La abominable bestia gris (4 page)

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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: La abominable bestia gris
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Arrastrados por la fuerza de atracción de aquel mundo, los expedicionarios se vieron obligados a efectuar un aterrizaje forzoso en un planeta extraño cubierto de hielo, en el cual, para colmo de desdichas, no existía siquiera una atmósfera respirable.

El planeta errante viajaba por el espacio a la respetable velocidad de 400.000 kilómetros por hora, arrastrando consigo, lejos de la Tierra, a aquel puñado de desesperados náufragos.

Después de vivir horas de angustia en aquel inhóspito mundo, los terrícolas descubrieron que estaba habitado. ¡Estaba habitado por máquinas «pensantes», que en repetidas ocasiones intentaron aniquilarles!

El valor y la audacia de los náufragos les condujeron hasta el lugar donde, hacía siglos, se había empezado a construir un gigantesco autoplaneta. Esta máquina gigantesca era el Rayo.

Los habitantes de Ragol habían construido un monstruoso cerebro electrónico. Pero habiendo medido mal los alcances de esta máquina prodigiosa, se excedieron. El «cerebro» fue más lejos de lo que sus creadores pensaron jamás y, haciendo abstracción de su propio ser, empezó a razonar por su propia cuenta.

Las consecuencias fueron catastróficas. Toda la vida de aquel súper adelantado mundo dependía del funcionamiento del gigantesco «cerebro». Este decidió eliminar a los humanoides. Cortó la energía eléctrica, abrió los conductos de aireación de las ciudades subterráneas, y toda la humanidad pereció. Los robots, bajo las órdenes del «cerebro» se encargaron de liquidar a los supervivientes de esta masacre descomunal.

Pero el «cerebro» ignoraba que allí mismo dormían un sueño de siglos cierto número de prohombres «saissai», la misma raza de hombres azules que también habitaba Venus. Cuando Miguel Ángel Aznar y sus amigos detuvieron el funcionamiento del «cerebro monstruo», los «saissai» despertaron en su cripta secreta. Estos cultos hombres fueron quienes, posteriormente, terminaron de construir el Rayo.

La tarea les llevó más de dos siglos, mientras Miguel Ángel Aznar y sus amigos dormían en estado de hibernación, en la misma cripta donde antes dormían los prohombres de la raza «saissai».

Terminado el Rayo, los terrícolas despertaron de su letargo para emprender el regreso a la Tierra. Cuando finalmente llegaron a este mundo, encontraron la Tierra envejecida… ¡en cuatrocientos treinta años!

Miguel Ángel Aznar y los que con él estuvieron en Ragol eran, pues, los únicos hombres del siglo XX que vivían en este supercivilizado siglo XXV, a la sazón sentado sobre un volcán. Cuando el Rayo llegó a la Tierra encontró a ésta empeñada en una cruenta guerra de razas. Restablecida la paz, debido en gran parte a la intervención personal de Miguel Ángel Aznar, se propuso acabar con las guerras. Para ello organizó una «Policía Sideral», encargada de mantener la paz en toda la galaxia. Pero la «Policía Sideral» había fracasado en su intento de unir a Marte a la gran comunidad de planetas. Marte no deseaba la paz. Sus actuales pobladores, los hombres grises, pretendían nada menos que erigirse en los dueños del Universo y en centro de la futura civilización. Este brutal y sorpresivo ataque a la Luna era la respuesta de la bestia a los ofrecimientos de paz hechos por la Tierra.

En el momento de producirse el ataque thorbod, Miguel Ángel hallábase en Madrid, reunido con el alto estado mayor de la Policía Sideral, apresuradamente convocado en conferencia extraordinaria al recibirse las primeras noticias de la presencia de aparatos marcianos en las inmediaciones de la Luna. La asamblea acababa de ocupar sus sillones en torno a la gran mesa cuando llegó la aterradora nueva: ¡La Luna había sido destruida!

Un soplo gélido pareció penetrar en la lujosa sala de conferencias del edificio de la Sociedad de las Naciones. Los rostros palidecieron. Los ojos intercambiaron miradas de profundo terror…

Asistieron a la Conferencia el general Ortiz, por la Federación Ibérica; el general Kisemene, por la Unión Africana; el general Yenangyat, por el Imperio Asiático el general Limoges, por los Estados Unidos de Europa; el general Power, por los Estados Unidos de Norteamérica, y el general Kadde, por las Naciones Venusinas, cada uno de ellos con un séquito de ayudantes y secretarios, lo que elevaba el número de los presentes a medio centenar de hombres y mujeres.

Las oscuras pupilas del almirante Miguel Ángel Aznar relampaguearon. Miguel Ángel era un joven de elevada estatura, cintura breve, caderas estrechas y largos miembros. Tenía negro, bronco y ondulado el cabello, los ojos castaño oscuros, despejada la frente, grande la boca y cuadrada y enérgica la barbilla. Estos rasgos se armonizaban en su rostro que denotaba inteligencia, dinamismo y serenidad. Para los emperingotados generales de la Policía Sideral, la actitud serena del almirante fue a modo de un freno que contuvo, al menos aparentemente, sus primeras manifestaciones de pavor.

—¡Cielo santo! —exclamó el general Limoges con los cabellos erizados—. ¿Se propondrán esos monstruos hacer lo mismo con la Tierra?

—No lo creo —repuso Miguel Ángel con voz ligeramente ronca—. La bestia sabe que si aniquila la Tierra, también Marte será arrasado.

¿Cree que esa posibilidad puede asustar a esas horribles criaturas?

—No tenemos el menor indicio de que la bestia gris se asuste por nada —contestó el almirante—, pero por muy inhumanos que sean, no dejarán de tener un mínimo de instinto de conservación, el suficiente para advertirles la irreparable equivocación que cometerían destruyendo a la Tierra. Esto, además, va contra sus propósitos. La bestia no quiere ver convertida la Tierra en un mundo inhabitable. Quiere unir este planeta a su imperio, hacer de él el centro de sus futuras conquistas universales, gozar su privilegiado clima. No. La bestia no va a volatilizar la atmósfera y los océanos terrestres en los próximos diez minutos ni en los próximos mil siglos.

Un aura primaveral pareció pasar por la sala borrando la frigidez anterior y la contracción nerviosa de los rostros humanos. No obstante, el general Kadde, de Venus, preguntó:

¿Y si la bestia pretendiera aniquilar a todo el género humano, procediendo luego a la rehabilitación de la Tierra, como nosotros hicimos con la Luna?

Miguel Ángel sonrió.

—¿Levantar una atmósfera artificial en torno a la Tierra y fabricar molécula sobre molécula todos los océanos perdidos? —Preguntó irónico—. No, excelencia. Aunque teóricamente sea posible hacerlo, en la práctica resulta un problema insoluble. Largos años de esfuerzos se necesitarían para hacer habitable la Luna y todavía en el momento de ser torpedeada por la bestia gris no habíamos conseguido formar un lago de dimensiones respetables. La Tierra es cincuenta veces mayor que la Luna. ¿Imagina la cantidad de esfuerzos que serían necesarios para devolverle su atmósfera y, sobre todo, sus océanos?

—Desconocemos la potencialidad industrial de Marte. Tal vez la bestia pudiera realizar el milagro en un tiempo relativamente corto.

Miguel Ángel volvió a sonreír.

—Los recursos de la bestia no serán muy superiores a los nuestros. Descartemos la posibilidad del aniquilamiento de la Tierra. ¿Para qué había de obligarse Marte en una tarea tan gigantesca, si puede adueñarse de la Tierra tal y como está, con sus océanos, su atmósfera, sus ciudades, sus fábricas y su potencial humano? La bestia acaba de demostrarnos, una vez más, su audacia y su fría y tranquila inteligencia. Acaba de convertir en ruinas la Luna, borrando de su faz quinientos millones de seres humanos, y lo ha hecho así con la seguridad de que los terrestres, pese a esta provocación, nos abstendríamos de contestar en la misma forma, torpedeando a Marte con otras bombas «W». No teme las represalias, porque aunque hemos estado jactándonos de aniquilar a Marte si nos provocaban, la verdad es que no podemos hacer tal cosa sin acarrear sobre nuestras cabezas la ruina total. Si la Tierra aniquila a Marte, no pasarán dos horas sin que la Tierra sucumba de la misma forma.

—Entones… —murmuró el general Yenagyat—, ¿qué podemos hacer?

—Sólo podemos hacer una cosa —repuso Miguel Ángel. Luchar con todos nuestros recursos contra la bestia por la libertad del mundo. Dentro de unas horas, toda la potencialidad aérea de los thorbod se volcará sobre la Tierra en un desesperado intento por arrollarnos y poner pie en este planeta. Hemos de impedirlo a toda costa, porque si la bestia nos arrolla en el espacio y desembarca en este planeta, la humanidad será víctima de la más cruel y odiosa esclavitud.

—Antes que ser esclavos de esas horribles criaturas provocaríamos la desintegración de la atmósfera marciana y la terrestre —rugió el general Power con odio.

—Nada de eso —repuso Miguel Ángel serenamente—. No cabe en ninguna conciencia cristiana el suicidio en masa de ciento cincuenta mil millones de almas. Nosotros, los que podríamos arrastrar a la humanidad al desastre, no daremos jamás la orden de volatilizar la atmósfera terrestre. No tenemos derecho ha hacerlo, porque si los aquí reunidos preferimos la muerte a la esclavitud, habrán en este planeta millones de almas que prefieran la esclavitud y la esperanza de una libertad en lo futuro a arremeter con todo y hundirse en la muerte arrastrando a nuestros enemigos.

Nuevamente pasó sobre las frentes de los generales la sombra de una honda preocupación. Sonó el zumbador del radiovisor que Miguel Ángel tenía junto a sí, sobre una esquina de la mesa. En la pantalla apareció el rostro de una joven oficial del Cuerpo de Transmisiones.

—Excelencia —dijo la muchacha—. Patrulleros de las fuerzas aéreas norteamericanas informan de la presencia de tres poderosas escuadras thorbod en ruta hacia la Tierra. Anuncian desde Venus que otra formación masiva de aparatos marcianos está atacando aquel planeta. Las escuadras venusinas libran en estos momentos empeñada batalla a unos trescientos mil kilómetros de la atmósfera de Venus. Las noticias sobre el curso del combate son todavía confusas. Quedamos a la espera de más detalles.

Miguel Ángel cerró la comunicación con un gruñido y miró a los generales.

—Espero —dijo el general Kadde— que mis compatriotas puedan resistir el asalto. Si la bestia consigue poner su planta sobre Venus, serán necesarios incalculables esfuerzos para desalojarla de allí más tarde. Tal vez si enviáramos refuerzos…

—Si lo hiciéramos nos comportaríamos estúpidamente. Esto es precisamente lo que la bestia espera que hagamos: debilitar nuestros efectivos enviando una parte considerable de ellos a defender Venus, mientras el grueso de las escuadrillas thorbod caen sobre la Tierra. A mi juicio, lo más acertado es contraatacar en el mismo Marte. Si conseguimos desembarcar algunos contingentes de fuerzas especiales en Marte, los thorbod tendrán que replegar sus efectivos de Venus y dedicar alguna atención a su propio planeta —base.

—También eso sería debilitar nuestras fuerzas —apuntó Kadde.

—Sí, pero obligaríamos a los hombres grises a venir tras nosotros, y eso salvaría a Venus y aliviaría a la Tierra. Lo más difícil será mantenernos en Marte durante mucho tiempo, pero si sacrificando algunos miles de aviones desviamos el primer golpe marciano, tendremos más probabilidades de vencer en las batallas posteriores. Mi propósito no es invadir Marte formalmente, sino retener en aquel planeta fuerzas thorbod desproporcionadas con el número y la importancia del cuerpo expedicionario. El Rayo serviría a las mil maravillas como nave de transporte. Si esta asamblea da su visto bueno, antes de seis días puedo estar bombardeando Marte.

—¿Pretende tomar personalmente el mando de ese cuerpo expedicionario? —preguntó el general Limoges, sorprendido.

—Sí.

Los generales intercambiaron una mirada de perplejidad.

—¿Cuántos aparatos considera su excelencia necesarios para apoyar a los «comandos»? —preguntó el general Power.

—Serán suficientes unos veinticinco mil cazas y otros tantos bombarderos. Con esa fuerza y los diez mil hombres que puede llevar el Rayo me comprometo a retener en Marte doscientos mil aviones thorbod y todas Sus tropas. Los hombres grises no son demasiado numerosos. Los generales consultaron entre sí durante unos minutos y, finalmente, concedieron su visto bueno al audaz proyecto del almirante. El joven se apresuró a abandonar la conferencia, dejando al Alto Estado Mayor muy ocupado en poner en pie de guerra todos los recursos bélicos del mundo para enfrentarlos con el fulminante y rudo golpe marciano que en estos momentos caía sobre la Tierra.

Capítulo 3.
Corresponsal de guerra

U
na ansiedad febril agitaba a Lola Contreras (JO-k-1.900), mientras conducía su rápido y silencioso automóvil eléctrico por la magnífica pista de 500 metros de anchura que conducía a la base de los grandes cruceros de combate de las fuerzas aéreas ibéricas. Era la primera misión de verdadera importancia que se le concedía, una oportunidad tal vez única de sobresalir del monótono color pardo de la masa, y ante esta posibilidad seductora, largamente acariciada, Lola sentase víctima de cien temores vagos, el más corpóreo e importante de los cuales era llegar tarde a la cita que tenía con el autoplaneta Rayo, surto en el lago artificial donde amaraban las grandes naves del espacio.

En este siglo XXV, donde la gente vivía a expensas de las máquinas y el Estado se encargaba de surtirle de todo lo necesario para subsistir, la actividad humana tenía un campo muy limitado donde consumir su tiempo, su vigor físico y sus facultades mentales. El deporte, las ciencias, las bellas artes y las letras estaban saturados de atletas, de sabios, de artistas de todos los géneros y de escritores. Nunca el hombre se había esforzado tanto por sobresalir sobre esta masa parda y uniforme llamada humanidad y, a la vez, jamás encontró tan formidables obstáculos para distinguirse.

El hombre disponía completamente de las veinticuatro horas de cada día. No tenía que levantarse temprano para ir a la oficina o el taller. No tenía que bregar la mitad de cada día, ni estar preocupado durante la otra mitad, por cosas tan absurdas como los alimentos, el vestido, la educación de sus hijos, la vivienda, los impuestos y todas las demás calamidades cotidianas del histérico siglo XX. De los 20 a los 26 años, el Estado obligaba a trabajar a los hombres y las mujeres, sin distinción, en las colosales fábricas, en los almacenes distribuidores de alimentos y artículos vitales y en la construcción de nuevas fábricas, ciudades u obras públicas. Cumplido su servicio, el hombre y la mujer del siglo XXV quedaban en libertad de hacer lo que se les antojara de su tiempo.

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