La Antorcha (54 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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—He sabido por Crises que ayer viste a su hija en el campamento argivo, cuando lo atravesaste. ¿Estás segura de que se trataba de Criseida? Han transcurrido algunos años y era aún una niña en desarrollo cuando... se ausentó.

—Cuando cruelmente nos la arrebataron, querrás decir —añadió Crises fuera de sí.

—Sí, estoy segura —contestó Casandra—. Aunque no la hubiese identificado, ella me reconoció; se dirigió a mí por mi nombre y me previno para que no irritase a Agamenón.

—¿Y dijiste eso a su padre?

—Sí, pero la noticia le enfureció —declaró Casandra—. Llegó a acusarme de haberla inventado para atormentarlo.

—Sabes que siempre guardó resentimientos contra mí —afirmó Crises.

—Si quisiera inventar una historia para irritar a Crises, sería mejor que ésa —dijo Casandra—. Te lo aseguro, sucedió exactamente como he dicho.

—Entonces será mejor que les acompañes al campamento aqueo —decidió Caris—. Está resuelto a ir y a exigir en nombre de Apolo que le devuelvan a su hija. También ellos tienen sacerdotes del Señor del Sol y observan su tregua.

Como era lo que ella le había sugerido que hiciera, no se sorprendió excepto porque podía haber adoptado esa decisión meses o años atrás. Pero supuso que primero había agotado todos los recursos, fueran cuales fuesen éstos. Fueron unas tres docenas de sacerdotes, con las túnicas y tocados ceremoniales, los que al fin se pusieron en marcha por las largas calles y llegaron ante las puertas de Troya. La guardia no se mostró dispuesta a dejarles pasar pero cuando Crises explicó que deseaban parlamentar con Agamenón para pactar en nombre de Apolo el retorno de una prisionera, la guardia envió un heraldo para que concertase la cita. Aguardaron bajo el fuerte sol durante casi una hora hasta que vieron acercarse con paso resuelto a un hombre alto y robusto, de abundante cabello negro y rizado.

Casandra había estado ya tan cerca de Agamenón como en aquel momento y, como entonces, se sintió poseída por el horror y la repulsión. Bajó los ojos al suelo y no volvió a alzarlos, confiando en que no repararía en ella.

Él no la miró. Contempló belicosamente a Crises y le dijo:

—¿Qué quieres? No soy sacerdote de Apolo; si pretendes concertar una tregua para una celebración o algo semejante, tendrás que tratar con mis sacerdotes, no conmigo.

Crises se adelantó. Era más alto que Agamenón. Su apostura imponía, aunque sus cabellos se hubiesen descolorido, y sus rasgos se marcaban intensamente. Su voz sonó fuerte y profunda.

—Si eres Agamenón de Micenas, entonces es contigo con quien debo hablar. Yo soy Crises, sacerdote de Apolo, y tú retienes a mi hija prisionera en tu campamento; fue capturada hace tres años en la sementera de primavera.

—¿Cómo? —preguntó Agamenón—. ¿Y cuál de mis hombres tiene a esa mujer?

—Agamenón, su nombre es Criseida y creo que eres tú quien la tiene. En nombre de Apolo, me declaro dispuesto a pagar el rescate que sea conveniente y acostumbrado. Y si no quieres liberarla, te pido que me pagues su dote y que la veamos casada con las formalidades de rigor.

—Así que era eso —dijo Agamenón—. Me preguntaba lo que querríais todos vosotros, tan ceremoniosamente ataviados. Bien, Crises, sacerdote de Apolo, escúchame. Estoy resuelto a conservarla y, por lo que al matrimonio se refiere, no me es posible porque tengo ya una esposa. —Tras decir eso, lanzó una carcajada sarcástica—. Por tanto os sugiero, a ti y a tus amigos, que volváis a Troya sin tardanza, antes de que decida destinar a varias mujeres más al campamento. —Sus ojos barrieron las filas de sacerdotes y sacerdotisas—. La mayoría de vuestras mujeres parecen demasiado viejas para la cama. Sólo he visto a una adecuada para eso. Pero podríamos emplear a las otras como cocineras y lavanderas.

—¿Persistes en este insulto a Apolo? ¿Continúas insultando a su sumo sacerdote? —preguntó Crises.

Agamenón contestó lentamente, como si le hablara a un niño a o un tonto:

—Atiéndeme bien, sacerdote. Yo adoro a Zeus Tenante y Al Que Hace Temblar la Tierra, Poseidón, Señor de los Caballos. No interferiré en los asuntos de Apolo; no es mi dios. Pero, del mismo modo, tu Apolo hará bien en no inmiscuirse en mis asuntos. Esa mujer que hay en mi tienda es mía y no renunciaré a ella ni pagaré su dote. Esto es todo lo que tengo que decirte. Y ahora, vete. Dominando su furia, Crises contestó: —Agamenón, lanzo mi maldición sobre ti. Eres un hombre que has quebrantado las sagradas leyes y ningún hijo tuyo honrará tu tumba. Si no temes mi maldición, teme a la de Apolo, porque es su anatema lo que lanzo sobre tu pueblo y no saldrás indemne. Proclamo que sus flechas caerán sobre vosotros.

—Proclama cuanto te plazca —dijo Agamenón—. Ya he conocido antes la rabia de mis enemigos y, entre todos los sonidos, ése es el más grato a mi corazón. En cuanto a tu Señor del Sol, desafío su maldición; que lance su ira contra nosotros. Ahora salid de mi campamento o diré a mis arqueros que se ejerciten con vosotros como blanco.

—Así sea, rey —repuso Crises—. Ya verás cuánto tiempo puedes seguir burlándote de la maldición de Apolo.

—Agamenón, ¿quieres que mate a este insolente troyano? —gritó un arquero.

—No, no lo hagas —dijo Agamenón con su profunda y matizada voz—. Es un sacerdote, no un guerrero. Yo no mato mujeres, ni niños, ni eunucos, ni cabras, ni sacerdotes. Las risotadas de las filas de arqueros privaron a la retirada de Crises de gran parte de su dignidad, pero su paso fue firme, y no volvió la vista atrás. Uno tras otro, los sacerdotes y las sacerdotisas lo siguieron. Casandra mantuvo la mirada baja mas, por alguna razón, pudo sentir clavados en ella los ojos de Agamenón. Puede que sólo fuese por ser la más joven de las mujeres que participaban en la comitiva, ya que la mayoría de las sacerdotisas elegidas pasaban de los cincuenta años, pero quizás era por algo más. Sólo sabía que no quería enfrentarse a la mirada de Agamenón.

¡Y Criseida vino a este hombre... voluntariamente!

Ascendieron a través de la ciudad hasta llegar a la plataforma del templo del Señor del Sol desde la que se dominaba la llanura que se extendía ante Troya. Crises había desaparecido. Cuando compareció de nuevo ante los sacerdotes, llevaba la máscara dorada del dios y portaba el arco ritual. De repente pareció que su estatura había aumentado y adquirido una extraña dignidad. Los ojos de todos los aqueos que había abajo se alzaron hacia donde él se erguía. Crises levantó su arco y gritó:

—¡Ay de vosotros, que habéis ofendido a mi sacerdote!

Casandra comprendió quién se hallaba tras la máscara. La voz, fuerte, resonante, sobrehumana, se extendió por toda Troya y llegó hasta los confines del campamento aqueo.

Ésta es mi ciudad, aqueos. Y de ello os prevengo.

Mi maldición y mis flechas caerán sobre cada uno de vosotros.

Si a mi sacerdote no devolvéis la que tan ilegítimamente le arrebatasteis.

¡Guardaos de mi maldición y de mis flechas!, os lo aviso, ¡caudillos impíos!

Incluso Casandra, familiarizada con la voz del dios, se sintió paralizada por el terror. Era incapaz de mover un músculo o de pronunciar una sola palabra.

El ser que a la vez era y no era Crises, lanzó de inmediato tres flechas al aire. Una cayó directamente sobre la tienda de Agamenón, otra ante la tienda de Aquiles y la tercera en el mismo centro del campamento. Observó la escena, paralizada por el miedo, como si antes la hubiera presenciado. Era como si se hallase muy lejos y un grueso muro de cristal o la magnitud de un océano ondeara ante ella, apartándola de lo que veía y oía.

¡La maldición de Apolo! ¡Ha caído sobre nosotros. Oh Señor del Sol!

¿Era esta maldición sólo para los aqueos?

Pero si los aqueos están malditos, pensó, de algún modo nosotros lo pagaremos porque nos hallamos a su merced. Me pregunto si Príamo lo comprende. Pero si no él, segura estoy de que lo entiende Héctor.

Entonces, poco a poco, comenzó a ser consciente de lo que sucedía a su alrededor. El resplandor del mediodía, la luz que reflejaban las murallas de la ciudad, la llanura que se extendía allá abajo, las risas y las burlas de los aqueos, que parecían creer que aquello era una pantomima y no se les ocurriría considerar que podía haber sido el propio Apolo quien lanzara la maldición contra su pueblo y contra su ejército.

¿O lo he soñado?

Fuera cual fuere la verdad, ella tenía deberes que cumplir. Entró en el templo e inició la tarea de aceptar y contar las ofrendas. Al cabo de una hora de contar y marcar ánforas de aceite y hogazas de pan de trigo se sintió como si nunca se hubiera alejado de Troya.

Trabajó hasta el atardecer. Cuando hubo concluido con las ofrendas, acudió a atender a las serpientes y a ver qué lugares se les habían destinado. Luego fue a hablar con Caris, la decana de las sacerdotisas, y le dijo que ella sola no podía cuidar de tantas serpientes si tenía que desempeñar otras obligaciones. Pidió que le enviaran a alguien para que aprendiera a atenderlas y todo el saber necesario para ello. Caris le preguntó si Filida le parecía adecuada.

—Sí, siempre ha sido amiga mía —replicó Casandra. Caris la mandó llamar y le preguntó si aceptaba la tarea.

—Te enseñaré todo lo que aprendí en Colquis —le dijo Casandra.

Filida se mostró complacida.

—Si trabajamos juntas, nuestros hijos podrán crecer como hermano y hermana —afirmó—. Fui yo quien bañó a tu pequeña ayer y le dio su cena. Es muy lista y algún día será también muy bella.

Casandra sospechó que Filida había dicho aquello para halagarla pero no le disgustó en manera alguna. Cuando todo hubo sido acordado, salieron de nuevo para observar el campamento aqueo. Había menguado la intensidad del sol y el calor del día y se había levantado un leve viento. Podían ver alzarse el polvo en el campamento aqueo y las siluetas de muchos hombres, algunos vestidos con las túnicas blancas de los servidores de Apolo.

—Así que no se sienten tan despreocupados como quisieron dan a entender —comentó Filida.

No había formado parte de la comitiva que fue al campamento, pero sabía todo lo sucedido, y Casandra pudo advertir que no se le había pasado por alto ningún detalle.

—Mira —dijo—, están celebrando ritos para purificar el campamento y apaciguar al Señor del Sol.

—Deben hacerlo, puesto que han desdeñado su maldición —contestó Casandra.

—No creo que los soldados lo hayan hecho —opinó Filida—. Me parece que fue sólo Agamenón y sabemos ya que es un descreído.

—¿Qué están haciendo?

—Encienden fuegos para purificar los campos —explicó Filida.

Luego se contrajo ante el gran gemido de duelo que se alzó del campamento aqueo. Habían sacado un cadáver de una de las tiendas y lo arrojaron a las llamas.

Se hallaban demasiado lejos para que pudieran entender las palabras que gritaban en su desesperación, pero nunca habían oído gritos semejantes.

—¡Hay peste en su campamento! —exclamó Filida, en tono asustado.

—¡Ésa es entonces la maldición del Señor del Sol! —afirmó Casandra.

Cada mañana y durante los diez días que siguieron, pudieron ver cómo eran quemados los cadáveres de las víctimas de la peste, en el campamento. Después del tercer día, empezaron a trasladarlos hasta la costa y los quemaban allí, por miedo al contagio. Casandra, que había visto el polvo, la suciedad y el desorden del campamento, no se sorprendió de que se hubiese producido una epidemia, aunque no tomaba a la ligera la maldición del Señor del Sol y sabía que los aqueos creían en ella. Al amanecer, a mediodía y al ocaso, Crises aparecía en los baluartes de Troya, cubierto con la máscara de Apolo y portador de su arco. Siempre que surgía se alzaba en el campamento aqueo un clamor de voces que imploraban piedad.

Príamo ordenó que cada soldado y cada ciudadano de Troya compareciese todas las mañanas ante los sacerdotes de Apolo y que cualquiera que mostrase signos de la enfermedad quedara confinado a solas en su propia casa. Aquella medida aisló a algunos que padecían un enfriamiento y a uno o dos hombres que no habían andado con cuidado en sus incursiones por el distrito de las mujeres. Cerró dos o tres burdeles y también un sucio mercado, pero no se advertían hasta entonces rastros de la peste en el interior del recinto amurallado. Fijó una fecha para las oraciones y los sacrificios en honor de Apolo, implorándole que siguiese evitando su maldición a la ciudad. Pero cuando Crises solicitó audiencia y pidió a Príamo que exigiera el retorno de Criseida, éste le replicó secamente:

—Has llamado a un dios en tu ayuda y, si eso no es bastante, ¿qué más crees que podría hacer un mortal aunque sea rey de Troya?

—¿Quieres decir que no harás nada por ayudarme?

—¿Qué me importa a mí lo que le ocurra a tu condenada hija? Habría podido sentir la compasión que siente un padre por otro si me hubieras pedido socorro hace tres años, cuando te la arrebataron. Pero no has recurrido hasta hoy. No puedo creer que estés tan necesitado de ayuda, a no ser que lo que pretendas sea jactarte de que el rey de Troya es aliado tuyo —dijo Príamo.

—Si hice caer la maldición de Apolo sobre el campamento argivo, bien puedo maldecir a Troya... —amenazó Crises.

Príamo alzó una mano para detenerle.

—¡No! —tronó—. ¡Ni una palabra! ¡Juro por el propio Apolo que si levantas un dedo o profieres una sola sílaba para maldecir a Troya, yo mismo te lanzaré al campamento aqueo desde el más alto baluarte de la ciudad!

—Como quieras, rey —dijo Crises.

Se inclinó profundamente y se volvió para marcharse. Príamo, todavía enfurecido, lo miró con desprecio mientras se alejaba.

—¡Ese hombre es demasiado orgulloso! ¿Oísteis cómo amenazaba con maldecir a la propia Troya? —le comentó a sus consejeros reunidos en el salón del trono—. ¡Si vuelve a solicitar audiencia, decidle que no tengo tiempo para hablar con él!

A Casandra no le disgustó el desenlace de la entrevista. Aún conservaba en el fondo de su mente un viejo temor: que Crises, como una vez había amenazado, acudiera a Príamo para solicitarla en matrimonio y que su padre pudiera otorgársela, incluso con renuencia, porque deseaba para ella el matrimonio, cualquiera que fuese, y no encontraba razón para rechazar a un sacerdote de Apolo, respetable en apariencia. Ahora que sabía que a Príamo le desagradaba Crises casi tanto como a ella, respiró aliviada.

Durante diez días vieron cómo asolaba la peste el campamento aqueo. Al décimo, los soldados sacaron a un magnífico caballo blanco y lo sacrificaron a Apolo. Poco tiempo después, un mensajero portador del báculo serpentado del Señor del Sol acudió a la ciudad y solicitó una tregua con el objeto de hablar con los sacerdotes.

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