—No confío en ninguna mujer —declaró con hosquedad Aquiles—. Por lo que sé, ésta podría tendernos una trampa y llamar a los soldados troyanos para que nos capturaran.
—Ya te dije que estaba bien dispuesta hacia nosotros.. Aquí la tienes —dijo Odiseo—. ¿Qué tal te ha ido, Casandra?
—Bastante bien —contestó—. Mi padre os recibirá a los tres a la hora de la cena.
Y ahora, pensó, el problema estriba en conseguir que vayan desde aquí a la gran sala de Príamo sin que les descubran los espías que pueden estar en la ciudad.
—Los tres debéis vestir mantos de los sacerdotes de Apolo —les aconsejó—. A nadie le extrañaría ni se preguntaría la razón de que Príamo os llamase.
Le proporcionó a Odiseo un enorme manto que lo hacía irreconocible. Aquiles se resistió un poco a disfrazarse.
—¡Como si tuviera miedo de cualquier troyano, desde un simple sacerdote al propio Héctor!
—¡Dioses poderosos! ¿Es que este hombre no sabe pensar en otra cosa? —preguntó Casandra.
—Ya está bien, Aquiles —intervino Odiseo—. Cuando te incorporé a esta misión, juraste por tu sagrado linaje que me obedecerías en todo; ahora te ordeno que vistas ese disfraz. Cumple tu promesa.
Protestando, Aquiles se envolvió en el manto y Patroclo le cubrió la cabeza con el capuchón.
—Te reconocerían por tus cabellos. Mantenlos cubiertos —le apremió mientras se envolvía en el tercer manto, ocultando su cara.
—¿Pero realmente van así los sacerdotes de Apolo con esta temperatura, Casandra? ¡Pensarán que los tres sufrimos dolor de muelas!
Ella no pudo contener la risa.
—¿A quién le importa lo que piensen? Lo que hacen los sacerdotes, bien está. Es posible que crean que participáis en algún asunto misterioso, pero nadie os preguntará nada ni os pedirá que les mostréis los rostros. Y eso es lo único que interesa. Venid por aquí. Saldremos por una puerta que se usa poco. Es mejor que todo el mundo crea que se trata de tres sacerdotes en una misión que no desean que se conozca.
Aquiles aún seguía protestando en voz baja, pero Casandra no le prestó atención. Los condujo hacia abajo, al amparo de la creciente oscuridad del crepúsculo. Aún no estaba muy avanzado el año y éste llegaba a horas tempranas.
Ardían antorchas al pie de las escaleras del palacio y la gran sala rebosaba de luz. Príamo se hallaba sentado en su trono pero bajó unos escalones y saludó ceremoniosamente a los tres hombres. Ignoró a Casandra, que se deslizó hacia su lugar habitual, cerca de Hécuba, desde donde podría ver y oír bien.
Su madre le golpeó cariñosamente la mano. —No sabía que te tendríamos aquí esta noche —le murmuró—. ¿Es ése Aquiles? Parece bastante distinguido para ser un aqueo, pero mi padre solía decir que la distinción está en los hechos. ¿Tan joven es o sólo tiene ese aire de chiquillo porque está recién afeitado?
—Lo ignoro, madre, pero yo diría que aún es demasiado joven para los ritos aqueos de la virilidad; tendrá dieciséis o a lo sumo diecisiete años.
—¿Y ese muchacho tan guapo es el más grande de sus guerreros?
—Eso dicen. Yo no lo he visto luchar pero me han contado que, cuando lo hace, se halla poseído por su dios de la guerra —cuchicheó Casandra.
Odiseo se acercó para besar la mano de Hécuba en señal de homenaje.
—Y todas tus hijas están más bellas que nunca —comentó—. ¿No se halla hoy en la mesa la encantadora Helena?
—Aún sigue en cama tras el parto —le informó Hécuba—. Y además no es muy proclive a cenar con hombres que no sean de la familia.
—Todos perdemos con eso —afirmó Odiseo—. Pero supongo que debe permitírsele que mantenga las costumbres de su propio pueblo, si ése es su deseo. ¿Ha tenido, pues, un hijo?
—Oh, sí, precioso. No es grande, pero parece fuerte y sano. Cualquier abuela me envidiaría —declaró Hécuba, llena de satisfacción.
—De haberlo sabido, habría traído un regalo para el pequeño —dijo Odiseo, sonriendo—. Pero tal vez lo que aquí nos ha traído esta noche, si concluye como esperamos, sea mejor regalo para todos nuestros hijos que cualquier sarta de piedras preciosas.
Hizo una inclinación y volvió a su sitio cuando las criadas empezaron a entrar con el vino y las bandejas de comida.
La costumbre exigía que se diera prioridad a saciar el hambre de los invitados. Sólo cuando retiraron el cabrito y las aves asadas, el pescado hervido, las grandes roscas de pan y las frutas con miel, y el anfitrión y los invitados empezaron a entretenerse con nueces y vino, se volvió deliberadamente Príamo hacia Odiseo y le dijo:
—Siempre es un placer tenerte invitado a mi mesa, Odiseo. Pero creo que esta noche no has venido sólo a compartir mi comida, ¿qué otro objeto te ha traído hasta aquí en compañía de tus amigos del país y de las islas de los argivos?
Aquiles cenó en abundancia, pero se mostraba inquieto. Se había levantado y deambuló por la sala, examinando algunas armas antiguas colgadas en los muros. Se mostró especialmente interesado por un hacha de doble hoja, provista de un mango cuya longitud doblaba la talla de un hombre. Parecía ansioso por descolgarla y probarla.
—¿Es ésta, Príamo, una auténtica hacha de guerra o se trata de una reliquia de los titanes?
De niña, a Casandra, le habían contado extraños relatos de los combates de los titanes en los que desempeñaron un importante papel las armas de esa clase. Se había preguntado numerosas veces por su veracidad, pero jamás se atrevió a investigarlo. Supuso que sería necesario ser alguien como Aquiles para formular tal pregunta a su padre y obtener una respuesta.
—No lo sé —dijo—. Por su tamaño, podría ser una reliquia de la guerra contra los titanes, pero no puedo asegurarlo.
—No es un arma, al menos no para un combate entre mortales, ni incluso entre titanes —dijo Hécuba, con seguridad—. Se trata de un objeto ritual del Templo del Hacha de Doble Filo en el país de los minoicos, traído hasta aquí después de que el gran santuario fuese anegado por el mar. Existen hachas tales de tamaño no superior a mi dedo pero hay muchas como ésta e incluso, según me han dicho, mayores. Nadie sabe su verdadera utilidad, ni siquiera en Cnosos, pero una vez me contaron que los sacerdotes las empleaban en los sacrificios, cercenando de un solo tajo la cabeza de un toro.
Aquiles examinó con atención la enorme hacha, como si intentase averiguar si podía ser empleada de ese modo, porque el mango medía más del doble de su estatura.
—Ese templo tuvo que contar con unos sacerdotes desmesuradamente altos —comentó—. Si no titanes, al menos cíclopes. No creo que ni siquiera vuestro Héctor pudiera cercenar en un sacrificio la cabeza de un hombre o de un toro con un hacha así.
Héctor descendió de su asiento y se acercó a Aquiles para estudiar el arma.
—Siempre he querido probar qué podía hacer con un hacha semejante —afirmó—. Pero cuando era muy joven, me dijeron que sería un sacrilegio empuñarla. Ahora soy mayor y si existe un dios que pueda ofenderse, no le conozco.
Alzó la vista hacia Príamo, solicitando su permiso.
—¿Podemos, padre?
—No veo nada malo en eso —repuso el rey—. Ningún dios lo ha prohibido. Si es sagrada a cualquier dios, éste se halla en su templo hundido, a cien brazas de profundidad. Aunque se ofendiera, dudo de que ahora pudiera o quisiera castigarte. Haz como te plazca.
—Es un sacrilegio —intervino Hécuba, indignada—. La hoja está consagrada a la Madre Tierra.
Pero su voz no se alzó lo bastante para que la oyesen Príamo o Héctor.
Éste arrastró un banco hasta colocarlo bajo la enorme hacha. Pese a sus musculosos brazos, hubo de hacer tres intentos antes de alzarla de los ganchos que la sujetaban. La aferró por la mitad del largo mango y saltó del banco, sujetándola con las dos manos. La enarboló, haciéndola girar por encima de su cabeza.
Aquiles saltó, hacia adelante pero Héctor le gritó:
—¡Atrás! ¡Retírate!
El hacha giraba con rapidez creciente sobre su cabeza.
—¡El toro para el sacrificio! —gritó Héctor.
—Déjamela ahora a mí —solicitó Aquiles.
—No seas necio —dijo Héctor secamente—. Estoy seguro de que eres fuerte, muchacho, pero te quebrarás o te romperás los tendones si tratas siquiera de levantarla. Eres nuestro invitado y no querría que te lastimases.
—¿Cómo te atreves, troyano, a llamarme muchacho en ese tono? Te demostraré que soy más fuerte que tú y que puedo alzar cualquier cosa que tú alces —gritó Aquiles, aferrando el hacha.
Pero mientras que Héctor había tenido que bajarla, Aquiles estaba obligado a levantarla del suelo. Acudió Patroclo y lo amonestó con voz susurrante. Mas Aquiles lo apartó con gesto brusco. Sus manos eran demasiado grandes para su talla. Las aferró con fuerza en torno del mango e intentó abrazarla. Se marcaron las venas de su frente. Se detuvo para escupir sobre sus manos, al objeto de conseguir mejor sujeción, y probó de nuevo. Lentamente elevó el hacha hasta mantenerla en equilibrio sobre su cabeza, con los brazos extendidos. Entonces, empezó a girarla, describiendo grandes círculos en el aire, que producían un ruido silbante. Brotaron vítores de la mesa principal a los que se unieron pronto los de todos los hijos de Príamo, y Héctor, generosamente, inició una ovación.
—¿Qué dios te dotó de semejante fuerza? —le preguntó, añadiendo antes de que le respondiera—. ¡No dudo de que seas más fuerte que yo! Desearía medirme contigo en una lucha amistosa porque prefiero ser tu amigo a tu enemigo, aqueo.
Los labios de Aquiles se contrajeron en un gesto burlón pero Odiseo intervino:
—Por esto, Príamo, traje esta noche a los dos jóvenes. Si Aquiles no entra en combate, aún podrás hacer la paz con los aqueos. Así lo han afirmado los oráculos.
—También yo preferiría tenerlo como amigo a contarle entre mis enemigos —aseguró Príamo—. ¿Tendremos que luchar, joven? Voy a hacerte un ofrecimiento: cásate con aquella de mis hijas que prefieras y serás heredero de esta ciudad con los mismos derechos que Héctor cuando yo muera. El pueblo escogerá libremente a su rey entre Héctor y tú. ¿Evitarás esta terrible guerra, convirtiéndote en hijo y heredero mío? Porque si no te unes a ellos, los aqueos se retirarán.
—¿Incluso Agamenón y Menelao? —inquirió Hécuba.
—Menelao sabe que Helena no le quiere —dijo Paris calmadamente—. Se someterá al destino y a Afrodita, sabiendo que es por voluntad de la diosa del amor.
—Y Agamenón ha tenido malos presagios —afirmó Odiseo—. Luchará, si ésa es la voluntad de los dioses, pero en Aulida, donde su ilota halló una calma chicha, le persuadieron para que ofreciese a su primogénita en sacrificio a los vientos. Era su favorita; considera que el precio fue demasiado alto, y su mujer no se lo ha perdonado. Creo que se retiraría con gusto de esta guerra si pudiera hacerlo sin merma de su prestigio. Esta profecía acerca de Aquiles le proporcionaría una excusa perfecta y podríamos conseguir la paz. Y Aquiles gobernará Troya con Héctor en vez de perecer ambos en combate.
—¡No temo morir en la batalla! —dijo Aquiles, irritado—. Pero quizá podría ganar renombre al ser designado como rey de Troya. Por lo que a tus hijas se refiere, rey Príamo... —Se interrumpió y buscó a Casandra con la mirada—. ¿Podría ser ésa?
Casandra se disponía a protestar, pero Príamo respondió:
—No puedo darte a ésa en matrimonio. Ha sido consagrada Virgen de Apolo. El Señor del Sol la reclamó. ¿Contenderías con Apolo?
—En manera alguna —contestó Aquiles, con un devoto estremecimiento.
Volvió a dirigir su mirada hacia el banco en donde se hallaban sentadas las mujeres y caminó hacia ellas hasta inclinarse ante Andrómaca.
—Ésta es sin duda la más bella —dijo.
—¡No! ¡Es mi esposa y la madre de mi hijo! —gritó Héctor.
La boca de Aquiles se contrajo en su mueca peculiar, ocultando los labios.
—¿Quieres que luchemos por ella?
—De ningún modo. Es la hija de la reina de Colquis —contestó Héctor.
—Vamos, vamos —intervino Odiseo, un poco turbado—. Esta guerra comenzó por una esposa robada; no podemos seguir por ese camino. Aquiles, elige a una de las hijas vírgenes de Príamo, a una que esté en disposición de casarse. Polixena, que es tan bella como la reina espartana.
—El ofrecimiento no ha sido sincero —afirmó Aquiles con despecho—. He elegido no una, sino dos veces y ambas me han sido negadas. ¿Por qué no luchar limpiamente por tu esposa?
Héctor se echó a reír.
—Combatiré contigo por algo que sea razonable, pero no arriesgaré a mi esposa. Ella no merece eso de mí —dijo.
—Bonita oferta entonces la de Príamo —declaró Aquiles en un estallido de rabia—. Olvidadla entonces. Lucharé contra vosotros en el campo de batalla y, cuando haya tomado la ciudad, tomaré a tu esposa, Héctor.
Éste se adelantó con gesto amenazador.
—¡Tendrás que matarme a mí primero!
—De acuerdo, así lo haré si es preciso —repuso Aquiles—. Y estoy seguro de que ella me preferirá.
Andrómaca se inclinó hacia Héctor y le murmuró unas palabras. Su marido puso una mano sobre su hombro cariñosamente, mientras decía:
—Si ese día ha de llegar, yo no puedo impedírtelo. Pero tal batalla será larga.
—Ha sido ordenado por los dioses que yo participe en la guerra —manifestó Aquiles—. Y Troya caerá.
—¿Rechazas entonces mi ofrecimiento, Aquiles? —preguntó Príamo.
—Así es. Prefiero ser tu enemigo a tu aliado, anciano. Y yo mismo tomaré esta ciudad y la gobernaré sin tu ayuda ni la de Héctor... y con una, dos o tres de tus hijas, si me place.
—Mi hermana Casandra es una sibila, y me atrevo a decir que puede profetizar mejor que tú —dijo Héctor y, volviéndose hacia Casandra, le preguntó—: En nombre de Apolo, hermana, ¿se apoderará de Troya este gallo enano y pendenciero?
Casandra se sintió irritada contra Héctor por atraer sobre ella la atención de todos.
—Así dicen los dioses: Aquiles ganará renombre en Troya. Mas ten cuidado, Aquiles, porque cuando salgas de Troya esta noche jamás volverás a entrar, ni tendrás posibilidad de gobernarla.
Del airado rostro de Aquiles había desaparecido todo rastro de cortesía.
—También nosotros tenemos profetisas —masculló—. Por la moneda más mezquina te darán una docena de profecías, la derrota o el triunfo, lo que quieras. Mi propia madre es una gran profetisa y prefiero escucharla a ella que a cualquier troyana de Apolo.