Nikos le contestó con una patada en la espinilla, y Astiánax murmuró:
—Tú lo dijiste, padre.
Héctor se esforzó para mantener el gesto impasible. —No, Astiánax, dije que su padre, Menelao, era un enemigo honorable. Paris no es su padre, ya lo sabes. Y además dijera lo que dijese, hay siempre una tregua para la cena —afirmó, levantando la voz porque los niños volvían a gritar—. Si el propio Agamenón llegase ante esta mesa, yo estaría obligado como hombre de honor a alimentarlo si tenía hambre. El primer deber que tenemos con los dioses es la hospitalidad. ¿Me oyes? —Sí —susurró Astiánax. Héctor se volvió hacia Helena.
—Te ruego que a la hora de la cena, y por respeto a mi padre y a mi madre, impongas orden a tu hijo o le envíes con su niñera.
—Lo intentaré —dijo ella.
Pareció que Paris iba a estallar, pero no se atrevió a contradecir a Héctor. Nadie osaba hacerlo en aquellos días.
Casandra concentró su atención en las frutas confitadas que habían puesto en su plato al final de la cena, después le preguntó a Príamo:
—¿Existe algún indicio de que las domésticas de mi madre puedan ser canjeadas o liberadas?
—Aún no —gruñó Príamo—. ¡La hija de ese condenado sacerdote, que es una mala pécora aunque Apolo esté de su lado, ha sido la causa de que se paralizaran todas las demás negociaciones! Cuando podamos, lo intentaremos de nuevo, pero temo que por ahora no existe esperanza.
Creusa se levantó, acunando a su niña.
—He de llevarla a la cama —anunció, dirigiéndose a todos—. ¿Vienes conmigo, Helena?
Casandra también se levantó.
—Y yo me despido. Madre, padre, buenas noches y gracias. He cenado ciertamente mejor en vuestra mesa que en el refectorio de las sacerdotisas.
—No veo por qué tiene que ser así —dijo Príamo con voz pastosa—. Allí se recibe lo mejor.
—Con tu permiso, señor —dijo Eneas—. Acompañaré a Casandra. Es tarde y puede encontrarse con algún indeseable, ahora que los hombres mejores están en el ejército.
—Te lo agradezco, cuñado, pero en realidad no es necesario.
—Deja que vaya contigo —le ordenó Hécuba, con firmeza—. Así me sentiré más tranquila. Polixena no ha estado aquí esta noche porque en el templo de la Doncella no podían prescindir de un hombre para que la escoltase.
—¿Cómo? ¿Dónde se halla Polixena? —preguntó Casandra.
No había notado la ausencia de su hermana, dada la poca relación que mantenían.
—Sirve a la diosa Doncella. Es una larga historia —dijo Hécuba, en un tono que indicaba que fuera larga o corta la historia, no tenía intención de contarla en aquel momento.
Casandra besó a su madre y a los niños y dejó que Eneas, en vez de una doméstica, la envolviese en su manto. Héctor se levantó también, abrazó a su esposa y a su hijo y, en la puerta del palacio, se despidió de Eneas y de Casandra.
—Estás más guapa que cuando fuiste a Colquis —le dijo amablemente—. Hay una balada que canta tu belleza como digna del amor de Apolo. Si quisieras, tengo la seguridad de que nuestro padre podría encontrarte un marido, sin todas las tonterías que llevaron a Polixena al templo de la Doncella.
—No, querido hermano. Me siento feliz en el templo del Señor del Sol.
No obstante, lo abrazó cariñosamente, conociendo que su intención era buena.
La oscuridad no era muy intensa cuando ascendieron por las escalonadas calles que conducían al templo, la luna estaba alta, redonda y brillante. Eneas se detuvo para observar la llanura donde acampaba el ejército argivo.
—Si Agamenón y Aquiles no hubiesen disputado, esta noche hubiera sido imprudente que Héctor cenase en su casa con su familia —dijo Eneas—. Por lo general, en estos tres últimos años y en las noches de luna llena, nos han atacado desde el mar. Pero, mira, todo está oscuro allá abajo, excepto la tienda de Aquiles, en donde, me imagino, aún siguen discutiendo mientras beben vino.
—Eneas, ¿qué le ha sucedido a Polixena?
—Oh, dioses. No conozco la historia completa; nadie la conoce. Aquiles... Bueno, Príamo la ofreció a Aquiles, confiando en sembrar la discordia en el campo aqueo. Tu padre, después de eso, empezó a decir que era tan bella como Helena de Esparta y que se la otorgaría al más poderoso...
—¿Qué? ¿Polixena tan bella como Helena? ¿Es que está perdiendo la vista mi padre?
—Supongo que intentaba crearles problemas a los aqueos; la ofreció al rey de Creta...
—¿A Idomeneo? Pero si oí que se había puesto del lado de los aqueos con Agamenón. Fue una traición, naturalmente; los minoicos son parientes y aliados nuestros desde antes de que se hundiera la tierra de los atlantes.
—Puede que así sea; de cualquier modo, Príamo la ofreció como esposa a muchos de los isleños, mas todos los que deseaban aceptarla eran aliados de los aqueos. Y al final Polixena se rebeló...
—¿Que se rebeló? Pero si Polixena hizo siempre lo que le mandaban —se asombró Casandra.
—Y así era; pero dijo que se sentía como un cántaro pregonado en el mercado; un cántaro rajado que nadie quisiera comprar. Y se consagró al servicio de la diosa Doncella. Allí está desde entonces. Príamo se enfureció con ella más que contigo cuando fuiste a servir al Señor del Sol.
—Es lógico —repuso Casandra—. Desde muy pequeña, mi padre siempre me consideró una rebelde. Pero cuando Polixena lo desobedeció debió de sentir lo que sentiría un niño a quien su conejito le mordiese.
—Sí, creo que fue algo semejante. Tu madre se mostró muy abatida.
—No me extraña. Nuestra madre nos educó para que pensáramos por nosotras mismas y luego se espanta y se disgusta cuando lo hacemos. Me alegra que mi hermana supiera decidir.
Avanzaron en silencio por la calle escalonada. De repente, Casandra tropezó en la oscuridad y Eneas la sostuvo.
—¡Ten cuidado! —le advirtió— ¡Una caída desde aquí sería terrible!
Su brazo la ceñía. No llevaba armadura, sólo la túnica y el manto, y Casandra sintió su cuerpo contra el de ella, cálido y fuerte. Se dejó llevar unos cuantos pasos; pero cuando intentó soltarse, él rodeó con más fuerza aún su cintura e inclinó el rostro para besarla. En la oscuridad sus labios se encontraron.
—No —dijo, suplicante, echándose hacia atrás—. No, Eneas. Tú no.
No la soltó al instante pero alzó la cabeza y dijo quedamente:
—Te deseé desde la primera vez que puse los ojos en ti. Y creo que no te resultó del todo desagradable.
—Si todo hubiera sido distinto... pero he hecho voto de castidad y eres el marido de mi hermana.
—No por voluntad propia, ni por la de Creusa —afirmó Eneas en voz baja—. Nos casamos por voluntad de mi padre y del vuestro.
—Aun así, hecho está —dijo Casandra—. Yo no soy Helena, para abandonar un compromiso de honor...
Pero dejó que su cabeza descansara sobre su fuerte brazo. Se sentía débil, como si sus piernas fuesen incapaces de sostenerla.
—Creo que se habla demasiado del honor y del deber. ¿Por qué tenía Helena que seguir siendo fiel a Menelao? Se casó con él sin pensar en su felicidad. ¿Nos traen a este mundo sólo para cumplir una obligación respecto de nuestras familias? ¿Acaso los dioses no nos otorgan la vida para que la vivamos por nosotros mismos en bien de nuestros propios corazones, mentes y almas?
—Si piensas así —dijo Casandra, que sintió frío al apartarse de Eneas—. ¿Por qué aceptaste tu matrimonio con ella?
—Entonces era más joven —respondió Eneas—, y durante toda mi vida había estado oyendo que mi deber exigía que me casara con la princesa que escogieran para mí. Además, por aquella época aún creía que una mujer no se diferenciaba mucho de otra.
—¿Y no es así?
—No —se precipitó a negar—. No, en absoluto, Creusa es una buena mujer, pero tú y ella sois tan distintas como el vino y el agua de una fuente. Nada puedo decir contra la madre de mis hijos, pero en aquel tiempo aún no había conocido ninguna mujer que me interesara, que despertara mi amor, con quien pudiese hablar de igual a igual y considerar como compañera. Casandra, te lo juro, si antes de casarme con Creusa hubiese tenido la oportunidad de hablar varias veces contigo, habría dicho a Príamo y a mi padre que no me casaría con ninguna otra mujer del mundo... que serías mi esposa o que permanecería célibe hasta la tumba.
Casandra se sintió aturdida.
—No es posible que sientas eso. Estás burlándote de mí.
—¿Por qué habría de hacerlo? —preguntó—. Yo no... Yo no... quiero destrozar mi vida ni perturbar tu serenidad o herir a Creusa, pero pienso que la diosa del amor, que tan cruel treta jugó a Paris, ha querido también sembrar la discordia en mi camino y consideré que, por una vez, debía decirte lo que sentía.
Casandra extendió una mano, sin saber apenas lo que estaba haciendo, y tocó la suya. Él la sujetó con fuerza.
—La primera vez que te vi, Casandra, sentada entre las muchachas, en actitud modesta y con los ojos bajos, supe de inmediato que era a ti a quién quería y que debía levantarme y proclamarlo ante Príamo y mi padre...
Aquella idea hizo sonreír a Casandra.
—¿Y qué habría dicho Creusa entonces?
—No debería haber permitido que nadie decidiera mi destino —continuó Eneas—. Era mi vida la que estaba en juego. Dime Casandra, ¿me habrías aceptado por marido? Si hubiese rechazado a Creusa y te hubiera pedido como esposa... como premio por luchar en favor de Troya...
El corazón de Casandra latía tan alocadamente como hablaba Eneas.
—No lo sé —contestó al fin—. Pero ya es demasiado tarde para pensar en qué hubiera podido decir o hacer.
—No tiene por qué ser demasiado tarde.
La estrechó entre sus brazos. Ella no supo que estaba llorando hasta que un dedo de Eneas enjugó una lágrima.
—No llores, Casandra. No quiero hacerte desgraciada. pero no puedo soportar el pensamiento de que habiendo descubierto que sólo a ti te amo, jamás habrá nada entre nosotros.
Su abrazo fue tan fuerte, tan apremiante, que el mundo dejó de existir. Ella se ahogaba, se angustiaba sintiendo que se disolvía en la nada; incapaz de pensar. Sin embargo, después de un tiempo corto que pareció demasiado largo, se irguió de nuevo, se afirmó sobre sus pies y se secó los ojos con el vestido. Así que era esto.
Sabía que su voz temblaba cuando dijo:
—Eres el marido de mi hermana; eres mi hermano.
—¡Por mi antepasada inmortal! ¿Crees que no he pensado en eso hasta la saciedad? —murmuró él—. Sólo te ruego que no te enojes conmigo.
—No —dijo ella, y le sonó tan tontamente inadecuado en aquel momento que, sin poderlo evitar, se echó a reír—. No, no estoy enfadada contigo, Eneas.
La encerró de nuevo en un abrazo que ella no pudo ni quiso rehuir. Pero esta vez existía también cautela en Eneas, como si se esforzase por no herirla o asustarla.
—Dime que me quieres, Casandra —le susurró.
—Oh, dioses —dijo ella en el mismo tono—, ¿tienes que preguntarlo?
—No. No tengo que preguntarlo pero necesito oírtelo decir. No creo que pueda seguir viviendo si no lo oigo.
De repente, Casandra se sintió rebosante de la más increíble sensación de generosidad. Estaba en su mano dar algo que él deseaba mucho.
—Te quiero —le dijo—. Creo... creo que te quiero desde que te vi por primera vez.
Y lo sintió satisfecho junto a ella como si fuera así como siempre había querido estar. Sólo sus manos estaban unidas, pero aquel contacto era más íntimo que un abrazo. Casandra hubiese querido que la estrechara de nuevo pero era consciente de que si se lo permitía, ella y sólo ella sería responsable de lo que sucediese.
—Eneas... —dijo, con ternura.
—¿Qué, Casandra?
—Creo —murmuró con una sensación de inmenso asombro—, creo que sólo deseaba oírme a mí misma pronunciar tu nombre.
La rodeó con sus brazos suavemente, como si temiera que el más ligero roce la quebrantase.
—Amor mío. No sé... no estoy seguro de lo que deseo, pero no es seducirte y llevarte a mi lecho; eso puedo conseguirlo de cualquiera, en cualquier momento. Te quiero Casandra. Deseo decírtelo, intentar que comprendas...
—Te comprendo —dijo ella, oprimiendo su mano.
Sobre los dos, la luna desprendía tanta luz que Casandra podía ver la cara de él como si fuese de día.
—Mira —señaló Eneas—, han apagado todos los fuegos en el campamento aqueo. Es ya muy tarde. Debes de estar cansada. Tendríamos que despedirnos.
Era tarde. Casandra se apartó un poco de él, sintiendo frío lejos de sus brazos, y le tendió una mano. Se inclinó hacia ella pero no volvió a besarla.
—Buenas noches, amor mío, y que la diosa te proteja. Me quedaré aquí hasta que te halles segura tras las puertas del templo del Señor del Sol.
Casandra subió sola los últimos escalones y llamó a la puerta, que se abrió desde dentro.
—Ah, princesa Casandra —dijo uno de los servidores al verla—. ¿Vuelves de cenar con tus padres en el palacio? ¿Viniste sola?
—No, me escoltó Eneas —contestó.
El joven asomó la cabeza.
—¿Quieres, Eneas, una antorcha encendida para el regreso?
—No, gracias —dijo cortésmente Eneas—, La luna está muy clara. —Luego, se inclinó ante Casandra—. Buenas noches, hermana y señora.
—Buenas noches —dijo ella.
Y cuando ya no podía oírla murmuró:
—Buenas noches, amor mío.
Se espantó de sí misma. Había jurado, sin saber lo que hacía, que jamás serviría a la diosa Afrodita ni sucumbiría a esa clase de pasión.
Y ahora era como cualquier servidora de la diosa aquea.
Los soldados de Aquiles estaban cargando sus naves; evidentemente, las querellas no se habían solucionado en el campamento aqueo. Uno de los informadores favoritos de Príamo, una anciana que vendía tortas en el campamento aqueo y que regresaba diariamente a la ciudad en busca de más provisiones (y para tener una larga charla con el capitán de la guardia), anunció que Aquiles no se había movido de su tienda. Patroclo había intentado convencer a los soldados de que no partieran, sin mucho éxito.
Según ella, Patroclo era querido por todos los soldados, pero éstos consideraban que debían lealtad a Aquiles y que si él había decidido renunciar a la lucha, también ellos debían abandonarla.
Mediada la mañana, Casandra fue a la muralla para verlo por sí misma, junto a las demás mujeres de la casa de Príamo: Hécuba, Andrómaca, Helena y Creusa.