La tribu de las mujeres dispuso sus caballos en orden de marcha. En cabeza iban Pentesilea y sus guerreras, y las mujeres muy ancianas y las embarazadas en el centro de la columna con las niñas muy pequeñas, rodeadas por las jóvenes más robustas.
Casandra empuñaba una lanza y conocía la forma de emplearla; en consecuencia, ocupó un puesto entre las guerreras jóvenes. Pentesilea la vio y frunció el entrecejo, pero no dijo nada, así que ella interpretó su silencio como aceptación. No sabía si desear enfrentarse a la lucha por vez primera o rezar para que el viaje transcurriera sin incidentes.
Al iniciarse el alba, cuando en el cielo oscuro sólo había una estrella solitaria, Pentesilea dio la señal de marcha. Casandra se estremeció bajo la túnica de lana que había vestido en la ceremonia. Confiaba en que no lloviera durante la primera etapa; había dejado en la tienda sus calzones que fueron enfardados con las bolsas de cuero y los cestos. Su compañera más íntima, una niña de unos catorce años a quien su madre llamaba «Estrella» y que cabalgaba junto a ella, no ocultaba sus ansias de pelear.
—Un año, cuando yo era pequeña, hubo guerra contra una de las tribus de los centauros, no con la de Quirón, que son amigos nuestros, sino una del interior. Nos acometieron en el preciso instante en que abandonábamos nuestro campamento y trataron de arrebatarnos el mejor de nuestros garañones —le contó Estrella—. Yo apenas pude verles; aún cabalgaba con mi madre. Pero oí chillar a los hombres cuando Pentesilea cargó contra ellos. —¿Vencimos?
—¡Pues claro que vencimos! En caso contrarío, nos habrían llevado a su campamento y quebrado las piernas para que no pudiésemos huir —dijo Estrella.
Casandra recordó entonces a la inválida del campamento de los hombres.
—Pero hicimos la paz con ellos y les prestamos el garañón por un año para mejorar sus yeguadas. Y aquel año accedimos a visitar su aldea en vez de ir a la de Quirón. Pentesilea afirmó que ya estábamos demasiado emparentadas con su gente y que deberíamos dejar pasar unos cuantos años porque no es prudente yacer con los familiares durante muchas generaciones. Aseguró que, cuando se procede así, los bebés nacen débiles y a veces mueren.
Casandra no lo entendió y se lo dijo. Estrella se echó a reír y le advirtió:
—De todas formas, no te dejarán ir. Antes de dirigirte a las aldeas de los hombres has de ser una mujer, no sólo una muchacha.
—Yo soy una mujer —manifestó Casandra—. Hace ya diez lunas que soy apta para concebir.
—Aun así, tienes que ser una guerrera que haya demostrado su valía. Yo soy mujer desde hace un año o más y, sin embargo, aun no me permiten ir a las aldeas de los hombres. Pero no tengo prisa; al fin y al cabo, podría quedarme preñada por nueve lunas y luego parir un varón inútil que habría que entregar a la tribu de su padre —dijo Estrella. —¿Ir a las aldeas de los hombres? ¿Para qué? —preguntó Casandra y Estrella se lo aclaró.
—Me parece que lo has inventado —comentó Casandra—. Mi madre y mi padre jamás harían una cosa así.
Era capaz de entender lo que sucedía entre una yegua y un garañón pero la idea de sus regios padres consagrados a semejante actividad se le antojaba repugnante. No obstante, de mala gana, recordó que siempre que su padre llamaba a su dormitorio a una de las numerosas mujeres del palacio, más pronto o más tarde (las más de las veces pronto) había un nuevo bebé en el palacio y, si era un varón, Príamo acudiría al orfebre y tanto la mujer como su hijo recibirían importantes regalos en forma de anillos, cadenas y copas de oro.
Así que, después de todo, podía ser verdad lo que Estrella le había dicho. Había visto nacer niños, pero su madre le había explicado que no era digno de una princesa prestar atención a la cháchara de las mujeres del palacio. Ahora recordaba ciertas burlas groseras que entonces no entendió y sintió arder sus mejillas. Hécuba le había explicado que la Madre Tierra enviaba los niños a los vientres de las mujeres y ella se había preguntado a veces por qué no le había enviado uno, ya que tanto le gustaban.
—Por eso, quienes viven en las ciudades guardan a sus mujeres encerradas en gineceos —afirmó Estrella—. Se dice que las mujeres de las ciudades son tan lujuriosas que no es posible dejarlas en libertad.
—No es verdad —protestó Casandra, sin saber a ciencia cierta por qué le irritaban tanto aquellas palabras.
—¡Pues claro que lo son! ¿Cómo de otro modo iban a tenerlas encerradas los hombres entre cuatro paredes? Nuestras mujeres no son así —dijo Estrella—. Pero las mujeres de las ciudades son como cabras... Fornican con cualquier hombre que se les acerque. —Sonrió malignamente y preguntó—: Tú eres de la ciudad ¿no es cierto? ¿Acaso no te encerraron para mantenerte apartada de los hombres?
Casandra oprimió con sus rodillas los flancos de su yegua y se lanzó contra Estrella, aullando de rabia. Ésta le arañó, pero Casandra se aferró a sus bastas trenzas, tratando de desmontarla. Sus cabalgaduras relinchaban y resoplaban mientras ellas peleaban, golpeándose y arañándose entre chillidos. Un codo de Estrella chocó con la nariz de Casandra, que empezó a sangrar al tiempo que sus uñas rastrillaban la mejilla de Estrella.
Entonces aparecieron Pentesilea y Elaria, y separaron a las contendientes. Pentesilea arrancó a Casandra de su silla y la sostuvo bajo su brazo mientras ella se debatía furiosa.
—¡Qué vergüenza, Casandra! ¿Cómo vamos a seguir en paz con las otras tribus si peleamos de ese modo entre nosotras? ¿Así tratas a tus hermanas? ¿Por qué peleabais?
Casandra inclinó la cabeza y no quiso responder. Estrella aún mostraba aquella odiosa sonrisa.
—Le dije que a las mujeres de las ciudades las tienen encerradas porque fornican como cabras —declaró Estrella, burlona—. Y si eso no es cierto, ¿por qué me ha atacado?
—¡Mi madre no es así! ¡Dile que retire eso! —gritó Casandra, llena de furia.
Pentesilea se inclinó aún más sobre ella y le murmuró al oído:
—¿Será tu madre diferente por lo que alguien diga, verdadero o falso?
—No, claro que no. Pero si ella afirma...
—Si ella lo afirma, ¿temes que alguien lo oiga y lo crea? —preguntó Pentesilea alzando una de sus finas cejas—. ¿Por qué otorgarle tal poder sobre ti?
Casandra bajó la cabeza y no respondió. Entonces Pentesilea miró con desdén a Estrella.
—¿Es así como tratas a alguien de tu clan y huésped de la tribu, hermanita?
Se acercó y con sus dedos tocó la arañada y sangrante mejilla de Estrella.
—No te castigaré porque ya has sido castigada. Bien se defendió ella. La próxima vez mostrarás más cortesía con una huésped de nuestra tribu. La buena voluntad de la esposa de Príamo es muy valiosa para nosotras.
Dando la espalda a Estrella, se volvió hacia Casandra a la que todavía sostenía contra su pecho. La muchacha pudo percibir la hilaridad en sus palabras.
—¿Eres lo bastante mayor para cabalgar sola sin meterte en apuros, o debo llevarte delante de mí como si fueses un bebé?
—Puedo cabalgar sola —dijo Casandra, aún enfadada, aunque se sentía agradecida a Pentesilea por haberla defendido.
—Entonces te dejaré de nuevo sobre tu yegua —añadió la reina de las amazonas.
Y, con satisfacción, Casandra volvió a sentir bajo ella el ancho lomo de Viento del Sur. Estrella la miró, arrugó la nariz y Casandra supo que eran de nuevo amigas. Pentesilea volvió a la cabeza de la columna y ordenó que se reanudase la marcha.
Caía una lluvia fina y helada que iba calándolas poco a poco. Casandra trató de proteger su cabeza, cubriéndola con la túnica de lana, pero sus cabellos ya estaban húmedos y lacios. Cabalgaron durante todo el día y prosiguieron la marcha durante la noche. Se preguntó cuándo llegarían a los nuevos pastos. No tenía ni idea del lugar hacia donde se dirigían; se limitaba a avanzar en la húmeda oscuridad, tras la cola del caballo que la precedía.
Cabalgaba en un oscuro sueño y experimentaba unas curiosas sensaciones que acometían su cuerpo y que era incapaz de identificar. Entonces apareció ante sus ojos el resplandor de un fuego y supo que no lo veía con sus propios ojos. En algún lugar, Paris se hallaba sentado ante una hoguera y observaba a una joven esbelta, de largos cabellos rubios que envolvían su cuello, situada al otro lado del fuego. Vestía la larga y suelta túnica plegada de las mujeres del continente y Casandra percibió el modo en que Paris era incapaz de apartar los ojos de ella y el intenso apetito de su cuerpo, que la turbaron tanto que tuvo que desviar sus ojos del fuego. Entonces se vio cabalgando de nuevo y sintió la humedad de su manto y frías gotas que caían sobre su cuello, que dejaba al descubierto. Aún su cuerpo vibraba con la fuerza de lo que sabía que era deseo, aunque no lo entendiera. Era la primera vez que había sido plenamente consciente de su propio cuerpo... y sin embargo no era su propio cuerpo. La asaltaron el recuerdo de los grandes ojos de la muchacha, la suave curva de su mejilla, la ondulación de sus senos juveniles que alzaban la túnica, de la manera en que todas estas evocaciones suscitaban unas extrañas sensaciones. Como en una revelación, comenzó a asociar todo aquello con las cosas inquietantes que le había dicho Estrella, sintió tristeza y algo que a causa de su inocencia, no pudo identificar como vergüenza.
Hacia la madrugada cesó la lluvia y se desgarraron las oscuras nubes. Asomó la luna, y pudo advertir que atravesaban una cordillera por un estrecho desfiladero rocoso. Bajó los ojos hacia la amplia llanura que se extendía a sus pies, cubierta de árboles pequeños y retorcidos y de bien cuidados campos de labor que deslindaban bajo muros de piedra. Descendieron lentamente por la abrupta ladera y los caballos que abrían marcha redujeron el paso, poco a poco, hasta detenerse. Desenfardaron las tiendas, y la olla, envuelta en húmedos paños, fue colocada en el centro del lugar escogido. Los primeros rayos de un rojo sol atravesaban ya el cañón que habían cruzado por la noche. Enviaron a las muchachas en busca de leña seca. No abundaba tras días de una lluvia que lo había empapado todo pero, bajo los gruesos y retorcidos olivos, Casandra encontró algunos palos.
El sol fue elevándose mientras se asentaban, en un alud de tonos rojos que anunciaban más lluvia. Disfrutaron de su húmedo calor, y secaron sus cabellos y sus ropas. Luego, las mujeres más ancianas se encargaron de vigilar la instalación de una tienda e introdujeron en ella a una mujer a punto de dar a luz; las guerreras encargaron a las jóvenes que llevaran el ganado a pastar y Casandra fue con ellas.
Se hallaba muy cansada y con los ojos ardientes, pero no sentía sueño; una parte de su mente había vuelto a la tienda donde se agrupaban las mujeres, animando a la que estaba de parto, y otra parte continuaba muy lejos, con Paris. Sabía que se hallaba en la ladera, con su ganado, y que sus pensamientos eran para la muchacha cuyo recuerdo le obsesionaba. Conocía su nombre de dulce sonido, Enone, y sabía que Paris se aterraba de tal modo a ese recuerdo que olvidaba lo que debía haber sido más importante para él, la obligación de cuidar del ganado. E incluso antes de que lo advirtiera el propio Paris, oyó (o sintió u olió) la presencia de la muchacha, acercándose furtivamente por entre la espesura de la falda del monte.
Les envolvía el acre olor de los enebros. Casandra apenas supo quién de los dos, Paris o la muchacha, descubrió primero al otro o inició la carrera hasta unirse en un abrazo. La sensación de aquellos besos ansiosos casi la devolvió de golpe a su propio cuerpo y a su propio lugar pero ahora estaba preparada para la experiencia y se aferró a la conciencia de las emociones y sensaciones de él. Después supo que Enone estaba tendida en la mullida hierba mientras Paris, se arrodillaba junto a ella.
Fue repentinamente consciente de que aquel momento no debía ser compartido ni siquiera por una hermana gemela, se apartó de allí y volvió a sentirse sobre su yegua mientras las gotas de lluvia resbalaban por su cara. Anheló el sol de su propia tierra, el brillo del sol de Apolo y, por vez primera desde que se hallaba con las amazonas, se preguntó cuándo regresaría.
Se sintió mal, le quemaban los ojos y la acometieron las náuseas. El recuerdo de lo que había compartido respondía a algunas de las numerosas preguntas que se había formulado en mente, pero no estaba segura de si había participado en aquella curiosa experiencia como su hermano o corno Enone, si había sido el amante o la amada.
No tenía la certeza de hallarse dentro de su propio cuerpo o de seguir aún tendida en la mullida hierba del monte Ida con su hermano y la muchacha, todavía entrelazados en los arreboles del deseo. Su mente no permanecía dentro de los confines de su cuerpo sino que se extendía mucho más allá; de tal modo que una parte se hallaba allí, en el círculo de los caballos y de las muchachas, y otra alcanzaba la tienda en donde se había arrodillado la parturienta en medio de un corro de mujeres que la observaban, le gritaban lo que tenía que hacer y la animaban. Los dolores del parto parecían acosar ahora a su propio cuerpo inexperto. Se sentía atormentada por la confusión, percibía cómo la sangre abandonaba sus mejillas y oía el jadeo de su propia garganta.
Se volvió con furia; tiró con tal fuerza de las riendas, que su yegua a punto estuvo de dar un traspiés. Clavó entonces sus talones en los ijares de su montura y se lanzó al galope por la planicie como si a través de un violento esfuerzo físico pudiera atraer toda su conciencia a su propio cuerpo. Pentesilea vio cómo se alejaba del campamento y saltó al punto sobre su caballo para lanzarse en pos de ella.
Casandra, semitendida sobre el lomo de su yegua, trataba desesperadamente de encerrarse en sí misma. Advirtió la persecución de que era objeto y espoleó aún más su cabalgadura. Pero el caballo de Pentesilea tenía remos más largos y ella era una amazona mejor; poco a poco se redujo la distancia entre las dos y la reina sobrepasó a la muchacha. Entonces advirtió con horror el enrojecimiento del rostro de Casandra y el pánico que se reflejaba en sus ojos.
Tendió los brazos y agarró a Casandra, haciéndole dejar su montura, sujetándola en la silla ante sí.
Sintió que su frente ardía como si tuviese fiebre. Casi delirante, la muchacha pugnaba por soltarse, y la amazona la retuvo con más fuerza aún.
—¡Vamos! ¡Vamos! ¿Qué te pasa, Ojos Brillantes? Tienes la frente como si hubieras sufrido una insolación y, sin embargo, hoy no puede decirse que haga calor.