquilador del vacío sideral, eso sin contar que el aire les era indispensable a los hombres para respirar.
Hasta hoy, habíase dado por seguro que la bestia gris jamás osaría emplear la bomba «W» por miedo a la justa represalia de sus enemigos. Sin embargo, los hombres grises acababan de destruir la Luna con uno de estos artefactos infernales. No parecían temer las represalias terrestres. Tal vez confiaban en impedirlas lanzando un ataque fulminante contra la Tierra, arrasándola por completo, liquidando a la humanidad antes de que ésta tuviera tiempo de correr con otra bomba «W» hasta el planeta Marte para arrastrarlos, en un último ataque desesperado, a la total destrucción.
Escenas de pánico, idénticas a las de Madrid, se produjeron simultáneamente en todo el mundo. La humanidad, creyendo llegado su último instante, corrió a guarecerse en sus grandes ciudades subterráneas, donde les quedaba una remota posibilidad de salvación aislándose de la atmósfera.
En estos momentos de angustia, el pensamiento de casi la totalidad del género humano fue a posarse en el autoplaneta Rayo. De un extremo al otro del mundo alzóse la misma exclamación:
¡Quién tuviera el Rayo para poder escapar! ¡El Rayo! ¿Cómo era el Rayo?
Suspendido sobre el cielo de Madrid, visto a través de unos buenos prismáticos, aparecía, como un pequeño Saturno. Se trataba de una esfera hueca de 400 metros de diámetro, rodeado por un anillo de 600 metros de diámetro y 20 de grosor. El anillo estaba fijo a la esfera por la parte media de esta, lo que podría llamarse línea del Ecuador.
Construida de un metal exótico llamado «dedona», cuya densidad era del orden de 40.000 veces mayor que el hierro, esta máquina prodigiosa albergaba en su interior una pequeña ciudad capaz para 10.000 habitantes, que podían vivir cómodamente en cuatro esbeltos rascacielos de 60 pisos y 170 metros de altura cada uno.
El Rayo era una máquina extraterrestre construida en un remoto planeta llamado «Ragol».
Las circunstancias de su presencia en el cielo de España eran de lo más curioso, y formaban parte de una historia casi increíble: la de sus tripulantes.
Allá por el año mil novecientos setenta y tantos, una comisión de las Naciones Unidas funcionaba bajo el poco conocido nombre de «Astral Information Office». Esta Comisión estaba a cargo del profesor Louis Frederick Stefansson, un sabio medio chiflado que contaba con un pequeño despacho en el edificio de la O.N.U., en Nueva York, a cargo de una linda secretaria llamada Bárbara Watt.
Instituida para vigilar cualquier amenaza posible procedente de las estrellas, la Comisión se hallaba reuniendo información acerca de los famosos platillos volantes, cuando una confusa historia dirigió los pasos del profesor Stefansson y su equipo al Tíbet.
La «Astral Information Office» tenía a su servicio un avión de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, cuyo piloto era el teniente Miguel Ángel Aznar de Soto, español de nacimiento, estando formada la tripulación por los sargentos George Paiton, copiloto; Walter Chase, navegador, y Richard Balmer, telegrafista.
Por muy extraños caminos, el equipo llegó a cierta aldea donde unos tibetanos alardeaban de haber dado muerte a dos seres, no humanos, que habían bajado del cielo colgados de «sombrillas», después de abandonar un objeto volador en forma de plato que fue a estrellarse en un ventisquero inaccesible.
Toda la aldea tibetana había sido asesinada cuando el equipo del profesor Stefansson llegó allá, pero unos pocos supervivientes les condujeron hasta el precipicio por donde habían arrojado a los dos «hombres grises».
Comprobada por el profesor Stefansson la naturaleza extraterrestre de aquellos seres, estaban a punto de anotarse un éxito sensacional en sus investigaciones cuando fueron capturados por otros platillos volantes que inoportunamente se presentaron en aquel lugar.
Prisioneros de los hombres grises, también llamados thorbod, los miembros del equipo consiguieron escapar y llegar a la China, desde donde fueron repatriados.
Pero a su regreso al mundo civilizado, el profesor Stefansson y sus muchachos vieron con sorpresa que su historia no era creída. No poseían ninguna prueba con que apoyar su relato. Las fotografías y los restos que tomaron de los cadáveres thorbod se habían perdido. Algunos miembros de la expedición quisieron, equivocadamente, dar verisimilitud al relato omitiendo los detalles más increíbles. Otros, al contrario, en un desmedido afán de sensacionalismo, relataron cosas que nunca habían ocurrido.
Pillados en flagrante contradicción, la historia fue rechazada por fantástica, los componentes de la expedición cayeron en el descrédito y se vieron obligados a dispersarse, buscando, bajo nombres falsos, ocupaciones distintas en lugares distintos del mundo.
La historia de los hombres grises parecía haberse olvidado por completo cuando unos meses más tarde, Miguel Ángel Aznar, refugiado en casa de sus padres en España, recibió un telegrama y dos pasajes de avión de cierto hombre llamado Harry Tierney, propietario de una factoría de Cleveland especializada en el suministro de componentes para los motores de los vehículos espaciales que entonces estaba utilizando la NASA en su programa de situar al hombre en la Luna.
Harry Tierney empleaba a un viejo científico alemán llamado Erich Von Eiken, quien partiendo de unos antiguos apuntes, había desarrollado un nuevo combustible para aviones cohete. La extraordinaria potencia de este combustible obligó a Thomas Dyer, ingeniero de Tierney, a diseñar unos nuevos motores, y, finalmente, Edgar Ley, también empleado de Tierney, tuvo que diseñar un nuevo prototipo de avión gigantesco capaz de resistir las altas velocidades que le imprimirían los motores de Dyer y el combustible de Von Eiken.
De este modo, cuando Miguel Ángel Aznar llegó a Cleveland, se vio ante una aeronave de la cual no existía parangón en el mundo.
Era tal la potencia del prototipo, bautizado con el nombre Lanza, que en el vuelo de pruebas abandonó la atmósfera terrestre y se convirtió en un satélite artificial de la Tierra.
Harry Tierney manifestó a Aznar estar asustado de las amplias posibilidades que su nuevo avión abría al futuro. Sencillamente, la nación que poseyera el secreto de aquel nuevo avión tendría a sus pies, inerme, al resto del mundo. Tierney, hombre idealista, estaba dispuesto a destruir su avión «para impedir que nadie pudiera utilizarlo como arma de guerra».
Pero antes de destruir al Lanza, Tierney hizo una proposición a Miguel Ángel Aznar. Si era cierto que existían los hombres grises de Venus, y éstos abrigaban intenciones hostiles contra la Tierra, entonces estaría justificado que él entregara el Lanza al mundo para que éste estuviera en condiciones de defenderse del ataque de los hombres de Venus.
Tierney no desconfiaba de la historia contada por el profesor Stefansson, pero quería asegurarse por si mismo de la existencia de los discutidos hombres de Venus. Tenían listo el único avión del mundo capaz de hacer un viaje a Venus y regreso a la Tierra. Sólo faltaba pertrecharlo si Miguel Ángel Aznar y sus amigos estaban dispuestos a acompañarle a Venus. Aznar dijo que sí, y de este modo, pocos meses más tarde, el Lanza despegaba en la complicidad de la noche y volaba a Venus.
En Venus, la expedición pudo certificar la existencia cierta de los hombres grises, pero como temían que ocurriera igual que la primera vez, Aznar puso mucho empeño en capturar al menos un thorbod para llevarlo consigo de regreso a la Tierra.
Este empeño por llevar consigo un prisionero había de resultar funesto a la expedición. De regreso de Venus el Lanza descubrió un planeta errante que iba a interferir en su ruta. Cuando los tripulantes del Lanza quisieron poner en marcha los motores para alejarse de aquel extraño mundo, descubrieron con horror que el prisionero thorbod había provocado una avería de importancia.