La Antorcha (20 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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Lejos, al Sur en las laderas del monte Ida, donde un joven moreno llamado Paris iba en pos de los toros y de las vacas de su padre adoptivo, apareció en la falda de la montaña, ya bien entrado el otoño, un grupo de jóvenes de elegante apariencia. Paris, siempre alerta a todos los peligros que pudiesen amenazar a su ganado, se les acercó con cautela.

—Saludos, extranjeros. ¿Quiénes sois y en qué puedo serviros?

—Somos los hijos y los servidores del rey Príamo de Troya —contestó uno de ellos—. Hemos venido hasta aquí en busca de un toro, el mejor de la manada, para sacrificarlo en los Juegos Fúnebres de uno de los hijos de Príamo. Muéstranos el mejor.

Paris se sintió un tanto turbado ante la arrogancia de sus maneras, pero su padre adoptivo, Agelao, le había enseñado que los deseos del rey eran ley y no quería que le juzgasen descortés.

—Mi padre es servidor de Príamo —dijo— y todo lo que tenemos se halla a su disposición. Está ahora ausente. Si deseáis aguardar su regreso, él podrá enseñaros lo que tenemos. Si descansáis en mi cabaña al resguardo del calor del sol del mediodía, mi esposa os traerá vino o suero fresco; o, si lo preferís, hidromiel de nuestras propias abejas. Cuando regrese mi padre os enseñará nuestras manadas y podréis escoger el que queráis.

—Gracias; un poco de hidromiel será bien recibido —contestó uno de los recién llegados de la ciudad.

Paris les precedió en el camino hacia la casita donde vivía con Enone, y oyó murmurar al otro:

—Un joven educado. No hubiera imaginado hallar tales modales tan lejos de la ciudad.

Cuando Enone, luminosa y bella, con su túnica y el pelo recogido bajo el pañuelo que se ponía por las mañanas para barrer la casa, les sirvió hidromiel, les oyó cuchichear.

—Pues si en estos parajes abundan ninfas tan encantadoras como ésta no comprendo qué hace hombre alguno en la ciudad —comentó uno de ellos.

Enone miró de soslayo a Paris, como si le preguntara quiénes eran aquellos hombres y qué querían. Pero él sabía poco más que ella y, aunque no deseaba dar explicaciones en su presencia, dijo:

—Estos hombres quieren negociar con mi padre. Agelao retornará antes del mediodía y entonces hablarán con él.

De haber buscado cabras o incluso ovejas, Paris se habría sentido autorizado para tratar con ellas, aunque fuese de animales destinados al sacrificio. Pero el ganado vacuno constituía el orgullo y la alegría de su padre. Por tanto, bebió un poco del hidromiel que le había servido Enone y, tras un momento, preguntó:

—¿Sois los dos hijos del rey Príamo?

—Sí —respondió el mayor—. Yo soy Héctor, el primogénito de Príamo y de su reina Hécuba, y éste es mi hermanastro Deifobo.

La estatura de Héctor era asombrosa, casi una cabeza más alta que Paris que no era hombre de corta talla. Poseía los anchos hombros de un luchador nato y su rostro, de marcados rasgos, era hermoso, con ojos de color castaño sobre unos altos pómulos y una boca y un mentón que revelaban una fuerte voluntad. Lucía al cinto una espada de hierro que Paris envidió, aunque hasta hacía poco tiempo creía que no podría existir arma mejor que la daga de bronce que le dio Agelao como regalo especial cuando durante una tempestad de nieve del invierno anterior consiguió recobrar doce debilitados corderos que de otro modo hubieran perecido.

—Habladme de esos Juegos Fúnebres —dijo al fin. Reparó en el modo en que Héctor miraba a Enone y no le gustó. Pero también advirtió que Enone no prestaba atención a ninguno de los desconocidos. Es mía, pensó; es una mujer buena y modesta y no precisamente de las que se quedan contemplando a los extraños.

Se celebran cada año —explicó Héctor—, y son como cualesquiera otros. Pareces fuerte y atlético, ¿nunca has competido en tales Juegos? Estoy seguro de que podrías conseguir muchos premios.

—Me confundes —dijo Paris—. No soy un noble como vosotros, que pueda dedicarme al ocio; soy un humilde pastor y el servidor de vuestro padre. Los Juegos y cosas semejantes no son para mí.

—Has hablado con modestia —afirmó Héctor—, pero los Juegos se hallan abiertos a cualquier hombre que no haya nacido esclavo. Serías bien recibido. Paris reflexionó. —Has hablado de premios...

—El premio mejor es un trípode con un caldero de bronce —le informó Héctor—. A veces mi padre concede una espada por una proeza especial.

—Me gustaría ese premio para mi madre —dijo Paris—. Tal vez vaya si mi padre me autoriza.

—Ya eres un hombre. Debes de tener quince años o más —comentó Héctor—. Ésa es una edad suficiente para no necesitar permiso.

Cuando Paris le oyó, pensó que así debería ser. Pero jamás había ido ni pensado ir a ningún sitio sin el permiso de Agelao. Advirtió que Héctor le observaba con fijeza, con las cejas arqueadas en gesto interrogativo.

—Me pregunto en dónde te he visto antes —dijo Héctor, mostrando cierto nerviosismo—. Tus ojos... me recuerdan a alguien que debo conocer bien pero no puedo determinarlo.

—A veces acudo al mercado por encargo de mi padre o de mi madre —le aclaró Paris.

Pero Héctor negó con la cabeza. Paris tenía la sensación de que sobre él gravitaba una extraña sombra; de un modo instintivo le desagradaba aquel joven alto. Sin embargo Héctor no lo había ofendido; por el contrarío, lo trataba con impecable cortesía. ¿Por qué era?

Se levantó inquieto y se dirigió a la puerta, para mirar fuera.

—Mi padre adoptivo ha llegado a casa —anunció al cabo de un momento.

Poco después penetró en la estancia un hombre pequeño y delgado, Agelao, que se movía con presteza a pesar de su edad.

—Príncipe Héctor —le saludó, inclinándose—. Me siento honrado. ¿Cómo está mi señor, tu padre? Héctor le explicó lo que quería.

—Es mi hijo quién podrá ayudarte en eso —dijo Agelao—. Él conoce el ganado mejor que yo, pues no en balde es juez en las competiciones de las ferias. Paris, lleva a estos caballeros a los pastos y muéstrales lo mejor que tengamos. Paris eligió el mejor toro de la manada y Héctor se acercó para examinar la cabeza del animal.

—Yo soy un guerrero —declaró—, y sé poco de ganado. ¿Por qué has escogido este toro?

Paris le indicó la anchura de sus paletillas y la magnitud de sus flancos.

—Y su pelaje es suave, sin cicatrices ni imperfecciones, propio para un dios —declaró.

Mas pensó: Resulta demasiado bueno para el sacrificio; debería guardársele como semental Cualquier toro viejo serviría para que le cortasen la cabeza y verter su sangre sobre el altar.

Y este príncipe arrogante llega, hace un gesto y se lleva el mejor ejemplar de una manada que tantos sudores nos ha costado a mi padre y a mi. Pero tiene razón: todo el ganado pertenece a Príamo y nosotros somos sus servidores.

—Sabes más que yo de estas cuestiones —repitió Héctor—. Así que acepto tu palabra de que este toro es el mejor para el sacrificio al Señor del Trueno. Ahora debo conseguir una novilla para la Señora, su consorte.

Al instante, Paris vio en su mente a la diosa hermosa y señorial que le había brindado riqueza y poder. Se preguntó si estaría resentida con él por no haberle ofrecido la manzana. Tal vez le perdonase si escogía para ella el mejor animal de todos.

—Esta novilla —dijo— es la mejor. Fíjate en la suavidad de su pelaje castaño y en su cara blanca. Mira qué bellos son sus ojos, casi parecen humanos.

Héctor golpeó suavemente la paletilla del animal y le pidió una soga.

—No la necesitarás, príncipe —dijo Paris—. Si te llevas al toro, le seguirá como un cachorro.

—Así que las vacas no son diferentes de las mujeres —comentó Héctor, con una grosera risotada—. Gracias y deseo que medites lo de ir a los Juegos. Estoy seguro de que ganarías la mayor parte de los premios. Eres un atleta por naturaleza.

—Y tú muy amable por decirlo, príncipe —contestó Paris, y se quedó mirando mientras emprendían el descenso de la ladera camino de la ciudad.

Aquella tarde, cuando fue con su padre adoptivo a recoger las cabras para ordeñarlas, mencionó la invitación de Héctor. No se hallaba en modo alguno preparado para la respuesta del anciano.

—¡No! Te lo prohíbo. Ni siquiera pienses en eso, hijo mío. ¡A buen seguro que te sucedería algo terrible!

—¿Pero por qué, padre? El príncipe afirmó que no importaba que yo no fuese de noble cuna. ¿Qué mal podría acontecerme? Y me gustaría conseguir el caldero y el trípode para mi madre, que tan buena ha sido conmigo y que no posee cosas semejantes.

—Tu madre no quiere calderos; nosotros sólo deseamos ver aquí a nuestro buen hijo, sano y salvo, en donde nada pueda sucederle.

—¿Qué podría pasarme, padre?

—Me está prohibido decírtelo —repuso el anciano, con gesto serio—. Fuiste siempre para mí un hijo bueno y obediente, y debería bastarte con que te lo indicara.

—Padre, ya no soy un niño —protestó Paris—. Ahora necesito saber la razón por la que no puedo hacer algo. Agelao contrajo la boca en un gesto adusto. —No admitiré imposiciones y no tengo que darte razón alguna. Harás lo que te digo.

Paris había sabido siempre que Agelao no era su verdadero padre y desde que soñó con las diosas empezó a sospechar que su linaje era de más alcurnia de la que se había atrevido a imaginar hasta entonces. Creía que la prohibición de Agelao estaba relacionada con aquello. Pero cuando planteó la pregunta, Agelao se mostró más cerrado que nunca.

—No puedo decirte nada en absoluto —declaró. Tras decir eso, se dirigió a toda prisa a ordeñar las cabras. Paris lo imitó, sin decir más. Pero la rabia lo quemaba por dentro.

¿Acaso no soy más que un bracero al que decir en todo momento a dónde tiene que ir? Incluso un bracero tiene derecho a descansar y mi padre jamás me negó un permiso. Iré a los Juegos. Mi madre, al menos, me perdonará si vuelvo con el caldero y el trípode para ella. Pero si gano el premio y no lo quiere, se lo entregaré a Enone.

Nada dijo al respecto aquella noche. Pero a la mañana siguiente, muy temprano, se vistió su mejor túnica de fiesta (era en realidad basta, aunque su esposa la hubiese tejido con su mejor lana y teñido con zumo de bayas que le proporcionó un suave tono rojo) y fue a despedirse de ella. Enone le miró, con la cara contraída por la angustia.

—Así que te vas. A pesar de la advertencia de tu padre. —No tiene derecho a prohibírmelo —contestó Paris, a la defensiva—. Ni siquiera es mi padre y, por tanto, no es impío desobedecerle.

—De cualquier modo se ha comportado contigo como un padre bueno y amable —le dijo ella, con labios temblorosos—. No está bien lo que haces, Paris. ¿Cuál es el verdadero motivo de que quieras participar en los Juegos? ¿Qué significa el rey Príamo para ti?

—Voy porque ése es mi destino —afirmó acaloradamente—. Porque ya no creo que sea voluntad de los dioses que yo permanezca aquí durante toda mi vida, guardando cabras en la ladera del monte. Venga, muchacha, dame un beso y deséame buena suerte.

Ella se puso de puntillas y lo besó pero le previno: —Te advierto, amor mío, que en este viaje no hay buena fortuna para ti.

—¿Te crees una profetisa? —se burló él—. No me interesan tales augurios.

—Aún así debo informarte —insistió Enone, mientras se arrojaba en sus brazos, llorosa—. Paris, amor mío, te suplico que te quedes.

Se llevó tímidamente la mano al vientre ya hinchado, y le rogó:

—Hazlo por él ya que no quieres hacerlo por mí.

—Lo mejor que puedo hacer por él es partir y buscar fama y fortuna —le contestó Paris—. Su padre será algo más que un pastor de Príamo.

—¿Qué tiene de malo ser el hijo de un pastor? —inquirió Enone—. Yo me siento orgullosa de ser la esposa de un pastor.

—Si no me das tu bendición, tendré que partir sin ella. ¿O es que me deseas el mal? —dijo Paris, dejando de lado sus palabras.

—Nunca, amor mío —afirmó ella—. Pero tengo el terrible presentimiento de que si te vas no regresarás nunca.

—Ésa es la mayor locura que jamás he oído —dijo Paris.

La besó de nuevo. Ella se aferró a él, quién al fin se liberó cariñosamente de sus manos y partió ladera abajo; pero Paris fue consciente de su mirada hasta que se alejó lo bastante para que ésta no pudiera alcanzarlo.

Poco a poco, Casandra reconoció el lugar en que se hallaba: en la oscuridad del carro y no bajo la clara luz otoñal del monte Ida. Y apenas entrado el verano. Llegarían a Troya quizás en otoño. A su lado, Andrómaca dormía tranquila. Aterida y tensa, Casandra se introdujo bajo las mantas, agradecida por la tibieza que se desprendía del cuerpo de su prima.

Está en Troya. Quizás estará en Troya cuando yo llegue; por fin lo veré. Aquel pensamiento resultaba demasiado excitante para soportarlo. Casandra no volvió a dormir en toda la noche.

Fue Andrómaca y no Casandra la primera en distinguir en la lejanía las altas murallas de Troya. Pareció impresionarse.

—Es realmente más grande que Colquis —dijo. —Ya te lo advertí —le recordó Casandra. —Sí, pero no te creí entonces. No podría creer que ciudad alguna pudiese ser realmente mayor que Colquis. ¿Qué es ese edificio que resplandece en la parte más alta de la ciudad? ¿Se trata del palacio?

—No, es el templo de la Doncella. En Troya,,los lugares más altos se reservan para los inmortales. Y Ella es nuestra patrona, la que nos otorgó el olivo y la vid.

—No es posible que Príamo sea un rey verdaderamente grande —dijo Andrómaca—. En Colquis está prohibido que ninguna casa, incluso la de una diosa, se alce a más altura que el palacio real.

—Y, sin embargo, sé que tu madre es una mujer que respeta a la diosa —comentó Casandra.

Recordó que cuando llegó por primera vez a Colquis, le pareció una blasfemia que hubieran construido tan alta la casa de unos mortales. Sus ojos se apartaron del templo del Señor del Sol con sus tejados dorados, construido en una meseta por encima del palacio, y le señaló este último a Andrómaca.

—No es un edificio muy alto, pero es tan espléndido como cualquiera de Colquis —le dijo.

Ahora que se hallaban realmente cerca de la ciudad, Casandra hizo un somero examen de sus propios sentimientos, como si mordiera con un diente cariado. No sabía qué pensar de su regreso a Troya tras un período de libertad. Se sentía ansiosa de ver a su madre y a su hermana Polixena, y se dio cuenta de que su mente trataba de hallar ese vínculo inmaterial y confuso que la unía con su hermano gemelo y que a veces parecía más real que su propia identidad.

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