La Antorcha (53 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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—Imandra considera que debe educar a su pequeña hija Perla para ser reina —afirmó Casandra—. Y Héctor no se contentaría con sentarse al pie del trono, como hace el consorte de tu madre, entreteniéndose en cazar y pescar en compañía de sus amigos.

Andrómaca suspiró de nuevo.

—Tal vez no, pero se acostumbraría, supongo, como yo me he acostumbrado a estar encerrada y a hilar hasta tener callos en los dedos —dijo en tono de queja—. Ahora que has regresado, Casandra, tal vez podamos organizar algunas excursiones fuera de las murallas...

—Si los aqueos lo permiten...

—O si se cansan de aguardar ante las murallas y de lanzar piedras a los guardias —dijo Andrómaca—. Eso es aproximadamente todo lo que han hecho en los últimos meses; aunque una o dos veces trataron de asaltar los baluartes e incluso trajeron escaleras de extraordinaria longitud. Pero a Héctor se le ocurrió la idea de vaciar sobre sus cabezas el enorme caldero en donde hervía la sopa para la cena de sus guardias y bajaron mucho más aprisa de lo que habían subido, te lo aseguro. —Se rió de buena gana—. Ahora siempre tienen allí un caldero donde hierve algo, y pueden considerarse afortunados los asaltantes si sólo es la sopa. La última vez fue aceite, y desde entonces no han vuelto a intentarlo. ¡Qué gritos salieron aquella noche del campamento aqueo! Todos sus sacerdotes curanderos cantaron y ofrecieron sacrificios a Apolo hasta después del amanecer. ¡Eso les enseñará a no trepar sigilosamente por las murallas cuando crean dormidos a los centinelas!

—No llevas armas ahora pero te encuentro muy beligerante —comentó Casandra.

—Tengo un hijo al que proteger —alegó Andrómaca, y Casandra recordó que ella misma se había sentido dispuesta a matar cuando los soldados amenazaron a Miel.

—Y yo muchos pero todos en edad de defenderse a sí mismos —dijo Hécuba—. Ahora, dime, Casandra, ¿hallaste a mi hermana Pentesilea cuando atravesaste la comarca de las amazonas?

—Sólo la vi en el viaje de ida —contestó.

Le habló a su madre de su encuentro con las amazonas y de cuántas habían sido las mujeres que optaron por instalarse en las aldeas con los hombres. Luego, con más viveza, la informó de los centauros hambrientos que vio en el viaje de regreso y de que no había percibido rastro alguno de las mujeres de las tribus.

—Que la diosa la acompañe —declaró Hécuba fervorosamente—. No he tenido sensación de que estuviese muerta, y creo que lo hubiera sabido. Estuvimos tan unidas como si fuésemos gemelas, aunque ella sea cuatro años más joven que yo. Espero que venga a pasar en Troya los últimos días de su vida.

—Que ese tiempo esté aún lejos —deseo Casandra—. Me dijo que, si la suerte de la guerra nos era desesperadamente adversa, vendría y acabaría sus días en Troya.

Con un extraño fluctuar de la luz, como si una nube hubiera por delante del sol, vio a Pentesilea cruzar a caballo las puertas de Troya... ¿Triunfante o derrotada? No pudo averiguarlo; la visión desapareció y hablaron de otras cosas.

Al fin se puso en pie.

—Aquí sentada como una vieja charlatana entre mujeres —dijo—, cuando tengo tantas cosas que hacer en el templo del Señor del Sol—. Pero ha sido agradable hablar v descansar, y comentar cosas de mujeres como la crianza de los niños, pensó. En tiempos había considerado que aquello debía de resultar muy tedioso, pero ahora que tenía una niña comenzaba a comprender que era interesante. Pero no hablar de otra cosa durante toda la vida...

—No vuelves todos los días de un viaje tan largo —dijo Andrómaca—. Helena querrá verte y mostrarte a sus niños... y Creusa también a la que lleva tu nombre. Se parece más a Polixena que a ti, pelirroja y de ojos azules; y es tan guapa como si Afrodita hubiera dejado en su cuna el don de la belleza. Se casará con un príncipe si esta guerra nos deja a algunos con vida para poder pensar en matrimonios.

—No creo que nadie diga de mi pequeña que es guapa —dijo Casandra—. Pero supongo que a una madre tiene que parecerle encantadora el más insignificante de sus hijos. En cualquier caso, si los dioses me lo permiten, pretendo enviarla a Pentesilea para que la eduque como a una guerrera. Aún me entristece no haberlo sido yo.

—Oh, no puedes sentir eso, Casandra —protestó Hécuba, despidiéndose de ella con un abrazo.

—¿Por qué no? Madre, si cualquiera de los regalos de Imandra se ha librado del expolio de los aqueos, te lo enviaré en el momento en que sea descargado el carro —le prometió antes de marcharse.

Andrómaca manifestó que la acompañaría parte del camino.

—Salgo muy pocas veces, y a Héctor le preocupa mucho que vaya sola. Pero no puede negarme que acompañe a su propia hermana —dijo mostrando descontento—. A menudo paseo con Helena, mas hoy no ha venido. Paris recibió una pequeña herida en el último combate. Nada importante, pero sí suficiente para proporcionarle una excusa que le permita quedarse en casa a que lo cuiden. En otras circunstancias, estoy segura de que habría acudido a saludarte.

Tras de un corto recorrido se separaron. Andrómaca regresó cuesta abajo al palacio y Casandra prosiguió cuesta arriba hacia el templo del Señor del Sol.

Había empezado a cruzar el patio para comprobar el estado de las serpientes, cuando encontró a Crises. Parecía cansado y avejentado. Había nuevas arrugas en su rostro y mechones plateados y mates en sus cabellos rubios. Era difícil admitir que era el mismo hombre que tiempo atrás fue considerado casi tan hermoso como Apolo por personas de aquel mismo templo.

La reconoció al punto y gritó a guisa de saludo:

—¡Casandra! Todos te hemos echado de menos.

Corrió a abrazarla. Durante un momento, se sintió impulsada a retroceder, pero no resultaba desagradable ver una cara familiar y saberse tan bien recibida; en consecuencia le permitió el abrazo, pero poco después lo lamentó y consiguió desviar la cara de manera que sólo pudo besarle en el mentón.

Se desembarazó de él rápidamente, y se situó fuera de su alcance.

—Parece que te ha ido bien en mi ausencia —observó—. Tienes buen aspecto.

Por nada del mundo le habría dicho que fue su cara en una revelación lo que adelantó su regreso a Troya.

—Pero no es cierto —dijo él—. No volveré a recobrar la salud ni la alegría hasta que los dioses decidan devolverme a mi propia hija deshonrada.

—Crises, ¿no son ya casi tres años los que lleva Criseida en el campamento de los aqueos?

. —Como si fuera toda una vida —dijo él apasionadamente—. Penaré, protestaré y gritaré a los dioses...

—Grita, entonces. Pero no esperes que te oigan. Penas por tu propio orgullo y no por tu hija —afirmó Casandra, con dureza—. Yo la vi esta mañana en el campamento aqueo; parece estar bien, feliz y contenta, y cuando le pregunté si debería gestionar un canje, me contestó que me ocupase de mis propios asuntos. Creo que verdaderamente se halla satisfecha con ser la mujer de Agamenón, aunque no pueda ser su reina.

El rostro de Crises se nubló de ira.

—Ten cuidado, Casandra, lo dices para herirme, pero no creo una palabra de todo eso.

—¿Por qué iba a querer herirte? Eres mi amigo y tu hija fue como mi propia hija. Piensa sólo en su felicidad, Crises, y déjala en donde está. Te lo advierto, si persistes en tu actitud atraerás la ira de los dioses sobre nuestra ciudad.

El rostro de Crises se contrajo de rabia.

—¿Y crees que voy a admitir que quieres mi bien de buena fe? Nada te importo yo... yo que tanto te he amado...

—Oh, Crises —dijo Casandra, tendiendo hacia él las manos con absoluta sinceridad—. Por favor, por favor, no vuelvas a hablar de eso otra vez. ¿Por qué has de pensar que te quiero mal sólo porque no te desee?

—¿Qué harías entonces si me quisieras mal? Ya has destruido toda la ternura que pudiera existir en mi corazón...

—Si tal ternura ha quedado destruida, ¿por qué dices que es culpa mía? ¿No puede un hombre considerar a una mujer a no ser que ella esté dispuesta a yacer con él? —preguntó Casandra—. Te hablo con el corazón en la mano, Crises; no insistas.

—Tú quieres ver a mi hija deshonrada y a Apolo insultado...

—En nombre de todos los dioses, Crises, la cuestión no es lo que tú sientas sino lo que siente tu hija —dijo, con exasperación, recordando la mirada orgullosa de Criseida cuando Patroclo le ordenó que tradujera sus palabras.

Pero no deseaba excitar aún más la ira de Crises y agravar así la situación. Ya era suficiente con aquello. Le habló con toda la cordialidad de que disponía.

—Si no me crees. ¿Por qué no bajas al campamento de los aqueos, que respetarán en su sacerdote a la tregua de Apolo, y preguntas a tu hija si se siente desgraciada? Te juro que si desea abandonar a Agamenón, acudiré a Príamo y no pararé hasta conseguir que la liberen o la canjeen. Pero si es feliz con Agamenón y él con ella... Créeme, no es su prisionera; recurrieron a ella para que hiciese de intérprete cuando me privaron de mis domésticas, que realmente no querían quedarse en el campamento de los aqueos. Mas te lo prometo: si Criseida desea volver, haré todo lo que esté en mi mano ante el rey y la reina.

—Pero la deshonra... mi hija, concubina de Agamenón...

—¿No puedes darte cuenta de que no eres razonable? ¿Por qué resulta tan deshonroso que sea la mujer de Agamenón? Y si eso hace que te estremezcas de vergüenza, ¿por qué entonces te muestras tan ansioso de convencerme de que en nada me dañaría ser la tuya? ¿Es diferente para tu hija que para la hija de Príamo? —le preguntó con aspereza, ya con la paciencia perdida.

Ahora él estaba auténticamente furioso y aquello complació a Casandra; eso significaba que no tendría que temer que intentase abrazarla.

—¿Cómo te atreves a mencionar a mi hija, comparándola contigo? —le preguntó—. A ti no te importa lo que a ella le suceda, mientras puedas seguir comportándote de modo antinatural y rehusar entregarte, para humillar a un hombre...

—¿Humillarte? ¿Es eso lo que piensas? —le dijo, ya cansada—. Crises, hay centenares de mujeres en el mundo que se te entregarían gustosas, ¿por qué has elegido a una, quizás a la única, que no te desea?

_No fue mi voluntad desearte —repuso, fulminándola con la mirada—. Tampoco lo es no sentir deseo por ninguna otra. Me has embrujado, por un perverso afán de humillarme. Yo... Se detuvo, tragó saliva y prosiguió: ¿Crees, hechicera, que no he tratado de romper el sortilegio con que me has atrapado?

Durante un momento Casandra casi se apiadó de él. —Crises, si estás bajo una maldición, alguien, que no yo, la habrá lanzado. Lo juro por la Madre Serpiente, la Madre Tierra, y por el mismo Apolo, a quienes adoro. No traje mal sobre ti ni te deseo mal alguno y suplicaré a cualquier dios que te libre de ese sortilegio. No quiero someterte a mi poder y bendeciría tu virilidad con tal de que hallaras otra mujer con quien ejercerla.

—¿Así que persistes en tu actitud? Aun sabiendo lo que me ocurre te niegas a complacerme.

—Crises —clamó—. Ya está bien. Me aguardan arriba y debo comparecer ante Caris y las sacerdotisas. Te deseo que pases bien el resto de la tarde.

Le volvió la espalda, pero él masculló: —Te arrepentirás de esto, Casandra; aunque me cueste la vida, te juro que lo lamentarás. .

Viajé hasta Colquis y volví, para escapar del acoso de este hombre, y al regresar no lo encuentro mejor que lo dejé; por el contrario, su ira ha crecido durante estos dos años.

¿Era voluntad tuya, Apolo, que me entregase a este hombre que tanto me disgusta? Y se preguntó, casi espantada de sus propios pensamientos. ¿Me habría entregado a Crises si Apolo me lo hubiera pedido?

Pero él no se lo había pedido. Y Crises... era siempre fuente de aflicciones. ¿Debía ser ella partícipe de tal pesadumbre?

Permaneció despierta gran parte de la noche, reviviendo mentalmente su disputa, con Crises, preguntándose qué debería haberle dicho. Con seguridad, él habría acabado por ver claro si ella hubiera sabido hallar las palabras oportunas.

Por último, aceptó que aquel hombre era incapaz de razonar en su actual estado. ¿Le ocurría lo mismo a cualquier hombre en lo que a una mujer atañía? Ciertamente, Paris
n
o mostró mucho juicio respecto a Helena... teniendo ya una mujer virtuosa y bella que le había dado un hijo; y, según había oído, eso era lo que los hombres más deseaban.

Pera aquello no sólo le ocurría a los hombres; también las mujeres parecían perder la razón en lo relacionado con los hombres. Incluso la reina Imandra, fuerte e independiente; y Hécuba, que se crió como una amazona, revelaron escaso juicio en esos asuntos. Y por lo que se refiere a Briseida o a Criseida, pensó Casandra casi con desdén, son como cachorrillos, que alzan las cuatro patas al aire en cuanto los acaricia su amo.

Tal vez la cuestión no sea por qué lo hacen, sino por qué yo no siento deseo de hacerlo.

Cambió de postura en la cama para dejar sitio a la serpiente que se enroscaba lentamente en torno de su brazo. Mejor era dormir en una cama que sobre el duro piso del carro. Antes de abandonarse al sueño, se recordó a sí misma que tenía que examinarlo para ver si algunos de los regalos de Imandra, les habían pasado inadvertidos a los soldados aqueos. Su miedo a las serpientes podía haberles impedido explorar todos los rincones del carro.

Despertó al amanecer. Miel jugaba a los pies de la cama, dejando que la serpiente se ciñera a su cintura y luego pasase a sus brazos. Bañó a la niña, le dio el desayuno y se dirigió a la parte más alta del templo desde donde se podía ver los primeros rayos tocando las cimas de Troya. Pensó en ir aquel día al templo de la Doncella y saludar a las amigas que entre las sacerdotisas tenía y quizás hacer una oferta en agradecimiento por haber vuelto a Troya sin daño. Pero antes de tener la oportunidad de poner en práctica sus planes, reparó en Crises entre los sacerdotes congregados para saludar el alba.

Tenía un aspecto todavía peor que la noche precedente. Tenía el rostro abotargado y los ojos enrojecidos como si no hubiera dormido en absoluto, Pobre hombre, pensó, no debería vejarlo ni esperar que se mostrara razonable, estando sumergido en tal angustia. No tiene sentido que padezca así. ¿Pero cuándo le sirvió la lógica a alguien para dejar de sufrir?

Caris estaba hablando con él. Luego vio que ésta señalaba a varios de los sacerdotes presentes, uno tras otro, diciendo:

—Tú, tú y tú; no, tú no; de ti no podemos prescindir. Cuando Casandra se aproximó, Caris le indicó que se acercara aún más.

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