Era esta lucha mil veces más terrible de todas cuantas se libraron en las ciudades abiertas al cielo de principios de la era atómica. También las armas eran más terribles. Olas de líquidos en llamas descendían por las escaleras formando cascadas abrasadoras. Mortales gases que corroían la carne formaban espesas nubes por las calles y plazas subterráneas. Bombas de fósforo estallaban dentro de las plantas de los edificios, incendiando cuanto había a su alrededor. Los techos se desplomaban o saltaban bajo el empuje bestial de formidables explosivos. Bóvedas enteras derrumbábanse bloqueando los subterráneos con montañas de rocas y de tierra. La ciudad restallaba y crujía por sus cuatro costados, resquebrajándose como si en sus mismas entrañas hubiera despertado de un sueño de siglos un rugiente volcán.
Los comandos ponían en juego todas las armas de destrucción que una fecunda ciencia puso a su disposición. Gases, líquidos de fuego, bombas que demolían las casas como castillos de naipes o incendiaban todo el aire a su alrededor… todo era lícito. En el alma de aquellas tropas especiales estaba grabado a fuego el recuerdo de 500 millones de seres aniquilados de un sólo golpe en la Luna, unas pocas horas antes.
Una furia demoníaca dominaba a los comandos terrestres. Moviéndose lentamente entre escombros y ruinas, entre llamas y lagos de fuego, borrosos tras las nubes de humo, de polvo y de gases deletéreos o corrosivos, iban saltando de obstáculo en obstáculo, empujando a los ocho millones de habitantes de Nemania hacia la superficie del suelo.
Pero en la superficie de su ciudad enterrada, otro huracán de fuego y metralla esperaba a la bestia, cortando le la retirada. El Rayo, tras desembarcar apresuradamente al cuerpo expedicionario, habíase remontado en el espacio situándose sobre Nemania, fuera del alcance de las baterías antiaéreas de la ciudad, sometiéndola a un brutal bombardeo atómico.
Enjambres de platillos volantes, acudidos a toda prisa desde diversos puntos del planeta, atacaban como avispas furiosas al Rayo. Este habíase rodeado de su «atmósfera» y ponía en juego sus defensas de Rayos Z. Los platillos volantes que intentaban acercarse al autoplaneta a gran velocidad perecían abrasados por su propia frotación con esta envoltura invisible. Otro tanto ocurría con los proyectiles dirigidos, dotados de gran velocidad. El único sistema de aproximarse al Rayo y penetrar aquella envoltura atómica era volando a velocidades inferiores a 3 «mach». Pero a esta velocidad, las baterías del autoplaneta jugaban a su capricho con el enemigo, derribándole envuelto en llamas sobre Nemania.
A su vez, los destructores y cazas del Rayo andaban a la greña con los platillos volantes y las defensas de la ciudad. Descendiendo en vuelo rasante, a velocidades que ningún otro avión construido de metales corrientes hubiera podido resistir sin desintegrarse por la frotación con el aire, las «zapatillas voladoras» de Miguel Ángel iban acallando las baterías thorbod con el certero fuego de sus cañones lanzacohetes.
La bestia, desalojada de las profundidades de su ciudad por los bravos comandos, caía agavillada en la superficie bajo el violento bombardeo del Rayo. Los cadáveres amontonados en las bocas de la ciudad bloqueaban la salida. Cogida entre dos fuegos, la bestia se defendía con ferocidad, oponiendo una resistencia tenaz al avance de los comandos.
Lola Contreras, siempre en pos del almirante, no daba abasto para captar todas las animadas escenas que se ofrecían al objetivo de su cámara cinematográfica. Le parecía estar viviendo una horrible pesadilla, de la que iba a despertar de un momento a otro en el mullido lecho de su apartamento en Madrid, descubriendo con alivio que todo había sido un sueño de su exaltada fantasía y ni siquiera era verdad que la Tierra y Marte estuvieran empeñados en una cruenta guerra.
Ella y Miguel Ángel, rodeados de un pelotón de comandos vestidos de hierro, seguían a corta distancia el avance lento de las tropas de asalto. Los derrumbamientos de las bóvedas les obligaban a un continuo y violento ejército, saltando sobre montones de escombros, eludiendo cables eléctricos esparcidos por el suelo, pasando entre las llamas y hollando cadáveres de bestias y de terrestres horriblemente destrozados.
En un principio, Lola rehuía poner sus plantas sobre este acolchado de carne blanduzca, de vista repugnante. Luego optó por no fijarse en los muertos, cerrando los ojos ante los cuadros más espeluznantes. Esto era causa de numerosos tropezones y caídas. Miguel Ángel la asió de una de las manos enguantadas y acercó su monstruosa escafandra a la de Lola.
—Me parece que empieza a arrepentirse de haber venido —le dijo el almirante—. Esto es demasiado fuerte para usted.
—Estoy tomando un documental estupendo —dijo ella, eludiendo la respuesta directa—. El documental me hará enfermar, pero me consagrará para siempre como corresponsal de guerra.
—¡Cuidado! —gritó un soldado, propinándoles un tremendo empujón.
Miguel Ángel se dejó caer en el suelo entre dos vigas de acero, arrastrando consigo a Lola. Brilló una llamarada cegadora, acompañada de una formidable detonación. Una lluvia de cascotes cayó sobre los dos jóvenes, sepultándoles entre las dos vigas. Otras detonaciones ensordecedoras restallaron a su alrededor. Su ruido hubiera roto los tímpanos de los terrestres, a no ser porque los sonidos exteriores sólo llegaban hasta sus oídos a través de los auriculares y estos no podían registrar toda la violencia de una explosión atómica.
—Se acabó —exclamó Lola—. Este es el final.
Todo había quedado en silencio a su alrededor. Probó a mover piernas y brazos, comprobando que los músculos respondían a sus órdenes mentales.
—¡Quieta! —susurró una voz junto a su auricular—. ¡No haga ruido!
Lola volvió lentamente la cabeza. A través del cristal azulado, en una oscuridad casi total, vio confusamente al almirante. Un débil rayo de luz rojiza, procedente de un incendio, se filtraba por una ranura abierta entre los escombros. Miguel Ángel estaba mirando por este agujero. Volvió la cabeza hacia la corresponsal.
—Han matado a todos nuestros compañeros —susurró—. ¿Dónde está mi ametralladora?
La ametralladora estaba debajo de Lola. La muchacha se incorporó y su escafandra golpeó en los cascotes que les cubrían. Las dos vigas de acero formaban una angosta oquedad, y en ella estaban los dos terrestres enterrados. Lola miró por la rendija. Vio media docena de hombres grises, enfundados en corazas semejantes a las terrestres, dialogando entre sí. Era un grupo de rezagados que se habían ocultado dejando pasar a las avanzadillas terrestres y ahora surgían a su retaguardia.
—¡Apártese! —ordenó Miguel Ángel a la joven.
Lola retiró la cabeza. Al hacerlo golpeó en la viga de acero. El ruido resultante se le antojó tan formidable como un cañonazo. Vio a una de las bestias volverse con rapidez y mirar hacia allí. Señaló, diciendo algo a sus compañeros, y empuñó su fusil atómico.
—¡Van a disparar!
Miguel Ángel la echó a un lado de un empujón, metió apresuradamente el cañón de su ametralladora por la rendija e hizo fuego.
La ráfaga de Miguel Ángel cogió de lleno a las bestias y las hizo pedazos. A su vez, el único proyectil que consiguieran disparar los hombres grises, dio en la base del montón de escombros y lo dispersó con furia apocalíptica, levantando a los dos terrestres en el aire y dejándoles caer luego desde varios metros de altura.
Quedaron atontados por el golpe, viendo a través de las mirillas azules de sus escafandras los juegos de luz de las llamas sobre el techo. Al cabo de un rato empezaron a moverse, alzándose primero de rodillas, contemplándose mutuamente y poniéndose en pie con lentitud.
—Parece que todavía estamos enteros —murmuró Lola contemplándose a sí misma.
—Déjeme ver si su armadura no tiene ningún agujero —dijo Miguel Ángel acercándose a la muchacha y examinándola de pies a cabeza con detenimiento—. Cualquier pequeño resquicio por donde pudieran penetrar estos gases sería mortal… No. No parece haber sufrido ningún daño, a excepción de unas cuantas abolladuras sin importancia. ¿Quiere pasarme revista ahora a mí?
Lola inspeccionó la armadura del almirante, asegurándose de que continuaba en perfecto estado.
—¿Y mi cámara? —Preguntó la corresponsal—. ¿Dónde fue a parar? —Miraron en rededor, sin hallar el menor rastro de ella.
—Sabe Dios dónde habrá ido a parar —farfulló el almirante.
—Pues he de encontrarla, ¡no faltaba más!
—No sea tonta, señorita —dijo Miguel Ángel—. Su cámara estará enterrada bajo esas toneladas de cascotes y no podemos perder tiempo buscándola. ¿Para qué la quiere? Cuando acabe todo esto la gente estará harta de tanta guerra. Y si quiere que le diga la verdad, no creo que se le ofrezca oportunidad de lucirse con su reportaje.
Lola miró fijamente al almirante a través del cristal azulado.
—¡Cómo! ¿Por qué? —preguntó.
La llegada de un grupo de comandos, al mando de un coronel, impidió a Lola exigir explicaciones al almirante. Este accedió a dejar allí a la muchacha con media docena de comandos para que la ayudaran a buscar la cámara y se fue con el coronel.
A
las dos de la tarde (hora de España), Nemania estaba en poder de Miguel Ángel Aznar. La lucha proseguía aún, enconada y cruel, por los recónditos subterráneos de la ciudad. Grupos aislados de bestias seguían ofreciendo una resistencia desesperada al amparo de los mil escondites que prestaban los túneles cegados y las montañas de escombros, pero su agresividad no podía salvar a la capital. Esta era un informe montón de ruinas, pudridero de siete millones de habitantes y 4.000 soldados terrestres caídos en el feroz asalto.
Nemania, como población, no tenía ya ningún valor. Pero como cabeza de puente era inapreciable. Miguel Ángel había ordenado volar los grandes túneles que le ponían en comunicación subterránea con otras ciudades inmediatas por tren y autopistas y disponíase a convertir este nauseabundo cementerio en reducto inexpugnable. El prolongado bombardeo atómico del Rayo no había conseguido dañar apenas la formidable costra de acero y cemento que protegía a la ciudad por arriba. Los marcianos, que fortificaran tan magníficamente su capital, pretendían destruirla ahora junto con los tenaces enemigos que habíanse alojado en ella.
Una lluvia ininterrumpida de proyectiles dirigidos tronaba sobre Nemania. La bestia, enfurecida, pugnaba por arrancarse aquel aguijón clavado profundamente en su planeta. El sorpresivo ataque terrestre a la ciudad no dio tiempo a los hombres grises para preparar su voladura, y las defensas acumuladas por ellos se revolvían contra sus propios constructores, resistiendo inconmovibles el huracán de fuego que caía sobre ellas.
A 300 metros de profundidad, teniendo sobre su cabeza el continuo trueno del bombardeo thorbod, el almirante de la Policía Sideral se preparaba para resistir un largo asedio. Una fría cámara acorazada, de la que sólo unos momentos antes habíanse retirado los cadáveres de varios oficiales thorbod, víctimas de los gases venenosos, le servía de Cuartel General. Las tropas especiales habían traído algunos aparatos de radio y televisión de gran alcance y, gracias a ellos, podía estar en continuo contacto con el Rayo.
El autoplaneta, artífice de esta victoria inicial, era el verdadero héroe de la jornada. Había protegido el desembarco del cuerpo expedicionario, fulminó con sus bombas a los habitantes de Nemania, que buscaban un escape por arriba, e infligió a la bestia duras pérdidas en aviones. Después de combatir furiosamente durante largas horas contra las fuerzas aéreas thorbod, derribándoles no menos de 18.000 aparatos sin sufrir una sola pérdida, el Rayo continuaba\1«\2»\3 a decir del rudo y bravo Richard Balmer.
El Rayo, sobre el cielo de Marte, se comportaba según la forma de un toro bravo, arremetiendo como una furia contra las formaciones thorbod allí donde estas eran más densas y dejando tras sí un rastro de destrucción y muerte. Los platillos volantes habían acabado por considerar con más respeto a este coloso invencible y se dedicaban a neutralizar lo mejor posible el impacto de sus proyectiles dirigidos sobre sus ciudades. Haría falta una nueva táctica para vencer a este globo impetuoso, y mientras la buscaban, los thorbod veían amenazado su cielo por la presencia de aquella máquina diabólica, insensible a la caricia abrasadora de sus Rayos Z y envuelto en una atmósfera invisible, contra la que se estrellaban todos los proyectiles dirigidos dotados de gran velocidad.
—¡Ah, si tuviéramos solamente una docena de Rayos! —Exclamaba Richard Balmer por la radio—. ¡Ya les enseñaríamos a estos bichos a no agredir a sus vecinos y permanecer quietecitos en casa!
Desgraciadamente, no existía más que un Rayo en todo el Universo. Si la bestia se hubiera retrasado solamente un año en su ataque, la Policía Sideral hubiera podido contar con varios centenares de sus magníficos destructores. Entonces, el ataque thorbod hubiera sido un suicidio para el guerrero Marte. Con más probabilidad, Marte no hubiera intentado siquiera agredir a la Tierra ni arrebatarle su supremacía.
Las cosas así eran distintas. El Rayo estaba solo frente a las poderosas escuadras thorbod y no podía estar en todos sitios a la vez. Mientras sembraba el desconcierto entre los marcianos, allá en la Tierra y Venus la bestia se anotaba estrepitosos triunfos. El Rayo, una vez más, sirvió de intermediario para verter en los oídos del almirante luctuosas nuevas.
—Las cosas andan de coronilla allá por la Tierra, Ángel —informó Richard Balmer desde el Rayo—. La primera batalla aérea acabó en un desastre para nuestras fuerzas… y la segunda, también. No comprendo cómo ha podido ocurrir, pero lo cierto es que esos bicharracos color ceniza nos están zurrando de lo lindo en nuestra propia casa.
Acabo de hablar con el general Ortiz y me ha dicho que después de perder la mitad de todas sus fuerzas aéreas, éstas se baten a la defensiva… ¡A la defensiva, Ángel, nosotros que nos creíamos los más fuertes hasta hace solamente algunas horas! ¿Qué crees tú que puede significar todo esto?
—Eso sólo puede significar una cosa, Richard. Hemos perdido la supremacía aérea. Esperemos que nuestra presencia en Marte obligue a la bestia a retirar algunas fuerzas de la Tierra y se restablezca el equilibrio. ¿Qué hay de Venus?
—Los hombres grises han desembarcado allí y pelean ahora en e suelo. Dominan por completo el aire… bombardean Anadai y Dahor… Esto es un desastre, muchacho. ¡Un verdadero desastre!