La humanidad, que antes se lamentaba de un continuo ajetreo, sentía ahora la necesidad de hacer «algo». El Estado premiaba con algunos regalos y distinciones honoríficas actos meritorios de quienes destacaban en cualquier actividad. ¡Pero era tan numerosa la prole de Adán! Todos los campos de la actividad humana estaban archisaturados de gentes que se afanaban por sustraerse de la fría matrícula impuesta por el Estado y hacer conocer su nombre en alguna forma. Los cargos militares no estaban retribuidos, como tampoco los de los ministros, los investigadores o los científicos, y todavía sobraban gentes deseosas de desempeñar cualquiera de estos cargos, tanto por tener algo en qué distraer sus ocios como por sobresalir sobre la plebe que iba a surtirse de alimentos y vestidos a los almacenes gubernamentales, practicaba toda clase de deportes al aire libre o atestaba las calles moviéndose como un rebaño de reses gordas, bien nutridas y somnolientas.
Lola Contreras había dedicado sus esfuerzos a distinguirse en uno de los campos más difíciles, por ser uno de los más aplaudidos por la multitud. En este siglo la imagen reinaba sin discusión. Desde sus casas, con toda comodidad, el público asistía a grandes torneos deportivos, a conferencias, a espectáculos, sirviéndose de sus pantallas de televisión. El público, sin moverse de su casa, podía estar ahora asistiendo a una carrera de caballos en Londres y, tres segundos más tarde, presenciar desde el mismo sitio la fiesta de Año Nuevo en Pekín.
Un exceso de monótonas realidades empujaba al hombre del siglo XXV hacia el fantástico mundo de la novela hecha imagen. Las películas, en especial las de aventuras, eran su pasión. Sólo había una modalidad de películas que celebraba todavía más, y ésta era el noticiario cinematográfico, el reportaje en imagen y color, sucesor de los extintos periódicos impresos que la radiovisión desterró para siempre.
Los reporteros del siglo XXV eran todos reporteros gráficos. El hombre actual, acostumbrado a «ver» y «oír», apenas si leía. Y Lola Contreras había tomado la difícil profesión de reportero gráfico.
Lola no parecía solamente joven en un mundo de eterna juventud. Lo era en realidad. Tenía 26 años y era esbelta, armoniosamente proporcionada, como la generalidad de estas generaciones descendientes de hombres y mujeres que habían practicado intensivamente la gimnasia. Era rubia, de ojos azules, roja y jugosa boca y naricilla ligeramente respingona, denotadora de un carácter exclusivista, audaz y emprendedor.
Para sosiego de Lola, el Rayo continuaba en la base acuática, flotando como una gigantesca y brillante esfera amarilla sobre las aguas verdes de la laguna. La muchacha se apresuró a saltar del coche, tomó su pequeño saco de viaje y el estuche con la cámara cinematográfica y se precipitó hacia una canoa amarrada al muelle. Un par de minutos más tarde, Lola trepaba por una escalerilla de hierro hasta el anillo ecuatorial del Rayo, que se elevaba varios metros sobre el nivel del lago, y entraba en la fantástica aeronave tras mostrar al oficial de guardia la autorización apresuradamente firmada por el general Ortiz.
La anchurosa plaza del autoplaneta, a cada uno de cuyos cuatro extremos se levantaba un esbelto rascacielos de 60 pisos, estaba atestada de soldados, viéndose aquí y allá montañas de equipo militar, cañones lanza cohetes, proyectores de Rayos Z y demás artefactos bélicos. La tropa vestía corazas especiales contra la radiactividad y el fuego. El ruido que producían tantos miles de hombres vestidos de hierro, entrechocando sus corazas y sus monstruosas escafandras esparcidas por el piso, era ensordecedor. A este estrépito uníase el zumbido de las conversaciones, semejante al de una colmena gigante en afanosa actividad.
Apenas acababa de entrar Lola cuando las compuertas del Rayo se cerraron herméticamente. Una sirena atronó los ámbitos de la enorme cúpula y la tropa lanzó un " ¡hurra! " estentóreo. El Rayo se elevó suave y majestuosamente, abandonando las aguas del lago para flotar en el espacio. Sin escapes estruendosos de gases, como por arte de magia, la enorme astronave fue subiendo a creciente velocidad, achicándose en la distancia rápidamente, pasando de monstruosa bola a segunda luna, para seguir empequeñeciéndose hasta convertirse en una estrella que finalmente pasó a ser una cabeza de alfiler y luego nada.
Después de rodar varios metros de «film» en el piso superior del autoplaneta, registrando en su cámara cinematográfica la agitación y el entusiasmo de las tropas especiales en el momento de la partida, Lola Contreras solicitó del oficial de guardia una entrevista con el almirante. La pretensión era muy atrevida. Lógicamente, el almirante debía de estar muy ocupado en estos momentos, cuando el autoplaneta surcaba el espacio a tremenda velocidad rumbo a Marte y quedaba muy poco tiempo para dar los últimos toques al plan de campaña.
Sin embargo, contra toda lógica, Lola Contreras fue admitida en el cuarto de trabajo del almirante. Miguel Ángel, rodeado de media docena de sus capitanes, examinaba grandes mapas de Marte extendidos sobre la mesa. Al entrar la muchacha, levantó los ojos y los clavó en ella fijamente.
—¿De modo que usted es la corresponsal de guerra? —preguntó.
—Mi nombre es Dolores Contreras —repuso la joven—. Siento venirle a interrumpir en su trabajo. Mi intención era hacerle una interviú; pero si usted no dispone de tiempo, esperaré con mucho gusto mejor oportunidad.
—Responderé ahora mismo a sus preguntas, con tal de que no sean muchas —sonrió Miguel Ángel.
Lola, admirada de su suerte, fijó su cámara cinematográfica a un extremo de la mesa, de modo que enfocara al almirante, le dio marcha y fue a ocupar un sillón junto al propietario del Rayo, de manera que el enfoque de la cámara la alcanzara a ella también. Esto era muy importante para los propósitos de Lola. Los futuros espectadores del reportaje debían conocer desde el primer momento al autor del mismo.
—En primer lugar —dijo Lola—, al público le gustaría conocer sus impresiones personales acerca de esta guerra que acaba de comenzar. ¿Considera su excelencia que la Humanidad se enfrenta en un momento trascendental de su existencia?
—Sí —repuso Miguel Ángel—. La Humanidad vive las horas más decisivas de su Historia. Hace siglos que los hombres grises llegaron a esta galaxia con ánimos de colonizarla. La Humanidad les ha opuesto una resistencia tenaz. La bestia se lanza ahora al asalto final, el que ha de decidir si este sistema planetario pasa a su poder o les rechaza para siempre. Ambos bandos luchamos por el espacio vital y la hegemonía de nuestras razas. La lucha será a muerte. Nadie dará ni pedirá cuartel.
—¿Confía su excelencia en nuestra victoria final? —Un capitán siempre está seguro del triunfo de su ejército— contestó el almirante sonriendo.
—¿Podría su excelencia hacer un resumen de sus planes inmediatos? Más específicamente… ¿cuál es la misión que en estos momentos nos lleva a Marte?
—Mi plan es llevar la guerra al propio terreno del enemigo.
—¿Qué espera conseguir con esta táctica?
—Obligar a la bestia a apartar su atención de la Tierra para fijarla en su propio planeta. Retener en Marte un número de aviones y de divisiones superiores a nuestros propios efectivos.
—¿Cuál va a ser el principal objetivo de este raid? —Me propongo descargar un golpe fulminante sobre Nemania, capital del imperio thorbod, ocuparla y retenerla cuanto tiempo sea posible.
—No será cosa fácil conseguirlo, ¿verdad? Se dice que Marte está formidablemente fortificado. En realidad, hace un par de siglos que ningún terrestre ha puesto los pies sobre ese planeta. La bestia no tendrá desguarnecido su territorio. Debe tener en Marte un número abrumadora —mente superior al de esta expedición en aviones y en hombres.
—Sin duda, pero tenemos de nuestra parte la sorpresa… y un arma secreta. Nemania, con un poco de suerte, caerá en nuestras manos sin necesidad de someterla a un bombardeo preliminar.
—¡Un arma secreta! —Exclamó Lola—. ¿Dónde está?
—Aquí, a bordo del Rayo.
—¿Tendría inconveniente en hablarme de ella? ¿Es realmente decisiva? —interrogó Lola con curiosidad.
—No puede decirse que sea decisiva. Al menos no lo es para rendir a la bestia. Pero bastará para proporcionarles una desagradable sorpresa. ¿No ha oído hablar usted de nuestros torpedos «terrestres».?
—Desde luego. No se habla de otra cosa de un par de años a esta parte. Los torpedos terrestres pueden abrirse paso a través de la roca más consistente y, por debajo de tierra, llegar hasta las ciudades subterráneas haciendo explosión y reduciendo a cenizas la ciudad. Es el arma más temida de la actualidad. Ella convierte en inútiles todas las defensas de las ciudades subterráneas, creadas originalmente contra los bombardeos aéreos.
—Pues bien —dijo el almirante—. Nuestra arma secreta es ni más ni menos que una nueva aplicación de los torpedos terrestres. En vez de pequeños torpedos, hemos construido media docena de grandes torpedos, capaz cada uno de ellos para transportar doscientos hombres completamente armados. Me propongo asaltar la capital marciana con estos vehículos subterráneos que, dicho sea de paso, dejan tras sí un túnel capaz para que por él puedan penetrar grandes contingentes de tropas.
—¿No sería más práctico torpedear la capital?
—Se necesitarían por lo menos media docena de torpedos terrestres para destruir una ciudad de la categoría de Nemania. El inconveniente de esos torpedos es que al hacer explosión se pierden sin remedio… y no disponemos de bastante «dedona» para fabricar tantos torpedos como serían necesarios para destruir los centenares de ciudades que existen en Marte. ¿Comprende? «Dedona» es el maravilloso metal de que está construido el Rayo. Este metal se desconoce en el sistema planetario solar. Un sustitutivo fue hallado en el planetillo Eros, pero esa fuente no puede explotarse ahora con la guerra. En realidad, esta guerra ha empezado por causa de Eros. La bestia dedujo que si los terrestres conseguíamos sacar «dedona» de Eros y construir con ella torpedos terrestres y aparatos aéreos como los del Rayo, jamás podrían apoderarse de la Tierra y Venus en una guerra. Por esto se han lanzado al ataque, antes de darnos tiempo a sacar sobre Marte una considerable ventaja en artefactos bélicos de nueva factura. El poco mineral que conseguimos extraer de Eros ha servido para construir estos vehículos subterrestres y como medio centenar de torpedos. El repentino ataque thorbod nos ha sorprendido cuando nos disponíamos a empezar la fabricación de nuevos destructores siderales en serie.
—¿Cree su excelencia que de no haber mediado el asunto de Eros con su precioso mineral no hubiera habido guerra con Marte?
—¡Oh, no, en absoluto! —protestó Miguel Ángel—. La guerra era inevitable. El asunto de Eros no ha hecho más que precipitar los acontecimientos. No me pregunte si esto ha sido mejor o peor para nosotros, pues lo ignoro. La cuestión es que la bestia nos ha atacado y estamos metidos de lleno en una guerra que hemos de ganar a toda costa—.
—Muchas gracias por sus interesantes declaraciones, almirante. ¡Ojalá tengamos suerte en Marte! ¿Me permitirá su excelencia tomar parte en el asalto de Nemania? —No considero esa aventura muy recomendable para una mujer, aunque sea corresponsal gráfico— sonrió Miguel Ángel.
Lola Contreras hizo una extraña mueca. —Sí, ya sé lo que está pensando —dijo el almirante echándose a reír—. Pertenezco a una generación donde las mujeres todavía no tomaban parte activa en las guerras. En el siglo XX, que es el mío, las señoras ya comenzaban a escalar los puestos hasta entonces reservados a los hombres, pero aún había de pasar mucho tiempo antes de que se emanciparan por completo. Bien, usted es una muchacha del siglo XXV. Tendrá un puesto en el vehículo subterrestre que yo ocupe, si ese es su gusto.
—No sabe cuánto se lo agradezco, excelencia —contestó Lola poniéndose en pie. Lola paró el motorcito de su cámara cinematográfica, saludó con una de sus cautivadoras sonrisas y abandonó la sala seguida de la mirada bondadosa del almirante.
E
n la sala de control del Rayo, Richard Balmer permanecía inclinado sobre el tornavoz de un aparato de televisión. Eran en este momento las seis de la mañana (hora de España). El Rayo, surcando a una velocidad fantástica el espacio, hallábase a mitad de camino entre la Tierra y Marte.
A esta misma hora, allá, en la Tierra, distante 30 millones de kilómetros, los acontecimientos empezaban a precipitarse. Tres poderosas flotas marcianas, compuesta cada una de ellas por 500.000 aparatos, entraban en colisión con dos millones de aeronaves salidas de la Tierra al encuentro del enemigo. Detrás del millón y medio de cruceros de combate marcianos, 600.000 platillos volantes y 200.000 transportes de tropas aguardaban desde prudencial distancia que el espacio estuviera despejado para dejarse caer como aves de presa sobre los continentes terrestres.
Teniendo en cuenta que el Rayo habíase cruzado poco antes con otra flota thorbod integrada por un millón aproximado de aeronaves en ruta hacia la Tierra, y que una escuadra de 500.000 unidades estaba acosando Venus, la potencialidad aérea marciana resultaba mayor de lo que calculaban los peritos de la Tierra.
En número de astronaves, la Tierra y Marte parecían iguales. Pero este equilibrio de fuerzas era más ilusorio que real. La técnica terrestre jamás pudo sobrepujar a la marciana. Los aparatos thorbod eran más rápidos y ágiles que los terrestres. Sus proyectores de Rayos Z tenían un alcance mayor que los construidos en la Tierra, y esta ventaja era un factor decisivo.
En estas batallas, el factor hombre quedaba totalmente descartado. Los aviones se movían a velocidades demasiado grandes, y los combates se desenvolvían con excesiva rapidez para que el cerebro y los músculos humanos pudieran reaccionar en las fracciones de segundo, que muchas veces decidían el triunfo o la derrota de una escuadra sideral. Una moderna batalla podía compararse a una reñida partida de ajedrez, sobre un terreno tridimensional que abarcaba decenas de miles de kilómetros, disputada por cerebros electrónicos.
Ya en el siglo XX existían en la Tierra máquinas «pensantes» que jugaban al ajedrez venciendo a los mejores campeones humanos. Cuando dos de estas máquinas «pensantes» eran puestas frente a frente, ganaba siempre la que había empezado a jugar moviendo la primera pieza. En estas apocalípticas batallas aéreas del siglo XXV venía a ocurrir una cosa parecida. Vencía la mejor técnica. Dos escuadras compuestas por aparatos del mismo modelo y en igual número, eran teóricamente invencibles entre sí. Si se les ordenaba pelear saldría victoriosa la que disparara el primer cañonazo y derribara al primer contendiente. Pero cuando las escuadras contendientes eran de distinta clase y se rompía el equilibrio de fuerzas, las cosas ocurrían de distinta forma. A igual técnica, vencía el más numeroso. Y cuando la técnica y el número estaban a favor de uno de los bandos, entonces podía darse por seguro que la victoria sería para el primero de ellos.