Con toda aquella flota, tripulada en esencia por una mayoría de oficiales, pilotos y marinos españoles a los que se sumaban un grupo de portugueses y algunos de diferentes nacionalidades, era mucho mejor de lo que Magallanes había aspirado en un principio. El rey Manuel I de Portugal se enteró, como es obvio, de lo que se estaba preparando en la ciudad del Guadalquivir y no tardó en intentar obstaculizar la empresa de su rebelde súbdito. Para ello se sirvió de Sebastián Álvarez, cónsul portugués en Sevilla y hombre astuto, capaz de sembrar la discordia donde antes crecía la absoluta confianza. La primera maniobra consistió en preguntar al rey Carlos si era verdad que retenía en España contra su voluntad a Magallanes y varios otros marineros portugueses. Asimismo el diplomático insinuó que, si había detenido a Magallanes, había hecho una buena cosa, pues un hombre que era desleal a su propia patria no tardaría en serlo con el país que le acogiera. Las siniestras aseveraciones del cónsul lograron su efecto, ya que el soberano español comenzó a tratar a Magallanes con cautela, restringiéndole el número de marineros portugueses que podía reclutar y nombrando a varios altos oficiales españoles para que le tuvieran sometido a estrecha vigilancia durante el viaje.
Con Magallanes, el sibilino difamador utilizó, sin embargo, una táctica diferente. Primero le urgió a salvar su honor mediante el regreso a Portugal, donde podía contar con el perdón del rey, a lo que el bravo navegante le replicó que prefería guardar fidelidad al rey Carlos. Viendo que esta estrategia no funcionaba, optó por la ironía, deseándole buena suerte y añadiendo que a buen seguro la necesitaría, pues el rey Carlos, insinuó, sospecharía sin duda de su lealtad y le rodearía de agentes que usurparían su autoridad con el menor pretexto. Sin perder la sonrisa, el cónsul portugués siguió mortificando a su enemigo con diferentes comentarios sobre los cinco barcos en que se proponía hacerse a la mar, pues, en su opinión, estaban tan decrépitos que él no se arriesgaría a hacer un viaje en ellos ni siquiera a Canarias. Magallanes no mostró ni un ápice de preocupación ante las palabras de Álvarez y despachó al cónsul con viento fresco, aunque sí conservó en su interior la sospecha de que pudieran usurparle su autoridad. En verdad, tal era el temor que tenía a un motín durante el viaje que no permitió nunca que nadie discutiera sus órdenes. De esta forma precipitó la rebeldía que se dio posteriormente en su tripulación. A pesar de las maquinaciones de Álvarez continuaron los preparativos del viaje.
El 10 de agosto de 1519 las cinco naos salieron de Sevilla rumbo a Sanlúcar de Barrameda, donde se incorporaron los capitanes de la expedición. El 20 de septiembre se dio la orden de zarpar rumbo a las Canarias, donde se realizó una parada técnica para reponer equipos, agua y carbón.
Uno de los miembros de la tripulación era un italiano llamado Antonio Pigafetta, que más tarde escribió una detallada narración del viaje. Al parecer, este cronista sentía admiración y respeto por Magallanes, del que llegó a escribir: «El capitán-general era hombre discreto y virtuoso… y no empezó su viaje sin establecer primero ciertas buenas y saludables ordenanzas».
Estas «ordenanzas» eran las siguientes: la nave almirante
Trinidad
debía abrir siempre marcha, mientras que las otras naves habían de seguirla a conveniente distancia, manteniendo siempre atenta vigilancia a la espera de señales procedentes del capitán general respecto a dar vela o amainarla, cambiar de rumbo… De noche debían hacerse en cada barco tres guardias y mantenerse la misma vigilancia de las señales que pudieran transmitirse de la nave almirante mediante destellos de linternas. El italiano expone por qué Magallanes, que nunca había cruzado el Atlántico, se empeñaba en llevar la cabecera a pesar de que algunos de los capitanes españoles tenían más experiencia: «Nunca explicó con claridad el viaje que iba a hacer por miedo de que sus hombres, asustados o temerosos, se negaran a acompañarle en tan largo viaje». Los oficiales españoles tuvieron que sentir que Magallanes no les diera su confianza, pues según reflejó Pigafetta, «los capitanes de los otros barcos no le querían. De esto no sé la razón, si no es la de ser él portugués, mientras que los otros eran españoles o castellanos».
Las primeras señales de que algo no iba bien se produjeron durante la travesía a Sudamérica, que duró diez semanas. En vez de tomar rumbo suroeste para cruzar el Atlántico, Magallanes costeó África hasta Sierra Leona antes de torcer al oeste. Esto no sólo alargó la distancia, sino que, por pura mala suerte, llevó la flota a una zona de condiciones climatológicas excepcionalmente adversas. Un día, el capitán de la
San Antonio
preguntó a Magallanes por qué seguían rumbo tan extraño, a lo que Magallanes, oliéndose un intento de motín, replicó que nadie podía discutir sus decisiones. Pocos días más tarde, convocó a todos los capitanes a bordo de la
Trinidad
para celebrar una reunión. De nuevo el responsable de la
San Antonio
hizo la misma pregunta y como Magallanes se negó altivamente a dar respuesta, el capitán declaró que él no estaba dispuesto a prestar incondicional obediencia a órdenes sin aclarar por el jefe de la flota. Esto enfureció a Magallanes, quien mandó arrestar al capitán dándole a otro oficial el mando de su nave. El incidente no pasó a mayores y la escuadra prosiguió la navegación.
Los barcos surcaban ahora las aguas del Atlántico sur y Pigafetta registró con asombro el espectáculo de tiburones de terribles dientes, que devoraban hombres, muertos o vivos, y el fenómeno eléctrico conocido como fuego de San Telmo, que aparecía en forma de llamas en torno al palo mayor de la
Trinidad
durante las tormentas tropicales. El 15 de diciembre, la flota llegó a la bahía de Río de Janeiro, que caía en territorio de dominio portugués, aunque los lusos no habían establecido todavía allí una colonia, por lo que no había peligro de fondear en el puerto. Después de su largo viaje, Magallanes concedió a sus hombres dos semanas de descanso, que éstos aprovecharon para descansar y divertirse un poco. Además encontraron a los nativos muy amables y deseosos de hacer comercio de trueque. Pigafetta escribió que por un aparejo de pesca daban cinco o seis aves de corral y por un espejo una cantidad suficiente de pescado para que comieran diez hombres.
El día de Navidad continuaban los barcos fondeados en la bahía y Magallanes ya sabía que, cuanto más al sur navegaran, menos horas de luz solar tendrían cada día, por lo que ansioso de no perder más tiempo, dio la orden de hacerse a la vela el 26 de diciembre. Después de dos semanas, los cinco barcos llegaron al cabo de Santa María, en la costa sureste del actual Uruguay. Doblaron el cabo en medio de una tormenta y se encontraron en la relativa calma del estuario del río de la Plata.
Los siguientes veintitrés días debieron de ser amargamente descorazonadores para Magallanes. Remontando el estuario rumbo oeste, la flota buscó sin descanso —pero sin éxito— un paso hacia el Pacífico. A buen seguro que el verdadero estrecho no podía estar muy lejos. Magallanes decidió seguir adelante mientras la estación no estuviera muy avanzada. La flota siguió navegando hacia el sur, por tanto, siempre al acecho de un entrante que pudiera resultar el estrecho que buscaban.
A finales de febrero, un poco más al sur de la latitud 40° S, advirtieron que la costa doblaba bruscamente hacia el oeste. Allí se encontraría tal vez el estrecho. Pero no, simplemente habían entrado en el golfo de San Matías, a un cuarto de camino en la costa de la actual Argentina. Con inflexible tenacidad continuó la flota costeando en dirección sur durante más de un mes, mientras los días se hacían cada vez más cortos, la tierra que veían cada vez más desnuda y la temperatura cada vez más fría.
Según iba pasando el mes de marzo, aun los optimistas no tenían más remedio que admitir que el invierno se estaba echando encima y todavía no se veía asomo de estrecho alguno, por lo que continuar la búsqueda significaba enfrentarse al empeoramiento de las condiciones climatológicas. El 31 de marzo, cerca de la latitud 50° S, los cinco barcos entraron en un puerto abrigado, puerto San Julián, y en contra de sus verdaderos deseos, Magallanes decidió pasar allí el invierno. Como la costa era árida e inhóspita, hubo que racionar los alimentos para hacer que duraran, pero el capitán general no vio otra alternativa que la de esperar hasta que volviera el buen tiempo.
Por su parte, los capitanes españoles ya habían renunciado a toda esperanza de llegar a las Molucas, mientras que la tripulación ardía en deseos de regresar sin más a la patria. Pero el inconmovible Magallanes no quería bajo ningún concepto perder aquella oportunidad única, por lo que jamás se planteó la posibilidad de regresar a España con el traje del fracaso. Así que, a pesar de la oposición de la gente a su proyecto, empezó a hacer los preparativos para invernar en puerto San Julián, lo que desembocó en el inevitable motín de las tripulaciones. Pigafetta señala como inductor del mismo a Juan de Cartagena, jefe de la flota, con la complicidad de muchos de los primeros oficiales, quienes «… conspiraban alevosamente contra el capitán-general, al que se proponían dar muerte». Magallanes se enteró de la sedición a tiempo y acabó con ella de una manera tan súbita como terrible: «Cartagena… fue dejado con un sacerdote… en ese país llamado Patagonia» y los otros cabecillas de la conspiración fueron ejecutados y descuartizados.
No obstante, a juzgar por las normas a la sazón imperantes, Magallanes no fue duro en demasía. Gran parte de la tripulación se había visto implicada en el motín y Magallanes sólo castigó a unos pocos perdonando al resto. Así pues, los marineros decidieron al fin acatar la autoridad de Magallanes y durante casi cinco meses, en los que algunos perecieron de frío, la expedición permaneció en puerto San Julián. Lo único que rompía de vez en cuando la tediosa monotonía eran las visitas ocasionales que les hacían los indígenas de la región, a los que, por razón de su gigantesca estatura, los españoles dieron el nombre de «patagones», lo que significa «grandes pies».
De finales de junio en adelante, las noches empezaron a hacerse cada vez más cortas y poco a poco, según el sol del mediodía subía más alto, fue remitiendo el frío. Magallanes, deseoso de zarpar, despachó a la nao
Santiago
hacia el sur con la orden de buscar el estrecho y volver con las nuevas. Pasaban los días y el barco no regresaba. Finalmente, tras algunas jornadas carentes de sosiego, los centinelas vieron cómo dos hombres exhaustos avanzaban por la orilla hacia ellos; eran tripulantes de la malograda
Santiago
. Un repentino golpe de viento había hecho naufragar a la nave cerca de río de Santa Cruz, a unas setenta millas costa abajo. No era posible reparar el barco y estos supervivientes habían sido enviados por tierra en busca de socorro para la tripulación embarrancada. El rescate de los hombres del
Santiago
llevó tiempo. Hasta finales de agosto no pudo la flota zarpar de puerto San Julián y hasta mediados de octubre no pudieron dejar atrás el río de Santa Cruz.
Tan sólo tres días más tarde llegaron al cabo Vírgenes, donde se abría hacia el oeste lo que parecía ser un estrecho. Este resultó, en efecto, el paso a cuya busca había salido Magallanes tantos meses atrás. Por ignorancia había perdido un invierno entero a sólo trescientas millas del estrecho. La mala suerte iba a seguir acompañándoles. Este estrecho, entre el continente y Tierra del Fuego, la gran isla que corre al sur del mismo, se parecía a uno de esos fiordos noruegos flanqueados de montañas. En la maraña de vueltas y revueltas, se dividía a menudo en dos canales, de los que uno corría hacia el norte y otro hacia el sur. Empezaban a escasear las provisiones y Magallanes no podía perder todo el tiempo de la flota en la tarea de explorar cada uno de los canales. Llegó un momento, por tanto, en que decidió dividir la escuadra en dos: las naos
Trinidad
y
Victoria
seguirían un canal, mientras que la
San Antonio
y la
Concepción
seguirían otro.
Unos días más tarde se acercó a toda prisa la
Concepción
a la
Trinidad
y la
Victoria
con la buena noticia de que el canal que había seguido llevaba casi con seguridad al Pacífico. Pero la
San Antonio
había desaparecido. ¿Dónde estaba? Los temores de Magallanes se confirmaron. En efecto, el barco había desertado y navegaba capitaneado por el piloto Esteban Gómez hacia España a todo trapo, con un informe peyorativo sobre la conducta de Magallanes, que, según alegaba la tripulación, había provocado un motín justificado. Este mismo buque protagonizó meses antes en una exploración el descubrimiento de las islas Malvinas a las que el capitán Álvaro de Mesquita bautizó como archipiélago de San Sansón, si bien en cartografías posteriores se perdió el San. Pero, lejos de lo que la
San Antonio
y sus tripulantes pudieran contar en España, Magallanes enfiló proa hacia la gloria.
Por fin el 28 de noviembre de 1520 los tres barcos que quedaban dejaron atrás lo que se llamaría en el futuro estrecho de Magallanes, para adentrarse en la inmensidad del Pacífico. Al hacerlo, los tres barcos dispararon salvas y el capitán general lloró de alegría. Magallanes había encontrado el paso que por el oeste llevaba a Oriente. Cuanto quedaba ahora era seguir en dirección noroeste sin perder rumbo hasta llegar a las Molucas. No pensaba en lo inmensamente larga que iba a ser la travesía. Durante casi dos meses navegaron sin avistar tierra. Las provisiones menguaban paulatinamente hasta convertirse en nada, la poca agua disponible se transformó en pútrida y los hombres se vieron abocados a comer cuanto caía en sus manos: cuero, galletas corruptas, serrín y hasta ratas; pero incluso los roedores, ahora manjares, escaseaban tanto que se subastaban al mejor postor. El escorbuto empezó a hacer estragos y murieron muchos hombres. Finalmente, el 24 de enero de 1521, divisaron una isla, a la que Magallanes puso el nombre de San Pablo. Pero, al encontrarla estéril y deshabitada, la flota no tuvo más remedio que seguir adelante.
Una segunda isla, que avistaron el 3 de febrero, estaba también desnuda. Luego, tras la lenta agonía de un mes, la escuadra llegó a unas islas habitadas cerca de Guam —unas mil setecientas millas al noreste de las Molucas—. Aquí echaron anclas las maltrechas naves y aunque los nativos se mostraron en principio amables, no tardaron en robar a los españoles cuanto pudieron. El hecho provocó que Magallanes bautizara aquellas islas como de los Ladrones. En venganza por la pérdida de sus cosas, los hambrientos marineros se abalanzaron sobre las chozas indígenas y arramblaron con cuantos alimentos pudieron. El 9 de marzo, recobrada en parte la salud de sus hombres, Magallanes se hizo a la vela una vez más rumbo oeste y llegó a la isla de Samar, en las Filipinas. Aquí dio a la tripulación otro descanso de dos semanas antes de ponerse a comerciar y predicar el cristianismo en las islas próximas. A primeros de abril llegaban a Filipinas, donde, después de negociar con los indígenas, convirtió al jefezuelo local al cristianismo, prometiéndole que si tenía enemigos, él los aplastaría. El hombre contestó que, efectivamente, los tenía en la cercana isla de Mactán. Magallanes, fiel a su palabra, partió con un destacamento de hombres para darles batalla. El encuentro que tuvo lugar entre los europeos y los isleños de Mactán fue una lucha en la que se servían de flechas, lucha en la que el propio Magallanes perdió la vida. Este episodio está narrado por Pigafetta, que lo describe como sigue: