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Authors: John Boyne

Tags: #Relato

La apuesta (5 page)

BOOK: La apuesta
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Ahora la que titubeó fue ella. Apartó la vista un instante, luego volvió a mirarme y asintió con la cabeza.

—Porque… —empezó, pero entonces se abrió la puerta lateral y oí salir a papá.

—¿Danny? —llamó—. Danny, ¿estás ahí fuera? ¿Por qué tardas tanto?

—El lunes a las cuatro en punto —susurró Sarah cogiéndome del brazo—. En la puerta del hospital. Te lo explicaré todo, te lo prometo. —Y salió disparada calle abajo.

—Danny —repitió mi padre, acercándose—. ¿Qué haces aquí fuera solo? Vamos, vuelve adentro.

Asentí con un gesto.

—Sí, ahora iba.

8

Llegué al hospital antes de hora, pero Sarah ya estaba esperándome.

—Está en una habitación privada —me explicó cuando nos disponíamos a entrar en el ascensor para subir a la sexta planta—. Así que no hace falta que te preocupes por si alguien te contagia. —Y acto seguido añadió—: Me alegro mucho de que hayas venido. Detesto visitarlo sola.

Entramos en la habitación y me quedé mirando al niñito de la cama. Parecía profundamente dormido. De no haber sido por los aparatos que lo rodeaban, habría jurado que podría despertarlo sacudiéndolo por los hombros. Tenía un gotero de suero conectado a un brazo. A su derecha había una máquina con un monitor. Las cifras y las líneas no paraban de cambiar y emitía un pitido intermitente.

—Éste es Andy —dijo Sarah. Se volvió para mirarme y preguntó—: ¿Qué pasa?

—¿No deberíamos hablar en voz baja? Para no molestarlo.

Sarah rió, y me di cuenta de que había dicho una estupidez.

—Danny, si nos oye y despierta será bueno, ¿recuerdas?

—Claro —repuse—. Lo siento.

—¿No quieres decirle hola?

—¿A Andy?

—Sí.

Lo miré y tragué saliva, nervioso. Tenía una carita redonda y el mismo color de pelo que su hermana. Y también la nariz pecosa. Estaba con la boca medio abierta y llevaba un pijama del oso Rupert, como los que yo usaba de pequeño.

—Hola, Andy —dije, sintiéndome torpe y cohibido.

—Andy, éste es mi amigo Danny. Ha venido a visitarte.

—¿Crees que puede oírnos? —pregunté, y ella se encogió de hombros.

—Los médicos dicen que sí. Y aunque no sea así, no le hace ningún daño que le hablemos, ¿no crees? Es mejor que quedarse aquí sentado sin decir nada.

—Supongo que sí. No da la impresión de sentir dolor, ¿verdad?

—No —respondió Sarah negando con la cabeza. De pronto pareció muy triste y añadió—: Al menos, eso espero.

—Mi hermano Pete estuvo en el hospital una vez, cuando le operaron de apendicitis. Se saltó las tres últimas semanas de colegio.

Pete llevaba varios días quejándose de que le dolía la barriga, pero nadie lo había creído. Entonces, una noche, le había reventado el apéndice y podría haberse muerto; aunque no murió, sí tuvo que ir en ambulancia. No sé qué habría hecho mi madre si no se hubiese recuperado, porque es su favorito.

Me volví al advertir que Sarah ya no estaba a mi lado. Se había sentado en la butaca en una esquina de la habitación, la cara entre las manos.

—Sarah —la llamé en voz baja, acercándome—. ¿Estás bien?

—Se suponía que sólo era un juego —respondió levantando la vista hacia mí. Estaba pálida, pero no lloraba—. No tenía que acabar así.

—¿Qué? ¿Qué era un juego?

—La tarde que lo atropellaron. Muchas veces jugábamos a eso, a apostar que haríamos una cosa u otra. Andy siempre hacía lo que yo le pedía.

Quise sentarme, pero el único sitio posible era el borde de la cama, y no me pareció prudente.

—Esa tarde —continuó Sarah—, le propuse jugar al «ring ring, corre corre». ¿Has jugado alguna vez?

—Claro, sobre todo antes, hace un tiempo. Es guay ir llamando a timbres y salir corriendo.

—Ya. En una casa enfrente de la nuestra, en el número cuarenta y dos, tienen dentro un perro grande que se pone a ladrar como loco si te acercas a la puerta. Aposté con Andy a que no conseguiría recorrer el sendero de entrada sin que el perro lo oyera; luego tenía que llamar al timbre y salir corriendo. Le expliqué que lo vigilaría desde la ventana de mi habitación en el piso de arriba. Y él apostó a que sí lo haría. Recorrió el sendero y al llegar ante la puerta se dio la vuelta, me miró muy sonriente y levantó el pulgar para indicar que el perro no ladraba. Entonces se volvió para pulsar el timbre. En cuanto lo hizo, supe que el perro había enloquecido, porque Andy dio un brinco. Se asustó tanto que salió pitando y corrió derecho a la calle sin mirar, y cuando lo hizo… cuando cruzó a la carrera… fue entonces cuando…

Volvió a ocultar la cara entre las manos, y ahora sí la oí sollozar.

—Sarah… —Me acerqué, sin saber muy bien cómo consolarla.

—¿Lo ves, Danny? —añadió mirándome—. Fue culpa mía. Si no le hubiese propuesto ese estúpido juego, si no hubiera apostado a que no lograría llamar al timbre del número cuarenta y dos…

—Entonces mi madre nunca lo habría atropellado —repuse, completando su frase. Al pensarlo, empecé a sentirme furioso—. Mamá cree que fue culpa suya. Pero no es así, ¿verdad?

Quise añadir algo, contarle cómo andaban las cosas en mi casa por culpa de aquel estúpido juego, pero de pronto oí voces al otro lado de la puerta, y los dos la miramos, y a continuación nos miramos uno al otro, asustados.

—¡Son mis padres! —exclamó en un susurro, palideciendo aún más—. Tienes que esconderte. Se enfadarán mucho si te encuentran aquí. ¡Corre, debajo de la cama!

—¿Qué?

—Métete debajo. Las sábanas llegan casi al suelo. No te verán.

Me volví y miré la cama de Andy. El último sitio en que deseaba estar era ahí abajo.

—No puedo —dije negando con la cabeza—. No puedo hacerlo.

—Danny, por favor —insistió.

La puerta se entreabrió y oímos a una mujer que hablaba con un médico en el pasillo.

—¡Rápido! —exclamó Sarah, y me empujó.

Antes de advertir muy bien qué ocurría me encontré deslizándome por el suelo bajo la cama. En cuanto me hube escondido, oí que la puerta se abría del todo y capté ruido de pasos: alguien estaba entrando en la habitación.

—Sarah, estás aquí —dijo una voz de mujer.

Se acercó mucho a donde estaba yo, y supe que estaba inclinándose para besar a Andy, porque olí su perfume y la oí susurrar:

—Hola, cariño.

—¿Has estado llorando? —preguntó el padre.

—Un poquito —contestó Sarah.

—No soporto verte tan alterada —dijo la madre y suspiró hondo—. Cuando pienso en lo que esa mujer ha hecho a nuestra familia…

Esbocé una mueca de rabia. Confié en que no empezara a hablar mal de mi madre, porque entonces no sabría cómo actuar.

—Hemos hablado con el doctor Harris —intervino el padre—. Dice que Andy sigue estable por el momento, lo que es buena señal. Al menos no ha empeorado.

—Más vale contárselo, Michael.

—¿Contarme qué? —quiso saber Sarah.

Hubo una breve pausa.

—Esta tarde estuvimos en la comisaría —prosiguió al fin el padre—. Nos confirmaron que no van a presentar cargos contra Rachel Delaney.

—¡Es increíble! —espetó la madre, furiosa—. Esa maníaca pasa a toda velocidad por nuestra calle, casi mata a mi hijito, y ni siquiera van a formular cargos contra ella. Qué clase de sistema judicial tenemos cuando alguien que…

—Samantha, ya nos lo han explicado. No fue del todo culpa suya.

—Pero ¿qué estás diciendo? ¿Que fue culpa de Andy? ¿Estás culpándolo de lo ocurrido?

—Por supuesto que no. Sólo digo que…

—¡Es absolutamente ridículo! —exclamó la madre—. Esa mujer, esa maldita mujer sin noción alguna del bien y el mal actúa de ese modo y sale impune. Bueno, pues no pienso tolerarlo. Si tengo que ir en persona a…

No pude resistirlo más. Salí a rastras de debajo de la cama y estuve a punto de golpearme la cabeza contra el somier de metal. El padre de Sarah gritó por la sorpresa y la madre retrocedió de un brinco como si hubiese visto un ratón.

—¡No fue ella! —les espeté al tiempo que enrojecía de rabia—. Fue Sarah. ¿Por qué no le preguntan a ella qué ocurrió en realidad? Entonces sabrán… —Me contuve.

Nos miramos unos a otros, sin saber qué decir. Sólo podía hacer una cosa.

Eché a correr.

9

—Danny —dijo papá esa misma tarde, al entrar en mi habitación sin llamar siquiera—. Dime que no lo hiciste.

—¿Que no hice qué? —pregunté, mirándolo como si no lo entendiera.

—Lo sabes muy bien. Y por tu expresión sé que lo hiciste. Pero ¿cómo demonios se te ocurrió?

—No sé de qué me hablas. Yo…

—Por favor, no te hagas el tonto. Acabo de tener una conversación con unos policías que han venido y me ha costado mucho convencerlos para que me dejaran hablar contigo, en vez de hacerlo ellos. Por lo visto, los señores Maclean te han denunciado por entrar sin autorización en la habitación de su hijo en el hospital. Dime que no es verdad, por el amor de Dios. Dime que se han confundido.

Agaché la cabeza, avergonzado. Por un instante consideré la posibilidad de decir que sí, que estaban muy equivocados, que ni siquiera me había acercado al hospital. Después de todo, ¿por qué iba a ir allí? Además, probablemente conseguiría que Luke me proporcionara una coartada si de verdad la necesitaba. Sin embargo, no me quedaba alternativa. Tenía que confesar.

—No es lo que parece… —empecé.

—¡No puedo creerlo! —exclamó, alzando los brazos en un gesto de frustración—. ¿No te parece que ya he recibido bastantes malas noticias de la policía para toda una vida? ¿Cómo demonios se te ocurrió? Y ¿qué hacías allí?

—Quería verlo. Sarah dijo que le gustaría que lo viera y…

—¿Sarah? —preguntó sorprendido—. ¿Quién diantre es esa chica? Nunca te he oído mencionarla.

—Sarah Maclean. La hermana de Andy.

—La hermana de… —Reflexionó un instante, se sentó en la cama y negando con la cabeza soltó una risita—. ¿Eres amigo de la hermana de ese niño? ¿Y no me lo habías dicho?

—No somos amigos. Antes de todo esto no la conocía de nada. Vino aquí hace un par de semanas.

—¿A nuestra casa?

—Esperó ahí fuera, en la calle. La vi observándome. Hablamos un poco y después nos encontramos en el parque y volvimos a hablar. Y entonces pasó por aquí después de mi fiesta de cumpleaños. —Lo mencioné con la esperanza de despertar su comprensión, teniendo en cuenta cómo había acabado aquella noche. Y sin saber muy bien por qué, añadí—: Es muy simpática.

—No me importa que sea simpática o no. No tiene que aparecer por aquí, como tú tampoco tienes que visitar a su hermano en el hospital. ¿Cómo crees que se sentiría tu madre si se la encontrara y descubriera quién es?

—Ese comentario no me parece muy adecuado —respondí.

—No te las des de listo conmigo —me espetó poniéndose en pie y señalándome con el dedo. Parecía muy enfadado, así que me arrepentí de haberlo dicho—. ¿Cómo crees que se sintieron los padres de ese pobre niño al verte salir de debajo de la cama?

—¡Oh, ya estoy harto de él! —grité—. ¿No está todo el mundo harto de él? Ojalá se muriera de una vez, si es que ha de morirse, y dejara de…

No acabé la frase, porque papá me dio una bofetada. Parpadeé, incrédulo. Mi padre jamás me había pegado. Me quedé mirándolo y tratando de no llorar.

—Danny —dijo en voz baja, y retrocedió; me pareció que estaba tan impresionado como yo—. Danny, lo siento…

No quise seguir escuchándolo. Cerré los ojos, no dije nada y esperé hasta que se marchó. Ya no deseaba seguir viviendo en aquella casa.

Una hora después llamaron a la puerta, y me pareció que era mi imaginación la que me hacía oír la voz de Sarah en el piso de abajo. Bajé corriendo y me encontré a papá hablando con ella.

—Danny, vuelve a tu cuarto, por favor —dijo con tono de agotamiento.

—¿Qué está pasando?

—He venido a disculparme —respondió Sarah, de pie en el vestíbulo—. Mis padres también se han puesto como energúmenos. Creen que estoy en mi habitación, pero escapé por la ventana.

—Oh, esto pinta cada vez mejor —ironizó papá, soltando una risita de frustración—. Sarah, no sé qué decirte. De verdad que no deberías estar aquí. Si tus padres lo descubren…

—No les importará —contestó ella—. Total, sólo piensan en Andy.

—Porque está en el hospital —replicó mi padre pasándose la mano por la cara—. Por supuesto que van a estar pensando constantemente en él mientras siga tan enfermo.

—¿Puede subir Sarah a mi habitación para hablar conmigo? —pregunté.

—¡No! ¡Por supuesto que no!

—Pero ¿por qué?

—Porque se supone que tiene que estar en su casa. Sus padres se preocuparán. Y no hay motivos para que haya venido aquí. —Entonces nos miró, primero a uno y después al otro—. Y vosotros no tenéis por qué ser amigos. Sarah, no es nada personal contra ti, pero dada la actual situación de nuestra familia, no ayuda mucho que estés aquí. ¿Lo comprendes? Y tampoco es de ninguna ayuda que Danny vaya a visitar a tu hermano o se esconda debajo de su cama. ¿Por qué os resulta tan difícil entenderlo?

—Sólo quería hablar con él —murmuró ella—. Quería explicárselo.

—Vete a casa, Sarah —ordenó papá.

Ella miró hacia la escalera como si quisiera subir, pero mi padre se interpuso en su camino y negó con la cabeza.

—Vete a casa —repitió—. Por favor, haz lo que te pido. Si Rachel vuelve y…

—No te vayas, Sarah —rogué.

Ella me miró y negó con la cabeza.

—Lo siento. Será mejor que me vaya.

—Gracias —repuso papá en voz baja.

Ella se dirigió hacia la entrada.

—¡Te llamaré! —exclamé—. Seguiremos en contacto.

—No, no lo haréis —sentenció papá, y cerró la puerta detrás de Sarah.

Entonces me di la vuelta y subí a la carrera a mi habitación. Mi padre me llamó, pero no contesté y me encerré en mi cuarto. Me acerqué corriendo a la ventana para llamar a Sarah. Sin embargo, en ese instante vi algo que hizo que el estómago se me revolviera de celos.

Sarah ya había llegado al final del sendero, pero no estaba sola, sino hablando con Luke, que le estaba diciendo algo muy deprisa. Ella negó con la cabeza y sonrió, y a continuación se echó a reír. Mi bici estaba tirada en el sendero; Luke la señaló y siguió hablando, y Sarah volvió a hacer un gesto negativo. Entonces él añadió algo y ella asintió. Mi amigo se dirigió corriendo a su casa y desapareció de mi vista.

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