En junio de 1520 las previsiones de don Pánfilo se vinieron abajo cuando de improviso apareció Cortés con un reducido grupo de combatientes, los cuales, en una magistral operación de comandos, tomaron la pirámide en la que se refugiaba el jefe español, al que propinaron un golpe que le hizo perder un ojo, tras lo cual Pánfilo se rindió y con él toda su tropa, que gustosamente se pasó al bando de Cortés. Con los inesperados refuerzos el extremeño regresó a Tenochtitlán donde se encontró con una situación insostenible para sus intereses.
Al salir de la ciudad había dejado un grupo de soldados bajo el mando del capitán Pedro de Alvarado, quien con casi cien hombres debía resistir cualquier revuelta azteca contra ellos. Empero, Alvarado, sometido a la presión del momento, cometió la torpeza de confundir una fiesta tradicional con un intento de ataque sobre el palacio ocupado por las tropas hispanas. Era costumbre entre los aztecas reunirse cada mes para homenajear a sus dioses mostrando el poder de sus armas, además de lucir sus mejores galas. En las celebraciones siempre se efectuaba algún sacrificio humano y, Alvarado, intuyendo erróneamente que él podría ser forzoso protagonista de algún ritual de sangre, ordenó lanzar un ataque en toda regla contra los aztecas reunidos en la fiesta. El resultado fue centenares de nobles y sus familias muertos por el plomo y el acero de los españoles.
Culminada esta tragedia y con la ciudad envuelta por los deseos de venganza, apareció Cortés con su flamante ejército y no sin apuros logró llegar hasta las posiciones defendidas por la tropa de Alvarado. La tensión se mascaba en el ambiente, dejando ver que muy pronto los aztecas se revelarían contra ellos y, en ese caso, poco se podría hacer dada la superioridad numérica de los nativos. Cortés utilizó entonces un último recurso, obligando a Moctezuma a salir a una balconada del palacio para intentar aplacar el ánimo de sus gobernados. Sin embargo, éstos habían decidido otra cosa, y apedrearon hasta la muerte a ese jefe tan nefasto que había permitido tanta desgracia ocasionada por aquellos dioses fingidos.
La situación tras el magnicidio se volvió insostenible para los españoles acuartelados en Tenochtitlán, por lo que Cortés ordenó una discreta retirada a fin de evitar una más que segura tragedia. Corría el 30 de junio de 1520 y, a la madrugada siguiente, los españoles iban a conocer, muy a su pesar, la amargura de la derrota.
Hernán Cortés había dispuesto todo para una retirada honrosa de la ciudad. Sus indicaciones eran claras: cada hombre debía coger el peso del que fuese capaz manteniendo la disciplina en todo momento, a fin de facilitar una huida silenciosa bajo la protección de la oscuridad nocturna. Sin embargo, los soldados, dominados por la ambición y el miedo a morir, ocuparon sacos y correajes con lo rapiñado durante semanas, dejando incluso las armas abandonadas por acaparar más riquezas. El grupo se preparó para su salida de Tenochtitlán, pero la suerte que había acompañado a Cortés en su periplo le fue esquiva en esta ocasión, pues pronto los aztecas se percataron de lo que estaba sucediendo y con gritos de alarma avisaron al resto de un ejército furioso y ávido de venganza. Les dirigía Cuidahuac, nuevo jefe guerrero de los aztecas.
La fiereza con la que fueron atacados los españoles y sus aliados indios se resume en las escalofriantes cifras de bajas, con más de seiscientos muertos en las filas hispanas junto a varios miles de tlaxcaltecas. El propio Hernán Cortés recibió varias heridas, aun así, la mitad de los efectivos se pudo salvar gracias a la disciplina mantenida por la vanguardia de la expedición, aunque en la retaguardia fueron capturados más de cien españoles y sacrificados ritualmente al día siguiente. El 1 de julio de 1520 pasaría a la historia como «La noche triste».
Los supervivientes recibieron toda suerte de ataques en días sucesivos, hasta que, finalmente, Hernán Cortés decidió clavar su bandera en un lugar llamado Otumba; allí se iba a decidir el futuro de la conquista mexicana. Los españoles contaban con unos cuatrocientos efectivos apoyados por los valiosos tlaxcaltecas; frente a ellos treinta mil aztecas con la flor y nata de su nobleza y su nuevo caudillo Cuidahuac. El 7 de julio de 1520 las dos formaciones entraron en contacto conscientes de lo que se estaba jugando en tan decisivo momento. En medio de la ferocidad del combate Cortés y su caballería arremetieron contra el reducto donde se encontraban los estandartes aztecas. Durante unos minutos angustiosos los soldados españoles se abrieron paso a mandoble limpio y, fruto de esa bravura, consiguieron obtener las codiciadas telas. En ese momento cesó el ardor combativo de los méxicas iniciándose una desorganizada retirada por creer que el enemigo les había conquistado el espíritu que dominaba la batalla, representado en sus símbolos de guerra.
Otumba supuso el punto de inflexión en la epopeya de México. Tras la victoria insospechada de los españoles, sus aliados tlaxcaltecas les ofrecieron cuantiosos refuerzos para reemprender las acciones sistemáticas sobre Tenochtitlán. Pero en esta ocasión Cortés quiso preparar con todo detenimiento la toma de la capital azteca, pues aquella empresa ya no se trataba de una ensoñadora expedición de aventureros, sino un reto militar para conquistar nuevos territorios que dieran esplendor al reinado de Carlos I. De ese modo el singular extremeño asumía su lugar en la historia sin rehusar el compromiso de someter a un imperio que no estaba dispuesto a capitular sin combatir.
Durante días el ejército aliado se preparó a conciencia para la inminente ofensiva sobre Tenochtitlán: se repararon las armas de fuego, se afilaron las espadas y se limpiaron caballerías y armaduras. Cuando todo estuvo listo se dio la orden de iniciar la marcha con destino a la hermosa ciudad del lago y, una vez allí, Cortés mandó construir bergantines capaces de repeler cualquier agresión que viniera desde las canoas que custodiaban las diferentes calzadas y puentes que rodeaban la plaza.
El asedio se prolongó más de ochenta días y, como se podía presumir, en este tiempo los bravos aztecas resistieron con heroísmo todas las acometidas de aquel invasor que, no sólo atacaba con acero y fuego, sino también con terribles virus que los diezmaban. En efecto, sin pretenderlo, los españoles habían traído gripe, viruela y otras enfermedades víricas contra las que los nativos americanos no estaban inmunizados, por lo que una simple gripe común se convertía en un arma biológica de destrucción masiva. En el asedio a Tenochtitlán murieron miles de aztecas, la mayoría por viruela, el resto de hambre o en combate; además los españoles cortaron el suministro de agua potable a la ciudad, con lo que la catástrofe se acentuó.
La orgullosa capital azteca quedó en una absoluta ruina, incluso Cuidahuac murió a causa de la viruela. Tomó el testigo Cuauhtemoc, un joven de veintidós años, sobrino de Moctezuma, que poco pudo hacer para evitar el desastre; aun así, luchó ardorosamente hasta el final pero fue capturado cuando huía para organizar la resistencia. Cortés fue implacable con el último jefe azteca, y lo mandó ejecutar sin contemplaciones; con la muerte de Cuauhtemoc se agotaba la estirpe real de los aztecas, dando paso al dominio pleno por parte de los españoles. Con presteza, los vencedores comenzaron a reconstruir Tenochtitlán. Una de las primeras acciones arquitectónicas se centró en levantar una catedral sobre los cimientos del gran templo dedicado a los sacrificios humanos. La victoria sobre el pueblo azteca se consideró una enorme proeza que pronto fue recompensada en España por el rey Carlos I, quien reconoció la hazaña de Cortés asegurándole su gobierno en México, región que desde ahora se llamaría Nueva España. En 1523 se dio por concluida la campaña de conquista sobre el imperio azteca con el sojuzgamiento de los últimos focos rebeldes. En tan sólo dos años se había completado una de las epopeyas más impresionantes de la historia.
En los años que siguieron a la toma de Tenochtitlán, Hernán Cortés se tuvo que enfrentar a diversas situaciones de importancia diversa. Por un lado, consolidó los territorios recién tomados e importó de España colonos, ganado y semillas, mientras que por otro organizaba nuevas expediciones más allá de sus dominios. En ese sentido, envió a Occidente a sus capitanes Juan Álvarez Chico, Alonso de Ávalos y Gonzalo de Sandoval, a la vez que despachaba hacia el país de los zapotecas a su leal Pedro de Alvarado con propósitos de conquista.
Alvarado había nacido en Badajoz en 1486, en el seno de una familia de hidalgos empobrecidos; su padre pertenecía a la orden de Santiago, algo que el joven Pedro siempre llevó a gala.
Siendo poco más que un adolescente marchó a Sevilla, donde ganó fama de valiente alocado por sus exhibiciones de funámbulo. En 1510 viajó a La Española con ansias de aventura y un año más tarde participaba bajo las órdenes de Diego Velázquez en la conquista de Cuba, donde recibió una capitanía por sus eficaces servicios. Cuentan las crónicas que, envalentonado por el cargo y gallardo y orgulloso por carácter, se paseaba vestido con la capa de la orden de Santiago de su padre. En 1518 se unió a la expedición de Juan de Grijalva al mando de una carabela. De aquella incursión por Yucatán y México dejó su nombre a un río y fue el primero en regresar a Cuba repleto de tesoros.
En 1519 Hernán Cortés le dio el mando de las naves que saldrían un poco más tarde que las suyas, uniéndose todas en la isla Cozumel. Por la bravura demostrada en las batallas de Tabasco y Centia, Cortés le nombró su más directo lugarteniente. Como ya sabemos Alvarado fue protagonista de los sucesos que desembocaron en «La noche triste», pero su inconmovible lealtad a Cortés le procuró grandes beneficios, como la mayor encomienda recibida por capitán alguno en los nuevos territorios sometidos a la corona española.
Durante ese tiempo disfrutó del amor de Luisa de Tlaxcala, hija de un cacique de la región, con quien tuvo dos hijos. Las noticias de fabulosas riquezas al sur de México hicieron que Cortés nombrase a Alvarado teniente de gobernador de esos territorios enviándolo para su exploración y conquista. Penetró en Guatemala, donde libró duros combates con los indios quichés, zutujiles y panatacat. En julio de 1524 fundó la villa de Santiago de los Caballeros y siguió internándose en el interior de América Central. En apenas ocho meses había casi dominado parte del actual territorio de El Salvador y sus tribus, a las que sometió con una mezcla de diplomacia política, talento militar y crueldad extrema. En agosto de 1524 hubo de enfrentarse a la rebelión de los hasta entonces aliados indios cakchiqueles. Poco después, hostigado por nuevas rebeliones indígenas y requerido por Cortés, volvió a México, olvidando momentáneamente Guatemala y El Salvador, en donde toda su obra conquistadora sería casi destruida. En 1527 regresó a España para ser agasajado en la corte, concediéndosele el título de gobernador y capitán general de la provincia de Guatemala, cuya jurisdicción abarcaba Chiapas, Guatemala y El Salvador.
A punto de embarcarse de nuevo hacia las Indias se casó con Francisca de la Cueva, quien a duras penas resistió la travesía, y murió a los pocos días de llegar a Veracruz. Pero antes de ocupar su cargo, debió afrontar un juicio de residencia del que salió airoso, a pesar de los innumerables enemigos que su carácter y riqueza le granjeaban. En 1534, desde Guatemala organizó una flota de once barcos y más de seiscientos hombres con la intención de tomar Quito y apoderarse del norte de Perú. Enterado de ello Francisco Pizarro, envió contra él a sus dos mejores lugartenientes: Benalcázar y Almagro. Si bien antes de batallar por un territorio que no les pertenecería nunca, Almagro y Alvarado, hábiles y experimentados militares, llegaron a un acuerdo pacífico que les beneficiaba a ambos: por una elevada suma de dinero, Alvarado vendía la mayor parte de su ejército a Almagro y se retiraba a sus territorios centroamericanos. De nuevo en Guatemala, se centró en el gobierno y expansión de sus territorios, organizando expediciones a Honduras, donde fundó las villas de San Pedro de Sula y Gracias a Dios.
Inquieto y ambicioso, Alvarado volvió a España en 1537 para que le confirmasen como gobernador de Guatemala por siete años más y para solicitar licencia de exploración de las costas occidentales de México y las islas Molucas. Ese mismo año se casó con su cuñada Beatriz de la Cueva y embarcó hacia Guatemala.
En 1540, cuando estaba finalizando los preparativos para la expedición a las Molucas, el gobernador de Guadalajara, Cristóbal Oñate, le pidió ayuda para sofocar una sublevación de los indios palisqueños. Alvarado acudió en su auxilio, pero al retirarse con su tropa, tras la batalla de Nochistián, cayó con su caballo por un talud de tierra y quedó malherido. Se le trasladó a Guadalajara sin que se pudiera hacer nada por él, y murió el 4 de junio de 1541. Alvarado queda para la historia de América como el primer gobernador de las actuales Guatemala y El Salvador.
Cortés decidió algo parecido para otro de sus capitanes, don Cristóbal de Olid, a quien le encomendó la misión de conquistar Honduras, expedición que llegó a buen término, aunque Olid no era Alvarado y se rebeló desatendiendo cualquier autoridad de Cortés.
El extremeño, siempre terco, encabezó una expedición punitiva contra el sublevado. Sin embargo, poco se pudo hacer dado que a su llegada el sedicioso Olid ya había fallecido. Eran tiempos duros para todos, las fatigas, enfermedades y combates no permitían largas vidas a los pioneros del Nuevo Mundo. Muchos no resistieron las penalidades y murieron al poco de poner pie en la presunta tierra prometida.
Los nativos soportaron con estoicismo todo el mal que venía desde Oriente; Quetzalcóatl no había sido para ellos tan beneficioso y pacífico como anunciaban las profecías. No obstante, la gesta de Cortés alimentó la esperanza de miles de europeos muy necesitados de sueños alentadores. Sus exploraciones permitieron un mejor conocimiento de la geografía americana. Las diferentes expediciones dirigidas por él hacia la baja California constituyeron un notable avance que tendría magnífica repercusión años después. Empero, Cortés había realizado todo esto por su cuenta y riesgo, contraviniendo a la autoridad oficial, y por muchos bienes que el extremeño se empeñó en enviar a España, el rey Carlos I no podía consentir que un aventurero obtuviera cargos gubernativos en los territorios recién conquistados.
Pronto se enviaron a Nueva España algunos comisionados y visitadores que ajustaron cuentas con Hernán Cortés, el cual no comprendía cómo su rey le privaba de los honores que con tanta sangre había ganado. En 1528 las disputas con Antonio de Mendoza, primer virrey de México, le empujaron a viajar a España, buscando justicia en la corte de Carlos I. Al llegar fue recibido en Toledo como un héroe, incluso el propio monarca le concedió el título de marqués del Valle de Oaxaca, la posesión de algunas villas y el nombramiento de capitán general de Nueva España. Pero sólo eso, ya que Cortés no podía servir de ejemplo para otros aventureros dispuestos a iniciar diferentes guerras por su cuenta.