El plan de Pizarro consistía en caer sobre el Cápac-Inca, personificación de todo el imperio y única manera de anular a los cuarenta mil guerreros que lo rodeaban. Atahualpa, por su parte, pensaba dejarles entrar por los pasos de la sierra para prenderlos y sacrificarlos. Pero el intento le salió torcido, como luego él mismo comentó riendo. La marcha quijotesca de la tropa, interrumpida en las cercanías de Cajamarca, continuó. Y un viernes por la tarde, 15 de noviembre de 1532, las huestes españolas entraban en Cajamarca escuálidas y fatigadas, en medio de un silencio cargado de hostilidad y presagios funestos.
Sin pérdida de tiempo, Pizarro adelantó a Hernando de Soto hasta el real de Atahualpa, situado a una legua de la ciudad. Más tarde le siguió Hernando Pizarro con otra hueste. Los dos capitanes se entrevistaron con Atahualpa sin mayores resultados, aunque De Soto protagonizó una escena ante los indígenas realizando cabriolas con su caballo y acercando el equino hasta escasos centímetros de Atahualpa, lo que provocó que muchos hombres de su guardia retrocedieran sobrecogidos por el miedo, ya que era la primera vez que contemplaban un animal de estas características. El emperador no se inmutó ante la exhibición ecuestre, pero sí en cambio ordenó ejecutar a todos aquellos que mostraron temor ante las brillantes maniobras del español.
En cualquier caso, a estas alturas ya se intuía que el enfrentamiento era algo inevitable. En el campamento de Pizarro se celebró un consejo de guerra para estudiar la estrategia a desarrollar en días sucesivos. Las conclusiones a las que se llegaron fueron rotundas. Los españoles no se moverían del lugar por muy siniestras que fuesen las intenciones del emperador inca, por lo que se diseñó la siguiente táctica: cuando Atahualpa entrara en la plaza de Cajamarca, sería recibido por Pizarro vestido de gala y con toda ceremonia. Ya entre los españoles, se le rogaría que ordenara a sus tropas que efectuaran la retirada para evitar la lucha y, previendo una posible resistencia del preboste indígena, se repartió la hueste de modo que ocho hombres de a pie se situaran en cada una de las diez bocacalles que daban a la plaza principal de Cajamarca. Asimismo tres escuadrones de caballería, bajo los mandos de Hernando Pizarro, Hernando de Soto y Belalcázar, quedarían dispuestos para efectuar una hipotética incursión en la ciudad si fuese necesario.
El propio Pizarro, con veinticuatro hombres escogidos, se situó en la fortaleza de la ciudad, mientras el artillero Pedro de Candía quedaba al frente de los falconetes. De esa guisa quedó la tropa española a expensas de los mensajes que pudieran enviar los nativos. Al fin Atahualpa se pronunció, anunciando para el día siguiente su llegada a Cajamarca escoltado por una comitiva armada, al igual que los españoles habían ido armados a su palacio.
Aquella noche los españoles poco pudieron dormir viendo cómo las antorchas de miles de guerreros se acercaban hasta sus bastiones sin que pudiesen hacer nada por evitarlo. Al mediodía siguiente, Atahualpa se acercó con parsimonia a la ciudad, llevado por sus nobles en una litera de oro. Sus servidores iban barriendo el suelo por donde tenía que pasar. El emperador acudía a ver a Pizarro, a quien quiso también impresionar con el despliegue de sus hombres y la solemnidad de su marcha. El extremeño estaba preocupado por la inmensa fuerza de Atahualpa —según había sido informado, contaba con unos cuarenta mil guerreros—, pero, por otra parte, iba a tener a éste al alcance de su espada, así que decidió esperar. Los soldados estaban prestos a resolver cualquier contingencia desde las posiciones tomadas previamente en la ciudad, mientras Candía, con la pequeña pieza artillera, se colocaba en lo alto, para efectuar un disparo en caso necesario. Ésa era la señal convenida que haría salir a los españoles escondidos en las edificaciones que rodeaban la plaza, para lanzarse inmediatamente sobre quienes estuviesen cercanos al emperador. Se eligieron veinte hombres con la misión de apresar al Inca sin causarle daño alguno y con la pretensión de hacer huir a su guardia personal, integrada por unos cuatro mil efectivos. Este plan parecía descabellado, pero la convicción de Pizarro y los suyos era tal que nadie osó discutir las órdenes.
El 16 de noviembre de 1532 se produjo la acompasada y solemne entrada de Atahualpa en Cajamarca, aunque la comitiva inca quedó sorprendida al no ver más que al modesto padre Valverde, quien, con dos acompañantes, les esperaban en medio de la plaza principal para leerles el «requerimiento», documento en el que se daba cuenta de la dominación que el Papa estableció sobre las Indias. Éste era el instrumento jurídico que pedía el reconocimiento a los reyes de España y la libre predicación del Evangelio. Pero Atahualpa, como es lógico, no entendió nada y, al demandar al sacerdote el libro que tenía —los Evangelios—, lo arrojó al suelo despectivamente, lo que alarmó al religioso e hizo que Candía diera la señal de alarma. De inmediato, el plan de Pizarro se activó y soldados y jinetes cargaron sobre el séquito del Inca, abriéndose paso a mandobles y disparos sobre los indios. Así, mientras unos murieron por el ataque repentino, otros se aplastaron en la huida. La violenta refriega concluyó en apenas treinta minutos.
Atahualpa fue hecho prisionero y su guardia personal había sido muerta o dispersada. Uno de los que tomó parte en la batalla comentó posteriormente: «Como los indios estaban descuidados, fueron derrotados sin que ningún cristiano hubiese corrido peligro». La otrora orgullosa procesión real, adornada con oro, joyas y plumas, quedó reducida a un revoltijo de cuerpos cubiertos de sangre. No obstante, el emperador, ahora bajo guardia española, quedó autorizado a rodearse de su corte. Pero Atahualpa cometió la imprudencia de enviar algunos mensajes secretos con el propósito de asesinar a su hermanastro Huáscar, a fin de evitar la proclamación de éste como nuevo emperador. Asimismo, ordenó al resto de sus tropas que rodeasen Cajamarca para liberarle, mientras tanto, él ganaría tiempo prometiendo a Pizarro cubrir de oro la estancia en la que se encontraba prisionero a cambio de su puesta en libertad. El extremeño accedió permitiendo que los súbditos del Inca acarreasen tesoros hasta Cajamarca con el propósito de cumplir la magnífica promesa del mandatario real.
En febrero de 1533, cuando Almagro llegó a Cajamarca con muchos refuerzos, ya Atahualpa llevaba tres meses prisionero. El emperador inca había cumplido su compromiso en el trato: la habitación se había llenado con un tesoro de oro que se puede estimar en seis millones de euros. En esas fechas creció el temor sobre un presunto ataque de los ejércitos incas, pues llegaban noticias acerca de una posible reorganización de dichas tropas en el sur del imperio. Ante estos rumores los españoles solicitaron a su jefe que ejecutara al emperador, ya que así terminaría la amenaza de la rebelión. Hernando de Soto y el propio hermano de Pizarro protestaron contra dicha solución tan flagrantemente deshonrosa.
Conforme fueron pasando los días, la tensión creció y muchos hombres deslumbrados con las riquezas acumuladas no se resignaban a perder la oportunidad de hacerse con una parte del botín, que perderían si el ataque de los ejércitos incas se producía. Pizarro quiso saber de primera mano lo que realmente estaba ocurriendo y, con tal motivo, despachó al capitán De Soto hacia el Cuzco para averiguar la verdad. Sin embargo, esta medida no causó el efecto deseado y tanto oficiales como soldados siguieron pidiendo a Pizarro la ejecución de Atahualpa, a fin de acabar con su amenaza. Ante esta insistencia el extremeño accedió a que se celebrase un juicio. El jefe inca fue en él acusado de haber hecho asesinar a su hermano Huáscar y de «traición», al tratar de reclutar fuerzas para dar muerte a los españoles. Por mucho que Atahualpa negara estas acusaciones, otras nuevas se le plantearon, tales como incesto (el matrimonio legal, reconocido, con su hermana), usurpación del trono inca y cualquier otra cosa que a los fiscales se les antojara.
La corte de justicia se reunió el 29 de agosto de 1533 y encontró culpable de todos los cargos al atónito Atahualpa, quien fue sentenciado a la pena de ser quemado en la hoguera, cual hereje de una religión que nunca llegó a conocer. Aunque, justo antes de la ejecución, la sentencia fue conmutada por la de muerte a garrote. Supongo que Pizarro debió de entender que era una forma de morir más digna para un emperador.
Tras la ejecución de Atahualpa, cuatrocientos ochenta españoles emprendieron marcha hacia Cuzco, fundaron de paso villas como Jauja y coronaron a emperadores como Manco Inca, quien se sumó a la expedición que entró en la capital el 15 de noviembre de 1533. La magnífica urbe inca fue convertida, por refundación en marzo de 1534, en ciudad española, con cabildo propio y regidores. Los templos fueron transformados en iglesias, aunque se toleró el culto tradicional. En algunos edificios los españoles encontraron chapas de plata de siete metros de longitud. Sin embargo, a pesar de la libertad de culto, las momias sagradas de los primeros emperadores incas desaparecieron por ocultación de los sacerdotes.
Los españoles, desde luego, no se encontraban por el momento en situación de reestructurar aquel inabarcable imperio precolombino y se ocuparon, eso sí, de localizar cuantos tesoros pudieron ante los asombrados ojos de los autóctonos. Se creó así una situación anómala, pues con el dominio español subsistió el régimen incaico, hasta el extremo de que Manco —el nuevo dirigente inca— llegó a reclamar a Pizarro su plena competencia, al ver que el conquistador renunciaba a instalarse en el Cuzco para dirigirse hacia la llanura costera. Pero, mientras Pauto Inca, gran sacerdote, trataba de reconstruir la plataforma religiosa tradicional, al amparo del respeto que se le tenía, los españoles se dedicaban a cuestiones más crematísticas. Sólo se puede entender el apabullante éxito español por la arraigada obediencia que los antiguos peruanos tenían a toda autoridad que ostentase poder, pues, de otra forma, sería inexplicable la aceptación de aquellos escasos conquistadores en tan inmenso territorio.
Lo cierto es que tras la caída de la cabeza visible, el mundo inca sufrió un terrible cataclismo social. Por ejemplo, sus obras de ingeniería, tales como los canales de riego que habían hecho fértiles las comarcas semiestériles de la costa, se vieron muy dañadas por el abandono que la lucha provocó. Las gentes, acostumbradas al acatamiento de antiguas leyes, no sabían bien a quién obedecer ni qué trabajos específicos realizar, con lo que una cierta anarquía comenzó a sembrar los campos y estructuras sociales del otrora poderoso y bien organizado imperio.
Pizarro tomó la decisión de trasladar la capital de su conquista a la costa pensando en el futuro comercio con la metrópoli, y para ello fundó el 18 de enero de 1535 «la ciudad de los Reyes», si bien se respetó el uso del nombre original, Lima, adquirido por estar al borde del río Rímac. La plaza se convertiría en sede del gobierno español en el ámbito del Pacífico de América del Sur durante más de doscientos años, hasta la creación de los virreinatos de Nueva Granada y del Plata. Pizarro, con su característico talante, cambió la espada por los instrumentos de un artesano e inició la planificación y la construcción de su capital, trabajando incluso manualmente en las obras que se repartían por la flamante urbe.
Hernando, el hermano más temperamental de Pizarro, viajó a España con un quinto del tesoro (cien mil pesos de oro y cinco mil marcos de plata) incautado en Cajamarca. Una vez en la península Ibérica fue recibido por un sonriente emperador Carlos I, quien en la ciudad de Calatayud concedió toda suerte de honores y prebendas a los expedicionarios que habían anexionado el mundo inca a la corona imperial española. El propio Hernando recibió los hábitos de la prestigiosa orden de Santiago y permiso para armar una escuadra que viajase al Perú dispuesta a reforzar los cimientos del poder colonial. Asimismo en esta reunión se autorizó a Francisco Pizarro para ampliar su jurisdicción gubernativa unas setenta leguas más al sur de los límites territoriales ya establecidos.
Pero en aquel rincón de América recién conquistado por los españoles y que suponía la mayor extensión territorial jamás incorporada a reino alguno, comenzó a sembrarse la discordia entre los protagonistas de tan singular gesta. Por un lado, Pizarro pretendía seguir proyectando su larga sombra por cada vez más y más latitudes. Por otro, su antiguo socio Diego de Almagro, ahora gobernador de Cuzco, no se encontraba muy feliz con las tareas para él asignadas y se sabía devaluado a pesar del reciente nombramiento que se le había concedido como adelantado de Nueva Toledo, nombre designado por entonces para las tierras del actual Chile. El veterano extremeño recelaba de su presunto aliado manchego y de las tretas que éste pudiera armar para incrementar su poder en la zona. En consecuencia decidió enviar a dos de sus hermanos —Juan y Gonzalo— a Cuzco con el ánimo de incorporarlos al Cabildo de la ciudad y así, de paso, controlar de cerca los movimientos de Almagro. Como es obvio, don Diego rechazó esta decisión y encarceló a los Pizarro a la espera de una reunión con su viejo amigo. Al fin ambos se entrevistaron en Cuzco en el año 1537. Los dos conquistadores se conocían demasiado bien, se puede decir que eran casi almas gemelas unidas por la misma pretensión de gloria. Los dos provenían de ámbitos familiares difíciles, pues tanto uno como otro tenían un origen bastardo, los dos eran valientes y habían arriesgado bolsa y vida con la intención de saber qué había más allá de lo conocido. Y en aquel momento había que decidir dónde se fijaban sus fronteras personales. Almagro contaba no sólo con un fuerte prestigio personal, sino también con un contingente fresco de soldados que, como ya hemos referido en páginas anteriores, había adquirido a Pedro de Alvarado, quien en su expedición a Quito sopesó adecuadamente la oferta económica efectuada por Almagro, cediendo a éste hombres y bagajes que ahora se encontraban acuartelados en Cuzco, ávidos de fortuna y aventuras. Esta tropa, a decir verdad, presionó lo suficiente a su nuevo jefe para que entendiera que una nueva hazaña se precisaba con urgencia. Por esto y por otros factores, Almagro decidió aceptar la empresa hacia el sur que Pizarro le proponía. En realidad, las noticias sobre Chile no paraban de llegar a oídos de Almagro desde los tiempos de la conquista peruana, incluso antes, pues diversas expediciones, verbigracia la de Magallanes-Elcano, ya habían contactado con las costas chilenas, si bien nunca se profundizó de una manera adecuada en estas tierras sobre las que las gentes hablaban auténticas maravillas. Por tanto Almagro decidió asumir su papel en la historia y con la esperanza de obtener una gobernación propia similar a la de Pizarro, emprendió con su hueste la ruta del sur. Existían dos vías que por entonces se podían seguir: había un camino por el Alto Perú y el noroeste argentino que llevaba a Chile a través de la cordillera andina, y otro, junto a la costa, por Arequipa, Tarapacá y Copiapó. Almagro escogió el primero, y dejó en Cuzco a sus principales colaboradores preparando una expedición marítima —Ruy Díaz—, una expedición terrestre que iría tras la suya —Juan de Herrada—, y otra expedición terrestre por el camino de la costa —Rodrigo de Benavides—. El 3 de julio de 1535 el adelantado de Nueva Toledo abandonó Cuzco y se internó por las tierras de su gobernación. Lo acompañaba una tropa de veteranos que se habían curtido junto a Pizarro y Alvarado en diversas situaciones de riesgo, así como algunos indios que pudieran ayudar como guías y traductores.