Pachacuti no era solamente la cabeza del Estado, sino que, como emperador inca descendiente directo del Dios Sol, era reconocido por el pueblo como deidad viviente. Cualquier deseo suyo era ley. Hasta los nobles de más categoría se presentaban ante él únicamente después de haber dado muestras de gran humildad, con la cabeza inclinada y llevando a su espalda el «hato» simbólico del obrero.
Los mayas y los aztecas alcanzaron un alto nivel intelectual. Los incas, por el contrario, preferían construir casas, palacios, ciudades, caminos, puentes, canales de riego y terrazas para la agricultura. Y si bien la religión formaba parte de su vida diaria, no la controlaba. Por ejemplo, los rituales de sacrificios humanos que con tanta insistencia practicaban los aztecas, los incas ni siquiera los consideraban por pensar que una vida humana era mucho más útil construyendo casas que alimentando a los dioses. No hay duda de que los incas fueron maestros en la construcción del Nuevo Mundo. Fue característica de sus edificaciones una sencillez maciza pero dotada de maravillosas proporciones. El único adorno exterior era el revestimiento circunstancial, por lo que el conjunto resultaba monótono y pesado. Sus arquitectos ideaban construcciones cuyos muros, en lugar de ser verticales, se inclinaban hacia su interior. Las superficies planas se rompían en aberturas ligeramente trapezoidales y con nichos que se estrechaban en su parte superior. La firme unión de los bloques gigantescos producía un efecto de gran contraste entre luz y sombra, lo cual se conseguía por las líneas de las juntas de unión y la masa especial empleada. Este resultado era no solamente decorativo, sino hábil y práctico. No en vano dichas estructuras han soportado durante siglos el implacable azote de los terremotos, muy frecuentes en la zona.
Pachacuti encomendó a su hijo Topa Inca todo lo relativo a las campañas guerreras, mientras él se dedicó los últimos años de su vida a velar por el buen estado de la monumentalidad de su reino. Si Pachacuti fue constructor, su hijo y sucesor en el trono, Topa Inca, ensanchó los límites del imperio. En su avance hacia el norte a las tierras altas de Cuzco a Ecuador, derrotó al poderoso reino de Quito, con el único y momentáneo obstáculo de la tribu chimú, etnia ubicada en el norte de Perú y a la que no pudo vencer hasta bien avanzado el tiempo.
El modelo inca de conquista comenzó a tener unas características propias. En primer lugar, cuando se preveía que ciertos territorios podían ser beneficiosos al imperio, se iniciaba la captación con un acercamiento diplomático. Si las conversaciones o la presencia de la amenaza guerrera de gran superioridad no bastaban para persuadir, comenzaban las hostilidades. Por lo general, las fuerzas contrarias quedaban deshechas, y las tropas incas se acuartelaban en el territorio recién asimilado. Inmediatamente tras la victoria, llegaban los equipos que trasladaban a otras tierras a la mayoría de los vencidos, imponiéndose al resto la obligación de aprender la lengua quechua —idioma oficial de los incas—. Si el pueblo conquistado aceptaba las reglas, se le concedía la facultad de conservar algunos de sus jefes, aunque siempre bajo la supervisión de los invasores en todos los asuntos económicos y religiosos. Pero, si mantenían la rebeldía, se deportaba a toda la tribu a un territorio más seguro, dando paso a otros pueblos aliados, que ocupaban el lugar.
Acaso el principal éxito que impulsó a los incas por buena parte del sur de América fue la creación de un prodigioso sistema de comunicaciones, basado en una vasta red de caminos rápidos, que permitieron una celeridad extrema en sus operaciones militares. Conforme fue creciendo la extensión del imperio, se hizo cada vez más importante el poder desplegar con la máxima urgencia grandes contingentes de ejército. De ese modo pudieron cruzar el desierto, los ríos, las alturas andinas superiores a tres mil metros. En definitiva, miles de kilómetros de caminos y calzadas, entre las que sobresalía el llamado Camino del Inca, que cubría más de cuatro mil quinientos kilómetros a lo largo de la cadena de montañas, en dirección sur, o el camino del desierto costero, paralelo a las montañas, que tenía una longitud similar al anterior. Estas dos grandes vías estaban enlazadas por numerosos caminos laterales. Se construyeron puentes, suspendidos de cuerdas o apoyados en pontones (botes de quilla plana), por encima de marismas, precipicios y otros obstáculos. Los puentes más famosos tenían una luz de cincuenta metros en las gargantas del río Apurimac. Colgando de cuerdas de suspensión tan gruesas como el cuerpo de una persona, este puente permaneció en uso desde el tiempo de su construcción por los incas, hacia el 1350, hasta el año 1880.
A lo largo de estas rutas principales, y a intervalos de veinte a treinta kilómetros, según el terreno, existían los tampus o tambos de descanso. Estas zonas proporcionaban una inestimable ayuda logística en los desplazamientos de los ejércitos expedicionarios, pues en ellas se almacenaban armas y alimentos —principalmente llama desecada y patatas deshidratadas—. Cada cinco kilómetros se relevaban los correos al servicio del aparato de dominio. Estos enlaces, en cualquier terreno, llegaban a completar casi dos kilómetros en poco más de diez minutos. Era, en todo caso, un bien entrenado sistema de relevos humanos que podían cubrir unos doscientos setenta y cinco kilómetros al día.
Al carecer de escritura, los incas se transmitían los datos de forma oral, y este sistema se reforzaba gracias al quipu, un método consistente en una cuerda principal de la cual colgaban varios cordones más pequeños, a veces de colores diferentes. La posición de los nudos hechos en los cordones indicaba el número de un determinado objeto, basado en el sistema decimal. Los cordones significaban diferentes artículos, incluso la forma en que estaba retorcido el hilo o cómo estaba hecho el nudo tenía su interpretación especial. Se decía por algunos que con este procedimiento se podían incluso comunicar ideas abstractas. Existían lectores jurados de quipu —los mejores de entre éstos necesitaban toda una vida para familiarizarse con la técnica— que podían catalogar todo el inventario de una provincia, desde la última cabeza de llama hasta la última medida de maíz. Estos archivos de datos los utilizaban los quipus en sus recitados de la historia inca, versión oficial que camufló la existencia de las primeras culturas en el Perú.
En 1493, cuando Huayna Cápac sucedió a su padre, Topa Inca, su trono gobernaba vastos dominios poblados por una sociedad intensamente agrícola. En el estrato más bajo se encontraban los granjeros, que constituían el mayor grupo de población. Su vida estaba organizada, desde el nacimiento hasta la muerte, por medio de una serie de supervisores que controlaban familia, pueblo, tribu, provincia, región y nación. El peruano fue el granjero más ingenioso y científico del mundo antiguo. Empleó muchos métodos, tales como el cultivo en las montañas valiéndose de terrazas, irrigación y abonos, transformando en fértiles terrenos situados a imponentes alturas. En las altiplanicies se dedicó a la cría de ganado, como la llama y la alpaca. Allí donde no se podían cultivar cosechas de maíz y otras similares, debido a la excesiva altitud del terreno, se sembraron patatas, quinoa (cereal) y otros vegetales. Algunas plantas con propiedades medicinales, como la quinina y la cocaína, que hoy en día se emplean como medicamentos, también tuvieron su origen en Perú. La tierra era propiedad del Estado, pero se arrendaba a los particulares bajo forma de préstamo, según fuesen las necesidades de cada uno. Todo ciudadano estaba obligado a entregar un tercio de sus cosechas al Inca, otro tercio al estamento religioso, quedando el tercio restante para sus propias necesidades. Asimismo, existía una especie de justicia social que se ocupaba de alimentar a niños, ancianos y enfermos y que cubría además todas sus necesidades esenciales. En el Estado inca la propiedad privada no existía y el robo era un crimen que se castigaba con la pena de muerte. La implicación del individuo sometido al dominio religioso era, en su conjunto, algo que estaba en la esencia de la vida inca. La distancia que había entre la gente privilegiada y la común era muy grande, aunque, como ya hemos dicho, nadie pasaba hambre en un reino en el que todos estaban obligados a formar parte de la fuerza militar cuando fuese necesario.
En 1525 los incas se encontraron con el primer hombre blanco, hecho que aconteció cuando los indios chiriguanos atacaron a una avanzadilla inca situada en el sur. El ataque chiriguano estaba dirigido por Alejo García, un español que había naufragado en la costa de Brasil; García murió antes de que pudiese transmitir a otros europeos las noticias que tenía sobre el fabuloso imperio. Dos años más tarde, un Huayna Cápac enfermo quedó ciertamente preocupado por las nuevas que recibió sobre el avistamiento de hombres blancos que navegaban frente a la costa de Tumbes, una ciudad en la parte norte de su reino. Pero tales seres se marcharon del lugar sin que se le diera mayor importancia al suceso. Y es que, aunque parezca mentira, ninguna noticia había llegado al Perú acerca de las actuaciones de los españoles en los países más al norte, a pesar de que Colón había alcanzado el Nuevo Mundo en 1492, es decir, treinta y cinco años atrás.
El emperador Huayna Cápac sentía una gran inclinación hacia el norte de sus dominios, donde se asentaba la capital, Quito; incluso se llegó a casar con una princesa del anterior reino que gobernara aquella extensión. Finalmente, decidió romper la tradición y dejó cuatro quintos de su inmenso e incontrolado imperio al príncipe Huáscar, su heredero legítimo, hijo de su esposa principal (su hermana). El resto del imperio norteño lo cedió al príncipe Atahualpa, hijo habido con la princesa de Quito. Con esta inesperada decisión se produjo un cisma de imprevisibles consecuencias, pues se transgredió la norma inviolable que regía la sucesión divina del Inca.
No es de extrañar, por tanto, que, tras su muerte en 1527, estallara una guerra civil entre los dos hermanastros, los cuales ambicionaban el dominio total del imperio inca. Esta contienda fratricida se extendió hasta 1532. Atahualpa, asistido por el ejército de Huayna Cápac, y con los generales a su favor, derrotó a Huáscar antes de ser herido en una pierna y retirarse a Cajamarca, un balneario de aguas sulfurosas en las altiplanicies peruanas centrales, mientras su hermano se mantenía en Cuzco. Fue entonces cuando llegaron noticias a Atahualpa sobre la presencia de hombres blancos en sus dominios. Era la expedición del extremeño Francisco Pizarro, que avanzaba sin oposición por el Tahuantinsuyo, nombre por el que los incas conocían su imperio. Habían llegado momento y lugar para el choque entre dos culturas, tal y como había ocurrido años antes en los territorios de Nueva España. ¿Sería capaz aquel puñado de hombres —menos de doscientos españoles y sin ayuda indígena— de someter al imperio más poderoso de América?
El imperio de los incas, con capital en Cuzco, nunca tuvo un nombre determinado. Tahuantinsuyo no significó jamás «los cuatro estados unidos», ni «unión de las cuatro regiones». Porque la voz
suyo
no equivale a región o estado, sino a «surcos»; los cuatro
suyos
son los cuatro puntos cardinales. Esto significaba Tahuantinsuyo o el Mundo, del cual el Inca se consideraba señor desde su capital, Cuzco, centro del mundo.
Este magno imperio, como el lector puede suponer, no cayó por el vigoroso esfuerzo de unas decenas de soldados españoles que disparaban sus arcabuces o esgrimían sus espadas, más bien debemos decir que el derrumbe de los incas se encuentra en causas más profundas que ya venimos apuntando y que se deben enmarcar en diferentes procesos de crisis sociales que acabaron, una vez decapitada la casta dominante, con toda la estructura de un imperio cimentado sobre pies de barro. Tengamos en cuenta que los incas se extendieron rápidamente en zonas a las que jamás llegaron a dominar por completo, por lo que innumerables tribus, aunque en principio conquistadas, no tardaron en zafarse del poder invasor una vez éste se vio inmerso en la grave crisis política que desembocó en el conflicto civil.
A esto debemos añadir la debilidad manifiesta de las castas gobernantes en el momento en que llegó Pizarro. Por un lado, los orejones, grandes militares cuyas filas habían sido diezmadas en la guerra y que terminaron por desmembrarse al no contar con un liderazgo claro que les dirigiese en la lucha contra el invasor blanco. Por otro, una suerte de nobles abandonados a la molicie, con el único objetivo de seguir exprimiendo a las oprimidas clases obreras. En consecuencia, el astuto Pizarro, percatado de estas circunstancias, no tuvo más que abonar el campo de la discordia entre sus enemigos para recoger en tiempo récord el fruto de la victoria.
Después de cinco meses en San Miguel, y sin esperar los auxilios que debía traer Almagro, salió Pizarro hacia Cajamarca el 24 de septiembre de 1532. Dejó en la plaza una pequeña guarnición, que debía servirle como base de aprovisionamiento, enlace con Panamá y refugio en caso de peligro. El reducido ejército del extremeño con el que pretendía conquistar el imperio más grande de América constaba de cien infantes y setenta y siete de caballería, con los que avanzó hacia el núcleo de los incas. En vanguardia se situaron cuarenta jinetes dirigidos por Hernando de Soto, con la misión de ser la patrulla de exploración que sirviera de constantes noticias al resto del grupo. Tras un incidente en la localidad de Caxas en el que los hombres de Soto trabaron ayuntamiento carnal forzoso con las denominadas Vírgenes del Sol, la expedición española llegó al fin a las inmediaciones de Caja-marca, lugar en el que se encontraba descansando Atahualpa. Como si fuese un fiel reflejo de la aventura de Hernán Cortés, durante días los emisarios de uno y otro bando intercambiaron mensajes de amistad y buenos propósitos, con regalos que iban y venían para alborozo de los destinatarios. A nadie se le escapa que estas tretas fingidas no engañaron ni a los españoles ni a los autóctonos, pues unos y otros pensaban en liquidar a su oponente.
Al cabo de un tiempo Atahualpa tomó la iniciativa y envió a Pizarro unas aves degolladas y cubiertas de lana. El mensaje era claro: si los españoles no abandonaban la zona, correrían la misma suerte que las volátiles, si bien, a instancias de sus asesores, no ordenó de momento ningún ataque masivo sobre los blancos, más movido por la curiosidad hacia ellos que por otra cosa. Esto fue a la postre lo que le perdió, pues permitió a su enemigo acercarse al epicentro de su poder lo suficiente como para asestarle un golpe definitivo.