A esas alturas y sin ciudades de oro descubiertas ni botín alguno en sus alforjas, los expedicionarios se veían acuciados por las penurias, hambrunas y enfermedades, por lo que Coronado decidió regresar al valle de Tiguex para una nueva invernada. En la primavera de 1543 el tenaz salmantino sufrió un aparatoso accidente ecuestre que le ocasionó una grave herida en la cabeza, motivo al parecer de un supuesto trastorno que se prolongó en exceso, y por lo que sus oficiales tomaron la decisión de regresar al punto de partida.
La expedición retornó a Nueva España con más pena que gloria, no se había encontrado Cíbola, los pesos del virrey se habían esfumado y el descubrimiento del Gran Cañón del Colorado no se valoró como era debido, por lo que el recibimiento en México fue muy frío. Un año más tarde Coronado fue destituido de su cargo de gobernador de Nueva Galicia, dándole a cambio un puesto sin importancia en el Ayuntamiento de la ciudad de México. Empero, sus extravagancias provocaron una nueva sustitución y a finales de 1545 el célebre explorador se retiró a sus ricas encomiendas de Nueva Galicia, donde murió el 22 de septiembre de 1554.
El relato de sus exploraciones, de gran valor por la incomparable descripción del suroeste de Estados Unidos antes de su conquista por los europeos, se publicó en el decimocuarto informe del Departamento de Etnología de Estados Unidos en 1896. En 1952 se inauguró un monumento en memoria de la expedición de Coronado cerca de Bisbee, en Arizona.
Retomando la historia de Cabeza de Vaca diremos que, tras su aventura en Norteamérica, regresó a España en 1537 dispuesto a solicitar la concesión de capitulaciones para nuevos retos en América, y tuvo suerte, pues el Consejo de Indias, ante el caos administrativo del que se tenía noticia en el Río de la Plata, le nombró gobernador de la región. A finales de 1540 zarpó de Cádiz con una importante flota para organizar y colonizar definitivamente la provincia del Plata. Los vientos y las tormentas hicieron que la maltrecha escuadra tuviera que refugiarse en el sur de Brasil, así que Alvar Núñez decidió dividir el grupo en dos: una expedición terrestre con el grueso de los colonos y el ganado dirigida por él mismo, y otra marítima con los bastimentos más pesados.
Las excelentes dotes de vaquero de Cabeza de Vaca lograron lo que parecía casi imposible: atravesó el territorio guaraní —al tiempo que era el primer europeo en contemplar las maravillosas cataratas de Iguazú— y llegó a la ciudad de Asunción en marzo de 1542, con escasas pérdidas de hombres y ganado. De hecho este gaditano andariego había abierto una nueva vía de comunicación que pronto iba a tener suma importancia, pues gracias a él se asentaron las bases de la futura y fabulosa cabaña ganadera de los países bañados por el Río de la Plata.
Aunque lo cierto es que en la futura capital de Paraguay no fue muy bien recibido por el antiguo preboste Martínez de Irala y el grupo de encomenderos y funcionarios reales que controlaban el poder. Alvar, ajeno a cualquier conspiración, comenzó por colonizar y poblar las tierras adscritas a su gobernación, suspendiendo las expediciones a la mítica sierra de la Plata que tanto obsesionaban a Irala. Se enfrentó a los indios guaraníes y a los indios chiquitos que le causaron diversos estragos. Su intento de poner orden de forma autoritaria en el corrupto maremágnum administrativo acabó con la paciencia de sus enemigos, los cuales tejieron una conjura encarnada en la figura del veedor real Alonso de Cabrera, hombre de paja de Martínez de Irala, y que consiguió mediante malas artes destituir y apresar al gobernador.
Tras casi un año de cárcel, Alvar Núñez fue enviado a España en 1545 cubierto de cadenas. El Consejo de Indias lo enjuició y durante varios años se estuvo debatiendo sobre el futuro del insólito aventurero que acabó siendo político. Finalmente se le sentenció al destierro en la norteafricana plaza de Orán, aunque la pena no llegó a cumplirse en sus términos, pues el bravo andaluz recibió el indulto por parte de la corona, si bien nunca llegó a ver rehabilitada su imagen social y lo único que pudo obtener por su valía fue un cargo como juez del Tribunal Supremo en Sevilla.
En 1555 publicó en Valladolid
Naufragios
, una obra en la que quedó reflejada su particular odisea americana. En el libro, al margen de su valor literario como relato de aventuras, se compendian interesantes descripciones etnográficas sobre los pueblos nativos del norte de México y el sur de los actuales Estados Unidos. Sobre su muerte mucho se ha elucubrado, algunos aseguran que aconteció en Sevilla en 1560, aunque el Inca Garcilaso de la Vega dejó escrito que el óbito del singular explorador se dio en Valladolid entre los años 1556 y 1559. Sea como fuere, Álvar Núñez Cabeza de Vaca representa a la perfección el paradigma del caballero español con ansia de aventuras, riquezas y emociones, un fiel reflejo de la época que le tocó vivir.
Desde los primeros años del siglo XVI diferentes navegantes embarcados en otras tantas expediciones fueron arribando a las latitudes australes atlánticas del continente americano. El primero de ellos fue el piloto sevillano Juan Díaz de Solís, un experimentado cartógrafo que había sido socio de Vicente y Martín Yáñez Pinzón en algunos viajes, como los que se dirigieron a Veragua o al golfo de México en 1506. Asimismo, trazó una ruta en 1508 que lo condujo desde el Caribe hasta las costas brasileñas, llegando hasta los 40° de latitud Sur, aunque no llegó a divisar la desembocadura del Río de la Plata.
Su reconocimiento social aumentó en 1512 al ser nombrado piloto mayor de España, sustituyendo en el cargo al ilustre Américo Vespucio. Ese mismo año obtuvo capitulaciones que le concedían permiso para explorar el sur del continente americano. La expedición zarpó de Sanlúcar el 8 de octubre de 1515 con tres buques y sesenta tripulantes. El 20 de enero de 1516, las naves entraban en el estuario del río Solís: era el primer español en reconocer el río al que bautizó con su nombre y que luego sería denominado Río de la Plata. El lugar donde desembarcaron, llamado Puerto de la Candelaria, sería el mismo sitio elegido en 1724 para fundar la ciudad de Montevideo. La flotilla continuó reconociendo la ribera norte del río hasta que en uno de los desembarcos efectuados por los españoles los indios charrúas atacaron a Solís y a sus hombres y les dieron muerte.
Entre las numerosas anotaciones y mapas dejados por el célebre piloto se encontraban algunas cartas náuticas que posteriormente resultaron de gran utilidad para Magallanes en su viaje alrededor del mundo. Fue aquí donde se recogieron las primeras historias sobre la mítica ciudad de los Césares, pues los escasos supervivientes del grupo dirigido por Solís relataron con cierta vehemencia que los indios les habían hablado de un imperio lleno de oro y plata que estaba regido por un mandatario blanco.
Estas fábulas provocaron, al igual que sucedió con las leyendas de El Dorado y Cíbola, una verdadera expectación en la península Ibérica por las inmensas riquezas que los que se arriesgasen en la empresa pudieran obtener como premio. Uno de ellos fue Sebastián Caboto, hijo del veneciano Juan Caboto, el mismo que sirviera a los intereses británicos con el descubrimiento y exploración de las costas norteamericanas mientras buscaba el anhelado paso septentrional hacia las Indias Orientales.
Su vástago entró en cambio al servicio de España en 1512, contratado por el rey Fernando el Católico para desempeñar diversos cargos en calidad de cartógrafo y miembro del Consejo de Indias, trabajo que le reportó una excelente imagen profesional en la corte española, por lo que seis años más tarde fue nombrado piloto mayor del reino. En 1526, el monarca Carlos I le encomendó la difícil misión de auxiliar a los náufragos de Magallanes y de paso encontrar la ruta hacia el Pacífico, lo que contrarrestaría el avance portugués en aquella coordenada geográfica. Empero, los barcos de Caboto sólo alcanzaron el estuario del Plata, en la futura Argentina, donde permanecieron anclados tres años.
Allí, atraído por las fabulosas historias sobre la ciudad de los Césares, que le contase un tal Melchor Ramírez, superviviente de la expedición de Solís, se asoció al conquistador Diego García de Moguer y juntos buscaron la asombrosa ciudad. Durante años organizó y dirigió él mismo diversas expediciones en busca del fabuloso tesoro. Sin embargo, nunca logró obtener los resultados pretendidos y tan sólo uno de los grupos enviados al interior llegó con noticias esperanzadoras.
Fue la columna capitaneada por Francisco César la que, tras explorar durante tres meses la sierra de la Plata y Charcas, regresó con catorce hombres anunciando que habían localizado un lugar, al que también se llamó Trapalanda, en el que se encontraban minas y recursos suficientes para levantar un imperio. Esta buena nueva dio nombre definitivo al mito y desde entonces la ciudad de los Césares, llamada así por la comitiva que acompañó a don Francisco, mantuvo vivo el ánimo de cuantos adelantados se acercaban dispuestos a integrar la galería de los descubridores más famosos.
Al fin se dio el visto bueno en España para la colonización del territorio más austral situado en los confines del imperio. El 24 de agosto de 1535, el adelantado Pedro de Mendoza zarpaba de Sanlúcar al frente de trece buques llenos de pioneros y soldados; a éstos se unieron otros tres en las islas Canarias. El propósito de la flota colonizadora era buscar un lugar idóneo en el estuario de la Plata donde levantar un asentamiento que luego sirviera como punto de proyección para el avance hacia el interior.
Tras varias semanas de singladura la escuadra llegó a su lugar de destino, se adentró por el estuario rioplatense y eligió al fin un sitio donde atracar los buques. La zona seleccionada fue bautizada como Riachuelo de los navíos. Junto a este puerto natural se instaló un campamento para dos mil soldados y colonos que a primeros de febrero de 1536 se transformaría en la ciudad de Santa María del Buen Ayre.
Los expedicionarios mantuvieron en principio unas relaciones cordiales con el elemento nativo, sin embargo la amistad se truncó cuando los indios entendieron que los españoles estaban yendo demasiado lejos en sus actuaciones, pues cada vez exigían más y más tierras, arrebatando sin miramientos a los autóctonos la posesión de sus feudos ancestrales. La guerra estalló y los españoles se vieron de inmediato copados por miles de indígenas guaraníes y charrúas hostiles.
El 15 de junio de 1536 se libró cerca del río Matanzas la batalla de Corpus Christi, uno de los combates más terribles de toda la conquista americana y que acabó con la derrota y masacre de muchos blancos, incluido Diego de Mendoza, hermano del primer adelantado del Plata. Las noticias sobre la victoria indígena no tardaron en llegar a la incipiente Buenos Aires y pronto la plaza quedó sitiada por miles de enfurecidos indios, los cuales lanzaban un ataque tras otro contra las débiles empalizadas que protegían el enclave. Mendoza había asegurado las defensas y resistió a ultranza las embestidas enemigas. Sin embargo, no contaba con víveres suficientes para un asedio tan prolongado como se estaba produciendo, y, poco a poco, la hambruna se adueñó de los angustiados colonos, que empezaron por comer cuero y ratas, para terminar en la más absoluta antropofagia, alimentándose con la carne de los muertos en combate y de los ahorcados por intento de sedición.
Para fortuna de los escasos españoles que quedaban, la falta de intendencia también se adueñó del campo indígena y el cerco a Buenos Aires se levantó a la vez que llegaban víveres suministrados por la columna del capitán Juan de Ayolas, uno de los lugartenientes de Mendoza que había salido semanas antes a la búsqueda de víveres.
Don Pedro se sintió morir por causa de la sífilis que acarreaba desde tiempo atrás, y quiso como última voluntad dar el postrer suspiro en su querida España; para ello armó una carabela en la que embarcó con ese propósito, aunque no pudo cumplir su sueño ya que murió durante la travesía. Su cuerpo fue sepultado en el mar el 24 de junio de 1537.
En Buenos Aires quedó como gobernador Ruiz Galán, mientras que su fiel Juan de Ayolas recibía el cargo de teniente gobernador. Ambos se dedicaron desde entonces y en compañía de otros capitanes, como Martínez de Irala y Juan Salazar de Espinosa, a la búsqueda del imperio dominado por el Rey Blanco.
En estos trasiegos los españoles realizaron fundaciones como la del fortín de la Asunción el 15 de agosto de 1537, semilla de la futura capital paraguaya. Pronto comenzaron las disputas entre los militares españoles por quién debía asumir la gobernación de aquellas tierras, aunque la situación quedó clarificada tras la llegada del veedor real Alonso de Cabrera, quien portaba en su bagaje la Real Cédula de 1537 que autorizaba a los pobladores a elegir gobernador mientras la corona decidía. Reunidos en Asunción, se determinó que Domingo Martínez de Irala asumiera el cargo de gobernación, al ser hombre de confianza de Ayolas y Mendoza. Mientras que Cabrera aconsejó, dada su precariedad, el despoblamiento de Buenos Aires, a fin de agrupar los escasos colonos en un asentamiento más fuerte y seguro como era Asunción. Por añadidura esta villa se encontraba más cerca de la sierra donde se presumía la ubicación del Reino del Oro. En noviembre de 1539 Irala constató la muerte de Ayolas en una celada indígena.
Los supervivientes bonaerenses llegaron a Asunción y se pudo establecer un censo de unos seiscientos españoles. Eran los restos de los más de dos mil cuatrocientos que habían llegado a esa región dispuestos a levantar los primeros núcleos coloniales en el estuario del Plata.
Más tarde llegaron las noticias sobre el inminente arribo del nuevo adelantado Álvar Núñez Cabeza de Vaca, lo que desató una enorme tensión en las filas leales a Martínez de Irala, como ya hemos contado en páginas anteriores. Tras despachar al autor de
Naufragios
hacia la península Ibérica, Irala prosiguió con su búsqueda de la mítica ciudad de los Césares, pero esta ambición no la pudo culminar con éxito, pues en una expedición de 1548 constató, al llegar a la ansiada sierra platense, que los españoles asentados en Perú se le habían adelantado unos años.
Con desilusión regresó al Paraguay, donde siguió organizando los poblamientos y exploraciones. En 1555 recibió por fin el reconocimiento de la metrópoli con su nombramiento de gobernador general. Un año después falleció en Asunción víctima de apendicitis aguda. Domingo Martínez de Irala es posiblemente el último representante de la casta conquistadora, ya que después de él dejó de hablarse de conquista para hacerlo de colonias y fijación, en definitiva, al territorio en el que se habían asentado miles de pioneros españoles junto a la diversidad autóctona de las Indias.