Hécuba miraba a su alrededor y contaba a sus mujeres.
—¿Estáis todas aquí? ¿Han capturado a alguna?
Varias sacerdotisas del templo del Señor del Sol se arracimaban junto a las mujeres de Hécuba. Filida las contaba con discreción.
—¿En dónde está Criseida? —gritó de repente—. ¿No se hallaba contigo, Casandra? Creí haberla visto a tu lado.
—Sí, estaba conmigo; quizás aún siga en el seto. ¿Quieres que vuelva y la busque? Me parece que todos... esos han vuelto a sus naves.
—No —respondió Filida, con firmeza—. No debes correr ningún riesgo. Recuerda que eres hija de Príamo y supondrías una gran presa para cualquiera de los invasores. Quédate junto a tu madre —le recomendó al tiempo que la reina se acercaba y cogía a Casandra de la mano.
—¿Te encuentras bien? Estaba preocupada por ti —dijo Hécuba—. ¿Cómo sabías que nos atacarían?
—Lo consideré probable —repuso Casandra—, y así fue.
—Pero no han logrado cautivar a nadie —afirmó
Hécuba—. Han tenido que volver con las manos vacías.
—No, no hemos salido indemnes —declaró Casandra—. Se llevaron a una de las vírgenes del templo de Apolo.
—¡Oh, qué horrible! —dijo Hécuba, suspirando.
Casandra pensó que la pérdida no era grande. La muchacha había sido desde el principio fuente de preocupaciones, y no estaba segura de que fuese virgen.
Se sintió agradecida por el hecho de que el ataque hubiese causado tan escaso daño. Decidió buscar a Helena y preguntarle cuándo nacería su hijo.
Una vez más le pareció que Helena se hallaba bajo el hechizo de la diosa; incluso en la fase de embarazo más avanzada, se mostraba bella y deslumbrante. Y no eran sólo los ojos de Paris los que la seguían como la noche al crepúsculo.
Helena sonrió a Casandra con tal afecto que ésta casi sintió debilitarse sus rodillas. Era preciso que conservase el favor de la diosa. Sin él, las mujeres podrían haber hecho allí pedazos a la reina espartana. Después de todo, ella había traído sobre los hombres de Troya los peligros de esta guerra. Pero yo no tengo marido ni amante, pensó Casandra, por quien deba temer. Helena la abrazó y ella le devolvió el saludo con la misma cordialidad
Es extraño; cuando llegó a Troya supliqué a mi padre y a mi madre que no se relacionasen con ella. Ahora la quiero bien y, si trataran de expulsarla, yo sería la primera en hablar en su defensa. ¿Es eso la voluntad de la diosa a la que encarna? ¿La sirvo yo con mi amistad hacia Helena? No, ahora preñada, debe buscar la protección de la Madre Tierra. —¿Para cuándo esperas el niño? —Para la recolección de otoño.
—Y es hijo de Paris. Entonces quizá Menelao parta y acepte que te quedes aquí —sugirió Casandra. Helena sonrió cínicamente.
—Si él dijera eso, nadie le escucharía. Vamos, Casandra, sabes tan bien como yo que mi cuerpo y mi adulterio son sólo un pretexto para esta guerra. Agamenón ha buscado durante años una excusa adecuada para atacar Troya. Si esta noche tratase yo de volver a Menelao, amparándome en la oscuridad, te apuesto cualquier cosa a que encontrarían mi cadáver colgado de la muralla y que los aqueos seguirían luchando con el pretexto de vengarme.
Aquello era tan verosímil que Casandra no se molesto en comentarlo.
—Muchas veces he pensado que hubiera hecho mejor en consagrar mi virginidad a la Doncella Luna —dijo Helena—. Incluso ahora me siento tentada de ir a su templo y abjurar para siempre de los hombres. ¿Crees que me aceptaría?
—¿Cómo puedo saberlo? —repuso Casandra, dudando.
—Bueno, eres sacerdotisa...
—Todo lo que sé es que ella nunca rechaza a la mujer que acude en su busca —afirmó—. Pero me parece que tu destino es convertirte en símbolo de la rivalidad entre los hombres, y nadie puede oponerse a su destino.
—Resultaría demasiado bueno para ser cierto, supongo, que lograra encontrar a la diosa, y bajo su protección desviar el curso de mi destino —dijo Helena—. ¿Pero cómo sé que ha sido un dios el que ha determinado ese destino y no que me he visto complicada en las estratagemas de dos hombres implacables a quienes nada importan los dioses?
—Creo que eso pertenece a la clase de cosas de las que nadie puede saber nada —dijo Casandra—. Sin embargo, advierto en este asunto la mano de algún dios. Sé cómo Paris se vio empujado a buscarte.
—¿Pretendes decir entonces que la presente guerra entre Troya y mi pueblo fue decidida por los inmortales? —preguntó Helena—. ¿Por qué? Quiero decir. ¿Por qué tuve que ser yo y no otra?
—Si supiera eso, sería entonces la sibila más favorecida por los dioses. Sólo puedo imaginar que la diosa que te otorgó tal belleza debió de hacerlo con ese propósito.
—Pero aún pregunto: ¿por qué tuve que ser yo?
—Pregunta todo lo que quieras —dijo Casandra—. Y si recibes una respuesta, ven y compártela conmigo.
Soñó que los dioses estaban enfurecidos con la ciudad y que luchaban en el cielo que cubría Troya. Allí sus lanzas chocaban con ruido de truenos y el centelleo de sus grandes espadas era como el rayo. Cuando despertó, llovía intensamente y sintió un soterrado dolor en los ojos.
Aunque nunca lo hubiera sospechado, echaba de menos a Criseida. Había llegado a acostumbrarse a la compañía de la muchacha y no podía dejar de pensar una y otra vez en la suerte que habría corrido en el campamento de los aqueos. Después de todo, llevaban varios meses sin sus propias mujeres. Aunque sabía que algunas de las mujeres de la ciudad cruzaban las murallas para ir a vender sus cuerpos en el campamento costero, no suponía que fuese lo mismo. Sin embargo, cuando empezaba a apiadarse de Criseida, se dio cuenta de que eso era exactamente lo que ella quería. Había pasado varios meses mirando a los extranjeros desde la muralla.
Casandra la apartó de sus pensamientos, se puso un vestido y fue a cuidar de las serpientes y de la anciana sacerdotisa.
Cuando entró en la estancia destinada a la anciana y a las serpientes, la halló desordenada. Dos o tres estatuas habían caído y yacían rotas en el suelo. No se veía ni una sola serpiente en ninguna parte. Las llamó; había oído decir que las serpientes eran sordas, pero no estaba segura de que fuera verdad y nada malo iba a ocurrir si las llamaba. De la sala adyacente le llegó la voz débil de Melianta.
—¿Eres tú, Casandra, hija de Príamo? —preguntó. Casandra se dirigió, sin perder un momento, a la oscura habitación interior donde yacía la anciana sobre un jergón. —¿Qué te sucede, Melianta? ¿Estás enferma? —No —contestó la sacerdotisa—. Me estoy muriendo. En la escasa luz, Casandra vio que su cara estaban aún más arrugada que de costumbre. Sus ojos estaban nebulosos, velados de blanco.
—No es preciso que llames a las serpientes porque se han ido todas. Nos han abandonado y se han retirado a las profundidades de la tierra. Las que aún siguen aquí, yacen muertas en sus recipientes. Compruébalo por ti misma.
Casandra fue a comprobarlo y vio varios vasos intactos. Dentro, las serpientes se hallaban heladas e inmóviles. Volvió adonde se encontraba la anciana sacerdotisa para preguntarle qué había sucedido.
—¿No has oído esta noche la ira de El que Hace Temblar la Tierra? No sólo los cuencos sino todas mis estatuas están rotas.
—No, nada oí, pero tuve malos sueños acerca de la ira ¿e los dioses —dijo Casandra—. ¿Es la Madre Serpiente la que está enojada con nosotros?
—No —contestó desdeñosamente la anciana sacerdotisa—. No castigaría a sus serpientes para revelar su ira hacia nosotros. Por el contrario, nos fulminaría por el bien de sus ofidios. Sea cual fuere el dios que ha hecho esto, nada tiene que ver con la Madre Serpiente.
La vieja parecía tan agitada que Casandra se dispuso a atenderla.
—¿Quieres pan y vino, señora?
—No soy capaz de pensar en tales cosas en momentos como éstos. Ponme mis ropas de sacerdotisa y pinta mi cara. Luego llévame al sol en el patio para que pueda contemplar una vez más el rostro de aquél a quien consagré mi vida.
Casandra hizo lo que le pedía y le puso las recargadas vestiduras de lino teñido de un fuerte color azafrán. Encontró un tarro de cosmético y, tal como quería la anciana, con gestos inseguros pintó de un rojo brillante sus mejillas y sus labios, aunque la pareció que adquiría un aspecto grotesco. Después se agachó para tomarla en brazos y la llevó al intenso sol del patio donde la acomodó sobre varios cojines. La anciana, exhausta, yacía tendida boca arriba y Casandra pudo advertir cómo se extinguía el pulso en la vena azul que le atravesaba la sien. Su respiración era un estertor ronco y fatigado.
—¿No quieres que llame a un curandero?
—No, ya es demasiado tarde para eso —dijo Melianta—. Me alegra no vivir para ver los días que aguardan a Troya. Pero tú fuiste buena con mis serpientes y con mi aliento moribundo oraré para que, de algún modo, consigas escapar a lo que los Hados le han reservado a esta desdichada ciudad.
Cerró los ojos un instante y Casandra se inclinó hacia ella para comprobar si aún respiraba. Melianta alzó una mano temblorosa.
—Acércate, hija mía, no puedo ver tu cara —dijo—. Sin embargo, brilla ante mí como una estrella. El Sol no te ha abandonado.
Entonces la besó con sus arrugados labios y, abriendo los ojos, gritó:
—¡Apolo, Señor del Sol! ¡Déjame ver tu faz resplandeciente!
Sufrió un violento temblor, se dejó caer en los cojines y Casandra supo que había muerto.
Ahora podía dejarla sola, así que corrió en busca de Caris para informarla de lo sucedido.
—Era la más vieja de todas nosotras —dijo ésta—. Cuando llegué al templo, con sólo nueve años ella ya era vieja. Sentí anoche a El que Hace Temblar la Tierra y debería haber ido a verla, pero de nada le hubiera servido. Bien, ahora hemos de enterrarla como corresponde a una sacerdotisa de Apolo.
Ordenó a varías mujeres que hicieran guirnaldas de flores y pasteles de miel y vino.
—No debemos llorar cuando una de las nuestras se encamina a los reinos eternos —reprendió a las que sollozaban—. Nos congratulamos porque, tras una larga vida de servicio, la Madre Serpiente se la ha llevado.
»Y ellas —señaló a las serpientes muertas en sus cuencos—, sus pequeñas amigas, la han precedido para darle la bienvenida en esos reinos. Allí podrá verlas de nuevo y jugar con ellas como siempre le gustó hacer.
Dos días más tarde, Casandra oyó la alarma que anunciaba un ataque de los aqueos y vio a los hombres de Troya, entre ellos a su hermano Paris, correr para hacer frente a los invasores. Se sorprendió al advertir cuan trivial empezaba a antojársele no sólo a ella sino aparentemente a toda la ciudad. A excepción de los combatientes, nadie parecía prestar gran atención a los ataques. No se alteraba en manera alguna la fluida rutina del tiempo y, desde la muralla, podía ver a las mujeres yendo con toda tranquilidad a las fuentes para llenar de agua sus cántaros.
Había sin embargo alguien no combatiente todavía interesado en las acciones de los aqueos. Crises contemplaba la lucha con gesto desdeñoso. Como no quería relacionarse para nada con él, Casandra se dirigió sin decir nada a las habitaciones de las vírgenes. El pueblo de Troya, pensó, comienza a considerar a los aqueos sin más preocupación de la que te causaría una súbita granizada. ¿No pueden advertir que nos destruirán? Pero supongo que nadie es capaz de vivir durante mucho tiempo en estado de terror. Yo sentiría sin duda la misma calma de no haber tenido las visiones que me trastornaron.
Poco después, llegó a su presencia un mensajero de la ciudad para decirle que Helena estaba de parto y deseaba verla. Tras la muerte de Melianta, eran escasas o nulas sus obligaciones en el templo del Señor del Sol y, en consecuencia, no se molestó en solicitar permiso para ir a palacio. Halló a su madre y a sus hermanas, excepto Andrómaca, reunidas en las habitaciones de Helena.
Preguntó por Andrómaca y se le dijo que se había llevado a su habitación a todos los niños pequeños para narrarles cuentos y darles dulces para entretenerlos.
—Porque si hay algo que no necesitamos aquí son chiquillos alborotando —dijo Creusa.
A Casandra le pareció razonable. Se preguntó si era bondad por parte de Andrómaca encargarse de los niños o si no quería revivir su propio parto, presenciando otro. La cuestión no tenía relevancia; en cualquier caso era preciso hacer aquello y no importaban los motivos de Andrómaca.
La habitación de la parturienta se hallaba repleta de mujeres, que más servían de estorbo que de ayuda. Pero la costumbre exigía que hubiese testigos en un nacimiento real. Casandra se preguntó si entre los aqueos se haría otro tanto, y decidió preguntárselo a Helena cuando tuviera ocasión. Sin embargo, por el momento, Helena estaba rodeada de numerosas comadronas, de domésticas afanadas en rizar sus cabellos o en mostrarle vestidos y joyas para que eligiera lo que después quería ponerse, de sacerdotisas que le entregaban amuletos o entonaban himnos para el caso, de cocineras con golosinas y bebidas para tentar su apetito, que Casandra no pudo acercarse a la cama. Decidió aguardar a que Helena preguntara por ella.
Creusa había llevado una lira y, sentada en un rincón, la tocaba. Tras el rumor de las palabras se escuchaba una serena melodía. Al cabo de un rato Helena reparó en Casandra y le hizo señas para que se acercara.
—Ven y siéntate a mi lado, hermana. Esto es como una fiesta... y supongo que, para la mayoría de ellas, de eso se trata.
—Como una boda —declaró Casandra—. Una gran diversión para todos menos para los más interesados. Lo único que nos falta son unas cuantas acróbatas y danzarinas y alguien que, a cambio de unas monedas, nos enseñase un conejo de dos cabezas y comiera fuego y espadas...
—Estoy segura de que si lo indicara, Hécuba me los traería —dijo Helena, alzando las cejas en gesto resignado. Casandra advirtió que, incluso en circunstancias tales, se mostraba encantadora.
—Al menos acróbatas y danzarinas —opinó Casandra—. Príamo tiene varias en palacio. No estoy segura de que pudiera proporcionarte un conejo de dos cabezas.
—Vamos, Casandra, nuestra regia madre no haría eso. Ofendería a su dignidad darse por enterada de la existencia de las danzarinas y flautistas de Príamo —intervino Creusa entre dos acordes.
Casandra se echó a reír.
—No lo creas. Tarea de Hécuba es vigilar lo que come todo el que vive bajo este techo. Es probable que controle las aceitunas que cena cada una, y sepa a quién le gusta la miel y las tortas y cuáles tienen el suficiente cuidado para no quedar encinta.