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Authors: John Boyne

Tags: #Relato

La apuesta (4 page)

BOOK: La apuesta
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La miré extrañado, sin acabar de entender qué quería decirme. Estaba a punto de preguntárselo, cuando vi que tres personas recorrían el sendero hacia nosotros. Se me encogió un poco el estómago, pero era demasiado tarde para alejarse: se trataba de Luke, su madre y Benjamin Benson.

—Danny —dijo la señora Kennedy, y miró a Sarah un instante, como si se sorprendiera de verme allí sentado con una chica, como si fuera lo último que habría esperado.

Aunque había crecido varios centímetros en los últimos tres meses, nadie excepto yo mismo lo había notado.

—Hola —saludé tratando de no mirar a Luke, que tenía los ojos clavados en Sarah—. Sólo he salido a dar un paseo.

—Pues no vas a pasear mucho quedándote sentado —bromeó alegremente el señor Benson—. Un montón de ejercicio, eso es lo que necesita un chico de tu edad. Bueno, y un buen desayuno todas las mañanas. Y también un baño de agua helada una vez al año, tanto si te hace falta como si no.

Fruncí el ceño. ¿Por qué tenía que mostrarse siempre tan gracioso? Seguramente lo hacía para impresionar a la señora Kennedy.

—¿No vas a presentarnos a tu amiga? —preguntó la madre de Luke, y me quedé mirándola sin saber qué responder.

No quería contarle la verdad por si hablaba con mis padres y me metía en líos. Aunque no estaba muy seguro de qué estaba haciendo mal, tenía la sensación de que había algo en aquel asunto que no les haría ni pizca de gracia.

—No somos amigos —se apresuró a contestar Sarah—. Estaba sentada aquí, eso es todo.

—Oh, perdonad —repuso la señora Kennedy—. Se os veía tan cómodos que casi no me atrevía a interrumpiros.

—Yo más bien diría que tratabas de ligar con ella —comentó el señor Benson—. Eh, no pongas esa cara avergonzada, Danny. Todos hemos de empezar algún día.

—Me dijiste que tenías cosas que hacer —intervino Luke, señalándome con el dedo—. Y que por eso no podías venir hoy a mi casa.

—Bueno, he de irme —dijo Sarah de pronto, levantándose.

La miré; no quería que se marchara. Lo único que deseaba era que Luke, su madre y el señor Benson prosiguieran su camino, que dejaran de tratar de parecer divertidos y hacerme pasar vergüenza. Quería hablar a solas con Sarah y que me contara por qué el accidente no había sido culpa de mamá y por qué se creía ella responsable.

—Espera… —empecé.

—Vamos por las bicis —me interrumpió Luke—. Iremos a algún sitio. —Y añadió—: Los dos solos.

—Adiós —se despidió Sarah, echando a andar.

—Espera —repetí, pero ella negó con la cabeza.

—No tienes que irte por nosotros —intervino la señora Kennedy, que ahora parecía arrepentida de haberse parado a hablarnos.

—¡Adiós! —exclamó Luke dirigiéndose a Sarah—. Nos vemos en otra ocasión, o no.

Sarah se detuvo y lo miró un momento antes de alejarse. Luke frunció el ceño, no muy seguro de cómo tomarse una mirada como aquélla.

—Lo siento, amigo —se excusó el señor Benson—. Me parece que la hemos espantado.

Esa noche estuve fuera hasta más tarde de lo habitual, y cuando llegué a casa me encontré a mi padre sentado en la sala de estar viendo la televisión. Cuando entré consultó el reloj y pareció un poco sorprendido de que llegara con tanto retraso.

—Danny, son casi las diez.

—Ya lo sé.

—¿Qué hacías dando vueltas por ahí a estas horas?

Me encogí de hombros y me senté.

—Lo siento —dije—. He perdido la noción del tiempo.

—En realidad, yo también —repuso bajando el tono—. Ni siquiera me había dado cuenta, o habría empezado a preocuparme por ti.

—¿Dónde está mamá?

—No habéis coincidido por muy poco. Se fue a dormir temprano.

—¿Se ha pasado en la cama el día entero? —pregunté, enfadado—. ¡Cuando salí esta tarde ya estaba acostada!

—Danny, se levantó poco después de que te fueras. Cenamos juntos y luego estuvimos viendo la tele. Si hubieses llegado pronto a casa, como se suponía que era tu obligación, la habrías visto y podrías haber charlado con ella. Y por cierto, ya puestos, me gustaría que hablaras un poco más con tu madre.

Asentí mientras pensaba en irme a la cama, pero antes de que pudiese subir mi padre de pronto soltó una risita y me dijo:

—Ah, por cierto. Hoy hablé con tu abuela. Ella y el abuelo vendrán a visitarnos la semana que viene. Por tu cumpleaños. Celebraremos una pequeña fiesta.

—¿Una fiesta? ¿Estás seguro?

—Bueno, sólo con la familia, nadie más —se apresuró a precisar—. Tu madre y yo, y los abuelos. Si quieres también podemos decirles a los Kennedy que vengan.

—No sé si me apetece una fiesta.

—«Fiesta» no es la palabra adecuada —explicó negando con la cabeza—. Será una cena, simplemente. En familia, el jueves que viene. Al fin y al cabo, cenar hay que cenar. ¡No pongas esa cara de circunstancias! Lo pasaremos bien.

Me encogí de hombros. En realidad no estaba pensando en eso, sino preguntándome cuándo volvería a ver a Sarah, si es que volvía a verla, y si averiguaría por qué creía que todo había sido culpa suya y no de mi madre. Decidí que, si me enteraba, quizá podría contárselo a mamá y así ella no estaría ya tan afectada, y las cosas podrían volver a ser como antes.

De algún modo, supe que tenía que descubrir el secreto de Sarah.

7

Había ocho cubiertos en la mesa, y yo ocupaba la cabecera puesto que era mi cumpleaños. Papá estaba al otro extremo, para poder ir y venir de la cocina siempre que advirtiera que se había olvidado de algo. Los abuelos se sentaban a un lado, con un sitio vacío en medio, donde se suponía que debía estar mamá. Y frente a ellos se hallaban Luke Kennedy, su madre y Benjamin Benson, que mantenía viva la conversación.

—Mi padre pasó la mayor parte de la guerra en la cárcel —nos contó—. Fue objetor de conciencia, ¿saben? No pudo soportar tantos combates. Fue un pacifista toda su vida.

—Vaya, no me diga —repuso el abuelo, arqueando una ceja.

Algo me dijo que no tenía muy buena opinión de la gente que había objetado; en el colegio habíamos leído cosas sobre el tema, pero yo no lo entendía demasiado.

—Se pasó media vida manifestándose por la paz —continuó el señor Benson—. Consiguió que volvieran a meterlo en chirona en los setenta, cuando Nixon, ese viejo belicista, vino de visita. Verán, fue entonces cuando empecé a interesarme en las leyes. Por la forma como trataron a un hombre sencillo que no quería hacer daño a nadie.

—Tiene usted mucha razón —repuso en tono jovial mi abuelo—. Probablemente habría sido mucho mejor que todos hubiésemos acabado hablando alemán y marchando a paso de ganso por Trafalgar Square.

Ya eran las siete y cuarto; mamá se retrasaba quince minutos, pero nadie lo comentaba.

—¿Te han hecho regalos bonitos, Danny? —quiso saber la señora Kennedy.

—No me han regalado nada —contesté, negando con la cabeza como si no pudiera dar crédito.

—¿Que no te han regalado nada? —repitió Luke, asombrado—. ¿En tu cumpleaños?

—Eso no es verdad, Danny —se apresuró a intervenir mi padre—. La abuela te compró un bonito jersey, ¿no?

—Ah, sí —repuse, acordándome del suéter de punto verde que había metido en el armario y que no pensaba ponerme ni aunque me mataran—. Es verdad, ya se me había olvidado. Y mi abuelo me ha dado dinero.

—¿Dinero? —repitió la abuela, mirando al abuelo y esbozando una mueca—. ¿Qué te había dicho?

—Oh, sólo han sido unas libras para el chaval —repuso él—. Cierra el pico, mujer.

—Yo también tengo algo para ti, Danny —intervino la señora Kennedy—. No es gran cosa, solamente un libro. Te lo daré después de cenar.

—Y yo había olvidado darte esto —dijo papá tendiendo una mano hacia el aparador para entregarme un sobre—. Llegó en el correo de la tarde.

Sonreí al reconocer la caligrafía. Dentro había una tarjeta de «Feliz Jubilación» en lugar de una de cumpleaños; típico de Pete, pues lo encontraba gracioso: nunca compraba la tarjeta adecuada para la ocasión. Y había también un billete de diez libras. Leí rápidamente la felicitación y me sentí aliviado, ya que creía que se había olvidado de mí. Me pregunté si aparecería para la fiesta, pero había llamado un par de noches antes desde Ámsterdam y sólo había dicho tonterías por teléfono. Papá me había quitado el auricular de las manos y le había advertido que no se molestara en volver a telefonear hasta que tuviera la cabeza más despejada.

—Entonces ¿por qué has dicho que no te habían regalado nada? —quiso saber Luke.

—Se refería a que ni su madre ni yo le hemos hecho un regalo —explicó papá—. Pero este fin de semana saldremos los tres para comprarle algo especial.

—Pero no es lo mismo —opinó Luke—. Tienes que recibirlo el día de tu cumpleaños, o no cuenta.

—Calla y come, Luke —le espetó su madre.

—Pero si todavía no nos han servido la cena —repuso él sorprendido, y tuve que morderme el labio para no reír.

—Luke tiene razón —dijo papá consultando el reloj—. Ya se retrasa veinticinco minutos.

—Ahora vendrá, Russell, ya verás —lo tranquilizó la abuela.

—Me alegra que estés tan segura.

—Uno de nosotros debería haberla acompañado —añadió la abuela—. Para asegurarse de que estuviera bien.

—Quizá debería ir a echar un vistazo —sugirió la señora Kennedy—. A lo mejor fue a dar un paseo.

—No es muy recomendable pasear por la zona de noche —comentó Benjamin Benson rascándose la barba—. Lo más probable es que te atraquen, te maten o algo peor.

—Tu padre tiene una forma bastante graciosa de ver las cosas —le dijo el abuelo a Luke.

—No es mi padre —contestó él.

—Podría darme una vuelta rápida por el barrio para ver si…

—¡No! —exclamó papá dando un puñetazo en la mesa que nos sobresaltó a todos. Por un momento, nadie habló. Nos limitamos a mirarlo fijamente—. Lleva media hora de retraso y todos tenemos hambre; además, es el cumpleaños de Danny. Es hora de cenar. —Miró a la abuela—. Belinda, tal vez podrías ayudarme a servir.

Y a continuación se fue a la cocina; entonces supe que en mi cena de cumpleaños el octavo asiento seguiría vacío el resto de la velada.

Estábamos tomando el pastel cuando a las nueve menos cuarto se abrió la puerta y mi madre entró en el comedor, silenciosa como un fantasma.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó—. Oh, vaya, me había olvidado. Esta noche cocinabas tú, ¿no?

—Para cenar a las siete —respondió papá—. Dijiste que estarías de vuelta a esa hora.

—Me he retrasado. Lo siento si he…

—Eso no es suficiente —la interrumpió papá con voz firme—. No es suficiente en absoluto. Es el cumpleaños de Danny y dijiste que…

—Russell, ya he dicho que lo siento —espetó mi madre—. Me he retrasado.

—No tenías intención de venir.

—¡Oh, calla ya, Russell, por el amor de Dios! —exclamó mamá, y todos nos sobresaltamos excepto mi padre, que permaneció inmóvil, antes de levantarse y acercarse a ella.

—A mí no me grites —dijo muy despacio, espaciando mucho las palabras.

—Rachel, querida, qué tal si te sientas y te caliento un poco de…

—Se queda sin cenar —declaró papá volviéndose hacia la abuela, que calló de inmediato y asintió con la cabeza, comprendiendo quién estaba al mando—. Si no es capaz de llegar a casa a tiempo, pues no cena.

Oí jadear a mamá, pero no quise mirarla. Entonces soltó un bufido que pareció casi una carcajada.

—¿Que si no llego a tiempo no ceno? —preguntó con tono de sorpresa—. ¿Cuántos años tengo, ocho? Sí, mamá, si pudieses calentarme algo te lo agradecería.

—Quédate donde estás, Belinda —ordenó papá, y se acercó más a mi madre sin hablar, sólo mirándola como si ya no la reconociera.

Todos observamos la escena conteniendo el aliento. En esa ocasión, cuando mi madre habló, la voz se le quebró un poco, como si supiera que iba a desencadenarse una pelea largo tiempo postergada y en realidad quisiera aplazarla aún más. Sólo un par de días. Hasta que se sintiera un poco más fuerte.

—Lo siento —musitó con lágrimas en los ojos.

—Ya no aguanto más esta situación, Rachel —dijo papá—. Ninguno de nosotros puede más.

—¿Que no aguantas más? —exclamó ella, recuperando de pronto su tono habitual. Comprendí que ésa era ahora mi madre: una persona de la que no sabías qué esperar—. ¿Que no aguantas más? Tú no tienes este peso terrible en la conciencia, Russell. Tú no estuviste a punto de matar a un niño. Tú no has de cargar con ello, ¿verdad?

—Y tú tampoco —respondió él mostrándose firme—. Fue un accidente. El niño aún está vivo. Pero Danny también lo está, por si no te habías dado cuenta. Y lo mismo Pete. ¿Qué me dices de los chicos, Rachel? ¿No puedes pensar en ellos por una vez?

Me volví en la silla para mirarla, sintiéndome también a punto de llorar. Me observó un instante y negó con la cabeza.

—Sólo hay uno que importa —declaró, y supe que no estaba pensando en mí.

Normalmente habría supuesto que se refería a Pete, porque era su favorito, pero en ese instante me di cuenta de el único niño que importaba era Andy.

Esa misma noche mucho más tarde, pasadas las once, estaba sacando a la calle los cubos de basura para la recogida de la mañana cuando oí una voz que susurraba mi nombre:

—¡Danny! ¡Danny! ¡Estoy aquí!

Miré alrededor con rapidez, buscando de dónde procedía, y en ese momento ella salió de detrás de un árbol.

—Sarah —dije, yendo a su encuentro—. Has vuelto.

—Lo siento. No estaba segura de si debía hacerlo.

—Me alegro de que hayas venido.

—No puedo quedarme mucho rato —explicó—. Si se percatan de que no estoy en casa voy a meterme en un buen lío.

Asentí en silencio. Quise contarle que era mi cumpleaños, pero no me salían las palabras. Me pregunté qué haría Sarah si lo supiera. Si me daría un beso.

—Quiero pedirte una cosa —dijo.

—¿Qué?

—¿Qué haces el lunes?

—Nada.

—Por la tarde iré al hospital sola. Mis padres no acudirán hasta la noche. ¿Querrás acompañarme?

Titubeé, no muy seguro de si en realidad deseaba ver qué le había hecho mi madre a su hermano. Miré el suelo, consciente de que tal vez no fuera buena idea.

—Por favor, Danny —insistió—. Me gustaría que lo vieras.

—¿Por qué dijiste que había sido culpa tuya?

—¿Qué?

—El otro día, en el parque. Dijiste que fue culpa tuya, no de mi madre. ¿A qué te referías?

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