La Antorcha (38 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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—Tú has servido a la Madre Tierra todos estos años, ¿alzó alguna vez la mano para protegerte?

Su madre la miró profundamente disgustada y dijo: —No corresponde a las mujeres hacer tales preguntas. Tú, que eres sacerdotisa, deberías saberlo y no formularlas. Los dioses no son remisos en castigar a quienes se pronuncian en contra o dudan de ellos.

Debería haber sido yo quien dijese eso, pensó Casandra. He vivido en el templo del Señor del Sol y he visto cómo golpea..., y cómo protege a los suyos. Suspiró y no dijo más. Su madre dijo amablemente:

—No estoy regañándote, Casandra. Pero si no has hallado la felicidad en el templo del Señor del Sol deberías volver con nosotros. No acabo de convencerme de que sea bueno para una muchacha de tu edad continuar siendo doncella. Si vuelves a la casa de Príamo, tu padre te hallará un marido. Me complacería verte casada y con un hijo en los brazos. Y así se acabarían todos esos malignos sueños y profecías que te atormentan.

Pese al tono tierno de su madre, Casandra sintió una oleada de ira tan grande que a punto estuvo de ahogarla. Ah, esel remedio para todas las cosas que van mal en las mujeres. Si una mujer es desgraciada, si comete un error o si no hace lo que todo el mundo quiere que haga, entonces convendría que tomase un marido y, si tenía un hijo, ésa sería la panacea para todos sus males.

—¿También tú, madre? ¿Hubieras sido tan rápida en decidir qué era lo que me convenía cuando cabalgabas con Pentesilea y sus mujeres? ¿Me hubieses dado un marido, o habrías cuidado de que quedase preñada, justamente para que no dijera la verdad y aterrase a la gente?

Hécuba se sintió consternada ante su airado tono. Golpeó con suavidad los agarrotados dedos de Casandra y los acarició, tratando de relajarlos.

—No te irrites, querida mía. No sé por qué estás siempre tan enojada. Sólo deseo que seas feliz, mi niña.

—Me irrito por hallarme rodeada de estúpidos —afirmó Casandra— y lo único que me propones es que me convierta en uno de ellos.

Se levantó y abandonó con rapidez la estancia. Su madre quedó desesperada. Y, sin embargo, hubo un tiempo en que era fuerte y sabía bastarse a sí misma; Casandra tenía armas para investigarlo. ¿Y por qué había permitido que su madre se desviase de la cuestión esencial que era el peligro para la siembra? Hécuba había preferido sustituirlo por el viejo tema del matrimonio, como si una mujer casada ganase automáticamente en sabiduría. Ciertamente, Andrómaca no era más juiciosa tras su matrimonio con Héctor, ni Creusa por haberse casado con Eneas.

¡Si creyese que podía conseguir tan favorable cambio no sólo estaría dispuesta, sino que anhelaría casarme!

Un poco antes de que rompiera el día, Casandra oyó el tañido de las campanas y el ruido de la agitación que se estaba produciendo en la ciudad. Cuando levantó la cabeza, una oleada de malestar se apoderó de ella; tuvo la impresión de que la quietud de la habitación se quebraba con gritos y estruendo de armas. Oh, no, pensó, dejándose caer sobre la almohada y cubriéndose la cabeza con la manta. Permaneció inmóvil unos minutos. Se había prometido que si acaecía una catástrofe, ella estaría lejos cuando sucediese; ya la había anunciado y eso era suficiente.

Fuera de la estancia continuaban los sonidos de la fiesta. Pronto acudieron a llamarla, y al final se levantó, se vistió y fue a cuidar de las serpientes del templo. Casi había esperado que en un día de tan siniestros presagios las hallaría dentro de sus recipientes y agujeros, pero parecían comportarse como siempre. Fue a buscar comida a las cocinas y sirvió a la anciana Melianta pan empapado en vino aguado. Cuando concluyó todo lo que pudo hacer, miró por encima del muro y vio a centenares de mujeres que salían por las puertas de Troya camino de las fértiles tierras situadas entre los ríos. No se engalanó con su ropa de fiesta ni se detuvo a ponerse una guirnalda, sólo se arregló y recogió sus negros cabellos para que no le cayeran sobre los ojos; luego abandonó el templo. En el camino de bajada reconoció una figura de cabello dorado rojizo, que caminaba delante de ella. Se apresuró a alcanzar a la mujer.

—¿Qué haces aquí, Enone? ¿No hay campos que sembrar en el monte Ida, hermana?

Animada por sus palabras, Enone le sonrió afectuosamente pero no respondió y, al cabo de un momento, Casandra supo, como si Enone se lo hubiese dicho, que deseaba ver a Paris, aunque fuera un momento. Casandra no podía darle aliento ni esperanza, así que alzó sus manos hacia el niño que cabalgaba sobre los hombros de su madre.

—¡Cuánto ha crecido! ¿No pesa demasiado para que lo lleves de esa manera?

—Sus ojos son oscuros y cada vez se parece más a su padre —dijo Enone, sin responder a la pregunta de Casandra.

En verdad, los ojos del niño, de un azul nebuloso como los de tantos bebés, se habían oscurecido hasta adquirir un brillante color castaño muy parecido al de los ojos de Paris o de la propia Casandra.

Él no se lo merece, pensó Casandra, tan irritada que le era difícil hablar. Y como no podía increpar a Enone por su esperanza absurda y vana, dijo airadamente:

—Vete a tu casa, Enone y cuida de la siembra en el monte Ida. Nada conseguirás de esta fiesta. Los dioses se hallan enojados con Troya. Paris no acudirá; es sólo para las mujeres. Creí que conocerías lo bastante bien nuestras costumbres para saber eso.

—Aún así, si es preciso, acudiré y oraré con las demás para disipar la ira de la Madre Tierra —le contestó Enone.

Casandra comprendió que nada de lo que le dijese podía cambiar su propósito.

—Deja que te lleve el niño —le rogó, y extendió los brazos hacia el chiquillo.

Pesaba mucho, pero había brindado su ayuda y no retiraría su oferta. Pensó que era una lástima que Paris no pudiera llevar a su propio hijo. Luego, entre las mujeres que bajaban del palacio, distinguió a su madre y a Andrómaca con Astiánax, el hijo de Héctor, lo bastante crecido ya para caminar junto a su madre, agarrado a su falda.

La niña de Creusa, aún pequeña, iba envuelta en el mantón que cubría los brazos de su madre. Polixena encabezaba el grupo de las hijas de Príamo, todas vestidas con la tradicional túnica de fiesta de las doncellas, adornada con largas cintas que flotaban por impulso de la brisa. Vieron a Casandra, la saludaron con la mano y ella no quiso incurrir en la grosería de no devolverles el saludo. Ya que no aplazaban la fiesta o la celebraban calladamente, de un modo que no atrajera la catástrofe que ella había previsto, debían disfrutar mientras les fuese posible. En lo alto de la colina alguien había empezado a cantar el primero de los himnos de la sementera:

Trae el grano, por el invierno oculto, Tráelo con canciones, banquetes y júbilo...

Otras mujeres se unieron a la que cantaba. Casandra percibió la voz sonora y dulce de Creusa y luego las de las demás, pero cuando trató de cantar sintió que se ahogaba, y su voz no brotó.

—Mira —dijo Enone, señalando—. Los hombres se hallan en la muralla, observándonos.

—Allí está tu padre, mi niño —añadió, intentando dirigir la atención del niño hacia donde se encontraba Paris revestido de su brillante armadura que reflejaba como flechas los rayos de un pálido sol.

El niño se giró en los brazos de Casandra, tratando de ver lo que su madre le indicaba. Pesaba lo bastante para hacerle perder el equilibrio, y Casandra estuvo a punto de caer.

—Mejor será que yo le lleve —dijo Enone, y Casandra no se opuso.

Podía ver el rojo penacho del casco de Héctor, la deslumbrante armadura de Príamo y a Eneas, más alto que ningún otro hombre.

Ya habían llegado a los campos, que estaban preparados desde hacía varios días. Las mujeres se detuvieron y se despojaron de sus sandalias porque ningún pie calzado podía hollar en este rito el pecho de la Madre Tierra. Hécuba, que vestía una túnica escarlata, alzó las manos para la invocación, después se detuvo e indicó a Andrómaca que se acercase; la joven, que lucía un vestido purpúreo de Colquis, se adelantó para ocupar su puesto.

Casandra lo entendió. Hécuba era ya vieja, y aunque había parido diecisiete hijos de los que más de la mitad sobrevivieron al quinto año, espléndido signo del favor de la Madre Tierra, había pasado de la edad de tener hijos y el rito debía ser oficiado por una mujer fértil, por una madre. Durante los últimos años, aquello no se había tenido demasiado en cuenta; pero ahora que el grano iba a ser indispensable para la supervivencia de la ciudad, no debía correrse el riesgo de que una mujer esterilizada por la edad afrentara a la Madre Tierra por su presencia en el más grande de los rituales.

Andrómaca hizo un gesto, y todas las vírgenes y las demás mujeres que jamás habían dado a luz a un hijo con vida abandonaron las tierras labradas. Casandra se despidió con un ademán, de Enone y se dirigió hacia la cerca de piedras y el seto de espinos y matas que bordeaban el campo. Distaban de ser estériles; podía percibir en su interior los sonidos de pequeños insectos, grillos y escarabajos. En las lindes del campo crecían además muchas hierbas y plantas cuya utilidad empezaba ella a conocer. Reparó en una estrecha hoja, indicada para curar las erupciones cutáneas de los niños y de los animales pequeños, y se inclinó para arrancarla, murmurando una oración de gracias a la diosa por su generosidad incluso fuera de las tierras a ella consagradas.

Ahora que las mujeres estaban en los campos, bajaban los hombres. El rey Príamo, padre de su abuelo, que sólo llevaba sobre sí una pampanilla, bellamente teñida de púrpura y un collar de piedras del mismo color, tomó entre sus manos el arado de madera y lo alzó en el aire. Los vítores que brotaron fueron ensordecedores. Con sus propias manos unció un blanco asno a las varas del arado. Casandra sabía que este animal, por el que se había pagado un alto precio, había sido escogido entre todas las bestias de Troya para que arase el rey porque no tenía mácula.

Príamo hundió la reja en la tierra, y de nuevo estallaron los vítores cuando abrió un oscuro surco de arcilla fértil en la superficie reseca por el sol. Las voces de las mujeres se alzaron otra vez para entonar un nuevo himno. Cuando Casandra era muy pequeña le dijeron que los cánticos estaban destinados a ahogar los gritos de la Madre Tierra al ser así violada. Durante su estancia con las amazonas, éstas le enseñaron otra teoría. La Madre Tierra daba alimento a sus hijos por su libre voluntad y los himnos eran sólo de alabanza y gratitud; pero incluso ahora tuvo que reprimir un estremecimiento cuando el arado penetró.

Entonces, todas las mujeres fértiles de la ciudad penetraron en el campo. Se despojaron de las ropas que cubrían la parte superior de sus cuerpos, e hicieron gestos simbólicos de dar su leche a la tierra que aguardaba, para nutrir los campos. Más de la mitad se hallaba encinta, desde muchachas muy jóvenes con vientres hinchados por su primera preñez y senos pequeños a mujeres de la edad de Hécuba que habían tenido un hijo cada una durante casi una generación.

Casandra se unió al grito que se elevó hacia los cielos:

Madre Tierra, nutre a tus hijos, te suplicamos.

Entregaron cestos de simiente a todas las mujeres fértiles y éstas comenzaron a avanzar, diseminando el grano. Príamo aró con apresurada rudeza hasta el final del campo, tropezó y cayó al suelo cuan largo era, manchando su vestidura. Aquel funesto presagio levantó murmullos. Príamo fue atendido y trasladado cuidadosamente hasta donde se hallaban los demás hombres que rodeaban el campo, contemplando la siembra. El sol se hallaba alto y lanzaba con fuerza sus deslumbrantes rayos.

—Tal vez a la tierra no le importa lo que hagamos o dejemos de hacer —dijo un hombre fuerte y tosco que Casandra no conocía—. Yo he estado en lugares de infieles, y crece el cereal lo mismo que aquí.

—Cállate, Ayax; no necesitamos que nos expongas tus estúpidas ideas —dijo una voz profunda y fuerte que Casandra identificó como la de Eneas—. Tanto si están relacionadas con los dioses como si no, así han de hacerse las cosas por decoro y por costumbre. Y además, ¿qué puede perjudicar?

El trueno resonó a lo lejos y las nubes corrieron a ocultar el sol.

Casandra advirtió que los insectos del seto guardaban silencio. Después, algunas gotas de lluvia cayeron sobre las secas ramas de los matorrales y, en unos momentos, los leves vestidos de las mujeres se pegaban a sus cuerpos.

—¡Gracias te damos, Madre Tierra, que nos envías la lluvia para nutrirnos! —gritaron.

Los himnos concluyeron cuando arreció la lluvia. Las mujeres acabaron de arrojar las últimas simientes y todas, incluyendo a las niñas pequeñas y a las ancianas y estériles, se precipitaron al campo para presenciar el enterramiento del último grano. Casandra había empezado a correr para reunirse con Enone cuando una oscura ola surgió ante sus ojos. Se detuvo, insegura, con la impresión de que el suelo había temblado bajo sus pies.

Después se oyó un grito de guerra y vio a hombres de negras vestiduras que penetraban corriendo en el campo, gritando y aullando. Uno provisto de armadura se apoderó de Enone y, echándosela al hombro, corrió hacia la oscura línea de naves que había surgido mientras todos los ojos estaban puestos en el arado y en la sementera.

Conforme a una antigua costumbre, los troyanos no habían llevado armas al campo. Los más de ellos se precipitaban ahora hacia la muralla de la ciudad en donde las habían dejado. Paris fue uno de los primeros en reaparecer sobre la muralla, lanzando flecha tras flecha contra la turba de soldados extranjeros. El hombre que llevaba a Enone cayó entre convulsiones, alcanzado en el corazón, y Enone se liberó de él. Llovieron más flechas y venablos, que alcanzaron a muchos aqueos; la mayoría de los que se habían apoderado de mujeres las soltaron y consiguieron llegar a las naves antes de ser blanco de la nube de flechas. Enone se acercó a Hécuba y miró a su alrededor, buscando a su hijo. Al hallarle sin daño, se integró en el grupo de mujeres que rodeaban a la reina. Casandra aún permanecía escondida tras el seto. Vio a Helena junto a Enone y se preguntó qué podrían decirse, si es que algo se decían, las dos esposas de Paris. También advirtió que el cuerpo escultural de Helena se hallaba claramente desfigurado por el embarazo.

Se preguntó si también lo habría visto Menelao. De ser así, con seguridad regresaría a su tierra y dejaría a Helena con Paris; no seguiría luchando por conseguir a la madre del hijo de otro hombre.

Eligiendo cuidadosamente el momento, Casandra abandonó el seto y atravesó el campo corriendo. Llegó sin aliento hasta el grupo de la reina y se situó junto a Enone. Todas las mujeres observaban temerosas a los aqueos que se retiraban a sus naves. Distinguió la alta y rostrada figura de Agamenón; no era un monstruo, sólo un hombre, más rudo, más fuerte y más cruel que la mayoría, pero el verlo helaba la sangre en las venas.

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