Creusa se llevó las manos al pecho en un gesto extraño.
—¿Es eso cierto?
—¿Crees que te mentiría en algo así?
—No, no, claro que no. Pero, ¿por qué es él elegido para sobrevivir cuando tantos morirán?
—Lo ignoro. ¿Por qué tú y tus hijas os salvasteis mientras que Helena perdió a tres hijos en el gran terremoto?
—Porque Eneas atendió a tu presagio y Paris no lo hizo.
—No es eso lo que quiero decir —dijo Casandra—. Nadie puede explicar por qué los dioses escogen a uno para que muera y a otro para que viva; y quizá quienes vivan no sean los más afortunados.
Desearía estar segura de que sólo me aguardaba la muerte, pensó, sin decírselo a Creusa.
—Éneas ha decidido que abandone la ciudad lo antes que pueda, llevándome a mis hijas —le informó Creusa—. Tendré que ir a Creta, o a Cnosos, o incluso más lejos. Pensé en negarme, en decirle que mi sitio estaba a su lado, tanto en la guerra como en la muerte; pero si es cierto que él sobrevivirá, puedo entender por qué desea que me vaya. Para que podamos reunimos en un país más tranquilo cuando haya concluido la contienda.
—Estoy cierta de que piensa sólo en tu seguridad.
—Se ha mostrado extraño últimamente. Me pregunté si habría otra mujer y deseaba apartarme de su camino.
Casandra sintió que su boca se secaba.
—Aunque así fuese, ¿qué podría importar? Como casi todos los habitantes de la ciudad habrán de morir cuando caiga...
—No, supongo que no. Si alguien que ha de morir puede hacerlo feliz durante una temporada... ¿Por qué debería importarme? ¿Crees que debo partir?
—Yo no puedo decirte eso; sólo puedo afirmar que serán pocos los que sobrevivan a la caída de esta ciudad —declaró Casandra.
—¿Pero es seguro viajar con una niña tan pequeña?
—Miel sólo tenía unos días cuando la encontré y sobrevivió. Los niños son más fuertes de lo que creemos.
—Pensaba que quizá sólo deseaba deshacerse de mí —insistió Creusa—. Pero tú me has hecho comprender la razón de que me vaya. Gracias, hermana.
Inesperadamente, la abrazó con fuerza, diciéndole:
—También tú deberías abandonar la ciudad antes de que sea demasiado tarde. Tú eres ajena a esta guerra con los malditos aqueos y no hay razón para que perezcas aquí. Le pediré a Eneas que haga los arreglos necesarios para que te ausentes.
—No —dijo Casandra—. Parece que éste es mi destino, y debo acatarlo.
—Eneas habla bien de ti, Casandra —afirmó Creusa—. Una vez me dijo que eras más inteligente que todos los oficiales de Príamo juntos, y que si tú ostentases el mando podríamos incluso ganar esta guerra.
Casandra rió forzadamente.
—Entonces me juzga demasiado bien —dijo—. Pero debes irte, Creusa, reúne tus cosas y mantente dispuesta a partir en cuanto él pueda hallar una nave o los medios que fueren para poneros a salvo a ti y a las niñas.
Creusa la abrazó de nuevo.
—Si he de partir pronto, quizá no volvamos a vernos. Pero te deseo felicidad, hermana, cualquiera que sea tu destino. Y si verdaderamente Troya cae, pido a los dioses que te preserven.
—Y a ti —dijo Casandra, besándola en la mejilla,
Casandra se quedó mirando a su hermana, hasta que se perdió de vista, sabiendo en su corazón que jamás volvería a verla.
Desde el día en que ardieron hasta la línea de flotación cinco de las naves aqueas y otras resultaron con daños considerables, los argivos habían estrechado de tal modo el asedio que, como decía Héctor, ni un cangrejo podría entrar en la ciudad. Por esta razón, Eneas no trató de hacer salir a Creusa por mar. Se marchó en un carro por el lado de tierra y seguiría la costa durante bastante tiempo después de pasar el bloqueo hasta el lugar donde estaría la nave que la llevaría primero a Egipto y después a Creta. Casandra observó su partida y pensó que si a Príamo le quedaba algo de juicio debería enviar fuera de la ciudad a todas las mujeres y a todos los niños. Pero nada dijo, puesto que ya había hecho todo lo posible para prevenirlo.
Incluso el lado de tierra ya no era completamente seguro. Un carro cargado con armas de hierro de Colquis fue interceptado y llevado con gran alborozo al campamento argivo. Poco después, un pequeño ejército de tracios, que llegaron por tierra para unirse a las fuerzas de Príamo, sufrió una emboscada preparada por capitanes aqueos. Según los rumores fueron Agamenón y Odiseo quienes prepararon la celada. Se apoderaron de todos los caballos y asesinaron a los soldados tracios.
—Esto no es una guerra —dijo Héctor—, sino una atrocidad. Los tracios no formaban aún parte de los ejércitos de Troya y Agamenón no tenía pendencia con ellos.
—Ni ahora la tendrá —añadió Paris cínicamente.
Este incidente precedió a otro ataque de los aqueos, mandados por Patroclo, quien escaló de nuevo las murallas a la cabeza de sus propios hombres. Los troyanos lograron rechazarlos y se dijo que Patroclo había sido herido, aunque no gravemente.
Ante las apremiantes instancias de Casandra, los moradores del templo del Señor del Sol construyeron un altar y sacrificaron a Poseidón dos de los mejores caballos de Príamo. Otro terremoto semejante al anterior podría derribar todas las puertas y murallas de Troya y dejar a la ciudad a merced de las fuerzas de los aqueos. Este era ahora el único temor de Casandra. Sabía lo que tenía que ocurrir, pero si los troyanos concentraban todos sus esfuerzos para aplacar a Poseidón, quizá lograran detener su mano.
Las huestes aqueas combatían sin el más grande de sus guerreros, Aquiles aún permanecía en su tienda. De vez en cuando salía, sin la indumentaria bélica, y paseaba taciturno por el campamento, sólo en compañía de Patroclo. Pero nadie podía decir de qué hablaban. Los rumores recogidos por los espías afirmaban que Agamenón había acudido a Aquiles y le había ofrecido la preferencia de elección sobre el botín de la ciudad, para él y sus hombres. Pero Aquiles sólo respondió que ya no confiaba en ningún ofrecimiento procedente de Agamenón.
—No puedo censurarlo —dijo Héctor—. Yo no confiaría lo más mínimo en Agamenón. Sin embargo, esas disidencias en el bando enemigo son muy convenientes para nosotras. Mientras riñen entre ellos, nos darán tiempo para reparar nuestras murallas y reorganizar nuestras defensas. Pero si las superan y deciden actuar unidos, que el dios se apiade de Troya.
—¿Qué dios? —preguntó Príamo.
—Cualquiera al que ellos no hayan ya sobornado para tenerlo de su parte —contestó Héctor—. Imaginad que Eneas y yo nos peleásemos y nos negáramos a actuar juntos.
—Confío en que nunca suceda eso —dijo Eneas—. Sospecho que ese día nos destruiríamos a nosotros mismos sin necesidad de que lo hicieran los dioses.
Príamo apartó su plato, en donde sólo había legumbres y un poco de pan, con gesto de cansancio.
—Tal vez podríamos organizar una cacería por el lado de tierra —dijo—. Me agradaría comer venado o, al menos, conejo.
—Nunca creí que te oiría decir eso, padre. Comimos carne en exceso durante mucho tiempo cuando tuvimos que matar las cabras por falta de piensos, y ahora sólo quedan unas cuantas para proporcionar leche a los niños más pequeños —dijo Héctor—. Los cerdos pueden comer las sobras de nuestras mesas y aún quedan bellotas en el monte bajo, aunque comienzan a escasear. Tal vez podamos cazar...
—Creo que habría que matar también a los cerdos —opinó Deifobo—. Este invierno necesitaremos las bellotas para hacer pan; deberíamos dedicar a su recogida a todos los muchachos que aún no tienen edad para combatir. De todas formas, el próximo será un invierno de hambre.
—¿Cómo van las cosas en el templo del Señor del Sol? —preguntó Eneas—. Ahí estás sentada, callada y prudente, Casandra. ¿Qué dice la sabiduría de Apolo?
—Poco importa lo que hagáis —declaró Casandra sin pensarlo—. Cuando el invierno llegue, Troya ya no necesitará víveres.
Paris dio una gran zancada hacia ella.
—¡Te previne, hermana, de lo que haría si volvías de nuevo aquí para darnos tus malignas noticias! —rugió.
Eneas detuvo su brazo en el aire.
—¡Pega a alguien de tu talla, o pégame a mí puesto que yo formulé la pregunta cuya respuesta no deseabas oír! —le gritó.
—¿Tan malo será, Casandra? —preguntó luego, dirigiéndose a ella con amabilidad.
—Lo ignoro —dijo ella, mirando hacia ellos con expresión desesperanzada—. Incluso es posible que los aqueos se hayan marchado y no sea preciso almacenar víveres...
—Pero tú no lo crees así...
Movió la cabeza. En aquel momento, todos estaban pendientes de ella.
—Las cosas no continuarán como hasta ahora durante mucho tiempo, eso es lo que sé. Pronto se producirá un cambio.
Se hacía tarde. Eneas se puso en pie.
—Voy a dormir en el campamento con mis soldados, puesto que mi mujer y mis hijas no están aquí.
—Supongo que yo también debería enviar lejos a Andrómaca y al niño, si existe aquí tanto riesgo —dijo Héctor.
—Ahora comprenderás por qué considero que Casandra debe ser silenciada a toda costa —afirmó Paris—. Está difundiendo tal desánimo por Troya que antes de que nos demos cuenta se habrán marchado todas las mujeres. ¿Por quién tendremos de luchar entonces?
—Yo no me iré —dijo Helena—. Vine a Troya para lo bueno y para lo malo y ya no existe para mí otro refugio. Permaneceré al lado de Paris mientras los dos estemos con vida.
—Y yo —afirmó Andrómaca—. Si Héctor tiene valor para quedarse, permaneceré junto a él. Y en donde yo esté, también estará mi hijo.
Casandra, recordó que Andrómaca había sido criada como guerrera, pensó que, después de todo, Imandra podría sentirse orgullosa de su hija. Me gustaría tener su valor. Entonces se dio cuenta de que Andrómaca no sabía lo que les aguardaba. Tal vez fuese más fácil tener valor cuando se cree que no ha de suceder lo que se teme. En sus oídos resonaban los truenos de Poseidón y apenas podía ver el lado opuesto de la sala porque las llamas parecían interponerse.
Sin embargo la sala se hallaba fresca y tranquila, y los rostros que la rodeaban mostraban expresiones serenas. ¿Cuánto tiempo los tendría aún cerca de ella? Ya había perdido a Creusa, ¿quién la seguiría?
Sabía que su obligación era permanecer en el templo del Señor del Sol, pero no podía mantenerse apartada del palacio, y todos los días se reunía con las demás mujeres para observar desde la muralla. Por esto fue una de las primeras en ver a las gentes salir tan precipitadamente de sus casas, que se preguntó por un momento si se habría producido otro terremoto. Entonces le llegaron los gritos.
—¡Aquiles! ¡Es el carro de Aquiles!
Héctor soltó un juramento y corrió escalera arriba hacia el puesto del centinela de la muralla.
—¿Aquiles ha vuelto? Es la peor noticia que podíamos recibir. Ó tal vez la mejor— dijo con voz ronca, apresurándose hacia donde las mujeres observaban—. Sí, es cierto, ése es su carro.
Hizo pantalla con una mano. Luego se volvió desdeñoso.
—¡Por el dios de las batallas! ¡Ése no es Aquiles sino alguien que viste su armadura! ¡Los hombros de Aquiles son el doble de anchos! Tal vez se trate de su amiguito. Ni siquiera le sienta bien la armadura. En nombre de Ares, ¿a qué está jugando? ¿Piensa en realidad que puede engañar a alguien que haya visto pelear a Aquiles?
—Supongo que se trata de un ardid para animar a los hombres —aventuró su auriga, el joven Troilo.
—Sea como fuere, pronto terminaremos con él —dijo .Héctor—. Puede que no me sintiera seguro al enfrentarme con Aquiles, incluso en un día propicio; pero aún no ha amanecido el día en que tema enfrentarme con Patroclo. Tal vez, jovencito, debería ponerte mi armadura, montarte en mi carro y enviarte para que lo trajeras.
—Lo haré de buena gana si me lo permites —se ofreció el muchacho, Héctor rió y le palmeó el hombro.
—Estoy seguro de que lo harías, pero no subestimes a Patroclo, hasta ese extremo. No es un mal luchador, aunque no alcanza mi categoría ni la de Aquiles. Tú aún no estás preparado para pelear con él; no este año, ni probablemente tampoco el que viene.
Llamó a su armero que acudió con su mejor armadura y le ayudó a ponérsela. Luego se oyó crujir el portalón al darle paso.
—Eso me aterra —dijo Andrómaca, apresurándose a colocarse en el mejor punto de observación—. Gran Madre, ¡cómo conduce el carro ese condenado muchacho! ¿Es que Héctor no le ha enseñado prudencia ni sentido común? ¡Volcarán en un instante!
Los dos carros se precipitaron el uno contra el otro como se arremeten los ciervos en celo. Troilo se ocupaba de los mirmidones que acosaban su carro. Rechazó a uno tras otro mientras Héctor aguardaba al campeón. Entonces saltó del carro, dejándole a Troilo la defensa de éste, y se enfrentó con el hombre que lucía la dorada y brillante armadura de Aquiles.
Héctor alzó su espada ante el aqueo, que se lanzó hacia él de un salto. Dio un rápido paso y Patroclo cayó. Mas cuando Héctor se precipitó para rematarlo, el joven se levantó y retrocedió con agilidad como si la pesada armadura no fuese más que un manto de plumas. Los contendientes intercambiaron ráfagas de golpes tan veloces que Casandra no pudo determinar cuál de los dos llevaba ventaja, por pequeña que fuese. Un leve grito de Andrómaca le dijo que su marido había recibido una herida; pero cuando miró, vio que Héctor se había recobrado al instante y acometía con tanta violencia que Patroclo se retiraba hacia su carro. La espada de Héctor penetró por donde el peto se une al guardabrazo y, al retirarla, brotó un chorro de sangre. Patroclo retrocedió, tambaleándose; uno de los mirmidones le cogió por la cintura y le alzó hasta el carro. Aún seguía en pie, pero cavilaba, y su rostro estaba blanco. Su auriga, ¿o era el de Aquiles?, azotó a los caballos que partieron hacia la playa y las tiendas de los aqueos con Héctor detrás.
Troilo lanzó una flecha que alcanzó a Patroclo en una pierna. Perdió el equilibrio y, sólo porque el auriga le sujetó a tiempo, no se cayó del carro. Héctor hizo una seña a Troilo para que abandonase la persecución. Patroclo estaba muerto, o herido de tanta gravedad que su muerte sería sólo cuestión de tiempo. El carro de Héctor dio la vuelta hacia Troya. Andrómaca se precipitó hacia la escalera al oír los crujidos de las cuerdas que abrían la gran puerta, pero Casandra la retuvo y ambas aguardaron a que Héctor subiera. Acudió su escudero y comenzó a despojarlo de las piezas de su armadura, mas Andrómaca ocupó su puesto.