La apuesta (6 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Relato

BOOK: La apuesta
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Fruncí el ceño. No sabía qué ocurría, pero no tenía buena pinta. No me gustaba nada que Luke hablara con Sarah. Fui a abrir la ventana, pero en ese momento reapareció Luke con su propia bicicleta. Pasó una pierna por encima y con los pies en el suelo se quedó con la barra entre las piernas. Sarah se acercó y se apoyó en su brazo para subir detrás. Él cimbreó un poco al principio, pero consiguió controlar la bici y entonces se alejó pedaleando calle abajo. Se detuvo un momento en la esquina, antes de doblar a la derecha y desaparecer.

Me daba igual. No quería volver a verlos nunca más, a ninguno de los dos. Ni a papá. Tampoco a mamá. Eché un vistazo al reloj. Eran las siete. Vi a mi madre acercándose a casa con un cartón de leche en la mano. Tomé una decisión. Esperaría a que todo el mundo se hubiese ido a la cama.

Y entonces me escaparía.

Aguardé hasta que estuvo muy oscuro, casi hasta las once y media. Mis padres ya se habían acostado. Entonces preparé una mochila con una muda de ropa y bajé a la cocina para llevarme unas galletas y una botella de agua. No estaba seguro de adónde iría, sólo sabía que ya no quería vivir allí. Además, tenía trece años y ya iba siendo hora de que empezara a abrirme camino en la vida. David Copperfield lo había hecho mucho más joven.

Salí por la puerta trasera y miré alrededor para asegurarme de que no había nadie. Con la mochila a la espalda, monté en la bici y pedaleé calle abajo.

Por lo que a mí respectaba, no pensaba volver a casa jamás.

10

Esa primera noche no dormí nada.

Fui pedaleando hasta el colegio, donde había un sitio tranquilo detrás del pabellón de deportes; allí podría esconderme. Habría debido llevarme un saco de dormir, pero no se me ocurrió, de manera que me las arreglé como buenamente pude. Cada vez que cerraba los ojos, temía que alguien apareciera por la esquina, quizá un perro enorme o un vagabundo, y me matara.

Al cabo de un par de horas consideré la posibilidad de volver a casa, pero decidí que no. No podía rendirme tan fácilmente. Al final, permanecí despierto toda la noche y sólo empecé a cabecear cuando ya estaba amaneciendo. Para entonces eran más de las siete, así que pensé que mejor sería ponerme en marcha si no quería que me descubrieran.

Llevaba encima algo de dinero, las diez libras que Pete me había mandado de Amsterdam por mi cumpleaños. Dejé la bici en la calle y entré en un local de comida rápida para comprar una hamburguesa y patatas. Se me hizo extraño desayunar hamburguesa con patatas, pero el local estaba abierto, así que pensé que no me tomarían por loco. Cuando salí, había pasado algo malo: me habían robado la bicicleta. La había dejado allí, sin atar, porque al salir de casa olvidé coger el candado.

A la hora de comer sentí hambre otra vez. Compré otra una hamburguesa con patatas y esta vez añadí un helado, y como estaba buenísimo, volví en busca de otro. Para entonces sólo me quedaban tres libras, pero me dije que si me empeñaba podría hacerlas durar mucho. Mientras recorría las calles empecé a sentirme intranquilo, en especial cuando veía a un policía venir en mi dirección. Era probable que papá hubiese llamado para comunicarles mi desaparición, y que anduvieran buscándome. Aunque me parecía que me correspondía a mí decidir si quería vivir en casa o no, sabía que ellos no estarían de acuerdo conmigo.

Alrededor de las cuatro, entré en el centro comercial y fui al cine de la última planta. A esa hora había una sesión especial para niños que costaba exactamente tres libras. Era lo que me quedaba, así que compré la entrada, pues me apetecía sentarme en un lugar cálido y tranquilo. Estaba harto de deambular por las tiendas y evitar a los policías.

Cuando anocheció no volví al colegio porque decidí que, si eres un fugitivo, tienes que cambiar de sitio cada noche para que nadie consiga encontrarte. Así que estuve dando vueltas por la ciudad hasta que quedó casi desierta y entonces me dirigí al aparcamiento que hay detrás del centro comercial y me senté con la espalda contra la pared. Estaba demasiado cerca de los grandes contenedores de la basura y pensé en moverme porque olía fatal, pero al cabo de un rato ya no noté el olor, de modo que me quedé allí. Empecé a pensar en mi cama y en lo cómoda que era, y en que mamá solía hacérmela los días de colegio. Acabé poniéndome triste, pero no lloré, porque uno no puede echarse a llorar cuando se ha escapado de casa y está viviendo por sus propios medios.

No paraba de pensar en comida, pues tenía tanta hambre que el estómago me hacía ruiditos raros. Sin embargo, ya no podía remediarlo, porque no me quedaba dinero y además las tiendas ya habían cerrado.

Esa noche tampoco dormí, aunque de vez en cuando me vencía el sueño y de pronto cabeceaba, pero enseguida despertaba sobresaltado y sentía un frío intenso. No me gustaba nada que me pasara eso, así que traté de permanecer despierto, pero me costaba, y volví a cabecear una y otra vez. Aquella noche pareció durar más que la anterior. Traté de no mirar muy a menudo el reloj. Cada vez que creía que habrían pasado dos o tres horas, resultaba que sólo habían transcurrido diez o quince minutos.

Al amanecer me levanté; me dolía todo el cuerpo. Tenía los brazos y las piernas entumecidos y llevaba cuarenta y ocho horas sin cambiarme de ropa. Me pregunté qué haría ese día, y decidí que ya era hora de ir a Londres y conseguir un trabajo, porque no podía quedarme en aquel lugar para siempre.

Y entonces me llevé una sorpresa. Al pasar por delante de una tienda de televisores, me paré un momento a mirar las pantallas en el escaparate. Todas tenían sintonizado el mismo canal y supuse que eran las noticias, pero no oía nada, sólo veía las imágenes. Apareció la fotografía de un niño y pensé que se parecía a mí. Me llevó unos segundos comprender que de hecho era yo. Se me tensó el estómago, pero mi imagen desapareció de la pantalla, sustituida por un reportero de pie ante mi casa. Más me valía marcharme a toda prisa, antes de que algún peatón advirtiera que había un famoso entre ellos. Pero me pareció que todo el mundo iba de camino al trabajo, de modo que nadie me miró cuando salí a la calle.

Fue entonces cuando me percaté de que estaba totalmente solo.

Unas horas después, empezó a preocuparme tener tanta hambre y sentir los brazos y las piernas como si fueran de mantequilla. Además, como no había dormido en dos días y medio, estaba mareado. Pensé en volver a casa, pero si regresaba no me dejarían salir hasta que cumpliera los treinta, de modo que no me pareció buena idea. No estaba seguro de qué me harían mis padres cuando me echaran el guante, pero lo que más me apetecía en el mundo era irme a casa, comer, darme un baño y sentarme a mirar la tele con ellos dos.

Como me había visto en las noticias, estaba seguro de que todo el mundo andaría buscándome. Se me ocurrió que lo mejor sería conseguir un disfraz, así que entré en una tienda de ropa y me llevé un gorro de lana. Jamás en mi vida había robado nada, pero fue más fácil de lo que imaginaba. Simplemente me metí en la tienda más grande que encontré, cogí un gorro de un estante, arranqué la etiqueta, me lo puse y me marché. Pasé un poco de miedo al salir del establecimiento y, aunque nadie me persiguió, eché a correr por si acaso. Estaba demasiado cansado y hambriento para seguir corriendo mucho rato, e incluso me sentí más mareado que antes, así que me detuve. Entonces vi mi imagen reflejada en un espejo: qué pinta más rara tenía con aquel gorro. Hacía mucho calor, pero pensé que de ese modo nadie me reconocería y seguí mi camino.

Cuando miré el reloj, pasaban unos minutos de la una y las calles estaban llenas de gente que compraba bocadillos o iba a almorzar. Cada vez que veía a alguien comer se me hacía la boca agua y una punzada me sacudía el estómago, que ya no hacía ruidos raros; ahora sólo me dolía.

Quería ir a Londres, pero no sabía muy bien cómo llegar. No me quedaba dinero para un billete de tren ni de autobús, y me daba miedo que hubiese policías apostados en las estaciones. Ojalá hubiese tenido la bici, porque entonces podría haber llegado pedaleando, aunque habría tardado semanas. Pero eso habría formado parte de la aventura y no me habría importado. Empecé a hacerme a la idea de que tendría que ir andando. Y aunque parecía una ocurrencia estúpida, recordé que David Copperfield había recorrido solo y a pie todo el camino de Londres a Dover, así que si él había podido, yo también.

Esa noche me quedé dormido entre los árboles al fondo del campo de rugby del colegio. No sé por qué no se me había ocurrido antes ese sitio, pues el terreno era mucho más blando que en el pabellón de deportes o el aparcamiento y no me dolería tanto la espalda. Me puse la mochila bajo la cabeza a modo de almohada y utilicé la chaqueta como manta; de esa manera me las apañé para dormir unas horas. Al despertar, sin embargo, me sentí peor que nunca. Durante unos minutos ni siquiera supe quién era ni qué hacía allí al aire libre, y cuando lo recordé, me pregunté si aquella situación cambiaría alguna vez. Aunque sólo habían pasado tres días, me parecían tres años, tres vidas enteras. Me pregunté si papá y mamá ya se habrían acostumbrado a no tenerme en casa.

Cuando me puse en pie, pasó algo malo: me caí. Volví a levantarme, y entonces tuve que extender los brazos a ambos lados como si caminara por la cuerda floja. Tardé unos minutos en recuperar el equilibrio. Cuando lo conseguí, el estómago volvió a jugármela y acabé doblado en dos, con un dolor terrible. Miré alrededor, buscando algo con que alimentarme. Pero en ese momento me di cuenta de que ya no me apetecía ni comer, aunque no hubiese probado bocado desde la segunda hamburguesa de la primera tarde. En realidad no sentía apetito, sólo dolor.

De ese día conservo un recuerdo borroso, en el que camino sin cesar por las calles con un hambre atroz. A veces sentía deseos de ir a casa, pero sabía que no podía regresar.

Apenas me quedaban sitios donde refugiarme, pero aún no había estado en el parque, así que decidí pernoctar allí. Además, no estaba muy lejos, lo cual era una buena idea, ya que no sería capaz de caminar mucho más. Las piernas me temblaban demasiado.

Llegué al parque alrededor de medianoche; estaba desierto. Pasé por delante del banco en que me había sentado con Sarah y el recuerdo me entristeció. No me imaginaba entonces lo afortunado que era por tener una casa a la que volver, y comida en la nevera, y una madre y un padre, aunque mamá ya no hablase con nadie y papá me hubiese pegado. Incluso así, era mejor que vivir de aquella manera. Anhelé regresar, pero era demasiado tarde; tenía la sensación de que después de lo que había hecho no iban a permitírmelo.

Encontré un sitio tranquilo cerca de unos matorrales, donde puse la mochila para que me sirviera de almohada como la noche anterior. Pero cuando iba a lumbarme, me caí y me golpeé el brazo contra un árbol. Al mirarme la herida vi que empezaba a sangrar; aunque no me dolía, cuanto más la observaba, más me mareaba. Miré alrededor, los árboles, los matorrales y el parque, y los colores parecieron emborronarse a tal punto que ya no sabía ni dónde estaba. Tuve la impresión de que el parque se volvía más y más pequeño y se cerraba en torno a mí, y de que cuando lo hiciera por completo, me ahogaría y ahí acabaría todo. Me moriría, o quizá me quedaría en coma como aquel niño cuyo nombre ya no conseguía recordar. Intenté frotarme los ojos para que las cosas dejaran de estar borrosas, pero sólo conseguí que el estómago me doliese aún más.

Grité y me encogí tratando de mitigar el dolor. Pensé que quizá me sentiría mejor si lograba ponerme en pie, pero cada vez que me esforzaba por levantarme, las piernas me fallaban y volvía a caer. En mi último intento, aterricé estrepitosamente boca arriba y me quedé ahí tendido, mirando al cielo, mientras decidía que nunca más volvería a levantarme. Simplemente permanecería ahí tumbado y no me movería hasta que me encontraran. Me pregunté si iba a morirme.

Empecé a cerrar los ojos y todo comenzó a volverse oscuro, pero justo en ese instante, cuando estaba bajando los párpados, percibí algo raro. Tuve la sensación de que había alguien de pie a mi lado que me llamaba por mi nombre, pero no supe quién era y pensé que quizá estaba soñando.

Entonces la figura se inclinó y sentí sus brazos debajo de mi cuerpo. Cuando me levantó del suelo no me dolió nada, porque ya era incapaz de sentir. Pensé que tal vez uno experimentaba esa sensación al morir, que aquél era el momento de mi muerte, aunque en realidad no tenía la certeza de que se tratara de eso. Intenté abrir los ojos una última vez para ver quién era, para saber quién me había encontrado, quién me llevaba por el parque, quién me había salvado la vida. Cuando lo conseguí, cuando los abrí, descubrí quién había sido. Quise hablarle, pero ni siquiera me salía la voz. Sólo fui capaz de decir una palabra, que sonó como un graznido que no reconocí como mío.

—Pete —dije.

Acto seguido cerré los ojos y todo se oscureció.

11

Y entonces, una mañana de finales del verano, de pronto Andy despertó.

Una enfermera entró en su habitación del hospital a echarle un vistazo y se lo encontró con los ojos abiertos, totalmente consciente, preguntándose dónde estaba y qué hacía allí y llamando a sus padres. Estábamos desayunando en la cocina cuando sonó el teléfono. Papá fue a contestar; cuando volvió estaba muy pálido y nos preguntamos qué habría pasado. Fue derecho a mamá, que se temía lo peor, pero la abrazó y le dijo que las cosas iban a salir bien. Que Andy había despertado. Que ya no estaba en coma. Que ya no iba a morirse. Entonces mi madre se echó a llorar, pero no fue como las lágrimas que había derramado hasta ese momento. Ahora lloraba porque aquello había terminado y por fin Andy iba a recuperarse.

Ocurrió la primera mañana tras mi vuelta del hospital, donde me habían llevado cuando Pete me encontró en el parque. Había tenido que quedarme seis noches, pues el médico aseguró que había corrido el riesgo de pillar una neumonía y además estaba deshidratado. No recuerdo gran cosa de esos días, excepto que cuando desperté en la cama de la clínica estaba famélico. Pero no me dieron mucho de comer, porque dijeron que temían que mi organismo no tolerara los alimentos de golpe. Y estaban todos allí cuidándome: Pete, papá e incluso mamá. La familia al completo volvía a estar reunida.

Una vez en casa, se suponía que tenía que quedarme en la cama el día entero hasta que recobrase las fuerzas. Al menos eso fue lo que aconsejaron los médicos. Así pues, estaba de vuelta en mi habitación un par de horas después de la llamada telefónica cuando alguien llamó a la puerta. Pete entró y cerró tras de sí.

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