La Antorcha (46 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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Pentesilea suspiró pero, en lugar de la rápida respuesta desdeñosa que había esperado Casandra, reflexionó durante un momento. Casandra tuvo la sensación de que realmente deseaba que la comprendiera aquella vieja de la ciudad que de tal modo desaprobaba su modo de existencia.

—Ha sido costumbre nuestra vivir libres entre las de nuestra propia clase —contestó al fin—. A mí no me agrada morar tras paredes. ¿Y por qué sólo las mujeres tienen que hilar, tejer y cocinar? ¿No visten ropas los hombres? Pues que se las hagan. Y los hombres comen. ¿Por qué han de cocinar las mujeres todo lo comestible? En sus propias aldeas, los hombres cocinan cuando no hay mujeres que lo hagan. ¿Por qué han de vivir las mujeres como esclavas de los hombres?

—A mí no me parece esclavitud —protestó la doméstica—, sino justo intercambio. ¿Te parece entonces que los hombres son esclavos de las mujeres cuando cuidan de los caballos y de las cabras?

Pentesilea replicó apasionadamente:

—Pero las mujeres hacen tales cosas como si con eso compensaran a los hombres por compartir sus lechos y engendrar a sus hijos. Como las prostitutas que se venden a sí mismas en vuestras ciudades. ¿No podéis advertir la diferencia? ¿Por qué han de vivir las mujeres con los hombres cuando pueden cuidar de sus propios rebaños, alimentarse de sus propios huertos y vivir libres?

—Mas si una mujer desea tener hijos, necesita a un hombre. Incluso tú, reina Pentesilea...

—¿Puedo preguntaros, sin que os ofendáis, por qué no os casasteis? —la interrumpió ésta.

Kara fue la primera en responder:

—De buena gana lo habría hecho, pero prometí que permanecería con la reina Hécuba mientras ella aceptara mi compañía. No echo de menos el matrimonio; en mi regazo nacieron sus niños y participé en su crianza. Y, como Casandra, nunca conocí a un hombre al que amara lo bastante para separarme de mi querida señora.

—Te admiro por tu actitud —declaró Pentesilea—. ¿Y tú, Adrea?

—Yo nunca he sido ni bella ni rica; en consecuencia, ningún hombre me pretendió —respondió la anciana—. Y ahora ese tiempo ya quedó atrás. Así que sirvo a mi reina y a sus hijas, acompañando incluso a Casandra por estas soledades dejadas de la mano de la diosa en donde moran centauros y otras gentes salvajes...

—De modo que, al margen de la simple iniquidad, existen otras razones por las que una mujer puede decidir no casarse —añadió Pentesilea—. Si está bien en ti no haberte casado por lealtad a tu reina, ¿por qué no había de permanecer Casandra leal a su dios?

—No es que no se case —declaró Adrea—, sino que no quiere casarse. ¿Cómo es posible comprender a una mujer como ella?

Aquello fue demasiado para Casandra. Estalló con palabras que había estado conteniendo durante días.

—No he pedido vuestra comprensión como tampoco solicité vuestra compañía. No os invité a venir conmigo y bien podéis regresar, si queréis, a Troya en donde viviréis rodeadas de auténticas mujeres. Yo viajaré hasta Colquis con mis parientes y su escolta —afirmó acaloradamente—. Y no necesito vuestra protección.

—En realidad —dijo Adrea con suficiencia—, te conozco desde que eres un bebé y lo que digo no es más de lo que diría tu propia madre y sólo por tu propio bien... Pentesilea intervino conciliadora:

—Os ruego que no disputéis; tenéis un largo camino ante vosotras. Casandra, mi querida niña, aunque pudiese viajar contigo hasta Colquis, mi compañía no te serviría de protección. Ruego que el nombre de Príamo y la Paz de Apolo sirvan al efecto. Tal vez sea por culpa de esta guerra, o quizá se deba a la propagación de las costumbres aqueas ahora, pero se ha derrumbado el mundo minoico. Ni siquiera me has dicho por qué vas a Colquis. ¿Es sólo por tu antigua amistad con la reina, o tal vez Príamo ha decidido buscar aliados incluso tan lejos?

Explicó a Pentesilea lo sucedido en el seísmo y la desaparición de las serpientes del templo, y la amazona palideció ante el presagio.

—Aun así confiaré en el Señor del Sol —dijo Casandra—. No tengo a nadie más en quien depositar mi fe y si puedo llegar sana y salva a Colquis, sin más
salvaguardia
que su bendición, lo consideraré como signo de que persiste su buena voluntad hacia mí.

—Entonces que él te bendiga y te guíe —declaró Pentesilea—, y que la propia Madre Serpiente te acoja y te dé su bendición en Colquis... y en todas partes, querida mía.

Poco después se retiraron a descansar, pero Casandra permaneció despierta durante largo tiempo.

Cuando por fin se durmió, sus sueños estuvieron cargados de inquietud. Buscaba un arma perdida, un arco quizá, pero siempre que creía haberla encontrado no era la que deseaba sino que estaba rota, o le faltaba la cuerda, o cualquier otra cosa imprescindible para su uso.

¿Qué le estaban diciendo los dioses? Era una sacerdotisa; le habían enseñado que todos los sueños constituían mensajes de ellos. Si pudiese averiguar lo que significaban... Él hecho de que no fuera capaz de entenderlo indicaban tan sólo, como sospechaba desde hacía mucho tiempo, que no era digna de recibir el favor del Señor del Sol, que él se había apartado de ella. Esforzándose al máximo, sólo pudo deducir que se trataba de un augurio poco claro que le indicaba que fuera cual fuese el propósito de su viaje, no lo conseguiría.

Por la mañana, Pentesilea entregó regalos para ella y sus domésticas, entre ellas, nuevas sillas de montar y un cálido traje de piel de caballo.

—Lo necesitarás, créeme, al cruzar la gran llanura —declaró—. En los últimos tiempos, los inviernos han sido más duros y puede que allá todavía encuentres nieve.

Al abrazarla para despedirse, Casandra sintió deseos de llorar.

—¿Cuándo volveremos a vernos, tía?

—Cuando quieran los dioses. Si fuese voluntad de la Madre Tierra que acabe mis días en una ciudad, iré a Troya y moriré allí; te lo prometo, hija mía. No creo que tu madre rechazase a la última de sus hermanas ni que Príamo me cerrase su puerta. Tal vez debería ir con mis guerreras y tratar de hacer huir a algunos aqueos.

—Cuando ese día llegue, yo pelearé a tu lado —le prometió Casandra.

Pero mientras la abrazaba con ternura, Pentesilea dijo:

—Ése no es tu destino en la vida, querida mía, no hagas promesas que no podrás cumplir.

Y se alejó de ellas, cabalgando sin volver la vista atrás.

El invierno continuó durante mucho tiempo en la gran llanura. Cuatro días después de la noche que pasaron con Pentesilea y el resto de las amazonas, se oscureció el cielo y comenzó a caer la nieve tan copiosamente que Casandra se preguntó cómo podría seguir su comitiva el sendero tan estrecho y mal trazado. Nevó a lo largo de la jornada y de toda la siguiente. Aunque continuaron su marcha, no hallaron signo alguno de vida humana. Sólo una vez, muy lejos a través de la nevada, vieron recortarse contra el horizonte a un vigilante centauro pero, cuando le hicieron señales, él hizo volver la grupa a su caballo y se alejó al galope.

No le sorprendió a Casandra. Por lo que le había dicho Pentesilea, sabía que los habitantes de la gran planicie, nunca predispuestos a confiar en extraños, se hallaban ahora aún menos inclinados al respecto. Por fortuna, no había necesitado traficar con ellos para obtener víveres u otros artículos. Día tras día, cruzaron lentamente la gran llanura. Los cascos de sus caballerías hollaban el mojado terreno donde antes había hierba congelada. La nieve no era bastante espesa para constituir un peligro y las monótonas lluvias jamás suficientes para deshelar más que unos centímetros del suelo. La gran estepa se hallaba vacía y estéril; encontraron escasos alimentos con los que complementar sus desabridas raciones de viaje. Casandra se sentía cansada de avanzar por tierras desiertas, bajo un cielo interminable que parecía tan gris y adusto como los rostros de sus acompañantes.

Los días se sucedieron hoscos mientras la luna menguaba hasta desaparecer y luego volvía a agrandarse. ¿Cuánto tiempo duraría aquel invierno? Luego, una noche, tras una visión fugaz de la luna llena entre jirones de nubes, percibió el ruido del viento que aumentaba y de una intensa lluvia que parecía que iba a arrasar la tierra.

La nueva mañana alumbró un paisaje transformado. Por todas partes corrían riachuelos sobre las superficies de la pradera, reflejando un sol intenso y nuevo. Por doquier se veía hierbas, mecidas por vientos tibios y suaves. Pronto la temperatura aumentó, obligando a Casandra a sustituir su traje de piel de caballo por una túnica ligera.

Llegaron a una aldea en uno de esos días de primavera.

Apenas era más que un pequeño grupo de redondas cabañas de piedras. Pero, a su alrededor, se extendían campos de verde trigo invernal que había dejado al descubierto el rápido deshielo. Casandra se acordó de la aldea enferma con tantos niños deformes, que conoció años atrás durante su viaje en compañía de las amazonas. Pero si éste era el mismo poblado tenía que haber sobrevivido de algún modo al terrible mal, porque los niños que vio parecían fuertes y sanos. Más tarde, sin embargo, vio a un muchacho con tan sólo dos dedos en una mano. Llevaban ocho o diez días sin percibir rastro de presencia humana; y cuando la mujer que gobernaba aquella aldea acudió a recibirles, también parecía satisfecha de verles.

—El invierno se ha prolongado mucho tiempo en esta tierra —afirmó—. Y no hemos visto en toda la estación más que a un pequeño grupo de centauros, tan debilitados por el hambre que no hicieron intento alguno de capturar a nuestras mujeres, limitándose a pedirnos cualquier clase de alimentos.

—Qué suerte tan triste —comentó Casandra, pero la mujer hizo un gesto desdeñoso.

—Eres sacerdotisa; supongo que es misión tuya compadecerte incluso de gentes semejantes. Pero nos aterrorizaron con harta frecuencia para que pudiéramos experimentar otro sentimiento que no fuese el de satisfacción cuando los vimos en semejante estado. Con suerte, todos morirán de inanición y no será preciso que volvamos a temerles. ¿Lleváis metales o armas con que traficar? En estos días nadie pasa por aquí para eso. Todos los metales de que se dispone van hacia la guerra de Troya y nada podemos conseguir nosotros.

—Lo siento, no poseo más armas que las propias —contestó Casandra—. Pero compraremos algunos de vuestros cántaros si aún los hacéis.

Sacaron las vasijas, que fueron detenidamente examinadas. Oscureció mientras los miembros de la comitiva de Casandra se ocupaban de eso, y la mujer que gobernaba la aldea los invitó a cenar a su mesa y a continuar el trueque por la mañana. Puso a su disposición algunas cabañas de piedra y les sirvió la cena en la cabaña central. La comida fue parca: carne que parecía de algún roedor, guisada con bellotas amargas e insípidas asclepias. Pero al menos estaba recién hecha. Casandra, recordando el cereal venenoso, se sentía poco inclinada a comer aquello, pero se dijo a sí misma que no tenía por qué preocuparse. Aunque siga siendo fértil, pensó, no estoy casada ni es probable que me case. Y, en cualquier caso, mientras estas domésticas duerman a mi lado, es poco probable que quede embarazada.

Si esta aldea no se ha recobrado de algún modo del mal que sufría, desaparecerá cuando mueran quienes la habitan.

Pocos días después, divisaron las puertas de hierro de Colquis, tan altas e impresionantes como siempre. Casandra prescindió de su ropa de montar para vestir sus mejores prendas trovarías, teñidas en vivos colores, e hizo que una de las domésticas arreglara sus cabellos, trenzándolos en el complicado peinado que lucía en el templo del Señor del Sol. Al menos, la reina Imandra la vería como una princesa de Troya y no como una mendiga vagabunda.

Fueron recibidos en las puertas de hierro de la ciudad como enviados de Troya y se les anunció que se alojarían en palacio. Casandra, tras decir que primero debía orar en el templo del Señor del Sol, acudió al gran santuario, situado en el centro de la ciudad, y sacrificó un par de pichones al Apolo del Gran Arco. Después, la condujeron al palacio, a unas lujosas estancias donde la aguardaban varias doncellas y tenían preparado el baño. En la larga operación de bañarse, o mejor de ser bañada, pensó que durante el largo viaje casi había llegado a olvidar aquellas comodidades. Disfrutó del agua caliente, de los aceites tragantes, del masaje ligero de los cepillos y las suaves manos de las mujeres. Luego la vistieron con espléndidas ropas que le había enviado su anfitriona y la condujeron al salón de audiencias de la reina Imandra.

Esperaba que la reina Imandra hubiera envejecido. Ella misma ya no era la muchacha casi adolescente que llegó allí por vez primera, tímida y tartamudeante, junto a Pentesilea. Pero el cambio era mayor del que pudiera haber imaginado. De haber encontrado a aquella mujer en cualquier lugar que no fuese el salón del trono, nunca la hubiera conocido como a la orgullosa descendiente de Medea.

Imandra había engordado mucho. Resultaba más imponente que ridícula, cubierta de oro por todas partes, pero había dejado de adornar su oronda humanidad con los anillos de sus serpientes vivas. Sus mejillas y labios estaban pintados de rojo y lucía las sutiles prendas teñidas que, por los caminos de Oriente, llegaban del país de los faraones. Sus cabellos aparecían como siempre, recamados de joyas. Entre todo aquel esplendor, sólo sus ojos oscuros y alegres, casi perdidos entre los pliegues de carne, parecían los de siempre.

Cuando Casandra penetró en la sala y se detuvo para hacer el saludo ritual, Imandra se levantó del trono y caminó, balanceándose como un pato, hacia ella.

—No, querida, no quiero que se postre mi pariente —dijo, sujetando a Casandra para abrazarla afectuosamente.

El perfume que la envolvió era tan familiar como sus ojos.

—Me siento más alegre de lo que pueda manifestar, hija de Príamo. ¡Qué viaje tan largo has hecho! Me traes sin duda noticias de mi hija...

—De tu hija y de tu nieto. Andrómaca ya es madre y pronto lo será... No, ahora ya habrá tenido otro hijo si todo ha ido bien —contestó Casandra ante una Imandra radiante de satisfacción.

—Lo sabía, lo sabía. ¿No te dije, querido, que había pasado tiempo suficiente para que fuese abuela si mi hija había sabido cumplir con su deber? —preguntó, dirigiéndose a un joven apuesto, vestido con ropajes dorados, como un atleta o el vencedor de unos Juegos, y que había estado sentado cerca de ella. Mañana he de mirar en el charco de tinta y trataré de ver a su hijo y si le ha ido bien a ella.

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