—¿Cómo es posible que me hayas abandonado? ¿Y qué diré a tu padre? ¡Te advirtió que te quedases en tu tierra y que te ocuparas de los asuntos de tu propio reino; Pero yo le juré que no sufrirías ningún daño y que te devolvería a tu casa cubierto de honor y de gloria! Sí, te llevaré a tu casa... pero ahora no hay para ti honor ni gloria.
Sus sollozos aumentaron en intensidad.
Por un momento Casandra casi llegó a sentir piedad del dolor del príncipe aqueo. Pero había oído demasiado de su loca afición por la guerra. Mataba sin compasión, infligiendo todos los sufrimientos de que era capaz. Mas cuando le llegaba el turno de sufrir, mostraba escasa fortaleza. Jamás habría sucedido aquello si hubiera salido él a luchar. Patroclo había muerto por hallarse en donde debía haber estado Aquiles. De repente, supo lo que había ido a hacer allí.
—Aquiles —le dijo suavemente, imitando el acento que había oído en el campamento aqueo.
Aquiles se incorporó hasta quedar sentado, y miró a su alrededor con los ojos desorbitados por el miedo.
—¿Quién me llama?
—Los espíritus carecen de nombres —dijo ella, haciendo más grave su voz—. Yo tengo un número entre los muertos.
—¿Eres tú, Patroclo? ¿Por qué has venido a acosarme, amigo mío? ¿Por qué permaneces aquí en vez de reposar?
—No podré descansar mientras esté insepulto. Mi espíritu seguirá acosando a los que intervinieron en mi muerte.
—Ve entonces y acosa al troyano Héctor —gritó Aquiles, dominado por el pavor, con los ojos desorbitados— ¡Fue su espada la que te arrebató la vida, no la mía!
—Ay —gimió Casandra—. Permanezco aquí porque me llegó la muerte cuando vestía tu armadura y en el lugar que tú deberías haber ocupado en el combate... —Luego con súbita inspiración, añadió—: ¿Has dejado de amarme porque he franqueado las puertas de la muerte?
—Los muertos no tienen lugar entre los vivos; no me lo reproches o moriré de pena —dijo Aquiles, entre sollozos.
—No te lo reprocho —se quejó Casandra, con voz sepulcral—. Lo dejo a tu propia conciencia; sabes que sufrí la muerte que hubiera debido ser la tuya.
—¡No! —aulló Aquiles—. ¡No! ¡No escucharé eso! ¡Socorro! ¡Guardias!
¡Pobre diablo!, pensó. ¿Cree verdaderamente que sus guardias pueden arrojar de aquí a un espíritu? Cuatro hombres armados se precipitaron en la tienda.
—¿Nos has llamado, príncipe? —preguntó el primero de ellos, evitando mirar el cadáver de Patroclo, tendido en las parihuelas.
—Registrad el campamento —les ordenó—. Algún intruso ha penetrado sin ser visto y me ha dicho cosas terribles con la voz de Patroclo. ¡Encentradle y traédmelo y ensartaré sus ojos en un espetan! ¡Le arrancaré las entrañas y las freiré ante sus ojos! ¡Y... pero traédmelo primero!
Agitó el puño y los hombres se precipitaron al exterior.
Concluida su misión, Casandra se deslizó tras ellos y oyó decir a uno de los cuatro:
—Lo sabía. Estaba loco cuando se encerró en su tienda pero eso le ha enloquecido aún más.
—¿Crees que hay un espía?
—No pienso molestarme en buscarlo dentro de su pobre mente enferma, muchacho —declaró cínicamente el primero que había hablado—.Es el único sitio en que podríamos hallar al intruso.
Casandra habría reído si hubiera sido capaz de hacerlo. Como un espectro de niebla ascendió por la larga ladera hacia las cimas de Troya barridas por el viento. Luego, silenciosamente, descendió hasta fundirse con su cuerpo todavía rodeado por los brazos de Eneas.
Durmió sin soñar.
Ahora que tenía un hombre entre los guerreros, Casandra experimentaba con más fuerza que antes el impulso que enviaba hasta las murallas a las mujeres para contemplar el combate. Delegó por completo en Filida la tarea de cuidar de las serpientes y a las otras sacerdotisas la de curar a los heridos. Aquella mañana los carros en línea parecían pintados en colores más brillantes; las armas relucían más amenazadoras que nunca. Héctor estaba al frente de ellos, flanqueado por Eneas y Paris, armados y formidables como si fuesen los dioses de la guerra en persona. Tras la línea de carros iban largas filas de infantes con sus deslumbrantes armaduras de cuero, sus jabalinas y sus lanzas. Pensó que, de hallarse entre los aqueos, ella hubiera escapado a la carrera.
Las tropas argivas, formadas a lo largo del terraplén que habían construido entre la llanura y la plaza donde estaban ancladas sus naves, no se inmutaron cuando Héctor dio la orden de carga. Resonó el grito de guerra de los troyanos. Los carros se lanzaron estruendosos contra la inconmovible línea aquea. Los argivos enviaron una nube de flechas y, en un movimiento concertado, se alzaron los escudos troyanos. La mayor parte de las saetas cayeron sobre el techo formado por los escudos de los troyanos, sin producir daño. A la primera siguió rápidamente una segunda nube de flechas; se desplomaron uno o dos soldados, o abandonaron tambaleándose la formación para volver a las murallas. Pero los carros no se detuvieron.
Un gran grito se elevó de ambas formaciones. En lo alto del terraplén asomó un enorme carro de bronce, adornado con alas doradas y un sol que irradiaba sus rayos. Sobre el carro se erguía una figura resplandeciente: Aquiles se había unido a la batalla, dominando las líneas de aqueos como un gallo domina un gallinero. En contraste, todos los demás parecían pequeños e insignificantes.
Entre alaridos, alzó su gran escudo y guió su carro terraplén abajo como una Furia lanzada contra Héctor. Saltó entonces a tierra y proclamó su desafío. Héctor estaba obligado a responderle. Lo acometió con su venablo, pero éste rebotó sobre el escudo de Aquiles; luego, con la espada en una mano y el escudo en la otra, volvió a atacarlo. Incluso desde donde se hallaba, Casandra pudo sentir el impacto de aquel primer golpe que arrojó hacia atrás, vacilantes, a los dos hombres.
Andrómaca estaba junto a ella, aferrada a su brazo con tal fuerza que sus uñas se clavaron en su piel. Aquel combate había sido inevitable desde el momento en que Patroclo fue muerto.
Casandra gritó de excitación. Tras los infantes que avanzaban para atacar a los soldados aqueos entre los carros, estaban las amazonas. Sus flechas y sus espadas acabaron con muchos guerreros argivos. Héctor, frente a Aquiles, parecía ahora más alto e impresionante. Casandra sintió que ya no era su hermano sino el propio y resplandeciente dios de la guerra. Hirió a Aquiles y el aqueo cayó. El grito de entusiasmo de las filas troyanas pareció reanimarle y, de nuevo en pie, obligó a Héctor a retroceder hacia su carro. El príncipe troyano subió al estribo e hizo girar el vehículo, arremetiendo contra Aquiles. Éste cayó y a punto estuvo de ser arrollado, pero se recobró una vez más y le lanzó su venablo. Rebotó en la armadura de Héctor, mas a tal golpe siguió una fuerte estocada que alcanzó al troyano en el cuello.
Héctor se desplomó en su carro. Troilo empuñó las riendas y, derribando de nuevo a Aquiles, emprendió una carrera hacia las murallas. Entonces las amazonas acometieron al aqueo con sus lanzas, pero éste fue protegido de inmediato por casi dos docenas de sus mirmidones que formaron una sólida barrera ante él. Las amazonas se vieron obligadas a retirarse porque, aunque habían abatido a diez o doce hombres de Aquiles, de continuo acudían más.
Los mirmidones alcanzaron el carro de Héctor cuando ya estaba junto a las murallas de Troya. Tras ellos irrumpió Aquiles sobre su propio carro, tirado por un solo caballo; había cortado las riendas del otro. Deliberadamente arremetió con su vehículo contra el de Héctor. El joven Troilo saltó despedido. Cayó de pie y fue acosado por un enjambre de mirmidones. Andrómaca gritaba. Casandra se volvió para calmarla y, cuando tornó a mirar, Aquiles empuñaba las riendas del carro troyano y corría hacia las líneas aqueas con Héctor... o con su cadáver.
Troilo luchaba rodeado de enemigos. Una de las amazonas se lanzó hacia él, mató a tres hombres de Aquiles y lo izó a su montura. Paris y Eneas perseguían a Aquiles, pero los hombres del terraplén enviaron contra ellos un tropel de jabalinas que empalaron a sus caballos. Cargaron las amazonas y rescataron a Paris y a Eneas, aunque sus carros volcados quedaron en poder de los aqueos. Aquiles, con Héctor y su carro, había desaparecido.
Aún cubiertos por los arqueros que lanzaban flechas desde las murallas, los troyanos necesitaron una hora de encarnizada lucha para retroceder hasta las puertas. Allí los esperaba Andrómaca.
—¿No pudisteis siquiera recobrar su cadáver? —chilló—. ¿Le dejasteis en sus manos?
—Hicimos todo lo que pudimos, pero Aquiles...
Fue Paris quien habló. Había perdido la mayor parte de las piezas de su armadura y, apoyado en su auriga, sangraba de un enorme tajo en el muslo.
—¡Aquiles! ¡Maldito sea para siempre! ¡Que sus huesos se pudran insepultos en las orillas de la laguna Estigia! —prorrumpió Andrómaca, gritando salvajemente su pena—. ¡Héctor ha muerto! ¡Perezca Troya!
Hécuba se sumó al plañido.
—¡Está muerto! ¡Está muerto el más grande de nuestros héroes! Muerto o en manos aqueas...
—Está muerto —dijo Eneas, con tristeza.
—Me avergüenza admitirlo, pero sin la carga de las amazonas todos estaríamos muertos —afirmó Deifobo, que había bajado a Troilo de la silla de la amazona y examinaba sus heridas.
Hécuba corrió hacia él y le tomó en sus brazos mientras reclamaba la presencia de un sacerdote curandero.
—¡Ah, hijos míos! ¡Héctor! ¡Mi primer hijo y mi último hijo en tan sólo una hora! ¡Ah, la más fatídica de todas las batallas! —gimió antes de desplomarse inconsciente.
Casandra se arrodilló presurosa junto a ella, temiendo aterrada que aquel golpe la hubiese matado también.
—No, Troilo vive —dijo Eneas, alzando con cuidado a la anciana—. Has de ser fuerte, madre; necesitará de todos tus cuidados si no quieres perderlo también.
Puso a Troilo al cuidado de un sacerdote curandero, que le devolvió la conciencia con un poco de vino y luego reconoció sus heridas. Las mujeres distribuían vino a su alrededor. Eneas tomó una copa, y la vació de un trago.
—Creo que mañana le apuntaré cuidadosamente a Aquiles desde las murallas y trataré de matarlo antes de que nos aventuremos a salir.
—No puede morir de ese modo —afirmó Deifobo—. Su armadura ha sido forjada por un dios. ¡Las saetas rebotan como si fuesen ramitas!
—No forjada por un dios —dijo Pentesilea—, sino en sólido hierro. ¿Imaginas lo que debe pesar? Ni siquiera pueden atravesarla las saetas escitas de punta metálica que lanzan mis mujeres.
—Se afirma que Aquiles se halla protegido por encantamientos, de forma que ninguna herida infligida por mortal podrá abatirlo —comentó Paris, preocupado.
—Dejadme que le clave un arma y os garantizo que morirá —dijo Eneas—. Pero hemos de subir a comunicar a Príamo las noticias; las peores de todo el año.
—Esto debería haberse previsto —masculló Casandra—. Héctor mató a Patroclo. Aquiles actuó para tal fin en cuanto puso un pie fuera de la muralla. No ha sido una acción de guerra sino un asesinato.
Pero, en su interior, se preguntó si existía mucha diferencia.
—Tenemos que ir ante Aquiles de inmediato —dijo Eneas—; quizás antes de decírselo a nuestro padre, y solicitar una tregua para enterrar y llorar a nuestro hermano.
—¿Crees de veras que accederán? —preguntó Paris, en torno sarcástico—. Tienes una opinión demasiado buena de ellos.
—Deben concederla —afirmó Eneas—. Nosotros les dimos una tregua para los Juegos fúnebres de Patroclo.
—Si es necesario, yo misma iré y me arrodillaré ante Aquiles y le suplicaré que me devuelva el cuerpo de mi marido —dijo Andrómaca.
—Lo devolverán —aseguró Eneas—. Aquiles siempre está hablando de honor.
—Sólo del suyo, según mis noticias —puntualizó Casandra.
—Bien, pues entonces su propio honor le obligará a hacer lo que es honroso —contestó Eneas—. Ellos me conocen; dejadme ir al frente de una delegación de la guardia de Héctor para traer su cadáver.
—Hemos de comunicárselo primero a nuestro padre —intervino Troilo quien, muy pálido y con la cabeza vendada, abandonaba ya los cuidados del curandero—. Si queréis, yo lo haré. Soy el culpable. Yo lo dejé caer en manos de Aquiles.
Hécuba lo abrazó con fuerza.
—Nadie te culpa, hijo mío. Me alegro de que no le siguieras en la muerte —y añadió—. Pero sí, ve a Príamo; nada podrá consolarle de la pérdida de nuestro primogénito salvo saberla por un hijo con que aún somos bendecidos...
—Yo iré y se lo diré —aseguró Paris—. Pero primero hemos de reunimos los hermanos. Todos los que aún vivimos compareceremos ante él, dispuestos a consolarlo.
—Y yo iré al templo de la Doncella para enterar a Polixena —dijo Casandra—. Héctor y ella eran muy próximos en edad y se querían mucho.
Se disponían ya a desempeñar sus diversos cometidos, cuando Andrómaca se dirigió a la muralla y lanzó un agudísimo lamento.
—¡Ah, el demonio, el monstruo! ¿Qué hace ahora?
—¿Quién? —preguntó Casandra.
Pero ya lo sabía; sólo una persona podía ser demonio y monstruo. Se precipitó al parapeto.
El sol estaba alto pero aún no era mediodía aunque les pareciera que habían estado contemplando la batalla durante toda una mitad de la jornada. En la llanura ante Troya se alzaba una gran nube de polvo; al despejarse un poco, pudo ver el carro de Aquiles. El caudillo aqueo conducía a sus dos caballos, de nuevo emparejados. Entre la polvareda que dejaba el carro, vio también otra figura cuya armadura revelaba claramente su identidad.
—¡Héctor! ¿Pero qué está haciendo? —inquirió.
Era harto evidente lo que hacía. Arrastraba por el polvo tras su carro el cadáver de Héctor. Los tróyanos observaron horrorizados cómo describía círculos en la planicie.
—Pero está loco —dijo Casandra—. Yo pensaba...
Había pensado que le llamaban loco en forma retórica; pero el hombre que maltrataba el cadáver de un enemigo caído, aunque fuese el adversario que había matado a su más querido amigo, tenía que estarlo en realidad.
Ese hombre debería ser controlado, pensó estremeciéndose.
—Esto va más allá de la venganza; ese hombre es inhumano —dijo Eneas.
—Quizás ha enloquecido por la pena —opinó Casandra—. Amaba a Patroclo más allá de toda razón y, cuando éste murió, perdió el último de sus lazos con la cordura.
—Aun así, es preciso acabar con esto —dijo Eneas—. Hemos de acudir a los aqueos. Odiseo al menos es un hombre razonable, y conseguir el cadáver de Héctor antes de que llegue esto a oídos de su padre.