La Antorcha (58 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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Por un momento Casandra se sintió satisfecha. Héctor recurría a ella como a testigo digno de crédito.

—En modo alguno. Pero me pareció como si Menelao hubiese tenido una especie de visión. Dejó de luchar y se quedó inmóvil, contemplando fijamente la muralla. Entonces, Paris escapó para salvar su vida.

—Es ya demasiado tarde hoy para ninguna clase de combate —dijo Héctor, suspirando—. No resta sino esperar. Pero, si intervino la diosa aunque fuese proporcionando a Menelao una visión, nadie puede censurar a Paris.

Mas no parecía plenamente convencido.

LIBRO TERCERO

La maldición de Poseidón

Al anochecer todos los soldados de los dos ejércitos y la mayoría de los habitantes de la ciudad conocían ya la historia que desde luego creció de boca en boca.

Según la mayor parte de los testigos, la diosa había aparecido en la muralla de la ciudad y había arrebatado a Paris de debajo de la espada misma de Menelao, librándolo de un golpe mortal; en otra versión, Menelao había abierto a Paris del mentón a la pelvis de una sola estocada y la diosa le había sanado. Puso en sus heridas néctar y ambrosía y le trasladó a la alcoba de Helena.

Cuando le preguntaron, Casandra respondió que no estaba segura de lo que había visto; que el sol le daba en los ojos.

Estaba segura de que la diosa había intervenido de algún modo. No sabía bien como, pero tenía el convencimiento absoluto de que, al menos durante un momento, Helena había adquirido su apariencia. Después de todo, no habría sido la primera vez.

Durante dos días no se habló en la ciudad de otra cosa que no fuese el duelo y la supuesta intervención de Afrodita. Héctor y Eneas volvieron de los consejos diciendo que los aqueos insistían en que Menelao había ganado el desafío puesto que Paris había huido y herido además.

—¿Qué les respondisteis? —inquirió ansiosamente Príamo.

—¿Qué crees? Les dijimos que resultaba obvio que Paris había ganado puesto que la diosa había intervenido para salvar su vida —contestó Héctor.

Casandra, que había estado observando desde las murallas durante gran parte del día, mientras recordaba su propio adiestramiento bélico y pensaba que podría batirse tan bien como la mayoría de los soldados aqueos o como cualquiera de los tróvanos, preguntó:

—¿Qué es lo que sucedió esta tarde? Vi a dos soldados que no conozco dispuestos para el combate y, antes de iniciarlo, uno de ellos comenzó a desarmarse y desnudarse hasta quedar tan sólo con su pampanilla. ¿Es que decidieron forcejear en vez de batirse con espadas?

Eneas se echó a reír.

—Oh, no —contestó—. ¿Conoces a Glauco el tracio?

—He hablado con él —dijo Helena—. Era el piloto de una de las naves que nos trajeron aquí.

—Pues salió y desafió a cualquier aqueo a luchar contra él, y Diómedes aceptó. Así que empezaron a gritar su linaje para averiguar si podían enfrentarse honrosamente en combate singular, y antes de que llegaran a sus bisabuelos descubrieron que eran primos.

—Así que decidieron no luchar, ¿verdad? —preguntó Casandra.

—¿No lo viste? —preguntó a su vez Eneas.

—No, me llamaron del templo. Una de las serpientes grandes está a punto de cambiar de piel y necesita muchos cuidados. En ese tiempo las serpientes se quedan ciegas y no pueden ser atendidas por extraños —explicó Casandra.

—Acordaron que debían combatir en aras del honor, pero decidieron intercambiar las armaduras. Diómedes afirmó que la suya de diario no era lo bastante buena para que el regalo fuese digno. Así que envió a buscar a su nave una preciada armadura en plata con incrustaciones de oro. En consecuencia, Glauco hubo de llegar a un acuerdo con sus compañeros para que le proporcionasen un regalo de igual valor. Parecían un par de viejos en un mercado de objetos de segunda mano, regateando sobre el valor de alguna baratija, y aquello se alargó... y al final lucharon con sus viejas armaduras, colgando las otras dos para que fuesen admiradas.

—¿Quién venció? —preguntó Helena.

—Lo ignoro. Creo que se asestaron uno o dos golpes y, como se hizo de noche, se abrazaron, se dieron las gracias por tan preciados regalos y se fueron a cenar.

Héctor se echó a reír.

—Imagino que ninguno se impuso al otro, pero así pasaron la tarde. Desde luego no teníamos nada mejor que hacer; hasta que los consejeros de ambos bandos hayan decidido si fue Paris o Menelao quien ganó el duelo, todo lo demás es un puro entretenimiento. Glauco y Diómedes deberían haber librado un combate cuerpo a cuerpo, sin armas. Al menos habríamos podido apostar. Tentado estuve de desafiar a Ayax el Mayor a una de esas peleas. Es el hombre más corpulento del campo aqueo. Ignoro si sabe luchar...

—Sabe —dijo el joven Troilo—. Ganó la corona de laurel en lucha en sus Juegos de los Sacrificios.

—Entonces lo retaré —afirmó Héctor.

—Cuida de que no te dé en la cara con un codo; su especialidad es romper dientes —le previno Troilo.

En la cena, Héctor preguntó a Príamo:

—¿Qué sucederá si el Consejo decide que Menelao no ganó?

Príamo se encogió de hombros.

—Nada —dijo—. Los aqueos se negarán a aceptar la decisión y la guerra proseguirá. No quieren zanjar la cuestión. No renunciarán hasta derribar las murallas de Troya y saquear la ciudad.

—Padre, hablas como Casandra.

—No —dijo Príamo—. Sé lo que piensa Casandra.

Mas, por una vez, Casandra levantó los ojos, golpeados de nuevo por aquel terrible pavor, y la visión de Troya en llamas que se alzaba entre ella y el mundo de los vivos. Príamo le sonrió cariñosamente, como si tratase de disipar sus temores.

—Con frecuencia la he oído decir que nos destruirán. Pero no es lo que va a suceder —añadió.

—¿No pueden romper las murallas de Troya, padre? —preguntó Paris.

—No, a no ser que convenzan a Poseidón de que les auxilie con un terremoto —afirmó Príamo.

Ahora Casandra lo sentía por todo su cuerpo; las murallas caerían ante la ira de Poseidón, ante su terremoto. Debería haber sabido siempre que los nimios esfuerzos de los hombres no podrían romper las murallas de Troya; sólo un dios conseguiría que se desplomase la alta ciudadela.

—Si eso crees deberíamos hacer sacrificios en honor de Poseidón lo antes posible —dijo Héctor— porque él es el único dios que puede socorrernos.

—Sí —dijo Casandra rápidamente—. ¡Ofrezcámosle sacrificios a Poseidón y ruguémosle que apoye nuestra causa! ¿No es uno de los dioses guardianes de Troya?

Ignoraba lo que iba a añadir hasta que irrumpió en su mente como un grito de angustia:

—¡Paris! ¡Tú..., cuídate del terremoto! ¡Haz sacrificios a Poseidón! ¡Implórale!, porque él te destruirá... destruirá... destruirá...

Logró callarse mediante un gran esfuerzo físico, llevándose las manos a los labios. Príamo la miró, lleno de irritación y disgusto.

—¡Ya está bien, Casandra! —exigió—. ¡En la propia mesa de tu madre! ¿No puedes siquiera aclarar qué dios va a destruir la ciudad? En verdad pienso que tienes que estar loca.

Ella no pudo hablar; el nudo que sentía en su garganta era tan grande que precisaba de todas sus fuerzas para respirar. Tragó saliva y sintió las lágrimas corriendo por su cara. Helena se acercó y le enjugó el rostro con su velo. La ternura de aquel gesto desarmó a Casandra hasta tal punto que sólo fue capaz de mirar a la esposa de su hermano y murmurar:

—Es a ti a quien destruirá.

—Mi pobre niña —dijo Hécuba—. Los dioses aún te acosan con tales visiones. Déjala, Helena, ya que nada puedes hacer por ella. Casandra, vuelve al templo, reúnete con tus compañeras. Estoy segura de que los sacerdotes tendrán algún remedio para los posesos.

—No vuelvas a profetizar aquí, Casandra. Así lo ordeno y así tiene que ser —dijo Príamo.

Incapaz de controlar los sollozos, Casandra se levantó, salió corriendo de la sala, y huyó a través de las calles. Al cabo de un rato, advirtió el sonido de unos pasos que la seguían en la subida, y luego sintió unas manos que se apoyaban en ella con cariño, forzándola a detenerse.

—¿Qué te sucede, Casandra? —preguntó una voz masculina.

Presa del pánico, intentó liberarse de aquellas manos, pero al advertir que se trataba de Eneas, se serenó, aunque permaneció callada.

—¿No puedes decírmelo? —le preguntó—. ¿Qué te pasa?

—Ya sabes que dicen que estoy loca —contestó en voz baja.

—Ni por un instante lo he creído —dijo Eneas—. Quizá te halles atormentada por un dios, pero distas mucho de la locura.

—Ignoro la diferencia. Y no puedo callar cuando me llega la visión. He de expresarla...

Percibió que el temblor de su propia voz hacía sus palabras casi incomprensibles.

—Tal vez todos aquellos que ven más allá que el resto de la gente sean considerados locos por quienes son incapaces de captar algo más lejano que el desayuno del día siguiente —dijo Eneas, pasando un brazo en torno a sus hombros—. Cuando huiste corriendo, temí por ti, temí que cayeses y te hirieras. Ni por un momento consideré la posibilidad de que hubieras perdido la cabeza. Tampoco entiendo la razón de que te juzguen loca por advertir a nuestro pueblo de que los dioses ansían nuestra ruina. Incluso a mí, desde que llegué a Troya, me pareció que nos hallamos bajo la sombra de uno o más inmortales llenos de ira, y en cada viento creo oler el peligro de la destrucción.

La besó tiernamente en la mejilla.

—¿Puedes decirme ahora qué has visto? —preguntó a continuación.

Ella le miró a los ojos, súbitamente llena de confianza.

—He visto que sobrevivirás al peligro. Te he visto abandonar Troya vivo y sin daño.

Él le palmeó el hombro, con cariño.

—No hay duda de que es bueno saber eso. Pero no es lo que te preguntaba. Vamos, deja que te acompañe hasta el templo del Señor del Sol.

Ascendieron en silencio durante unos momentos. Luego él añadió:

—¿Sientes verdaderamente que no existe en esta guerra esperanza para Troya?

—Lo supe cuando Paris trajo a Helena. Y, créeme, no hay ruindad en lo que digo. He llegado a querer mucho a Helena, como si fuese mi propia hermana de sangre. Lo supe cuando Paris cruzó bajo las puertas de Troya para acudir a los Juegos; Héctor estuvo acertado al desear enviarle lejos, aunque sus razones fueran erróneas, Héctor temía que Paris tratara de convertirse en rey, pero ése no era el peligro...

Eneas acarició su mejilla.

—No comparto tu visión, Casandra, pero confío en ti; hablas sinceramente. Puede que yerres pero no por ruindad o por locura. Y si eso es lo que ves, puedes estar segura de que los dioses te lo transmiten para que lo digas.

Habían llegado ya a las puertas del templo.

—Cuando hables, siempre te escucharé, te lo prometo —dijo, abrazándola.

—Creo que fueron algunos inmortales quienes iniciaron esta guerra, pero que Afrodita tenía la oportunidad de ayudarnos o de destruirnos; y ahora parece que no se trata de ellos, sino que es la rivalidad entre otros dioses lo que nos amenaza. Cuando mi padre afirmó que ningún mortal podía derribar las murallas de Troya, supe que tenía razón. No pereceremos a manos de los aqueos sino de los dioses, e ignoro por qué ellos quieren destruir nuestra ciudad.

—Tal vez los dioses no necesitan razones para sus actos —opinó Eneas.

—Es lo que estoy empezando a temer —dijo Casandra.

El clima de Troya era mucho más cálido que el de Colquis; las serpientes que Casandra trajo de la ciudad de la reina Imandra se mostraban aquí más activas y ella tenía que dedicar gran parte de su tiempo a atenderlas.

Por esta razón, no se enteró de inmediato que el Consejo determinó que ni Paris ni Menelao habían ganado el duelo y que se proclamaría una tregua mientras seguía considerándose la cuestión. Casandra comprendió que esta decisión carecía de relevancia; ambas partes se hallaban resueltas a continuar la lucha, así que prestó escasa atención al asunto. Aún seguía ocupada con las serpientes cuando le llegaron noticias de que se habían reanudado las hostilidades. Más tarde alguien le dijo que la tregua se había roto cuando uno de los capitanes argivos, quien afirmaría después que lo había impulsado la diosa Doncella, lanzó una flecha contra Príamo, agujereó su mejor traje y
es
tuvo a punto de matarlo.

Pocos días después, en la protección de la muralla, contempló junto a las demás mujeres del palacio cómo se congregaban las fuerzas de Héctor, tanto las de carros como los infantes armados. Oyó decir a las mujeres que Eneas había aceptado un desafío de Diómedes, el aqueo que había luchado con Glauco.

Creusa no tomó muy en serio la noticia.

—No he oído que Diómedes sea un guerrero del que preocuparse —comentó—. ¿Qué había sido aquel intercambio de regalos sino una excusa para sustituir la pelea por la charla?

—Yo no tendría eso muy en cuenta —dijo Helena—. Es evidente que ese día ambos bromeaban, pero he visto a Diómedes cuando estaba realmente dispuesto a combatir y creo que quizá sea más fuerte que Eneas.

—¿Tratas de asustarme? —preguntó Creusa—. ¿Estás celosa?

—Querida, créeme —dijo Helena—. No tengo interés en más marido que en el propio.

—¿En cuál? —inquirió Creusa, en tono impertinente—. Hay dos que afirman serlo y nadie habla en Troya de ninguna otra mujer.

—No es mía la culpa de que no tengan nada que hacer, excepto ocuparse de los asuntos de la familia real —contestó Helena—. Dime, ¿hay alguna mujer en Troya que afirme que le he dicho una sola palabra a su marido que no pueda repetirse ante mi madre y la suya?

—No digo eso —murmuró Creusa—. Pero, al parecer, te gusta exhibirte ante todos los hombres como la diosa...

—Entonces tu agravio proviene de ella, no de mí, Creusa; no me culpes de lo que la diosa haga.

—Supongo que no... —empezó a decir Creusa, pero Casandra la interrumpió.

—No seas tonta, Creusa. ¿No es ya bastante malo que los hombres estén en guerra? Si las mujeres empezamos también a pelear entre nosotras no quedará en Troya ni un ápice de sentido común.

—Si los dioses y las diosas están disputando, ¿cómo podremos quedarnos al margen de la disputa? —preguntó Andrómaca—. Creo que tal vez a los dioses les complazca vernos luchar, como les complace luchar entre sí. Sé que el mayor placer de Héctor es el combate, y que lloraría si esta guerra acabase mañana.

—Lo que me inquieta es que parece propiciarla —afirmó Helena—. Cualquiera pensaría que se halla poseído por Ares. Casandra, tú que eres sacerdotisa, ¿es verdad que los hombres pueden ser poseídos por sus dioses? Ella pensó en Crises y dijo:

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