La Antorcha (55 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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—Una delegación bajará al campamento —se le dijo. Crises, desde luego, la encabezaba. Casandra no preguntó si podía acompañarles. Simplemente se puso sus atavíos de ceremonia y se unió discretamente con ellos.

Agamenón, Aquiles y otros varios caudillos, entre los que Casandra reconoció a Odiseo y a Patroclo, se alineaban tras los sacerdotes de Apolo. El sumo sacerdote de los aqueos, un hombre esbelto y vigoroso, con aspecto de atleta, se acercó a Crises.

—Parece —dijo—, que los inmortales se hallan irritados con nosotros. Te pregunto, compañero, si aceptarías regalos nuestros.

—Deseo que devuelvan a mi hija, o que se case como es debido con el hombre que se la llevó cuando era una inocente doncella...

Agamenón lanzó un bufido; pero al parecer había aceptado que los sacerdotes hablaran en su nombre.

—No cabe esperar —empezó a decir el sacerdote—, que el rey de Micenas acepte casarse con una prisionera de guerra, sobre todo teniendo ya una reina.

—Muy bien —dijo Crises—. Si no se casa con mi hija, deseo que se me la devuelva, debidamente dotada ya que no es virgen y, sin dote, no podré hallarle un marido.

Los sacerdotes conferenciaron unos instantes. Finalmente manifestaron:

—Supón que te ofrecemos la posibilidad de que escojas entre las mujeres de todas las ciudades que hemos saqueado en la comarca, doncella por doncella.

—¿Creéis que soy un libertino? —preguntó Crises con voz vibrante de indignación—. Soy un padre agraviado y recurro a Apolo para que compense el mal que se me ha infringido.

—Bien, Agamenón —dijo el sacerdote argivo—, creo que no existe alternativa; debemos obrar con justicia y devolver a este hombre su hija.

Agamenón irguió cuan alto era y cruzó los brazos.

—¡Nunca! Esa muchacha es mía.

—No lo es —aseguró el sacerdote—. La raptaste durante una tregua, en la siembra de primavera, y por tal impiedad la Madre Tierra se halla enojada.

—Ninguna mujer, ni siquiera una diosa puede decirme lo que he de hacer —contestó Agamenón.

Casandra advirtió un visible temblor en las filas de los hombres y que Odiseo se mostraba particularmente enfadado.

—Los inmortales —dijo Odiseo—, odian el gran orgullo que sólo a ellos corresponde, Agamenón. Vamos, devuelve a la muchacha y paga a su padre la legítima dote.

—Si renuncio a la muchacha... —Agamenón consideró la posibilidad, por primera vez, al notar que los otros caudillos le miraban con ira—. Si renuncio a la muchacha —repitió—. ¿Por qué vosotros podéis quedaros con el botín que habéis conseguido, y reíros de mí? Eh, Aquiles, ¿renunciarás a la mujer que tienes en tu tienda si yo me veo obligado a renunciar a la mía?

Aquiles bramó:

—No fui tan estúpido como para robarla a un sacerdote de Apolo —bramó Aquiles—. Mi mujer vino a mí porque yo le gustaba más que cualquiera de los hijos de Príamo que hay tras las murallas de Troya. Y puesto que acudí a Troya por complacerte, Agamenón, cuando por derecho debería estar luchando del lado de mis parientes tróvanos, no veo por qué debes mezclar en esto a mi mujer. Es una buena muchacha; acudió a mí por su libre voluntad y es diestra en todos los oficios femeninos. He pensado en llevármela a mi tierra, si es que regreso de esta guerra, y hacerla mi esposa, puesto que no tuve que casarme como tú con una reina vieja para conseguir el gobierno de su ciudad.

Agamenón apretó los dientes. Casandra percibió cuánto se esforzaba por dominarse.

—Por lo que a mi reina se refiere —afirmó—, te recuerdo que es la hermana gemela de esa Helena a quien se considera lo bastante hermosa para que su pérdida fuera la causa del inicio de esta guerra. ¿Vale menos por ser la legítima reina de una gran ciudad? Me ha dado nobles hijos, y va se ha hablado bastante de ella.

—Sí, bastante —repuso el sumo sacerdote—. Agamenón, juraste que harías todo lo que fuese necesario para librarnos de esta peste, así que hemos resuelto que esa muchacha, Criseida, sea devuelta a su padre. Entre todos nosotros reuniremos la dote que solicita.

Agamenón apretó los puños y sus mandíbulas se cerraron con tal fuerza que Casandra se preguntó si estallarían sus dientes.

—¿Me obligáis a eso —clamó—, a pesar de lo que he hecho por vosotros? Bien merecido os estaría si os replicara: «Buscad a otro para que mande vuestros ejércitos». Tú, Menelao, ¿estás con esos que pretenden robármela?

Un hombre de cabellos castaños, constitución menuda y pequeña y rizada barba, se agitó inquieto antes de declarar:

—Prefiero no sufrir la ira de Apolo por tu impiedad, o por tu mala fortuna o tus malos modos, al llevarte a una muchacha a la que habrías debido no tocar.

—¿Cómo iba yo a saber que el padre de la condenada muchacha era un sacerdote o a preocuparme de ello de haberlo sabido? ¿No creerás que pasamos el tiempo hablando de su padre? —dijo Agamenón, lleno de furia.

La sacerdotisa que estaba tras Casandra apretó los labios para reprimir la risa y murmuró quedamente:

—No hay duda de que no lo pasa aprendiendo buenos modales.

Entonces le tocó a Casandra el turno de apretar la boca para contener la risa. Agamenón volvió la cabeza hacia las dos mujeres y pareció irritarse aún más.

—Muy bien —declaró—. Dado que todos vosotros os habéis puesto de acuerdo para dejar que me roben, tomad a la chica y malditos seáis. Pero he de ser compensado con la mujer que hay en la tienda de Aquiles.

Aquiles salió de entre las filas aqueas.

—¡No! ¡Antes tendrás que pasar sobre mi cadáver!

—gritó.

—Supongo que, si insistes, podría encargarme de eso —contestó Agamenón—. Patroclo, ¿no puedes controlar a este muchacho salvaje? Apenas tiene edad suficiente para tomar parte en los asuntos de los hombres. Vamos, Aquiles, ¿para qué necesitas a tu edad una mujer? Te enviaré el cajón de juguetes que he reunido para mi propio hijo.

Los ojos de Casandra se estrecharon. Agamenón no debería haber dicho eso; Aquiles es joven pero no lo bastante para ser vilipendiado de tal manera sin que estalle su ira. El sumo sacerdote de los tróvanos preguntó: —Crises, ¿tienes un manto para Criseida? Con la peste que aquí reina no puede llevarse nada; lo que vista ha de ser quemado antes de cruzar las puertas de Troya y habrá que cortarle los cabellos.

Crises mostró una larga túnica y un manto. —Quemad todas las ropas que ellos le dieron —dijo—. Pero, ¿es preciso cortar sus cabellos?

—Lo siento. Es el único modo de asegurarse de que no llevará la peste consigo —contestó el sacerdote.

Agamenón volvió de su tienda acompañado por Criseida, y Crises se adelantó a abrazarla. Pero el sumo sacerdote lo detuvo.

—Que antes la desnuden las mujeres y que entregue sus vestidos para que los quemen —dijo.

Caris y Casandra se acercaron a ella. Las otras mujeres formaron un círculo a su alrededor para ocultarla de las miradas mientras era despojada de su túnica y de su manto aqueos que cayeron al suelo. Con dignidad, Criseida las ignoró. Pero cuando Caris deshizo su peinado y sacó un cuchillo para cortar sus cabellos, dio un paso atrás.

—No, lo he soportado todo pero no toleraré la humillación de que me privéis de mis cabellos. ¡No creo necesitar purificación ni arrepentimiento! Caris le dijo amablemente.

—Es sólo por miedo al mal. Vas de un lugar apestado a otro que hasta ahora se halla libre de la epidemia.

—No tengo la peste ni he estado cerca de nadie que la haya tenido —contestó Criseida llorando—. ¡No cortéis mis cabellos!

—Lo siento; hemos de hacerlo —declaró Caris al tiempo que se apoderaba de la larga mata de pelo y la segaba a la altura de la nuca.

Criseida sollozaba inconsolablemente.

—¡Oh, mirad lo que habéis hecho! ¡Qué aspecto tan grotesco tendré para burla y mofa de todos! ¡Siempre me odiaste, Casandra! Y ahora has conseguido esto...

—¡Qué muchacha tan estúpida! —exclamó Caris, con brusquedad—. Hemos hecho lo que los sacerdotes nos pidieron, nada más. No censures a Casandra. Echó sobre los hombros de Criseida la túnica que Crises había llevado.

—No tengo broche; tendrás que sujetarla tú misma con las manos.

—No —repuso Criseida con hosquedad—. Si no tienes un broche, poco me importa que se caiga el vestido.

Caris se encogió de hombros.

—Si quieres que eso ocurra ante todos los soldados aqueos, haz lo que quieras pero podrías disgustar a tu padre. En atención a él, sujeta tu vestido para que no padezca tu modestia.

Hizo a las mujeres seña de que abrieran un hueco en el círculo, para que Criseida pudiera reunirse con su padre. Agamenón dio un paso hacia ella pero Odiseo le retuvo, hablándole con precipitación en voz baja.

El día que siguió el regreso de Criseida a Troya, Casandra fue llamada a cenar en palacio con sus padres y supuso que Príamo deseaba saber cómo se habían desarrollado las negociaciones. Junto al rey y la reina se hallaban Creusa y Eneas, Héctor y Andrómaca, con su pequeño, y Helena y Paris con sus hijos. Nikos, un niño muy guapo, era un año mayor que el hijo de Héctor; los gemelos corrían por allí, pero sin provocar gran alboroto. Cada uno tenía su propia niñera que lo mantenía dominado hasta cierto punto.

A Casandra le pareció extraño que los años de guerra hubiesen aportado tan escasos cambios al comedor del palacio. Las pinturas de las paredes estaban un poco desvaídas y agrietadas y supuso que los servidores que hubieran debido restaurarlas tenían otras obligaciones o estaban enrolados en el ejército. Había manjares muy diversos, incluyendo pescado fresco, aunque éste desde luego no abundaba. Andrómaca la informó de que los aqueos habían contaminado el puerto y, por tanto los peces no se acercaban a la costa y no era posible que los brotes de pesca rompieran el bloqueo de los soldados enemigos.

—Y cuanto un barco lo consigue —añadió—, los aqueos suelen capturarlo y conducirlo a la costa y se quedan con las mejores capturas.

Pero abundaban las frutas, el pan de cebada y la miel. Y el vino de uvas de parras que crecían por toda la ciudad.

Príamo insistió en que Casandra repitiera cada palabra pronunciada en las negociaciones. Movió la cabeza con enojo cuando supo de la arrogancia de Agamenón.

—No he visto que se hayan producido más víctimas de la peste en el campamento aqueo, y quieran los dioses que no haya ninguna en nuestra ciudad. Así que la muchacha ha vuelto con nosotros. ¿Qué hará ahora su padre con ella? —No lo sé. No se lo he preguntado —dijo Casandra, pensando: ni tengo intención de hacerlo ni me importa—. Supongo que con la dote que le dieron los aqueos le hallará un marido. Parecían ansiosos de aplacar al Señor del Sol. ¿Quién podría censurarles tras la peste?

—Creo que ninguno de los caudillos aqueos se contagió de la epidemia.

—Ninguno que yo sepa —declaró Eneas—. Desde luego ni Agamenón ni Aquiles la han padecido. Pero estuvieron a punto de enfrentarse cuando Criseida abandonó el campamento. Al final Agamenón se fue a su tienda y Aquiles a la suya: parece que hubo una disputa... —La hubo —afirmó Casandra.

Y les contó cómo había insistido Agamenón en que, si le quitaban a su mujer, tendría que ser compensado con Briseida, y cómo reaccionó Aquiles.

—Eso explica lo que vi después, aunque entonces ignoraba su significado —dijo Eneas—. Varios soldados de Agamenón fueron a la tienda de Aquiles y hubo una cierta pelea entre ellos y los hombres de Aquiles. Entonces se presentó Odiseo y les habló durante largo tiempo. Después, los soldados de Aquiles comenzaron a arrancar gallardetes y paramentos. Parecía como si se dispusieran a marcharse. —Así lo quieran los dioses —deseó Héctor—. Agamenón es un enemigo honorable, pero Aquiles está loco. Prefiero pelear con hombres cuerdos.

Casandra tenía en su regazo a su tocaya, la hija de Creusa.

—No creo que esté cuerdo hombre alguno que participe en esta guerra —afirmó.

—Todos sabemos lo que piensas, Casandra —dijo Héctor—. Y estamos cansados de oírlo.

—¿Crees de veras que podemos ganar esta guerra, Héctor? Si los dioses se hallan irritados con Troya...

—No he visto signo alguno de su ira —dijo él—. Y me parece que, al menos Apolo, se halla irritado con los aqueos. Si se marcha Aquiles, no temo a los demás. Combatiremos y venceremos honrosamente y luego concertaremos un acuerdo y viviremos en paz con ellos, si somos afortunados, el resto de nuestras vidas.

—¿Y cuál será nuestra situación? —preguntó Paris.

Se hallaba sentado junto a Helena que con una cuchara de hueso daba fruta machacada a uno de los gemelos. Parecía serena y tranquila; encantadora, pero sin rastro de la misteriosa belleza que mostraba cuando se hallaba poseída por Afrodita.

—Si la paz se produce —dijo Andrómaca—, también la habrá para ti y tanto vosotros como vuestros hijos podréis vivir como queráis.

—Sin guerra será un mundo tedioso —declaró Héctor, bostezando.

—Ya he tenido más guerra de la que deseaba. Tiene que haber cosas mejores que hacer en la vida —disintió Paris.

—Hablas como nuestra hermana —dijo Héctor—. Pero la paz llegará, nos guste o no; si todo lo demás falla, tras la paz de la tumba, llegarán los combates y las exhortaciones al honor.

Casandra dijo maliciosamente.

—Parece un cielo especialmente concebido por el dios de Aquiles.

—Que ese cielo no sea entonces para mí —dijo Paris—. Ya he luchado aquí bastante. No quiero seguir luchando en la otra vida.

—Quieres decir que no elegirías pasar así tu vida de ultratumba —aclaró Héctor—. No estoy seguro de que se nos permita elegir.

En aquel momento se oyó un gran alboroto. Los niños habían estado jugando en el extremo de la sala y de allí llegaba el ruido de entrechocar de espadas de madera y de gritos infantiles. Héctor y Paris vieron que el pequeño Astiánax y el hijo de Helena, Nikos, se estaban arrastrando por el suelo, luchando y golpeándose el uno al otro, y gritando de forma incoherente, con las caras enrojecidas y cubiertas de lágrimas.

Helena y Andrómaca se apresuraron hacia sus hijos y cuando volvieron con un niño gimoteante bajo el brazo cada una, Héctor indicó que los dejaran en el suelo.

—Vamos, ¿qué es todo esto? '¿No hay ya bastante guerra ante las murallas para que la tengamos también a la hora de cenar? Astiánax, Nikos es nuestro invitado en Troya; un huésped tiene derecho a nuestra hospitalidad. ¿Por qué le pegabas?

—Porque es un cobarde como su padre —declaró Astiánax, lanzándole un puñetazo a los ojos.

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