La Antorcha (14 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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Quienes montaban guardia en las murallas eran también mujeres, que podían tomarse por amazonas porque se hallaban armadas, lucían petos de bronce y portaban largas lanzas. Mientras las amazonas cruzaban por las calles, las centinelas lanzaron un prolongado alarido de batalla y al momento, aparecieron ante ellas media docena de mujeres con sus lanzas en posición de descanso como signo de paz. La que estaba al frente se adelantó y abrazó a Pentesilea desde su montura.

—Te recibimos jubilosas, Pentesilea, reina de las yeguas —dijo—. La Señora de Colquis te envía sus saludos y te da la bienvenida. Te pide que tus mujeres se instalen dentro de la ciudad, en el campo próximo a la Muralla del Sur y te invita a que acudas al palacio con una amiga o dos, si lo deseas.

La reina de las amazonas transmitió las noticias que la centinela le había dado.

—Y además —declaró la mujer de Colquis—, la reina envía a tus mujeres como regalo dos ovejas y un cesto de pan cocido hoy en los hornos reales; que coman aquí mientras tú te reúnes con la reina en el palacio.

Las amazonas prorrumpieron en un largo vítor ante la idea de aquella comida que durante tanto tiempo les había estado vedada.

Pentesilea cuidó de que acamparan, alzasen sus tiendas y sacrificaran los corderos. Casandra, a su lado mientras ardía en honor de la Cazadora una buena porción de pecina, advirtió que los corderos tenían una apariencia normal, como la de los de Troya. Pentesilea reparó en su mirada y le dijo:

—¿Qué te sucede? ¿Es que esperabas que los corderos de Colquis tuviesen vellocino de oro? Pues no es así. Ni siquiera nacen con él los que forman parte de los rebaños de Apolo. Pero los cólquidos sumergen la lana en los ríos cuyas aguas arrastran pepitas. Y aunque quizás haya menos oro que en tiempos de Jasón, antes de que salgas de Colquis verás tal vellocino de oro. Ahora vistámonos para comer en la mesa de la soberana.

La reina de las amazonas se encaminó a su propia tienda, se despojó de sus ropas de montar y se puso su mejor falda, botas de piel blanca y una túnica que dejaba un pecho al descubierto como allí era costumbre. Y ya que le había dicho que se vistiese lo mejor que pudiera, Casandra se colocó su traje troyano, que le resultaba demasiado corto y sólo le llegaba a media pantorrilla, y calzó sus sandalias.

Pentesilea cogió de sus alforjas un poco de galena para pintarse los ojos; luego se volvió y le preguntó:

—¿Es ése el único vestido que tienes, niña?

—Eso me temo.

—Pues no te sirve. Has crecido más de lo que pensaba —declaró Pentesilea.

Revolvió en su propio equipaje y sacó un vestido un poco deteriorado de color azafrán pálido.

—Te quedará demasiado grande pero es lo más que puedo hacer por ti.

Casandra se pasó el vestido por la cabeza y lo sujetó con sus viejos alfileres de bronce. Se sintió tan torpe y trabada por las faldas en torno de las rodillas que le costó recordar que antaño llevaba esas prendas todos los días.

Juntas caminaron por una parte de Colquis en donde las calles se hallaban pavimentadas. Hacía tanto tiempo que Casandra no había estado en el interior de una urbe que advirtió que se quedaba boquiabierta como un bárbaro ante los altos edificios.

El palacio había sido construido de un modo que le recordaba al de Troya, con mármol gris de la comarca. Se levantaba sobre una elevación en el centro de la ciudad y ni siquiera un templo alcanzaba mayor altura. Casandra se quedó un poco asombrada, acostumbrada como estaba a que en su tierra las moradas de los hombres nunca fueran tan altas como los templos de los dioses.

Cuando llegaron a la escalinata del palacio, pudieron divisar el mar. Igual que en Troya, pensó Casandra. Pero aquel mar no era de un azul tan intenso como el que recordaba sino de un gris oscuro, aceitoso. Unos hombres cargaban y descargaban calmadamente las naves amarradas en el puerto; no eran piratas ni merodeadores sino comerciantes. Tantos barcos cerca de Troya hubieran sido indicio de un desastre o de una guerra.

Y sin embargo podía verlos ante Troya, tantos barcos que oscurecían el azul del mar...

Con un esfuerzo, tornó al presente. Aquí no existía peligro...

Pentesilea le tocó un brazo.

—¿Qué es eso? ¿Qué viste?

—Naves —murmuró Casandra—. Naves... que amenazaban Troya.

—Sin duda, si Príamo sigue como antes —dijo su tía, en tono seco—. Tu padre ha tratado de conseguir un poder sin ser bastante fuerte para retenerlo y un día ese poder se verá puesto a prueba. Pero no hagamos esperar a la reina Imandra.

A Casandra nunca se le había ocurrido pensar en la política de su padre: mas podía advertir que lo que Pentesilea decía era cierto. Príamo cobraba tributo de todas las naves que pasaban por los estrechos hacia este mar. Hasta entonces, los aqueos lo habían pagado porque representaba un esfuerzo menor que el de reunir una flota para negarse a abonarlo. Observó las puertas de hierro y comprendió que, más pronto o más tarde, significarían un nuevo modo de vida.

Se dijo a sí misma que estaba perdiendo el contacto con la realidad; su padre era fuerte, contaba con numerosos guerreros y aliados. Podría defender perpetuamente Troya. Tal vez llegase un día en que Troya tuviera puertas de hierro como la ciudad de Colquis. Al pasar por los anchos corredores alzaron sus puños, a guisa de saludo, mujeres que montaban guardia con petos de bronce y cascos de cuero con incrustaciones metálicas. Luego penetraron en una estancia de alto techo con claraboya de nefrita translúcida. En el centro se alzaba un elevado sitial de mármol que ocupaba una mujer.

Parecía una guerrera con su peto de plata labrada. Pero por debajo lucía un lujoso vestido de brocado del lejano Sur y una ligera camisa de gasa egipcia, del género al que se conocía como «aire tejido». Sobre su cara lucía una barba postiza dorada y sujeta como una peluca ceremonial: señal, consideró Casandra, de que gobernaba no como mujer sino como rey de la ciudad. Sus caderas estaban rodeadas por un cinturón con incrustaciones de nefrita y del que colgaba una espléndida espada. Calzaba botas de cuero bordado y teñido que le llegaban hasta las pantorrillas. Justo bajo su peto, en torno del talle, mostraba un curioso cinturón que parecía alzarse y descender con su respiración. Cuando estuvieron más cerca, Casandra reparó en que era una serpiente viva.

Al aproximarse, la reina se levantó.

—Te saludo con alegría, prima —dijo—. ¿Han sido acogidas y obsequiadas como merecen tus guerreras? ¿Hay algo más que pueda hacer en tu honor, Pentesilea, reina de las amazonas?

Pentesilea sonrió.

—Hemos hallado una gran acogida, Señora. Dime ahora qué es lo que deseas de nosotras. Porque te conozco desde que éramos niñas y entiendo que cuando, no sólo yo sino todas mis guerreras, reciben tan cordial acogida, no es sólo por cortesía. Basta, Imandra, el parentesco para que yo con mis mujeres me ponga a tu servicio. Di lo que quieres de nosotras.

—Cuan bien me comprendes, Pentesilea. Es verdad que tengo necesidad de guerreras amigas —dijo con voz grave y bien timbrada—. Pero comamos primero. Dime, prima, ¿quién es esta doncella? Me parece demasiado joven para ser una de tus hijas.

—Es la hija de nuestra pariente Hécuba de Troya.

—¡Ah! —Las cejas delicadamente pintadas de Imandra se arquearon con elegancia.

Hizo una señal a una de sus damas y chasqueó con suavidad los dedos. Bastó aquello para que aparecieran varias esclavas llevando bellos platos sobre los que se hallaban los más diversos manjares: asados de vaca y de aves con deliciosas salsas, frutas confitadas, dulces tan elaborados que Casandra no fue capaz de imaginar de qué estaban hechos.

Había pasado hambre durante tanto tiempo que todos aquellos alimentos lograron que se sintiera un poco indispuesta. Comió con frugalidad asado de ave y algunas tortas y luego, ante la insistencia de la reina, probó un sabroso dulce con canela. Reparó en que Pentesilea también comía poco. Cuando retiraron las bandejas y vertieron agua de rosas sobre sus manos, la reina de Colquis dijo:

—Prima, pensé que Hécuba había olvidado hacía largo tiempo sus días de guerrera. ¿Cabalga contigo su hija? Bien, no tengo querella con Príamo de Troya. Bienvenida sea. ¿Es ella quién ha de casarse con Aquiles?

—No, no he oído tal cosa —contestó Pentesilea—. Creo que cuando trate de hallar un esposo para ella, Príamo descubrirá que los dioses la han reclamado para sí.

—Tal vez sea entonces una de sus hermanas —añadió

Imandra con indiferencia—. Si necesitamos de un rey en Colquis, tal vez case a mi propia hija con uno de los hijos de Príamo; tengo una en edad de tomar estado. Cuéntame, hija de Príamo, ¿está ya comprometido en matrimonio tu hermano mayor?

Casandra repuso tímidamente:

—No lo he oído decir, Señora, pero mi padre no me confía sus planes. Es posible que llegara a un acuerdo sobre eso hace muchos años y que nada supiera yo.

—¡Has hablado con honestidad —dijo Imandra—. Cuando vuelvas a Troya, mis enviados irán contigo con objeto de ofrecer a mi hija Andrómaca para un hijo de tu padre; si no es el mayor, puede ser otro. Tiene cincuenta, me parece, y varios son hijos de tu real madre. ¿No es cierto?

—No creo que sean cincuenta —declaró Casandra—, pero hay muchos.

—Así se hará entonces —manifestó Imandra.

Y al tender su mano a Casandra, la serpiente que rodeaba su cintura comenzó a agitarse. Cuando Casandra tendió su propia mano, el animal acercó su cabeza, seguida de sus anillos; empezó a enroscarse en torno de la muñeca de Casandra, formando un brazalete.

—Le agradas —dijo Imandra—. ¿Te han enseñado a manipular serpientes?

Casandra replicó, recordando las del Templo de Apolo:

—No me son extrañas.

—Ten cuidado; si ésta te mordiese, te pondrías muy enferma —advirtió Imandra.

Casandra no sintió miedo sino una especie de júbilo cuando la serpiente se arrastró a lo largo de su brazo. El seco y suave deslizamiento de sus escamas proporcionó a su cuerpo una sensación estimulante.

—Y ahora, vayamos a las cuestiones serias —manifestó Imandra—, Pentesilea, ¿has visto las naves en el puerto?

—¿Quién dejaría de verlas? Son numerosas.

—Han venido del país de los hiperbóreos cargadas con hierro y estaño —dijo—, que codician diversos reyes como es natural. Puesto que, según afirman, no les vendo el suficiente estaño para su bronce, porque le tengo miedo a las armas que fabricarían con él, cuando la verdad es que no cuento con mucho para mi propio uso y ellos carecen de cualquier cosa que me sea necesaria. Ahora han empezado a atacar mis caravanas de estaño y a llevárselo sin pagar. En esta ciudad son escasas las fuerzas adiestradas. ¿Qué pedirías a cambio de que tus guerreras protegiesen mis cargamentos de metal?

—Supongo que sería más fácil y más barato venderles lo que desean —dijo Pentesilea, alzando las cejas.

—¿Y permitirles que se armen contra mí? Mejor es que mis herreras hagan armas y que ellos me paguen en oro todas cuantas quieran. Envío un poco de estaño y plomo y también de hierro a los reyes hititas, a los pocos que quedan. También esas caravanas son asaltadas. En esa tarea hay oro para ti y para tus mujeres, si lo queréis.

—Yo puedo defender tus caravanas —manifestó Pentesilea—, pero el precio no será pequeño. Mis mujeres han viajado hasta aquí inducidas por un augurio y no anhelan guerrear; todo lo que desean es retornar a sus propios pastos en primavera.

Casandra perdió el hilo de la conversación; se sentía absorta en la serpiente enroscada en torno a su brazo que se deslizaba por la pechera de su vestido hasta acurrucarse en su seno. Desvió la vista a un lado, hacia una de las esclavas, que realizaba juegos malabares con tres pelotas doradas, y se preguntó cómo conseguía hacerlos. Cuando tornó a prestar atención a lo que estaba sucediendo, Pentesilea e Imandra se abrazaban e Imandra decía:

—Aguardaré a tus guerreras pasado mañana. Para entonces, la caravana estará cargada y las naves habrán zarpado de nuevo hacia las minas secretas de los países septentrionales. Mis guardias os escoltarán hasta el campamento de vuestras mujeres. ¡Qué la diosa te conceda una buena noche y a ti también, mi pequeña pariente! —Entonces tendió su mano—. Mi serpiente me ha abandonado. Te ruego que me la devuelvas.

Casandra. Con desgana, Casandra cogió a la serpiente y ésta empezó a enroscarse en su muñeca. Torpemente, la desenroscó.

—Tienes que volver y jugar con ella de nuevo. Por lo general, si pido a alguien que la sostenga, ella se prepara para morder —dijo Imandra—. Pero se ha comportado contigo como si fueses una sacerdotisa. ¿Volverás?

—Será un placer —murmuró Casandra, mientras Imandra tomaba la serpiente.

El ofidio se deslizó sobre su brazo y acabó por esconderse entre los pliegues del vestido de la reina.

—Entonces te veré otro día, hija de Hécuba. Adiós.

A su regreso, con la escolta de mujeres a dos pasos tras ellas, Casandra pensó que más parecían prisioneras que invitadas a quienes se honra con tal protección. Sin embargo, mientras caminaban entre el gentío de las calles, oyó ruido de peleas y percibió un grito apagado. Consideró entonces que al fin y al cabo era posible que aquella extraña ciudad no fuese muy segura para unas mujeres que no formaban parte de Colquis.

Diez días más tarde, Pentesilea partió a caballo de Colquis con un escogido grupo de amazonas entre las que figuraba Casandra. Acompañarían a la caravana que había cargado el estaño de las naves del puerto y lo llevaban camino del Sur hasta el lejano país de los reyes hititas.

A la mente de Casandra llegaron las palabras de la profecía: «¡Allí permaneceréis hasta que caigan las estrellas de la primavera!». ¿Estaba acaso desobedeciendo su tía el mandato de la diosa? Pero no era el momento de hacerse preguntas. De su hombro colgaba el arco escita formado por dos cuernos y cuya cuerda era una trenza de pelos de cola de caballo. A su costado portaba la corta jabalina de pincho metálico de una guerrera amazona. Cabalgando junto a Estrella, recordó que su amiga ya había librado un combate.

La mañana era apacible. El aire era nítido bajo el pálido sol y unas cuantas nubes se deslizaban por el cielo. Los cascos de los caballos producían un apagado sonido sobre el camino que recorrían, contrapunto al pesado estruendo de los carros, cada uno arrastrado por dos tiros de muías. Sobre tales vehículos se amontonaban haces de grandes lingotes de oscuro metal con vetas brillantes, cubiertos por lienzos negros tan pesados como las velas de una nave.

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