—Ahora eres en verdad una guerrera —afirmó Elaria. Casandra recordó que dijo más o menos lo mismo la noche en que mató al hombre que trató de violarla, pero supuso que el auténtico combate era lo que la convertía realmente en una guerrera. Se sintió orgullosa de su herida, de la marca de su primer combate.
Pentesilea, con la cara manchada de sangre, se inclinó sobre la herida ya limpia y frunció el entrecejo.
—Véndala con cuidado, Elaria, porque de otro modo le quedará una horrible cicatriz y hay que evitarlo a cualquier precio.
—¿Qué importancia tiene eso? —preguntó Casandra débilmente—. La mayoría de las amazonas muestran cicatrices.
La propia Pentesilea tenía un tajo en su mentón del que goteaba sangre. Casandra tocó su mejilla con cuidado.
—Cuando esté curada, apenas se notará. ¿A qué viene tanta preocupación?
—Pareces olvidar, Casandra, que tú no eres una amazona.
—Mi madre fue guerrera —protestó Casandra—. Ella comprenderá lo que es una honrosa cicatriz de guerra.
—Ella ya no es una guerrera —le indicó Pentesilea—. Hace largo tiempo que decidió ser lo que ahora es, que optó por vivir con tu padre, atender a su casa y tener hijos. Así que si tu padre se irrita, y se irritará, créeme, si te devolvemos con tu belleza menguada, tu madre se sentirá muy angustiada. Y su buena voluntad resulta muy valiosa para nosotras. Regresarás a Troya cuando nos dirijamos al Sur en primavera.
—¡No! —protestó Casandra—. Sólo ahora empiezo a ser de alguna utilidad para la tribu en vez de representar una carga. ¿Por qué tengo que volver a ser un ratón casero —pronunció esas palabras desdeñosamente— cuando me he demostrado a mí misma que valgo para luchar?
—Piénsalo, Casandra y sabrás por qué has de irte —le dijo Pentesilea—. Te has convertido en una guerrera, y eso estaría bien si fueses a pasar el resto de tu vida con nosotras. Yo te acogería de buen grado en nuestra tribu, como a una verdadera guerrera y a una verdadera hija. Pero no puede ser. Más pronto o más tarde has de retornar a tu vida en Troya; y por tanto, en beneficio tuyo, será mejor que lo hagas pronto. Has alcanzado edad suficiente para casarte. Es posible que tu padre ya te haya escogido esposo. Yo no debo enviarte cambiada hasta el punto de que no puedas evitar sentirte desgraciada durante toda tu vida si tienes que pasarla entre las murallas de una ciudad.
Casandra sabía que aquello era cierto, pero le parecía que la castigaban por haberse convertido en una de ellas. —No te quedes tan triste, Ojos Brillantes; no voy a devolverte mañana —le dijo su tía, atrayéndola contra su pecho y acariciando sus cabellos—. Permanecerás a nuestro lado al menos una luna más, quizá dos, y regresarás con nosotras a Colquis. No he olvidado la promesa que te hice. La diosa te ha llamado a su servicio, puso su mano sobre ti como sacerdotisa suya; en cualquier caso, no podríamos reclamarte como guerrera nuestra. Antes de que te alejes de nosotras, haremos que seas presentada a Ella.
Casandra aún se sentía burlada; se había esforzado mucho y derrochado valor para conseguir ser aceptada como guerrera amazona, y habían sido ese mismo esfuerzo y ese mismo valor en el combate los que le habían privado del ansiado objetivo.
Estaban poniendo orden en el escenario del combate. Se llevaron los cadáveres de las amazonas para incinerarlos. Además de Estrella habían muerto dos mujeres asaeteadas y una aplastada bajo un caballo al caer. Pentesilea retuvo con suavidad a Casandra cuando ésta intentó ponerse en pie.
—Descansa, estás herida.
—¿Descansar? ¿Qué están haciendo las demás guerreras, heridas o no? ¿Es que no puedo desempeñar el papel de guerrera al menos mientras aún siga entre vosotras? Pentesilea suspiró.
—Como quieras. Tienes derecho a contemplar a los que has enviado al Señor del Otro Mundo.
Rozó con ternura la mejilla herida de la muchacha. Diosa, Madre de las Yeguas, Señora que decide nuestros destinos, pensó, ¿Por qué no enviaste a mi vientre a ésta, a la verdadera hija de mi corazón, en vez de destinarla al de mi hermana, que ha decidido entregarla a la dominación de un hombre? Allí no conocerá la felicidad, y ante ella sólo veo negrura; negrura y la sombra del destino de otro.
Su corazón suspiraba por Casandra como jamás había suspirado por sus propias hijas. Sin embargo comprendía que la hija de Hécuba debía seguir su propio rumbo, que ella no podía cambiarlo y que la Diosa Sombría había puesto su mano sobre la muchacha.
No hay mujer alguna que pueda escapar á su destino, pensó, y es locura tratar de privara la Madre Tierra del sacrificio por ella decidido. Sin embargo, por amor a Casandra, preferiría enviarla a servir abajo a la Madre Tierra que sentenciarla a servir a la Sombría aquí, en tierras mortales.
Casandra contempló sin rastro visible de emoción cómo eran entregadas a las llamas sus compañeras. Luego cuando acamparon aquella noche, y por la insistencia de Pentesilea y Elaria, extendió sus mantas entre ambas.
En su mente se filtró la idea de que se había tomado una decisión sin consultarla. Ahora que lo peor del peligro había pasado, parecían recordar de repente que era una princesa de Troya y que debía ser cuidadosamente protegida. Pero no era ni más ni menos princesa de lo que había sido dos o tres días antes.
Echaba de menos a Estrella, aunque suponía que no habían sido amigas en realidad. Pero en ella yacía un horror soterrado ante el pensamiento de que cada una de las noches del viaje había extendido sus mantas junto a las de la muchacha cuyo cuerpo se había convertido en cenizas tras ser destrozado por los golpes y traspasado por las flechas.
Con un poco menos de suerte y un adversario más diestro, la jabalina que desgarró su mejilla habría atravesado su garganta y su cuerpo hubiera ardido en la pira, aquella noche. Se sentía vagamente culpable y era demasiado nueva en el mundo de la guerra para saber que cada una de las mujeres tendidas a su alrededor compartían sus sentimientos de culpabilidad e inquietud por estar vivas.
Pentesilea había dicho que la diosa había puesto su mano sobre ella como si eso fuera algo normal, y empezó a preguntarse si habría quedado con vida porque la diosa la reservaba para una misión.
Su mejilla desgarrada le escocía con enloquecedora ferocidad, y cuando se llevó la mano a ella para tratar de aliviar la sensación, rascándose o frotándose, un agudo dolor se lo impidió. Removió el manto colocado bajo su cabeza y trató de hallar una postura cómoda para dormir. ¿Qué diosa había puesto la mano sobre ella? Pentesilea le dijo una vez, distraídamente, que todas las diosas eran la misma, aunque cada aldea y cada tribu la designaran con nombres distintos. Eran numerosas: Señora de la Luna, cuyos vaivenes y cambiantes ritmos imponían su apremio sobre cada ser femenino; Madre de las Yeguas, a quien invocaba Pentesilea; la Doncella Cazadora, que protegía a las vírgenes a quienes disparaban con el arco, guardiana de los guerreros; Madre Sombría de Ultratumba; Madre Serpiente del Más Allá... pero ella, pensó Casandra, más confusa a medida que el sueño empezaba a enturbiar su mente, había sido herida por las flechas de Apolo...
Como le sucedía a menudo antes de dormirse, su espíritu percibió el contacto familiar de los pensamientos de su hermano gemelo. Le llegó un soplo de viento de su tierra y por sus sentidos cruzó el aroma a tomillo del monte Ida. La envolvió la oscuridad de una choza de pastor en la que su propio cuerpo jamás había estado. Se preguntó qué le habría parecido la batalla, si la habría considerado como algo normal. No, porque ahora ella, una mujer, lo superaba en experiencia bélica. Advirtió muy próxima la oscura silueta durmiente que reconoció, o sintió, como Enone, la mujer que durante tanto tiempo había sido el centro de sus fantasías, o de las de él. En los últimos meses había logrado acostumbrarse a esa curiosa división de sí misma y de su gemelo hasta no estar segura de cuales eran sus emociones y sensaciones y cuáles las de Paris. ¿Dormía y soñaba ella, o él?
La luz de la luna destacó en el oscuro umbral de la choza una figura femenina que resplandecía tenuemente. Casandra supo que estaba contemplando la imagen de la Señora, una reina majestuosa y deslumbrante; pero el resplandor se desplazó y la luz fluyó entonces del arco de plata cuyas flechas de luz de luna inundaron la estancia.
Era una luz que parecía traspasar el cuerpo de Casandra, o el de él, correr por sus venas y envolverla como si fuese una red, atrayéndola hacia la figura del umbral. Le pareció hallarse de pie ante la Señora y una voz dijo tras su hombro izquierdo:
—Paris, te has mostrado como un juez justo y honesto —Casandra vio por un instante el toro al que Paris otorgó el galardón en la feria—. Juzgarás pues ahora cuál es la más bella entre las diosas.
La contestación de Paris brotó como surgida de los propios labios de Casandra.
—Verdaderamente, la Señora es la más hermosa en todas sus apariencias.
Una risa juvenil resonó junto a su hombro.
—¿Y puedes adorarla con perfecta ecuanimidad en todas las diosas, sin otorgar preferencias a una sobre las otras? ¡Hasta el Padre de los cielos rehuye una imparcialidad tan difícil!
En las manos de Paris cayó algo terso, frío y muy pesado, y una luz dorada brilló sobre su rostro.
—Toma esta manzana y ofrécesela a la diosa más hermosa.
La silueta de la puerta cambió un poco. La luna llena la coronó con un halo y sus vestiduras brillaron como si fueran de mármol pulido. Allí estaba la Reina del Padre de los cielos, Hera, señorial y majestuosa, arraigada en la tierra pero reinando sobre ella.
—Sírveme, Paris, y serás grande. Regirás todos los países conocidos y tuyas serán las riquezas del mundo.
Casandra sintió que Paris inclinaba la cabeza.
—Verdaderamente eres hermosa, Señora, y muy poderosa.
Pero la manzana aún siguió pesando en su mano. Casandra alzó los ojos con cautela, temiendo la ira de la diosa; pero entonces la luna pareció brillar a través de una dorada neblina, centelleando en el casco y en el escudo que la Señora portaba. La luz dorada irradiaba también de ella e incluso la lechuza que estaba sobre su hombro derecho relucía con el reflejo de su gloria.
—Poseerás una gran sabiduría, Paris —declaró Atenea—. Sabes que no puedes gobernar el mundo si antes no logras gobernarte a ti mismo. Te entregaré el autoconocimiento como base de todos los demás saberes. Aprenderás a vivir y a lograr la victoria en todas las batallas.
—Gracias, Señora, pero soy un pastor y no un guerrero. Y aquí no hay guerra. ¿Quién se atrevería a desafiar el poder del rey Príamo?
Casandra creyó percibir una mirada de desdén en el rostro de la Señora, pero luego ésta se acercó tanto a Casandra que hubiera podido tocarla con sólo extender la mano. Su escudo y su casco habían desaparecido, al igual que sus pálidas vestiduras, y la luz brotaba de su cuerpo perfecto. Paris se protegió los ojos con la mano que aún sostenía la manzana.
—Radiante Señora —murmuró.
—Hay otras batallas que un pastor puede ganar con facilidad. ¿Y qué victoria existiría sin el amor y sin una mujer con quien compartirla? Eres hermoso, Paris, y complaces a todos los sentidos.
El aliento de la diosa alcanzó su mejilla y se sintió aturdido como si toda la montaña girase en torno de él. El aire que lo envolvía era tibio. Relucía inmerso en el dorado resplandor de la Señora.
—Eres un hombre con el que cualquier mujer se enorgullecería de casarse, hasta una mujer como Helena de Esparta, la más bella en el mundo —continuó la diosa.
—En verdad, Señora, no existe mujer mortal que comparársete pueda.
Paris miró a los ojos de Afrodita y Casandra tuvo la extraña sensación de que ella y él se fundían, arrastrados por la marea de luz que brotaba de los ojos de la diosa del amor.
—Pero Helena no es del todo una mortal; es hija de Zeus y su madre fue lo bastante hermosa para atraerlo. Es casi tan bella como yo y, por añadidura, dueña de Esparta. Todos los hombres la desean. Todos los reyes, entre los argivos, solicitaron su mano. Eligió a Menelao, pero te aseguro que bastaría con que te dirigiera una sola mirada para que olvidase tal elección. Porque eres hermoso, y la belleza atrae hacia sí.
Casandra pensó en Enone, tendida y hechizada junto a Paris. ¿Qué es lo que él desea de una mujer hermosa? Ya tiene una a su merced. Mas Paris no parecía consciente de la presencia de Enone. La manzana apenas pesaba en su mano cuando se la entregó a la diosa Afrodita y el resplandor dorado brilló como si lo consumiese.
La luz del sol tocó sus ojos cuando Elaria apartó la cortina de la entrada de la tienda.
—¿Cómo te encuentras esta mañana, Ojos Brillantes?
Casandra se estiró levemente, entornando los ojos ante la luz, que no era más que la producida por el sol, sin comparación con el intenso resplandor lunar de las flechas de la diosa. ¿Había sido una visión o sólo un sueño? Y de haber sido sueño, ¿fue suyo o de su hermano? Tres diosas, pero ninguna la Doncella Cazadora. ¿Por qué?
Tal vez a Paris no le interesan las doncellas, pensó con ligereza. Mas tampoco había percibido rastro alguno de la Madre Tierra. ¿Era la Madre Tierra idéntica a Hera? No, porque la Madre Tierra era diosa por derecho propio, no por haberse desposado con un dios, y todas aquellas diosas se definían como esposas o hijas del Padre de los cielos. ¿Eran pues semejantes a las diosas de Troya?
No, no podían serlo, ¿por qué iba a aceptar una diosa ser juzgada por un hombre... o incluso por un dios?
Ninguna de esas diosas es la diosa tal como yo la conozco, la Doncella, la Madre Tierra, la Madre Serpiente. Ni siquiera la Madre de las Yeguas de Pentesilea. Quizás en un país regido por los dioses de los cielos sólo se concebía a las diosas como sirvientes divinas. Aquella idea la dejó aún más perpleja.
No pudo haber sido un sueño mío porque, de haber soñado yo con diosas, habría sido con aquellas a las que adoro y honro. He oído hablar de esas diosas. Mi madre me habló de Atenea y de sus dones de olivas y uvas, pero ésas no son las mías ni tampoco las de las amazonas.
—Casandra, ¿aún sigues durmiendo? —le preguntó Elaria—. Tenemos que regresar a Colquis, y Pentesilea ha preguntado por ti.
—Ya voy —contestó Casandra, poniéndose los calzones.
Cuando estuvo de pie, la tensión del sueño, o de la visión, pareció esfumarse hasta que en su memoria quedó sólo el extraño recuerdo de las diosas extrañas.