Tomó las manos de Casandra y la condujo hasta una mesa alta, sentándose entre ella y el joven lujosamente ataviado.
—Cuéntame ahora todo lo sucedido en Troya desde que te separaste de mí, llevándote mi más preciado tesoro. Y qué te ha conducido tan lejos de tu familia.
—Quizá Casandra —dijo el joven—, ha venido a implorar nuestra ayuda en esa guerra contra los aqueos.
—No si ha viajado al amparo de la tregua de Apolo —afirmó la reina Imandra—. Sé algo de eso, muchacho.
Después, se dirigió a Casandra.
—Aun así, no es preciso que rompas tu promesa si es que la has hecho. No hace falta que me lo pidas; enviaré a Príamo todos los soldados que pueda hallar, hombres o mujeres, y también tantos carros con metales y armas como me sea posible.
—Eres más que generosa —dijo Casandra. Le explicó su misión, e Imandra sonrió y la besó. —Mis sacerdotisas y cuidadoras de serpientes serán consultadas mañana temprano, o el primer día que indiquen como propicio para tales cosas —dijo—. No es necesario que te diga que todos los conocimientos que pueda haber en esta ciudad se hallan a tu disposición y a la disposición del Apolo troyano. Estarás en libertad de hablar con ellas en cualquier momento, pero has de prometerme que tu visita será larga.
—Eres muy bondadosa, reina —declaró Casandra. Se sentía cansada a causa del viaje, y en aquel momento sólo deseaba una larga estancia en Colquis.
—En modo alguno —contestó Imandra—. ¿Acaso no somos compañeras en el sacerdocio y tú la más próxima a mi hija en parentesco? Y mis adivinos afirman que lo que llevo ahora en mi seno será otra hija y me parece un buen presagio que estés aquí para el nacimiento.
Casandra no había captado el menor indicio de que la reina estuviese embarazada; sin embargo, de haber pensado en tal posibilidad, habría llegado a la conclusión de que Imandra era demasiado vieja para concebir. Pero ahora que la observaba con más atención, reparó en que la reina se hallaba en los inicios del embarazo. Tras haberlo advertido, felicitó a Imandra por su estado y le preguntó: —¿Será ésta entonces la heredera de Colquis en lugar de Andrómaca?
—Lo será. A Andrómaca no le interesa, como te habrás dado cuenta, la dignidad real— replicó Imandra—. Y no resulta difícil que una mujer olvide los asuntos propios de una reina cuando es feliz. ¿No te he dicho eso antes, Agón? —Sin duda, mi reina —contestó el joven apuesto. Cuando sus ojos se posaron en su favorito, la ancha cara de Imandra se iluminó con una sonrisa que Casandra sólo hubiese podido calificar de boba. Al comprender de repente cómo estaban las cosas, Casandra quedó asombrada. ¿La independiente Imandra, reina de Colquis, sometida a un guapo muchacho no mayor que su hija? Y lo estaba ciertamente; el mismo tono de su voz lo revelaba. Él compartía su plato y su copa de vino, y ella buscaba los mejores manjares para ofrecérselos.
Cuando hubieron cenado, Casandra mandó llevar a su presencia los cofres que habían transportado desde Troya, y sacó los regalos que enviaba Andrómaca a su madre: paramentos bordados, paños ricamente teñidos e incluso espadas y cuchillos de bronce, de espléndida factura. Con un gesto de indiferencia, la reina entregó varias de estas armas a su consorte.
—Pero no me digas que quieres ir a pelear en Troya —le dijo—. Te necesito a mi lado para que me ayudes a educar a nuestra hija, y aún más si se equivocan los adivinos y se trata de un niño.
—Jamás pensaría en dejarte, no para luchar en un lejano país —contestó él—. Si Agamenón o cualquiera de quienes le siguen viniese a conquistar Colquis, sería otra cuestión.
Imandra se volvió hacia Casandra.
—Háblame de esa guerra y de la reina espartana —dijo—. Por lejos que estemos, sé naturalmente algo acerca de su familia. ¿Qué clase de persona es para, haber desencadenado una guerra semejante?
Casandra habló lentamente:
—No esperaba que me agradase ni que pudiera respetarla. Pero así es. Me parece que los dioses la trataron con dureza cuando la pusieron en el camino de mi hermano Paris.
—Ella tenía derecho a tomar un consorte —dijo Imandra, sonriendo maliciosamente al joven Agón—. ¡Pero erró al no repudiar a Menelao o sacrificado! Es preciso proceder con orden en las cosas. La equivocación de Helena, recuérdalo, no consistió en haber tomado un amante; estaba en su perfecto derecho y nadie podía negárselo. Su madre era legítima reina de Micenas y Helena había de reinar en Esparta. Su delito, y verdaderamente delito fue en una reina, consistió en permitir que Menelao se apoderase de Esparta. Eso enturbió la cuestión. ¿Permitirán que reine su hija después de ella? Aseguraría que no; Hermione es demasiado joven para ser consciente de su condición regia. Esos salvajes aqueos que tratan de introducir el concepto de reyes en nuestro mundo civilizado, y que hablan de la paternidad como si los hombres crearan la vida. Sólo la diosa alienta la vida en sus hijos. Y, sin embargo, algunos de esos hombres llevan su arrogancia al extremo de afirmar que la mujer es tan sólo un horno en el que se cuecen los hijos de ellos, de ellos. ¿Has oído nunca mayor estupidez? Ése Agamenón... ¡Maldito sea por todas las diosas y furias!
—Es el caudillo de los ejércitos aqueos de la propia Micenas — aseguró Casandra.
—Sí. ¿Sabes que se casó con la hermana de Helena, que sucedió a su madre en Micenas? Clitemnestra era la mayor de las gemelas y muy bella, pero no podía compararse con Helena. Tenía una hija, Ingenia, consagrada a la Madre Serpiente y, naturalmente, custodio del santuario y suma sacerdotisa desde que era niña. Pues bien, cuando empezó esta guerra, Agamenón, como había jurado ayudar en todo a su hermano, hubo de dejar Micenas y temió que Clitemnestra lo reemplazase como consorte. A ella le irritó que se hubiese atrevido a prestar semejante juramento sin su permiso, y lo amenazó con compartir el lecho con su primo Egisto, si la dejaba. Agamenón la amenazó a su vez con separarla de Orestes, hijo de ambos. Ella le dijo que podría hacer lo que quisiera con el muchacho, pero que si pervertía a cualquiera de sus hijos con sus malvados dioses, lo echaría tras echarlo a él. Así que Agamenón hizo á Orestes sacerdote de Poseidón (creo que era Poseidón, el dios Caballo). Y lo envió a que se criara entre los centauros. Cuando los ejércitos de Agamenón se congregaron para embarcar hacia Troya, quedaron detenidos por falta de vientos propicios. Entonces, le pidió a Clitemnestra que enviara a su hija Ingenia, para que oficiara los sacrificios a los vientos y Ingenia fue, como sacerdotisa, y él la sacrificó, siguiendo instrucciones de falsos oráculos. En consecuencia, Clitemnestra no podría tomar consorte porque su hija menor era demasiado joven para sucedería. He oído que esa hija menor, Electra, abandonó la religión de la Madre Tierra. ¿Quién la podría censurar? De haberse convertido en sacerdotisa como su hermana Ingenia, también se hubiese expuesto a la muerte. Pero Clitemnestra juró venganza, y un día Agamenón se enfrentará con la ira de la Madre Tierra. No lo dudes, morirá. Los dioses no pueden ser burlados de esa forma.
—O sea que todo se limita a si la tierra ha de ser regida por reyes o por reinas.
—¿De qué otra cosa podría tratarse? ¿Por qué han de regir los hombres en el hogar o en la ciudad donde las mujeres lo han hecho desde que la Madre Tierra alentó por vez primera la vida? Eran mejores las viejas costumbres, cuando el rey tenía que morir todos los años por su pueblo y no se planteaba la posibilidad de que un hombre pudiese imponer a su hijo como sucesor. Durante miles de años, hasta que llegaron esos salvajes aqueos para cambiar nuestras costumbres, ésa fue la regla de nuestra vida.
»Y después, ¿quién sabe? Quizá se produjo una guerra y un rey fue demasiado diestro como caudillo para que lo mataran; o alguna mujer estúpida como yo misma no quiso perder a su joven amante. —Se volvió para mirar con cariño a Agón—. Entonces arribaron a caballo esas gentes con los primeros reyes, y alzaron a sus arrogantes dioses e incluso al Señor del Sol, que proclamó haber matado a la Madre Serpiente. —Imanara bostezó—. El mundo está cambiando, te lo aseguro... pero por culpa de las mujeres que no mantuvieron a los hombres en su sitio.
—¿Crees que eso es la causa de la guerra? —preguntó Casandra.
—Querida mía, estoy segura —afirmó la reina—. Jamás habría podido suceder en Colquis.
Pocos días más tarde, Casandra, que ocupaba, en el recinto del palacio asignado a las hijas de la realeza, la misma estancia desde la que una noche contemplaron Andrómaca y ella las estrellas fugaces, fue despertada por la propia Imandra.
—Querida, la suma sacerdotisa del templo de la Madre Serpiente se muestra dispuesta a recibirte.
Casandra despertó a sus domésticas e hizo que la vistieran con una sencilla túnica blanca, propia de una suplicante.
—Eres una princesa de Troya y por añadidura sacerdotisa —protestó Adrea—. Deberías comparecer ante ella como igual.
—Pero trato de obtener la sabiduría que ella posee y yo no tengo —alegó Casandra—. Parece más adecuado que me presente humildemente, impetrando su ayuda.
La doméstica resopló, pero la reina Imandra dijo: —Me parece que obras cuerdamente, Casandra. Cuando me convoca, incluso yo acudo a ella con humildad.
Casandra suspiró aliviada y se ató las flexibles sandalias. Le desagradaba mucho lucir los ostentosos trajes de corte y que la vistieran como a una princesa.
Aunque el sol no se hallaba muy alto en el cielo, ya habían desaparecido las nubes matinales y el calor caía con fuerza sobre su cabeza y sus hombros, aunque éstos estuvieran protegidos por la túnica. Le pareció que recorría un largo camino a través de la ciudad, y sus pies estaban cansados cuando al fin ascendió hasta el santuario por los enormes peldaños tallados por los titanes.
El interior, para alivio de Casandra, estaba oscuro y fresco, y se oía lejano el agradable sonido del agua al caer. Una silenciosa sirviente vestida de negro la condujo a un patio enlosado y sombreado, en cuyo extremo opuesto se alzaba un alto trono ceremonial que ocupaba una anciana de blancos cabellos, alta y gruesa.
—La sacerdotisa Arikia —murmuró Imandra. Avanzaron lentamente. Al principio, Casandra pensó que había una serpiente viva enroscada en la dorada diadema de la sacerdotisa. Luego comprendió que era sólo una reproducción muy perfecta de barro moldeado y pintado, o quizá de madera tallada. La sacerdotisa vestía una túnica sin mangas de un paño purpúreo, estampado con dibujos que hacían recordar a las escamas de las serpientes. En torno a su cintura si se hallaba enroscada una sierpe viva, la más grande que Casandra hubiese visto nunca, tan gruesa como uno de los brazos de la voluminosa sacerdotisa. La serpiente daba dos vueltas alrededor de la cintura de Arikia y la anciana sostenía en su mano la cabeza del ofidio, acariciándola perezosamente bajo su mandíbula inferior.
Declaró con una voz suave que sin embargo parecía impregnada de autoridad:
—Te saludo, reina Imandra. ¿Es ésta la princesa troyana de quien me hablaste?
—Lo es, señora —contestó Imandra—. Casandra, hija de la reina Hécuba de Troya.
Casandra sintió que se clavaban en ella los ojos de la anciana sacerdotisa, tan oscuros e imperturbables como los de la serpiente.
—¿Y qué deseas de mí, Casandra de Troya?
Casandra se sintió impulsada a arrodillarse ante la anciana.
—He venido de mi tierra para aprender de ti o, para ser más precisa, de la Madre Serpiente —dijo.
—Pues dime lo que buscas —solicitó la anciana sacerdotisa—. Por ti, hija de Hécuba, haré todo cuanto esté en mi poder.
Así animada, Casandra le refirió la muerte o la desaparición de las serpientes del templo del Señor del Sol, y su deseo de no reemplazarlas hasta que supiera más del modo de cuidarlas. La anciana sonrió sin dejar de acariciar a la enorme serpiente bajo el mentón, o en el lugar donde hubiera estado si lo hubiese tenido.
—Debería llamar a mis sacerdotisas para que te conocieran —dijo al fin—. Porque en toda Colquis no puedo hallar a una sola mujer que quiera aprender esta ciencia. Y tú has venido desde Troya para obtenerla de mí. Dime ahora, Casandra, ¿prestarás la debida reverencia a la Madre Serpiente mientras te halles en su templo?
—Lo juro, señora.
Arikia sonrió y le tendió la mano.
—Así sea —dijo—. Te acepto. Puedes quedarte aquí y, mientras vivas entre nosotras, nada de nuestra ancestral sabiduría se te ocultará. Déjala con nosotras, Imandra.
—Y tú también puedes irte —añadió, lanzando una iría mirada sobre Adrea—. Ella no necesitará de doméstica alguna en el templo de la Madre; la asistencia que precise le será prestada por sacerdotisas.
—Prometí a su madre, mi señora, que no me apartaría de su lado ni un solo día mientras estuviese en tierras extranjeras —afirmó Adrea, con voz fina.
—No puedo censurarte por eso, hija —le respondió Arikia amablemente—. ¿Pero de verdad crees que precisa tu vigilancia cuando se halla en manos de la Gran Madre?
—Supongo que no, mi señora, puesto que tú lo dices. ¿En dónde podría hallarse más segura que en las manos de la gran diosa? Pero no puedo romper la promesa que hice a la reina Hécuba —dijo Adrea, como forzada a ello.
—Aun así, creo que debes dejarla al cuidado de la diosa y mío. Pero puedes venir con frecuencia y hablar con ella a solas para confirmar por ti misma que se halla segura y que permanece aquí por su libre voluntad.
—¿Debe alojarse en el templo, Arikia? —preguntó Imandra—. Yo preferiría tenerla en el palacio como huésped, y ella podría asistir a todas las ceremonias del templo que tú juzgaras convenientes.
—No, eso no serviría; tiene que morar entre nosotras y aprender a vivir con nosotras y con nuestras serpientes —afirmó Arikia—. ¿Te disgusta, Casandra?
—En absoluto —dijo Casandra—. Reverencio a Imandra como pariente de mi madre y amiga mía, pero anhelo morar en el templo de la Madre como conviene a una sacerdotisa.
Imandra y Adrea la abrazaron y se despidieron. Cuando se hubieron marchado, la anciana sacerdotisa, que había observado las atentas miradas de Casandra a la serpiente, aún enroscada e inmóvil en torno de su cuerpo, le preguntó:
—¿Le tienes miedo a las sierpes, Casandra?
—Ninguno, señora —y añadió impulsivamente—: ésta es muy bella.
—Es una verdadera matriarca entre las sierpes —afirmó Arikia— ¿Te gustaría cogerla?
—Desde luego, si acude a mí —contestó Casandra, aunque jamás había manejado una serpiente tan grande—. Supongo que no es venenosa.